____ 04 ____

—¡Almin bendito! —murmuró Joram, estremeciéndose, mientras un sudor frío le cubría el cuerpo—. ¡Muerta!

—Mi querido muchacho, si valoras tu vida y la mía, ¡no levantes la voz! —susurró Simkin, luciendo una deslumbrante sonrisa y saludando con la cabeza a varios conocidos situados al otro lado de la habitación.

Ambos estaban junto a la fuente de champán, ya que aquél era el lugar en el que, según Simkin, Gwendolyn o Saryon los buscarían con toda seguridad. Aquella zona —situada frente al nicho donde el Emperador seguía recibiendo a sus súbditos— empezaba a llenarse de gente a medida que los asistentes a la fiesta se encaminaban hacia allí en busca de amigos y de diversión. La fuente de champán era, tal y como había dicho Simkin, el punto de encuentro perfecto; gritos de saludo y estrepitosas carcajadas resonaban constantemente a su alrededor.

La fuente de champán, que funcionaba gracias a la magia de un grupo de Pron–Alban disfrazados de lacayos, tenía más de seis metros de altura, estaba hecha totalmente de hielo —para mantener fría la bebida— y decorada con temas marinos. El champán fluía de las bocas de helados caballitos de mar posados sobre olas de hielo. El vino brotaba de los labios apretados de varios peces globo de ojos vidriosos; ninfas marinas recubiertas de escarcha ofrecían a los invitados sorbos de vino que guardaban en sus manos de dedos gélidos. Flotando en el aire, alrededor de la fuente, había varias hileras de copas de cristal que se llenaban a voluntad de los asistentes y saciaban la sed de todos los que habían estado pendientes del Emperador y su difunta esposa durante dos horas.

—Se considera traición el mero hecho de pensar algo parecido, y no digamos manifestarlo en público —continuó Simkin.

—¿Cuánto…, cuánto hace? —preguntó Joram con una especie de morbosa fascinación, la misma fascinación que lo obligaba a seguir mirando el trono de cristal.

—Oh, hará un año, quizá. Nadie lo sabe con seguridad. Estuvo enferma durante mucho tiempo, y tengo que admitir que tiene mucho mejor aspecto ahora que él que tenía entonces.

—Pero… ¿por qué mantener…? Quiero decir, ya sé que él la amaba, pero… —Joram se llevó una copa de champán a los labios, pero volvió a dejarla casi inmediatamente con mano temblorosa—. ¡El Emperador debe de estar loco! —concluyó con voz sepulcral.

—Ni mucho menos —replicó Simkin con tranquilidad—. ¿Ves al hombre vestido de rojo que se acerca ahora al Emperador?

—¿Un Dkarn–duuk? Sí —contestó Joram.

Con esfuerzo apartó la mirada de la mujer sentada en el trono para mirar al hombre que se inclinaba para decirle algo al Emperador. Aunque estaba a bastante distancia, Joram tuvo la impresión de que se trataba de un hombre alto, corpulento, ataviado con las ropas rojas propias de los brujos que eran los Supremos Señores de la Guerra de Thimhallan.

—No es un Dkarn–duuk. Es el Dkarn–duuk: el príncipe Lauryen. Es el hermano de ella, lo cual lo convierte en el próximo Emperador de Merilon si la muerte de la Emperatriz se reconociera oficialmente. —Simkin alzó una copa de champán, y se la llevó a los labios fingiendo un brindis—. Adiós a Su Real Aburrimiento. De vuelta a su finca en las ondulantes praderas de Drengassi o de dónde sea que viniera. Si es que no le sucedía nada peor; la gente que contraría a El Dkarn–duuk tiene una extraña costumbre de entrar en los Corredores y no volver a salir jamás.

Simkin se bebió el champán de un trago.

—Si ese hombre es tan poderoso, ¿por qué no toma el poder, sencillamente? —preguntó Joram, mirando a Simkin especulativo y diciéndose que aquel nuevo mundo en el que estaba penetrando podría resultar muy interesante.

