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Todavía aturdido por las visiones y maravillas por las que había pasado, Joram contempló el Salón de la Majestad, atemorizado.

Flotando en lo alto del Palacio como si se tratara de una burbuja que flotase sobre el agua, el salón era totalmente redondo y estaba hecho enteramente de cristal, tan puro y transparente como el aire que lo rodeaba. Aunque en aquellos momentos reposaba sobre lo que se conocía como la Ascensión de los Nueve Misterios, la burbuja de cristal podía ser trasladada a capricho —un capricho que treinta y nueve catalistas y un número equivalente de Pron–Albans tardaban doce horas en poder cumplir— a cualquier otro lugar, tanto a un lado, como encima o debajo del Palacio. No era únicamente la redonda burbuja que constituía el salón la que estaba hecha de cristal —con unas paredes tan delgadas que se podían golpear con una uña y al instante se oía un sonoro y delicado tintineo—, sino que también era de cristal el suelo que la atravesaba dejando una cuarta parte de la burbuja bajo él. Surgiendo vacilante y aturdido de la Escalera de los Catalistas, Joram tuvo la inequívoca y turbadora sensación de que si daba un paso hacia adelante se precipitaría en el vacío.

El sol acababa de ponerse. Almin había extendido ya su negro manto sobre la mayor parte del firmamento y los Sif–Hanar habían ayudado al gran Mago a realizar su deber a fin de que los convidados pudieran disfrutar del misterio y la belleza de la noche. Pero, al oeste, Almin mantenía alzado ligeramente el borde de su manto para ofrecer una última y fugaz imagen de aquel día que tocaba ya a su fin, los tonos rojos y violetas filtrándose en la oscuridad con un hilillo de sangre.

No obstante, estaba ya lo bastante oscuro como para que unos globos de luz empezaran a centellear en el salón. En medio de ellos se movían los invitados del Emperador, flotando en la burbuja de cristal, cruzándose, reuniéndose, separándose. Las luces, amortiguadas para no empañar la belleza del crepúsculo, brillaban sobre joyas y sedas, centelleaban en los ojos risueños y arrancaban destellos de las rizadas cabelleras.

Joram nunca había notado lo pesado que era su cuerpo sin Vida tanto como en aquel momento. Sabía que si avanzaba, si se introducía en aquel reino encantado, el suelo de cristal se resquebrajaría bajo sus pies y las paredes se harían añicos cuando él las tocara con sus torpes dedos. Por ello, permaneció quieto, sin saber qué hacer, acariciando la idea de volver a bajar, de replegarse en el interior de su propia oscuridad, que, al menos, tenía la ventaja de ser un refugio familiar y cómodo.

Pero otro catalista —un compañero silencioso de ascensión, que había subido penosamente detrás de Joram— se abrió paso, murmuró una disculpa y rodeó al muchacho, para deslizarse aparentemente en la noche. El clap clap que producían las sandalias del catalista sobre el suelo de sólido cristal resultaban un sonido tranquilizador y dio a Joram el estímulo suficiente para imitarlo. Moviéndose cautelosamente, el joven dio algunos pasos; luego se detuvo otra vez, rendido por la magnificencia de lo que se ofrecía a sus ojos.

Por encima de él y a su alrededor, las estrellas ocupaban sus lugares de costumbre en el firmamento nocturno como cortesanos de segundo orden que hubieran acudido a ofrecer sus respetos al Emperador, manteniéndose a distancia como correspondía a su humilde rango. Bajo sus pies, la ciudad de Merilon eclipsaba a las mediocres estrellas. El centelleo de éstas era frío, blanquecino y sin vida, mientras que la ciudad hervía de luz y color. Las Casas Gremiales brillaban como teas encendidas, las casas particulares centelleaban; aquí y allí brillantes haces de luz en forma de espiral abandonaban la ciudad para alzarse furtivos en dirección al Palacio: se trataba de nuevos carruajes que se unían al brillante tropel de invitados que se dirigían a la fiesta.

