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—¡Dijiste que andarías! —exclamó Joram.

Alzó una mano y sujetó a Simkin por una de las mangas de sus largos y blancos ropajes en el momento en que el joven empezaba a elevarse majestuosamente en el aire como una delgada pluma.

—Oh, lo siento. Lo olvidé en la excitación del momento —se disculpó, descendiendo de nuevo sobre la escalinata de cristal del Palacio para caminar junto a su amigo. Se volvió y contempló a Joram con expresión ofendida—. Mira, querido muchacho, podría darte el poder suficiente para que cabalgaras en alas de la magia, como dice el poeta…

—No —rechazó Joram—. Nada de magia. Quiero ser yo mismo. Tendrán que acostumbrarse a verme andando por aquí —añadió con firmeza.

—Supongo que sí. —Simkin pareció indeciso, pero luego se animó—. Sin duda lo considerarán un nuevo capricho mío. Y hablando de ellos… —sujetó a Joram por un brazo mientras atravesaban las doradas puertas de entrada—, mira ahí.

—¡Mosiah! —jadeó Joram, deteniéndose alarmado con el ceño fruncido—. ¡Idiota! Creí que estaba de acuerdo en esperarnos en la Arboleda…

—¡Y así fue! ¡No te enfurezcas! —lo tranquilizó Simkin con una carcajada—. Ése es uno de los Mosiahs que creé ayer…, bah, en realidad, es un resto. El tipo debe de tener un extraordinario talento, para poder mantener mi creación durante tanto tiempo. ¡A lo mejor me ha copiado! ¡El muy sinvergüenza! ¿Cómo se ha atrevido? Me dan ganas de convertirlo en una vaca. A ver qué le parecería vivir en una granja…

—Olvídalo —Joram detuvo a su amigo de nuevo—. Hemos venido aquí para algo mucho más importante que eso.

Pasaron ante varios lacayos empolvados y enjoyados, que contemplaron a Joram con suspicacia hasta que descubrieron a Simkin junto a él. Uno de los lacayos les guiñó un ojo, risueño, y los hizo pasar con un gesto de su enguantada mano. Una vez cruzada la entrada, Joram se detuvo, intentando aparentar que aquél era su ambiente, procurando que sus ojos no demostraran asombro.

—¿Dónde estamos y adónde vamos desde aquí? —le preguntó a Simkin con voz apenas audible.

Simkin hizo un visible esfuerzo para apartar sus indignados ojos del falso Mosiah y examinar lo que lo rodeaba.

—Estamos en el vestíbulo principal de la entrada. Allí arriba… —echó la cabeza hacia atrás tanto como le fue posible, casi a punto de perder el equilibrio— está el Salón de la Majestad.

Joram siguió la mirada de Simkin. Se encontraban en la entrada de una enorme habitación cilíndrica. Elevándose en el aire hasta una altura de cientos de metros, la habitación atravesaba nueve niveles diferentes del Palacio hasta culminar en una gran cúpula en la parte superior. Cada nivel tenía su propio balcón, desde donde se dominaba la entrada que había abajo y la cúpula de la parte superior, y cada nivel, observó Joram, era de diferente color, siendo de color verde el más bajo.

—Los niveles representan los Nueve Misterios —explicó Simkin, señalando hacia arriba—. El nivel en el que estamos es el de la Tierra, por lo tanto está decorado con el tema de la flora y la fauna. Encima de nosotros está el Fuego, luego viene el Agua, después el Aire; tras éste se halla la Vida, puesto que son necesarios estos tres elementos para mantener la vida. Luego se encuentran las Sombras, que representan nuestros sueños. Por fin, tenemos el Tiempo, que gobierna todas las cosas; luego nos encontramos con la Muerte: la Tecnología, tras ella el Espíritu: la otra vida. Y por encima de todo ello —añadió Simkin, dirigiéndole una mirada a Joram y esbozando una sonrisa maliciosa— está el Emperador.

Joram crispó los labios en una leve sonrisa.

—Maldición —masculló Simkin, torciendo la cabeza—. He pillado un espantoso tortícolis. De todas maneras, querido muchacho —continuó en un tono de voz más solemne, mientras se inclinaba hacia Joram para hablarle en voz baja—, ¡ya ves por qué es indispensable que te transfiera magia! Se supone que todo el mundo debe ascender los nueve niveles antes de llegar ante el Emperador.