—El Emperador cuenta con un poderoso aliado, o debería decir más bien pesado: el Patriarca Vanya. A propósito, me parece bastante extraño que Su Rechoncha Señoría no esté aquí, habiendo comida gratis. Oh, lo olvidé. Jamás asiste a esta fiesta de aniversario. Dice que va en contra de la política de la Iglesia o algo parecido. ¿Por dónde iba?

—Hablabas del Emperador y del Patriarca.

—Ah, sí, eso era. Sea como fuere, se dice que el sol de Vanya sale y se pone con el del Emperador. El Dkarn–duuk tiene a su propio hombre para ocupar el lugar de Vanya… Aunque probablemente se precisarían tres para llenarlo, ahora que lo pienso. Los catalistas y los ilusionistas se aseguran de que la Emperatriz sea el alma de la fiesta, si me perdonas la expresión, y se considera como alta traición referirse de cualquier forma que sea a su salud o a su falta de ella. Da recepciones como de costumbre, y la flor y nata de Merilon y de otras ciudades–estado viene a rendirle homenaje como de costumbre, y nadie la mira directamente a la cara ni alude a ella si no es de la forma más inocente. A veces ni siquiera eso sirve.

Simkin le hizo una señal a otra copa de champán para que fuera a llenarse a la fuente de cristal y volviera luego, balanceándose, a su mano. Una orquesta, formada por instrumentos encantados, empezó a tocar valses en un rincón, obligando a Simkin a inclinarse aún más sobre Joram para continuar su historia.

—Jamás olvidaré la noche en la que el anciano marqués de Dunsworthy estaba hablando con el Emperador mientras jugaban al tarot y el Emperador preguntó: «¿No os parece que Su Majestad tiene un aspecto inmejorable esta noche, Dunsworthy?». El anciano Dunsworthy le echó un vistazo al cadáver sentado en una silla y tartamudeó: «No… no sé qué deciros. Encuentro a Su Majestad algo distante». Ni que decir tiene, que los Duuk–tsarith cayeron sobre el infeliz al instante y ésa fue la última vez que lo vimos. —Simkin tomó un sorbo de champán; luego se secó los labios con el pañuelo de seda—. Tuve que terminar la partida por él y le gané una moneda de plata al Emperador.

Joram se disponía a replicarle cuando oyó pronunciar su nombre. Volviéndose, se encontró con unos ojos azules que ardían de amor y al instante se olvidó de la existencia de cosas como la muerte y la política.

—Joram… —lo llamó Gwendolyn con timidez.

Le tendió una blanca mano, dándose cuenta de las miradas de admiración que le dirigían varios de los jóvenes allí presentes; pero sólo tenía ojos para el hombre que amaba.

Gwendolyn se había pasado casi todo el día trabajando con Marie y lady Rosamund en su vestido. Le había cambiado el color tantas veces que su habitación hubiera podido pasar por la residencia de los Sif–Hanar que se encargan de hacer aparecer el arco iris. Primero había hecho que brotaran flores de las mangas, luego había reemplazado las flores por plumas de diminutos pájaros, más tarde los pájaros mismos habían hecho su aparición, siendo proscritos inmediatamente por lady Rosamund. Por fin, tras muchas lágrimas y kilómetros de cinta, y un último momento de pánico ya en el carruaje a «¡no estar vestida apropiadamente!», Gwendolyn salió en dirección al baile, con la sensación de que todos los sueños que anidaban en su joven corazón empezaban a hacerse realidad en aquel mismo momento.

¿Y cuál había sido el resultado de tantos afanes, esfuerzos y lágrimas invertidos en aquel vestido, lágrimas derramadas pensando sólo en Joram? Por desgracia, había resultado, en gran parte, un esfuerzo vano. Joram recibió únicamente una confusa impresión de pelo dorado coronado de diminutas florecillas blancas conocidas por el nombre de suspiro infantil, de un cuello y unos hombros totalmente blancos y de unos seductores y apenas insinuados pechos que se sumergían en algo tan azul y vaporoso como la espuma del mar. Estaba tan bella aquella noche que se sintió hechizado, pero era su belleza la que lo hacía sentir así, no la del vestido. Gwendolyn podría haber llevado un vestido de arpillera y su embelesado admirador ni se hubiera dado cuenta.