Joram, de pie, lo dominaba todo desde las alturas.

El corazón henchido por la belleza que lo rodeaba, el espíritu de Joram crecía con aquella sensación de poder. Diminutas burbujas de emoción le hormigueaban por las venas; ni siquiera el vino le había resultado nunca tan embriagador. Aunque su cuerpo debía permanecer anclado en la tierra, su espíritu se elevó. Era un Albanara, nacido para andar por aquel lugar, nacido para gobernar, y quizá dentro de pocas horas, todos aquellos enjoyados y deslumbrantes personajes que en aquellos momentos se encontraban tan por encima de él se apresurarían a postrarse a sus pies.

«Bueno, quizás esto sea un poco exagerado —se dijo esbozando una forzada sonrisa que no ocultó el aire grave de su rostro sombrío, pero que prestó un cálido brillo a sus ojos marrones—. Supongo que la gente no se postra ante un barón; no obstante, ordenaré que los subalternos anden cuando estén ante mí. No creo que pudiera considerarse de buena educación hacer lo contrario. Tendré que consultárselo a Simkin, aunque no sé dónde demonios está…»

Pensar en Simkin le recordó a Joram que había prometido no presentarse ante el Emperador sin su amigo. Así que lanzó una mirada a su alrededor con cierta impaciencia. Ahora que había superado su temor inicial, podía oír cómo se anunciaban nombres en el otro extremo del salón. La luz brillaba allí con más fuerza y atraía, como hojas atrapadas en un remolino, a diferentes grupos de magos. Esforzándose por ver y oír, al tiempo que intentaba localizar a Gwendolyn, a lord Samuels y a Saryon, Joram se acercó más, atisbando por entre la multitud. No obstante, no debía alejarse demasiado de las escaleras, ya que Simkin lo buscaría, sin duda, en aquel lugar. ¿Dónde demonios estaría el muy idiota? Nunca estaba donde debía…

—¡Mi querido amigo, no estés ahí de pie como un pasmarote! —Se oyó una voz irritada—. Demos gracias a Almin por no haber traído a Mosiah con nosotros. El ruido que has hecho con la barbilla al chocar contra el suelo lo debe de haber oído todo el mundo. Procura parecer tan displicente y aburrido ante todo esto como el resto de los presentes; eso es, buen chico.

Haciendo revolotear en el aire el pañuelo de seda color naranja, Simkin descendió lentamente desde la parte superior de la cúpula, la ropa arremolinándosele en los tobillos.

—¿Dónde has estado? —exigió Joram.

Simkin se encogió de hombros.

—En las fuentes de champán. —Enarcó una ceja al ver que Joram fruncía el ceño—. ¡Vaya, vaya! Ya te lo he comentado otras veces, Sombrío y Melancólico Amigo, y te lo vuelvo a decir ahora: un día de éstos, esa terrible expresión se te quedará congelada en el rostro. Sencillamente tenía que entretenerme en algo mientras ascendías penosamente los nueve niveles del infierno. Ahora ya sabes por qué no hay catalistas gordos en Merilon. Bueno, casi ninguno.

Un rollizo catalista, con el sudor resbalándole por la tonsurada cabeza, dirigió una feroz mirada a Simkin mientras alcanzaba, jadeante, el último escalón.

—Animaos, Padre —dijo Simkin, haciendo aparecer el pañuelo de seda naranja y ofreciéndoselo con gesto solícito—. ¡Pensad en toda la grasa que habéis perdido! Y además habéis abrillantado el suelo. ¿Os seco la cabeza?

Sonrojándose aún más, el sacerdote apartó de un empujón la mano del muchacho y, mascullando algo irreverente, se alejó tambaleante para dejarse caer en una silla cercana.

Juntando las manos en actitud de oración, Simkin hizo una ligera inclinación.