Hizo un gesto con la mano señalando el reluciente tropel de magos que los rodeaba. A medida que las extravagantes carrozas se detenían ante las brillantes puertas de oro y cristal, se iban abriendo y dejaban salir a sus ocupantes, que se deslizaban al interior del Palacio flotando grácilmente como si estuvieran envueltos en algodón. Las voces resonaban en el aire, saludando a amigos, intercambiando besos, chismorreos y novedades. No gritaban ni alborotaban, y las ropas, aunque hermosas y variadas como los colores de una puesta de sol, eran, en general, conservadoras. Aunque se trataba de una fiesta, después de todo, se celebraba un doloroso acontecimiento. El jolgorio y la diversión se reducirían a lo más imprescindible, y se esperaba de todos los invitados que, al pasar a presencia de la real pareja, murmuraran unas palabras de pésame con motivo del decimoctavo aniversario del nacimiento… Muerte… y fallecimiento del Príncipe.

Mientras lo observaba todo fascinado —buscando al mismo tiempo a Gwendolyn con la mirada—, Joram observó que todos los magos, tan pronto entraban en Palacio, continuaban flotando hacia arriba, elevándose en el aire a través de los nueve niveles en dirección a la cúpula donde el Emperador y la Emperatriz recibían a sus invitados. Joram se dio cuenta también de que Simkin tenía razón: no parecía haber ningún modo de alcanzar los niveles superiores a no ser mediante el empleo de la magia.

—¿Dónde se celebrará la fiesta? —preguntó, paseando la mirada por el nivel de color verde en el que se hallaban, decorado, como Simkin había dicho, con árboles y flores—. ¿En qué nivel? ¿En éste?

Hechos de oro, plata y cristal, e incrustados de joyas, los árboles y las flores no se parecían a ningún árbol ni a ninguna flor que Joram hubiera visto jamás. La luz que creaban unos soles artificiales brillaba con fuerza desde el nivel dedicado al Fuego, haciendo centellear las doradas hojas y los enjoyados frutos, deslumbrando la vista. Aquel bosque artificial, sofocante y silencioso, empezó a provocar en Joram la sensación de que estaba atrapado y cercado. El incesante cambio de posición de los puntos de luz, rebotando en las doradas ramas y en las relucientes joyas, resultaba agobiante.

—La fiesta se celebrará en todos los niveles, desde luego —contestó Simkin, encogiéndose de hombros—. ¿Por qué lo preguntas?

Una sombra cruzó el rostro del muchacho.

—¡Cómo voy a poder encontrar a lord Samuels o a Saryon o a cualquiera en medio de esta… de esta muchedumbre!

Hizo un gesto enojado, mientras la oscuridad volvía a envolverlo.

—¡Si hicieras el favor de escuchar a Simkin! —exclamó el joven barbudo, exhalando un suspiro—. ¡Te lo he dicho una docena de veces! Todo el mundo es presentado al Emperador y la Emperatriz. En este mismo instante, todos los que son alguien están ahí arriba en el Salón de la Majestad, dando vueltas para ver quién ha sido invitado y quién, lo cual es aún más divertido, no lo ha sido. ¡Permanecerán allí hasta que el mismo Emperador decrete que ha llegado el momento de iniciar la diversión! O bien encontrarás tú a lord Samuels allá arriba o él te encontrará a ti. Ahora dame la mano. ¡Utilizaré mi magia y, voilà, subiremos, subiremos, y ya está!

—¡No resultará! —murmuró Joram, malhumorado—. ¿Has olvidado la espada? —Señaló con la mano a su espalda—. ¡Ella absorberá tu magia! ¡No yo!

—Por mi honor que había olvidado esa repugnante espada —dijo Simkin. Miró a su alrededor con pesimismo—. ¿Sabes?, esto resulta terriblemente insulso y aburrido. Nadie sabe siquiera que estoy aquí. Supongo que tú no… ¡Aguarda! —Se le iluminó el rostro—. ¡La Escalera de los Catalistas!

