Numerosos carruajes de alquiler se alineaban en la Avenida de los Carruajes, a la espera de clientes. Las carrozas, hermosas, estrafalarias, y a menudo ambas cosas, eran de una fantasía inimaginable. Ardillas aladas tirando de doradas cáscaras de nuez, calabazas incrustadas de diamantes guiadas por troncos de ratones (muy populares entre las jovencitas) y también transportes de un tono más serio y conservador, tirados por grifos y unicornios, diseñados para Maestres del Gremio y para todos aquellos que preferían viajar de forma menos ostentosa. Joram, impaciente por marchar de una vez, hubiera cogido el primer carruaje que había en la parada, un lagarto gigante al que se le había dado apariencia de dragón; pero Simkin dictaminó categórico que era de un mal gusto aterrador (lo que provocó la cólera del propietario) y se dedicó a recorrer la hilera de carrozas, examinándolas con ojo crítico.
Finalmente, tras un cuidadoso escrutinio que provocó bufidos de impaciencia en Joram, Simkin se decidió por un cisne negro, al que los Kan–Hanar habían dado proporciones gigantescas. Era el transporte más apropiado.
—Lo tomaremos —anunció Simkin, majestuoso, al conductor.
—¿Adónde vais? —preguntó éste, una mujer joven vestida con un traje hecho de plumas de cisne blanco, cuyos ojos habían sido alterados mágicamente para que se parecieran a los de esta ave.
—A Palacio, desde luego —repuso Simkin con aire lánguido, ocupando su lugar con tranquilo aplomo sobre el lomo del cisne.
Se acomodó entre las brillantes plumas negras e hizo una seña a Joram para que se uniese a él. Mientras Joram se situaba junto a su amigo, la conductora examinó detenidamente a ambos jóvenes y entrecerró los ojos bordeados de negro.
—Necesito ver la invitación oficial para atravesar la barrera de nubes —dijo en tono seco, dirigiendo una mirada de desaprobación dedicada sobre todo a Joram, quien se había negado a permitir que Simkin lo vistiera para la ocasión.
—Mi querido muchacho —le había dicho Simkin a Joram con voz lastimera—, ¡causarías sensación si me dejaras hacer a mí! ¡Lo que podría hacer contigo! ¡Teniendo esa cabellera tan hermosa y esos brazos tan musculosos! ¡Las mujeres caerían a tus pies como palomas envenenadas!
Joram le había respondido que aquello podía resultar inconveniente, pero Simkin no se desanimaba con facilidad.
—Tengo exactamente el color apropiado para ti; lo llamo ¡Carbones Encendidos! Es un tono naranja tostado, ¿sabes? Puedo hacer que resulte caliente al tacto y que diminutas llamas se eleven alrededor de tus tobillos. Pero desde luego tendrías que elegir con quién vas a bailar. Durante una fiesta que dio el Emperador en una ocasión, uno de los invitados ardió en llamas. Un corazón ardiente descontrolado…
Joram había rechazado los Carbones y, en su lugar, había elegido vestir una copia casi exacta del estilo de ropa que llevaba el príncipe Garald: una túnica larga y amplia sin ningún adorno, con un sencillo cuello redondeado («¿Sin una gorguera?», había exclamado Simkin, lleno de angustia).
Joram había escogido terciopelo verde para la túnica, en recuerdo del vestido verde que Anja había llevado hasta su muerte. Aquel andrajoso vestido verde era el único vestigio de su feliz existencia en Merilon, y parecía totalmente apropiado que su hijo vistiera aquel mismo color la noche en la que se disponía a reclamar el puesto que le correspondía en su familia. Joram se sentía muy próximo a Anja aquella noche, mientras deslizaba una mano por el suave terciopelo. Quizás ello era debido a que la había visto de pie ante él en sueños la noche anterior, y sabía que su inquieto y errante espíritu no encontraría la paz hasta que la injusticia cometida con ella fuera reparada. Al menos ésa era la interpretación que le daba a aquel sueño. La había visto inclinada sobre él, manteniendo las manos unidas en acción de súplica, de ruego…
—Bien, pues si vas a ir a Palacio hecho un aguafiestas, yo haré lo mismo —había anunciado Simkin con voz lóbrega.
Y había cambiado su vistoso atavío, que incluía, entre otras cosas, una cola de gallo de metro ochenta de altura. Con un gesto, se había vestido con una larga túnica de un blanco purísimo.