—Yo también os envío mi bendición, Padre.

El pañuelo naranja se agitó nerviosamente en el aire y, de repente, el catalista desapareció.

Joram miraba fijamente la silla vacía en la que había estado sentado aquel hombre hacía tan sólo un instante, cuando sintió que le tiraban de la manga.

—Y ahora, querido muchacho —dijo Simkin—, préstame atención, por favor.

La voz tenía el tono festivo habitual, pero, al volver la mirada, Joram descubrió un desacostumbrado destello de severidad en los ojos azul pálido, un cierto toque siniestro en la sonrisa negligente, que le llamó la atención.

Simkin asintió ligeramente con la cabeza.

—Sí, señor, ahora es cuanto empieza la diversión. ¿Recuerdas que las cartas dijeron que serías Rey y que yo me ofrecí para ser tu bufón? Bueno pues, hasta ahora, has sido el Rey, querido muchacho. Nosotros te hemos seguido sin hacer preguntas y sin quejarnos a pesar de que yo estuve a punto de ser arrestado, al pobre catalista le cayó encima una maldición de Almin y Mosiah tiene que ocultarse para salvar el pellejo.

Simkin hablaba en voz muy baja; una voz que se desvaneció, convirtiéndose casi en un susurro al llegar a este punto. Observó a Joram atentamente.

—Sigue —le instó Joram.

Su voz sonaba fría y serena, pero ensombreció la expresión del rostro y un ligero rubor apareció bajo su piel como dando a entender que, en algún lugar, en lo más profundo de su ser, la flecha había dado en el blanco.

La sonrisa de Simkin se torció en una mueca sarcástica.

—Y ahora, mi rey —dijo, acercándose más y hablando en voz muy baja, mientras observaba a la muchedumbre que los rodeaba—, debes seguir los consejos de tu bufón. Porque tu vida y la vida de aquellos que te siguen están en las manos de tu bufón. Debes seguir mis instrucciones sin hacer preguntas. ¿Lo haréis, Majestad?

—¿Qué tengo que hacer? —La voz de Joram sonó discordante.

Acercándose aún más, Simkin le habló al oído. La barba del joven le cosquilleó en la oreja; el fuerte olor a gardenias que emanaba de los cabellos de Simkin y los vapores del champán que se desprendían de su aliento le hicieron sentir náuseas e, involuntariamente, intentó apartarse; pero Simkin lo sujetó con fuerza y le susurró con insistencia:

—Cuando seas presentado a Sus Majestades, no, te lo repito, no mires a la Emperatriz directamente.

Simkin retrocedió, se alisó la barba y paseó la mirada por la concurrencia. La expresión malhumorada de Joram se distendió convirtiéndose en una media sonrisa.

—¡Eres un idiota! —murmuró, mientras se arreglaba las verdes vestiduras—. Por un momento me asustaste de verdad.

—¡Amigo mío! —Simkin lo miró con tal severidad que Joram se quedó desconcertado—. Lo he dicho totalmente en serio. —Puso una mano sobre el pecho de Joram a la altura del corazón—. Inclínate ante ella, háblale, dile algo agradable, irrelevante. Pero mantén la mirada baja. Mira hacia otro lado. Mira a Su Real Aburrimiento. A cualquier cosa. Recuérdalo, tú no puedes ver a los Duuk–tsarith, pero están aquí, vigilantes… Y ahora —añadió haciendo un lánguido movimiento con el pañuelo naranja—, debemos ocupar nuestro lugar en la fila.

Pasando un brazo alrededor del de Joram, lo hizo adelantarse.