—Mi señora.

Joram tomó entre las suyas la diminuta y blanca mano, reteniéndola más tiempo del correcto antes de besarla durante un largo instante; luego, de mala gana, la soltó.

—Yo…, es decir, nosotros… —se corrigió Gwendolyn, ruborizándose— temíamos que no pudieras venir. ¿Cómo está el Padre Dunstable? Hemos estado todos muy preocupados.

—¿El Padre Dunstable? —Joram se quedó mirando a Gwen, desconcertado—. ¿Qué quieres decir? ¿No está…?

—Perdónalo, encantadora criatura —interrumpió Simkin con suavidad, interponiéndose entre Joram y Gwen. Dándole la espalda a Joram, capturó entre las suyas una de las manos de la muchacha, hizo intención de besarla, decidió luego aparentemente que el esfuerzo requerido era excesivo y la retuvo letárgicamente entre las suyas—. Tu belleza lo ha trastornado por completo. He oído a catalistas expresarse de forma más inteligente. No a menudo, pero en ocasiones. Hablando de catalistas, me parece entender por tu pregunta que nuestro Calvo Amigo no está demasiado bien. ¡Cielos!, es algo que me sorprende muchísimo.

—Pero ¿no te lo ha contado Joram?

Gwendolyn intentó mirar a Joram, a quien Simkin tapaba por un lado y la fuente por el otro.

—Vaya, querida —repuso Simkin en voz alta, interponiéndose entre la pareja de nuevo—. ¿Champán? ¿No? Bueno, me beberé tu copa entonces, si no te importa. —Dos copas flotaron hasta ellos—. ¿De qué estábamos hablando? No lo recuerdo… Ah, del Padre Dunstable. Claro, verás, me he pasado todo el día encerrado aquí en este sofocante palacio, escuchando el parloteo incansable del Dkarn–duuk sobre declarar la guerra a No Sé Quién y el del Emperador sobre los impuestos y la verdad es que me he aburrido mortalmente. Entonces me he encontrado con Joram, mi dulce criatura, y no puedes culparme si lo último que yo deseaba en aquellos momentos era comentar la salud de un sacerdote.

—No, supongo que no… —empezó Gwen, sonrojándose, turbada y confusa.

La conversación de Simkin estaba atrayendo la atención; la gente formaba corro a su alrededor para oír qué nuevo chismorreo escandaloso surgía de sus labios, y la muchacha era perfectamente consciente de que muchos ojos estaban fijos en ella y en su compañero.

Joram intentó acercarse a Gwen, pero la gente se lo impidió. Recordando a tiempo que no debía llamar la atención, retrocedió unos pasos. Entretanto, Simkin se había convertido en el centro de atención.

—Bien, ¿qué le ha sucedido a nuestro Calvo Amigo? —preguntó, indolente—. ¡Santo cielo! —Adoptando una expresión de horror, el joven enarcó las cejas desmesuradamente—. No lo habrá confundido el Patriarca con el cojín de uno de los bancos de la Catedral, ¿verdad? —Se oyeron unas risas ahogadas entre la concurrencia y la gente empezó a darse codazos muy significativos—. Eso le sucedió una vez a una catalista llamada, antes del accidente, hermana Suzzane. Quedó totalmente aplanada, la pobrecilla. Ahora la llaman Hermano Fred…

Las risas aumentaron de volumen.

—¡No, de verdad! —Gwendolyn intentó retirar la mano que Simkin sujetaba.

Pero el joven, impertérrito, la sujetó con fuerza, aunque sin dar esa sensación, contemplándola con una aburrida expresión expectante que provocó gran número de risitas ahogadas entre los que los escuchaban.

Gwendolyn se dio cuenta de que debía decir algo.

—Yo… nos despertó a medianoche la… la Theldara, la que había estado cuidando del Padre Dunstable. Nos dijo que había empeorado y que lo iba a trasladar a las Casas de Curación de la Arboleda de los Druidas.

—Empeorado, ¿eh? Me siento desolado. Realmente postrado por el dolor. ¡Traed más champán! —ordenó Simkin, y la concurrencia prorrumpió en sonoras carcajadas.