—¿Qué? —inquirió Joram con impaciencia, mientras observaba atentamente a todo el que entraba, especialmente a las muchachas de cabellos dorados.

—¡La Escalera de los Catalistas, querido muchacho! —repitió Simkin, rebosante de alegría una vez más—. Ellos no pueden cabalgar en alas de la magia, como te sucede a ti, viejo amigo. Tienen que utilizar las escaleras para llegar hasta el Emperador. Claro que ése no es el caso cuando se trata del Patriarca Vanya, desde luego. Tiene su propio medio de transporte especialmente diseñado para él. Acostumbraba ser una paloma, hasta que Su Rechoncha Señoría fue demasiado pesado para el pobre pájaro. Lo dejó extraplano, según oí. No se comió otra cosa que no fuera paloma en Palacio durante días: asada, hervida, estofada… ¿Dónde estaba? —preguntó Simkin, al ver que Joram le lanzaba una mirada furiosa—. Ah, sí, las escaleras. Empiezan justo ahí, al otro lado de ese roble de oro macizo. Ahí —señaló el lugar con la mano—, puedes ver ya cómo algunos miembros de la santa hermandad empiezan su larga caminata en este mismo momento.

Golpeando con los zapatos sobre el mármol por el que avanzaban, varios catalistas empezaban a subir las escaleras que se iniciaban en el nivel inferior y se alzaban en espiral, dando vueltas y más vueltas, para terminar finalmente en el Salón de la Majestad que había en la parte superior. En los rostros de los santos hermanos y hermanas que iniciaban el agotador ascenso se veía una expresión de resignación y humildad, aunque aquí y allí —especialmente en los rostros de los catalistas más jóvenes— a Joram le pareció ver cómo lanzaban rápidas miradas de envidia en dirección a los magos que flotaban junto a ellos con despreocupada facilidad.

Joram empezó a sentirse más animado. Se sintió incluso como si estuviera lleno de magia. Abriéndose paso apresuradamente a través de aquel bosque de metales preciosos y joyas, alcanzó la escalera. Deteniéndose un instante en el primer escalón para ceder el paso a un catalista, Joram alzó la vista hacia los cientos de escalones de mármol que se alzaban en espiral por encima de su cabeza, cada tramo de escalera de un color diferente según el nivel al que pertenecía, y sacudió la cabeza con satisfacción.

«Es justo que suba estas escaleras —se dijo—. Como era justo que vistiera ropas de color verde en memoria de mi madre. —Joram rememoró, apenado, la estatua de piedra cuyos ojos permanecían eternamente fijos en el reino del Más Allá—. Mi padre debió de haber subido estas escaleras a menudo. ¡Saryon las ha subido, quizá las está subiendo en este preciso momento!»

Joram vio mentalmente al catalista, su rostro ojeroso y pálido a causa de su reciente enfermedad, subiendo las escaleras con dificultad, y empezó a subir con rapidez, abriéndose paso por entre los catalistas más lentos. «Necesitará mi ayuda», pensó Joram, subiendo a grandes zancadas el primer tramo con toda la fuerza y la energía de su juventud y estando a punto de derribar a un anciano Diácono mientras lo hacía.

—¿Qué demonios estás haciendo en nuestras escaleras, mago? —gruñó el Diácono, bufando y resoplando a pesar de que aún le quedaban ocho pisos por subir.

—¡Es una apuesta! —se apresuró a decir Simkin, alzándose en el aire junto a Joram, quien, la verdad sea dicha, se había olvidado de su amigo en su excitación—. Hemos apostado dos pellejos de vino a que no podrá llegar hasta arriba.

—Chiquillos estúpidos —masculló el Diácono, deteniéndose para descansar en el rellano y lanzando una mirada airada a Joram—. Todo lo que puedo decirte, joven petimetre, es que vas a ganar si tu amigo sigue subiendo a esa velocidad.

—Será mejor que vayas más despacio —sugirió Simkin, revoloteando cerca de Joram—. No llames la atención…; me reuniré contigo arriba. ¡No entres en el Salón de la Majestad sin mí! —añadió en un tono de voz particularmente severo—. ¿Lo prometes?

—Lo prometo —dijo Joram.