—Afortunadamente para ti, mi terrestre amigo, todo el mundo está obligado a andar cuando se presenta formalmente ante Sus Majestades. Es un signo de humildad, una muestra de respeto y todo eso, además de que resulta terriblemente difícil hacer reverencias en el aire. La duquesa de Blatherskill se inclinó doblando la cintura y no pudo pararse. Empezó a girar sobre sí misma, dando volteretas. Y sin ropa interior. Fue muy chocante. La Emperatriz tuvo que guardar cama durante tres semanas, y, desde entonces, andamos…

Simkin y Joram cruzaron el suelo de cristal, junto a otros magos que descendían de las alturas como una centelleante lluvia, y se dirigieron a la entrada del salón. Joram lanzaba rápidas miradas a Simkin, perplejo y trastornado por sus palabras e instrucciones. Pero el joven parecía no advertir el desconcierto de su amigo y seguía relatando el desdichado accidente de la duquesa. Joram sacudió la cabeza y pasó junto a la silla, vacía ahora, donde había estado sentado el catalista. Vio que Simkin le dedicaba una sonrisa traviesa.

—A propósito —comentó Joram, volviendo la cabeza para mirar a la silla—, ¿qué le has hecho?

—Lo he vuelto a enviar al lugar donde empieza la escalera —respondió Simkin, despreocupado, mientras se golpeaba ligeramente la punta de la nariz con el pañuelo naranja.

Joram y Simkin se unieron a la fila que formaban quienes estaban considerados como los más ricos y agraciados de Merilon, todos ellos haciendo cola para presentar sus respetos a la Real Pareja antes de dispersarse para dedicarse a ocupaciones más interesantes, como emborracharse y divertirse. Algunos podrían pensar que resultaría algo difícil correrse una juerga, teniendo en cuenta la dolorosa naturaleza del aniversario que se celebraba. Y, efectivamente, los que aguardaban en la larga cola que se extendía por el cristalino suelo como una serpiente envuelta en sedas y joyas mostraban una expresión bastante más solemne y circunspecta que la que tenían al entrar en Palacio. Las alegres risas, las despreocupadas chanzas entre amigos, los chismorreos y comentarios sobre vestidos, peinados e hijas habían desaparecido como por arte de magia. Mantenían los ojos bajos y los colores de los ropajes y vestidos habían sido suavizados hasta alcanzar el tono adecuado de Semblante Lastimero, como informó Simkin a Joram en voz baja.

Las conversaciones tenían lugar en voz baja por parejas, en lugar de grupos, y, en consecuencia, la quietud reinaba en aquel extremo del salón, roto tan sólo por las melodiosas voces de los heraldos que anunciaban los nombres de aquellos que eran conducidos ante la Real Pareja.

La cola era tan larga que Joram no podía ver aún ni al Emperador ni a la Emperatriz, únicamente el nicho de cristal donde se sentaban. Aquellos miembros de la corte que ya habían sido presentados se reunían en semicírculo alrededor del nicho y se dedicaban a observar para averiguar qué ilustres o divertidos personajes hacían cola a su vez. El murmullo de los que observaban era apenas audible, dado que se encontraban ante el Emperador; pero el movimiento era incesante: cabezas que se volvían, personas que señalaban a otras discretamente o sin la más mínima discreción, según lo justificara el motivo de su curiosidad. Joram, que seguía buscando a lord Samuels y a su familia entre la muchedumbre, vio que muchas personas señalaban a Simkin con la cabeza o le sonreían. Vestido totalmente de blanco, el joven destacaba entre aquella miríada de colores que lo rodeaba como un iceberg en plena selva, fingiendo, imperturbable, no darse cuenta de la atención que despertaba.

Los ojos de Joram escudriñaban aquel brillante tropel de personas, deteniéndose a la vista de una cabeza rubia o incluso de una cabeza tonsurada, esperando ver también allí a Saryon. Sin embargo, había tanta gente, y la mayoría de ella vestida de forma tan parecida (exceptuando a los que, deseando destacarse, habían acudido ataviados como Magos Campesinos, ante el regocijo de Simkin), que consideró casi imposible poder localizar a aquellos que buscaba.