—Simkin, déjame… —empezó a decir Joram, abriéndose paso una vez más.

Pero Simkin le cortó el paso como sin darse cuenta, alzó una mano y asió a otro joven que formaba parte del grupo que los rodeaba.

—Marqués d’Ettue. Encantado.

El joven marqués se sintió encantado a su vez.

—Aquí tenéis a esta jovencita, que se muere de ganas por bailar con vos. Es esa chaqueta que lleváis de color camarón. Vuelve locas a las mujeres. Querida, el marqués.

Y antes de que pudiera protestar, Gwendolyn se encontró con que su mano había pasado de las manos de Simkin a las de un igualmente sorprendido marqués.

—Pero… —protestó Gwen débilmente, mirando a Joram por encima de su hombro.

—Simkin, maldito seas…

Joram intentó de nuevo meter baza, con el rostro oscurecido por la impaciencia y la frustración y con claros indicios de estar a punto de montar en cólera.

—Será un placer bailar con vos… —tartamudeó el marqués.

—Una pareja deliciosa. ¡A bailar! —exclamó Simkin alegremente, empujando literalmente a la sobresaltada Gwen a los brazos color camarón del marqués—. Oh, aquí estás —siguió, volviendo la mirada hacia el ceñudo Joram con una afectada expresión de sorpresa—. ¿Dónde habías estado, querido muchacho? Ahí tienes a tu amorcito, que se ha ido a bailar con otro caballero.

Se oyeron nuevas risas.

Joram lo miró furioso.

—Me vas a…

—¿… consolar en tu aflicción? Desde luego. Dejadnos solos un momento, ¿queréis? —preguntó Simkin a la multitud que se había congregado a su alrededor, la cual se dispersó obedientemente en busca de nueva diversión, dedicándole un gran número de sonrisas a Joram—. ¡Champán, sígueme!

Simkin hizo una señal a varias copas colocadas al borde de la inagotable fuente, sujetó por un brazo a Joram y lo condujo hasta la pared de cristal, mientras tres copas de burbujeante champán lo seguían obedientes, balanceándose tras él.

—¿Qué es lo que has hecho? —le exigió Joram, colérico—. Llevo horas buscando a Gwendolyn y ahora tú…

—Querido camarada, no alces la voz —rogó Simkin, desaparecida como por ensalmo la expresión de regocijo de su rostro—. Era necesario que hablara contigo en privado e inmediatamente sobre el catalista.

—¡Pobre Saryon! —se dolió Joram, oscureciéndosele el rostro al tiempo que fruncía el ceño—. No debiera haberlo abandonado anoche, pero la Theldara me aseguró que se estaba curando…

—Y así es, querido muchacho —lo interrumpió Simkin.

Joram se puso alerta.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que Ellos lo han cogido, viejo —sonrió Simkin, pero era una sonrisa dirigida únicamente a los que los rodeaban. Humedeciéndose los labios con champán, paseó una nerviosa mirada por el salón—. Y nosotros podríamos ser los siguientes.

Súbitamente, a Joram se le hizo difícil respirar. El aire de la habitación estaba demasiado viciado. El corazón le latía con violencia, como si tratara de extraer hasta la última partícula de oxígeno de sus pulmones. Notaba un zumbido en los oídos y, una vez más, le resultaba imposible oír nada.

—¡Eh, despacio! Toma un sorbo. La gente nos está observando. Todo ha de ser diversión y alegría, ¿recuerdas?

Joram vio moverse los labios de Simkin y notó que le ponía una copa en la mano. Tenía la boca reseca. Se llevó la copa a los labios y las burbujas, al estallar en la lengua, le refrescaron la garganta.

—¿Estás seguro? —consiguió preguntar, aspirando profundamente y luchando por recuperar la compostura—. ¿Y si realmente se hubiera puesto enfermo…?

—¡Bah! El catalista estaba perfectamente cuando nos fuimos. Aparte de que jamás he conocido un Theldara que experimentara la repentina necesidad de examinar a un paciente en plena noche. Pero ¿y los Duuk–tsarith? —la voz de Simkin se apagó amenazadora.

—No me traicionará —repuso Joram en voz baja.