Tenía sentido, desde luego, pero se preguntó por qué Simkin lo había dicho con tanta seriedad. No había ya tiempo para preguntárselo; el joven barbudo se había deslizado entre los brazos de varias damas sonrientes. Continuando su ascensión, Joram empezó a subir los peldaños a un ritmo más razonable y, cuando llegó al quinto nivel, se sintió muy contento de haberlo hecho. Se detuvo un momento, apoyándose en la barandilla y respirando con dificultad, mientras se preguntaba si sus piernas lo sostendrían hasta el final. Seguía vigilando, pero no había visto ni señal de Saryon ni de ningún miembro de la familia de lord Samuels, y empezaba a darse cuenta de que sería una pura casualidad encontrarlos entre la multitud. En algún lugar por encima de su cabeza, en el aire, podía oír la voz de Simkin, y al poco pudo vislumbrar al joven, cuyos blancos ropajes destacaban claramente entre las ropas de brillantes colores de los otros magos.

—Lo llamo Muerte Recalentada —decía Simkin, parloteando alegremente rodeado de un grupo de admiradores—. Muy apropiado para esta divertida reunión, ¿verdad?

Joram observó, mientras empezaba a subir por las escaleras de nuevo, que esta vez las palabras de Simkin no habían sido recibidas con las acostumbradas risas. Algunos de los magos parecieron escandalizarse, y se alejaron de él precipitadamente. Simkin no pareció darse por aludido, sino que revoloteó hasta el siguiente grupo para contarles el éxito que había tenido en lo que ahora llamaba la Ilusión de los Mil Mosiahs. Esta vez consiguió que le rieran sus comentarios y Joram se olvidó de él, concentrándose en mantener las piernas en movimiento.

De todas formas no estaba tan absorto en su ascensión como para no darse cuenta de todo lo que lo rodeaba. El placer que le proporcionaba la belleza del Palacio aumentaba con cada nivel que alcanzaba. Incluso podía asomarse para contemplar el dorado y enjoyado bosque y preguntarse cómo había podido considerarlo frío y artificial. Visto desde las alturas, era un reino encantado, como lo era cada uno de los niveles en los que iba penetrando.

Las llamas lamían los escalones en el nivel del Fuego. Un intenso calor emanaba de las paredes construidas con lava derretida, obligando a Joram a detenerse asustado hasta que se dio cuenta de que se trataba de una ilusión óptica, excepto el calor, que lo dejó empapado en sudor mientras ascendía aquel nivel y lo hizo sentirse agradecido cuando alcanzó el nivel dedicado al Agua, que era el inmediato superior.

Hecho enteramente de cristal azul, de forma que pareciera el lecho del océano, el nivel del Agua estaba poblado de imágenes de criaturas marinas. La luz que emanaba de una fuente invisible se filtraba a través de las azules paredes de cristal y creaba la impresión de que uno se encontraba bajo el agua, una impresión que resultaba tan real que Joram descubrió, asombrado, que estaba conteniendo la respiración.

Haciendo esfuerzos por respirar, descubrió que en el siguiente nivel no tendría la menor dificultad para hacerlo. Cuatro cabezas gigantescas, de hinchados carrillos, se contemplaban las unas a las otras desde cuatro puntos diferentes, como si cada una de ellas estuviese decidida a enviar a sus compañeras al nivel siguiente de un bufido. Vientos opuestos chocaban en furiosas ráfagas y se arremolinaban por doquier, aplastando a Joram contra la pared y haciendo que su ascensión fuera aún más difícil.

En comparación, el nivel de la Vida resultaba tranquilo y pacífico. Estaba dedicado a los catalistas, ya que otorgar Vida era de su exclusiva competencia. Joram se unió a muchos de ellos que estaban sentados en los bancos de madera, reposando en aquel sagrado silencio que recordaba al de una catedral. Examinó atentamente a sus compañeros de ascensión, esperando encontrar a Saryon —o más bien al Padre Dunstable— entre ellos; pero el catalista no estaba allí.

Todavía está débil, recordó Joram, preguntándose si existirían disposiciones especiales para los hermanos enfermos. Bien, no iba a encontrarlo ni a él ni a nadie si seguía sentado allí; así que, poniéndose en pie, el joven continuó subiendo la escalera.