«Ella también me está buscando», se dijo, imaginándose a Gwendolyn de puntillas, atisbando por encima de las anchas espaldas de su padre, aguardando con el corazón palpitante el anuncio de cada uno de los nombres y dejándose caer desilusionada cuando no resultaban ser el nombre que anhelaba oír. Aquel pensamiento la hizo impacientarse y sentir incluso un cierto temor. ¿Y si se iban? ¿Y si lord Samuels se cansaba de esperar? ¿Y si…? Joram contempló la larga cola que se extendía ante él, impaciente, maldiciendo amargamente a todos aquellos ancianos duques cuyos vacilantes pasos precisaban de la ayuda de sus catalistas, o a las dos chismosas damas, ya entradas en años, que se olvidaban de andar hacia adelante y sus vecinos tenían que recordárselo con discretos empujoncitos. En realidad, la cola se movía con bastante rapidez, después de todo, pero hubiera tenido que moverse a la velocidad del rayo para satisfacer los deseos de Joram.

—Deja de moverte —masculló Simkin, pisándole un pie a Joram.

—No puedo evitarlo. Cuéntame algo.

—De mil amores. ¿Qué quieres que te cuente?

—¡Me importa un comino! ¡Cualquier cosa! —replicó Joram con brusquedad—. Dijiste que debo dirigirle unas pocas palabras al Emperador. ¿Qué palabras? «Una noche muy agradable». «Hace un tiempo delicioso». «Tengo entendido que hace dos años que estamos en primavera, ¿existe alguna posibilidad de que haga su aparición el verano?»

—Chisst —siseó Simkin desde detrás del pañuelo de seda naranja—. ¡Cielo santo! Estoy empezando a desear haber traído a Mosiah. Ésta es una celebración que rememora al Príncipe Muerto. Por lo tanto, le ofrecerás tu más sentido pésame.

—Está bien. No hago más que olvidarlo —repuso Joram de mal talante, deslizando la mirada por el salón por centésima vez—. Muy bien. Le daré el pésame. A propósito, ¿de qué se murió el chico?

—¡Mi querido muchacho! —exclamó Simkin con un escandalizado susurro—. ¡Aunque te hayas criado en una calabaza no tienes por qué pregonarlo de esta manera! Tenía la impresión de que tu madre te regalaba los oídos con historias sobre Merilon, y ésta seguro que es la mejor historia de todos los tiempos. ¿No te la contó?

—No —replicó Joram con sequedad, frunciendo el entrecejo.

—Ah —observó Simkin súbitamente, lanzándole una mirada—. Hummmm, ya, creo que lo entiendo… Sí, no hay duda. Verás… —se acercó aún más, manteniendo el pañuelo de seda frente a sus rostros mientras hablaba—, el niño no murió. Estaba vivo, muy vivo, por lo que me han contado. Berreó a grito pelado durante toda la solemne ceremonia y vomitó sobre el Patriarca al final.

Simkin hizo una pausa, mirando a Joram expectante. El rostro de Joram se crispó y una sombra apenas perceptible se cernió sobre él.

—¿Comprendes? —preguntó Simkin en voz baja.

—El niño nació Muerto, como yo —contestó Joram con voz áspera.

Tenía los ojos clavados en el suelo, las manos cruzadas con fuerza a la espalda, los nudillos blancos. Se dio cuenta de que podía ver su propia imagen reflejada en el suelo de cristal, mientras las luces de Merilon, allá abajo, brillaban a través de su fantasmal y transparente cuerpo; su propia imagen, que lo miraba sombría.

—¡Chisst! —lo reprendió Simkin—. Muerto, sí. Pero ¿como tú, querido amigo? —Sacudió la cabeza—. Él no era como nadie que hubiera nacido antes en este mundo. Por los rumores que me han llegado, la palabra Muerto es un eufemismo. El chico no falló simplemente una de las Pruebas. ¡Falló las tres! ¡No había en él ni un ápice de magia!