—Puede que no tenga otra alternativa —replicó Simkin, encogiéndose de hombros.

Joram apretó los labios y crispó las manos con fuerza.

—¡No me voy! —exclamó, categórico—. ¡No hasta que haya hablado con la Druida que lord Samuels prometió que traería! Y además —desarrugó el ceño y alzó el rostro—, no tendrá ninguna importancia. Pronto me convertiré en un barón. Entonces todo se arreglará.

—Desde luego. Muy bien, si estás convencido. Pero creí que valía la pena aclararlo —repuso Simkin en tono despreocupado, hablando con aire satisfecho una vez más—. Como tú dices, ¿qué puede significar todo esto? Unas pocas horas malas para el catalista. Nada más. Les gustan este tipo de cosas, según he oído. Es como un martirio. Los vuelve virtuosos. Ah, nuestra belleza rubia regresa… Imagino que para llevarte ante papá por la expresión que veo en sus ojos, que están, observo, clavados en mí con una expresión decididamente muy poco amistosa. No digas nada más; desaparezco. Ya me harás saber cuándo hay que iniciar los festejos, echar la casa por la ventana y todo eso. Podríamos recurrir al Patriarca Vanya para la ocasión. Recuerda, amigo mío, que has pasado una tarde agotadora velando a un catalista enfermo. ¡Ta–ta!

Dejando solo a Joram, lo cual éste agradeció profundamente, Simkin se elevó por los aires y se confundió enseguida entre la multitud.

—¿Te gusta? —La voz de Simkin flotó hasta Joram—. Lo llamo Muerte Recalentada

Empezaba a hacer mucho calor en el salón y el ruido era cada vez mayor. Una vez terminadas las presentaciones ante el Emperador, la gente que estaba alrededor del trono empezó a dispersarse, cambiando el enlutado color de sus vestidos por otro más apropiado para una noche de diversión. Joram se apoyó en la pared de cristal, contemplando la noche, deseando desesperadamente hallarse fuera en la fresca oscuridad que parecía tan atractiva en comparación con la deslumbrante luz y el sofocante calor que reinaban en el interior. Sintió una momentánea punzada de remordimiento por el catalista. El uso que Simkin había hecho de la palabra «martirio» le había producido un escalofrío. El pensamiento de lo que podría estar padeciendo Saryon por su culpa lo obligó a cerrar los ojos, mientras un sentimiento de culpabilidad atravesaba su alma con su delgado filo.

Pero, al cabo de un instante, Joram se sintió capaz de ignorar aquel dolor, cubriendo la herida con un amargo ungüento como había hecho con tantas otras durante toda su vida, sin darse cuenta de las horribles cicatrices que dejaban tras ellas. Algún día le compensaría a Saryon por todo aquello. Cuidaría del catalista durante el resto de su vida…

—¿Joram?

Allí estaba Gwendolyn, mirándolo con aquellos ojos azules que veían las heridas y anhelaban curarlas. Tendiendo las manos, tomó las de ella entre las suyas y las oprimió contra su febril rostro, encontrando un nuevo bálsamo en su frío contacto.

—Joram, ¿qué sucede? —preguntó, alarmada por la sombría y atormentada expresión de su rostro.

—Nada —contestó él dulcemente—. Nada, ahora que estás a mi lado.

Gwendolyn se ruborizó delicadamente y retiró las manos de entre las de él, consciente de la presencia de lady Rosamund, revoloteando en algún lugar cercano.

—Joram, mi padre me envió con un mensaje para ti; pero Simkin…

—¡Ya, ya! —repuso Joram con fiereza. Un oscuro rubor le cubría el rostro, mientras devoraba a Gwen con la mirada—. ¿Qué mensaje?

—Qui… quiere que te reúnas con él en uno de los salones privados —titubeó Gwendolyn, desconcertada por el cambio experimentado en el joven.

Pero, acto seguido, la emoción que la embargaba le hizo olvidar toda precaución.

—¡Oh, Joram! —exclamó, tomando las manos del joven entre las suyas—. ¡La Druida está con él! ¡La Theldara que atendió en el parto a tu madre cuando naciste!