El nivel de las Sombras, que era el siguiente, era un lugar inquietante, que Joram, los catalistas e incluso los magos que flotaban en el aire atravesaron sin detenerse. Representando el mundo de los sueños, no daba sensación ni de tamaño ni de forma, siendo a la vez enorme y diminuto, redondo y cuadrado, oscuro e iluminado. Objetos tanto repugnantes como hermosos surgían de entre las fluctuantes sombras, mostrando un sorprendente parecido con personas a las que Joram conocía aunque no recordaba dónde las había visto antes, así como lugares en los que había estado pero que le era imposible recordar.

Atravesó aquel lugar a toda velocidad, haciendo caso omiso del cansancio que notaba en las piernas, y llegó al nivel dedicado al Tiempo. Intimidado, se detuvo mirando asombrado ante él, olvidándose de por qué estaba allí y de lo que hacía en aquel lugar. Aquel nivel representaba —con unas imágenes sorprendentemente reales— toda la dilatada historia de Thimhallan. Pero las imágenes pasaban con tanta rapidez que era imposible comprender lo que sucedía hasta que ya había pasado. Las Guerras de Hierro vinieron y se fueron en un suspiro, y Joram vio espadas que centelleaban en el aire y deseó poder examinarlas, pero aparecieron y desaparecieron sin que apenas hubiera tenido tiempo de darse cuenta de lo que veía.

Empezó a sentirse invadido por el frenesí y la desesperación. De repente se le ocurrió que su propia vida se le escapaba a aquella misma velocidad, y no podía hacer nada para detenerla. Conmocionado, siguió adelante y llegó al nivel de la Muerte.

Miró a su alrededor, desconcertado. En aquel nivel no había absolutamente nada. Era un enorme vacío, ni oscuro ni iluminado. Simplemente vacío. Los magos lo atravesaban flotando sin mirar, sin sentir ningún interés; los catalistas ascendían con las cabezas inclinadas, los zapatos golpeando el mármol y la expresión de sus rostros algo más animada porque comprendían que se acercaban al final del trayecto.

»Esto no tiene sentido —se dijo Joram—. ¿Por qué está vacío? La Muerte, el Noveno Misterio… —Y entonces comprendió—. ¡Claro! —añadió para sí—. ¡La Tecnología! Ése es el motivo de que no haya nada aquí, puesto que ha sido, supuestamente, desterrada de este mundo. Pero alguna vez debe de haber habido algo aquí —siguió observando en derredor con atención, mirando al interior de aquel vacío—. Quizás aquellos inventos de la antigüedad que leí en los libros: las máquinas de guerra que escupían fuego, el polvo que arrancaba árboles de cuajo, las máquinas que estampaban palabras sobre papel. Ahora olvidadas, quizá para siempre. ¡A menos que yo pueda recuperarlas!

Apretando los dientes con determinación, Joram continuó su ascensión. Aún le quedaba un nivel por atravesar.

Éste era el nivel del Espíritu, de la otra vida. Tiempo atrás debía de haber sido increíblemente hermoso y habría transmitido al que lo contemplara la paz y la tranquilidad de espíritu que experimentaban quienes habían pasado de este mundo al otro. Pero ahora tenía algo de caduco, como si la ilusión fuera desapareciendo paulatinamente. En realidad, era esto precisamente lo que estaba sucediendo; el arte de la Nigromancia —comunicarse con los espíritus de los difuntos— se había perdido durante las Guerras de Hierro, para no volver a ser recuperado jamás. Por lo tanto, nadie recordaba ya el aspecto que se suponía debía de tener aquel nivel.

En lugar de sentirse impresionado, Joram estaba sencillamente agotado y muy contento de que la larga ascensión estuviera llegando a su fin. Por un instante, consideró la posibilidad de que se vería obligado a subir aquellas escaleras cada vez que fuera a visitar al Emperador —una vez que le fuera otorgado el título de barón, desde luego— y decidió que tendría que encontrar algún medio de transporte. Quizás un cisne negro…

Emergiendo del mundo del Espíritu, se encontró en medio de la puesta de sol, o eso le pareció, y se dio cuenta de que, finalmente, había llegado al Salón de la Majestad.