Joram mantuvo los ojos fijos en el suelo.

—Quizá no era tan diferente de otros como tú podrías pensar —murmuró mientras la cola avanzaba centímetro a centímetro.

Manteniendo los ojos todavía fijos en la imagen que se reflejaba a sus pies, Joram no pudo ver la rápida y penetrante mirada que Simkin le dedicó, ni se dio cuenta de la forma tan pensativa en que el muchacho se acariciaba la barba castaña.

—¿Qué has dicho? —preguntó Simkin con indiferencia, alzando la cabeza y fingiendo sonarse la nariz con el pañuelo naranja.

—Nada —respondió Joram, estremeciéndose como si intentara despertarse de un sueño—. ¿Es que no vamos a llegar nunca?

—Paciencia —aconsejó Simkin. Se elevó en el aire poco más de un centímetro y miró por encima de las cabezas de la gente; luego volvió a descender—. Mira, ahora se puede ver ya el Trono Real y con un poco de suerte podrás entrever la Real Cabeza.

Estirando el cuello, Joram pudo comprobar que en realidad habían avanzado mucho durante su conversación. Podía ver ya el trono de cristal y en varias ocasiones consiguió vislumbrar al Emperador cuando se movía para conversar con aquellas personas que tenía delante o a su alrededor. Apenas si podía ver a la Emperatriz, sentada a la derecha de su esposo, ya que era ella la portadora del título real; pero el Emperador sí que quedaba claramente dentro del campo visual de Joram y éste —contento de poder fijar su atención en algo— se dedicó a contemplar con vivo interés la escena que se desarrollaba ante sus ojos.

Sentado en un trono de cristal situado sobre un suelo de cristal en el interior de un nicho también de cristal, Su Majestad parecía descansar entre las estrellas. Vestido con las blancas ropas de raso que corresponden al luto, iluminado por una luz blanca de la más extraordinaria luminosidad, el Emperador no sólo se confundía con las estrellas sino que incluso resplandecía más que la más brillante de ellas. Habiendo visto la opulencia del mobiliario y los adornos del resto del Palacio, a Joram le sorprendió comprobar que tanto el trono de cristal como el nicho mismo eran de línea sencilla y elegante sin el más mínimo adorno. El cristal envolvía los reales cuerpos como si de agua transparente se tratara, y tan sólo algún destello aislado producido por la luz al reflejarse demostraba que había algo real y sólido a su alrededor.

Joram esbozó una sonrisa. Echando una rápida mirada alrededor de la habitación, ¡comprobó que aquello estaba hecho adrede! Incluso la silla en la que aquel pobre catalista se había derrumbado —ahora a varios metros de distancia— estaba hecha de un material tejido de tal forma con la magia, que resultaba transparente. Nada, y por supuesto ningún objeto material, debía distraer la atención de los súbditos del Emperador de lo que era auténticamente real: la existencia del Emperador y la Emperatriz.

Joram escuchaba con curiosidad, ahora que estaba lo suficientemente cerca como para poder oír fragmentos de conversaciones cuando las voces se elevaban por encima de los murmullos de la muchedumbre. Acostumbrado a formarse opiniones rápidas y a menudo despreciativas de la gente, en su primer encuentro Joram había considerado al Emperador como un hombre de una enorme vanidad y presunción, incapaz de ver más allá de sus narices, como vulgarmente se dice. Pero, al escuchar las conversaciones que mantenía el monarca, se vio obligado muy a pesar suyo a admitir que había estado muy equivocado.

Aquel hombre era astuto e inteligente. Si se comportaba de manera fría y reservada, era únicamente para mantenerse por encima del pueblo. En apariencia, no necesitaba que el heraldo le anunciase los nombres de quienes iban apareciendo ante él y, de hecho, se dirigía a muchos de ellos utilizando apodos familiares en lugar de los protocolarios títulos nobiliarios. Y no era esto todo. Tenía también siempre algo personal que comentar con cada uno: preguntaba a los padres por sus queridos hijos, interrogaba a un catalista sobre los temas a los que el sacerdote dedicaba sus estudios, hablaba del pasado con los ancianos y del futuro con los jóvenes.

Intrigado por aquella extraordinaria hazaña, si se tenía en cuenta los cientos de personas con las que el Emperador debía de tener contacto diariamente, Joram lo observaba con creciente fascinación. Recordó su encuentro con el Emperador y de qué modo los ojos de aquel hombre habían parecido absorberlo por completo y le había dedicado su atención durante varios segundos. Joram recordaba haberse sentido halagado, pero también vagamente incómodo, y ahora comprendía el motivo. El Emperador había memorizado a Joram de la misma forma en que Saryon memorizaba una ecuación matemática y casi con la misma consideración. Siendo como era, hasta cierto punto, un experto en la manipulación de los demás, a Joram no le fue difícil reconocer y admitir el toque de un maestro.

Pero como su madre le había confiado y Lord Samuels le había confirmado después, Joram sabía que una persona en el mundo lo significaba todo para el Emperador: la Emperatriz.

La cola avanzó un poco más y Joram apartó la mirada del Emperador para dirigirla a su consorte; durante toda su vida había oído hablar de la belleza de aquella mujer, una belleza que destacaba incluso por entre las más famosas bellezas de la corte; una belleza que le era innata, que no necesitaba ser acrecentada por medios mágicos. Su curiosidad se veía incrementada aún más por la advertencia, ya que no se la podía considerar de otro modo, que le había hecho Simkin:

«No mires a la Emperatriz directamente».

Mientras aquellas palabras le martilleaban en el cerebro, Joram se salió discretamente de la fila para poder echarle un vistazo a la mujer sentada en el trono de cristal junto a su esposo. En aquel momento, la cola avanzó un poco más y pudo verla con claridad.

Joram se quedó sin aliento. Las palabras de Simkin se esfumaron por completo de su mente, siendo reemplazadas por el borroso recuerdo de la descripción que de ella había hecho Anja: «Tiene los cabellos tan negros y brillantes como el ala de un cuervo; la piel es tersa y blanca como el pecho de una paloma; los ojos son oscuros y brillantes; las líneas del rostro rayan en la perfección clásica, como si fueran la obra de la magia de un maestro; sus movimientos son gráciles, como un sauce acariciado por el viento…».

Un codo se hundió en las costillas de Joram.

—¡Déjalo ya! —le espetó Simkin hablando por la comisura de los labios—. Mira hacia otro lado.

Irritado, sospechando que era objeto de una de las rebuscadas bromas de Simkin, Joram se dispuso a replicarle abruptamente, pero, una vez más, se encontró con aquella extraña expresión en el normalmente despreocupado rostro de su amigo: una expresión seria, temerosa incluso. Acercándose aún más —no había ya más de diez personas delante de ellos—, Joram contempló al resto de los que estaban cerca de él y comprobó que, también ellos, intentaban de la mejor manera posible no mirar directamente o por demasiado tiempo a la Emperatriz. Los sorprendió dirigiendo rápidas miradas a la Emperatriz, tal y como hacía él, y apartando luego rápidamente la mirada. Y aunque todos se dirigían al Emperador en voz alta y clara y parecían sentirse relajados y a gusto, la voz se les apagaba cuando se dirigían a la Emperatriz y las palabras eran casi ininteligibles.

Dando un paso hacia adelante, los ojos enrojecidos de tanto lanzar rápidas miradas a la Emperatriz para luego, con la misma rapidez, mirar en otra dirección, Joram empezó a admitir que realmente parecía haber algo extraño en aquella mujer. Desde luego su célebre belleza no disminuía a medida que se acercaba a ella, pero extrañamente le repugnaba en lugar de atraerlo. La piel, tersa y pura, era ligeramente azulada y translúcida; los oscuros ojos eran ciertamente bellos, pero su brillo no provenía de una luz interior, sino que parecía el reflejo de la luz sobre el cristal; movía imperceptiblemente los labios cuando hablaba; gesticulaba con las manos e inclinaba el cuerpo, pero no con la gracilidad del sauce, sino con la habilidad de un creador de ilusiones.

La habilidad de un creador de ilusiones…

Joram se volvió hacia Simkin, perplejo; pero el joven barbudo, jugueteando con el pañuelo de seda naranja que tenía en la mano, le dirigió una ligera sonrisa.

—La paciencia ha obtenido su recompensa —dijo—. Somos los siguientes.

Joram no tuvo tiempo de pensar en nada más.

Como si viniera de muy lejos, oyó que el heraldo golpeaba el suelo con el bastón y anunciaba con voz melodiosa:

—Simkin, huésped de lord Samuels…

El resto de la presentación se perdió en un murmullo de risas procedente de los espectadores. Simkin debía estar haciendo alguna de sus payasadas; pero Joram estaba demasiado aturdido y confuso para darse cuenta claramente de lo que era. Vio a Simkin acercarse, sus blancos ropajes refulgiendo bajo la misma luz brillante que extendía un halo alrededor del Emperador y la Emperatriz.

La Emperatriz. Joram se sintió de nuevo forzado a mirarla, mientras el heraldo anunciaba:

—Joram, huésped de lord Samuels y de su familia.

Al oír su nombre, Joram comprendió que debía avanzar, pero se sintió repentinamente asaltado por la sensación de que era el objeto de la atención de cientos de pares de ojos. El recuerdo de la muerte de su madre le vino a la memoria con toda claridad. Podía ver a la gente, mirándolo fijamente. Deseó estar solo. ¿Por qué… por qué lo miraban?

Joram se dio cuenta de que el Emperador y Simkin estaban hablando. Pero no tenía ni idea de lo que hablaban. Le era imposible oír nada. Sentía un extraño fragor en sus oídos como el bramido de un viento de tormenta. Quería huir desesperadamente, y sin embargo no podía moverse. Se hubiera quedado allí eternamente si no hubiera sido porque el heraldo —consciente de que era necesario que la cola avanzara y acostumbrado a que muchos experimentaran aquel sublime temor cuando estaban en presencia de Su Majestad— le dio a Joram un suave empujoncito. Dando un traspié, el muchacho se tambaleó hacia adelante y se detuvo frente al Emperador.

Joram tuvo la suficiente presencia de ánimo como para hacer una profunda reverencia, copiando a Simkin, y empezó a farfullar algo sin tener la más mínima idea de lo que estaba diciendo. El Emperador lo interrumpió con suavidad. Recordó haberlo conocido en casa de lord Samuels y le deseó que su estancia en Merilon le resultase agradable. Luego la real mano lo despidió con un gesto y Joram dio unos pasos por el acristalado suelo para ir a detenerse ante la Emperatriz. Vagamente, se daba cuenta de que Simkin lo observaba. Si no hubiera sido porque resultaba demasiado increíble, Joram hubiera dicho que los labios del joven, medio ocultos por la barba, estaban entreabiertos en una mueca burlona.

Cohibido, Joram se inclinó ante la Emperatriz, mientras se devanaba los sesos para encontrar algo que decirle. Deseaba levantar los ojos para mirar a aquella mujer y al mismo tiempo sentía un vivo deseo de alejarse rápidamente, con la mirada gacha tal y como había visto hacer a tantos antes de él.

Inmóvil frente a ella, pudo percibir un ligero y empalagoso olor que parecía emanar de su cuerpo.

Se decía que era la mujer más hermosa del mundo. Pero Joram deseaba comprobarlo por sí mismo.

Alzó la cabeza…

… y se encontró con los ojos sin vida de un cadáver.