—¡Almin bendito! —había exclamado Mosiah, contemplando a Simkin con disgusto—. ¡Ponte otra vez lo que llevabas antes! ¡Tu última combinación era horrible pero era mejor que esto! ¡Parece como si fueras un portador de féretros!
—¿De veras? —Simkin había parecido complacido; la idea le gustaba—. Vaya, entonces es totalmente apropiado para la ocasión, ¿no te das cuenta? Es el aniversario del Príncipe Difunto y todo eso. Me alegro de que se me ocurriera.
Nada de lo que le dijeron consiguió disuadir a Simkin después de aquello, y fue sólo tras larga discusión que consintió en renunciar a añadir una capucha blanca para cubrir su cabeza tal como lo hacen los que escoltan los ataúdes de cristal de los muertos hasta su último lugar de descanso.
—También quiero que se me pague por adelantado —continuó la conductora—. No es corriente que la gente alquile carruajes para que los lleven a Palacio. La mayoría de los que son invitados —recalcó esta última palabra— poseen sus propias carrozas y no necesitan alquilar la mía.
—¡Válgame el cielo, querida! Pero yo soy Simkin —replicó el joven como si aquello diera por zanjado el asunto. Arrebujándose en sus blancas vestiduras, Simkin agitó su pañuelo de seda naranja ante el conductor—. En marcha —ordenó.
Los ojos de cisne de la muchacha parpadearon asombrados ante aquello, y la joven se quedó mirando a Simkin muda de asombro o de rabia, aunque ninguna de las dos reacciones hicieron la menor mella en el joven.
—¡Muévete! —le ordenó éste, impaciente—. O llegaremos tarde.
Tras un nuevo instante de vacilación, la conductora ocupó su lugar en el cuello del enorme pájaro y, tomando las riendas, le ordenó al negro cisne que alzara el vuelo.
—Si nos detienen en el Límite —anunció, amenazadora—, allá vosotros. No estoy dispuesta a perder mi permiso por tipos como vosotros.
Joram siguió nervioso el movimiento de su mano y levantó los ojos hacia las nubes.
—Hay más ojos que granizo en esas nubes —dijo Simkin despreocupadamente cuando el cisne extendió las alas y se elevo con un fuerte impulso de sus negras patas—. Ten cuidado —añadió, solícito, sujetando a Joram, que había estado a punto de caer a causa de la repentina sacudida—. Olvidé advertírtelo. El despegue es un poco brusco, pero, una vez está en el aire, no hay nada tan suave como un buen cisne.
—¿Duuk–tsarith? —lo interrogó Joram, refiriéndose a las nubes, no a los pájaros. A pesar de su aspecto rechoncho y mullido y de su tono blanco rosáceo, las nubes le resultaron de repente tan amenazadoras como los ardientes rayos que causaban estragos cada año en los pueblos agrícolas—. ¿Crees que nos detendrán?
—Querido muchacho —repuso Simkin con una carcajada y posando su delgada mano sobre un brazo de Joram—, tranquilízate. Después de todo, estás conmigo.
Joram volvió la mirada hacia Simkin y observó que el rostro barbado del joven aparecía calmado e imperturbable, con un aire tal de serenidad, que dejó de preocuparse al instante. En cuanto a lo de tranquilizarse, le resultaba totalmente imposible; estaba poseído por tal excitación e ilusión que el atuendo naranja sugerido por Simkin hubiera resultado pálido en comparación. Joram sabía que iba a encontrarse con su destino aquella noche, estaba tan seguro de ello como lo estaba de su nombre. Nada lo detendría, nada podría detenerlo. Sus sueños y sus ambiciones aumentaban con cada aleteo del cisne; incluso dejó de preocuparse por los Duuk–tsarith y contempló con aire desafiante las rosadas nubes a medida que el negro plumaje del ave las iba atravesando convirtiéndolas en dispersos jirones de niebla.
Las nubes se abrieron y el Palacio de Cristal del Emperador de Merilon apareció ante Joram. Brillando sobre sus cabezas con un resplandor blanco, destacaba claramente sobre el fondo rojo y purpúreo del ocaso, más brillante aún que un lucero.
La belleza de aquella visión hinchió el corazón de Joram de gozo hasta parecer que no iba a caberle en el pecho y dejándolo casi sin respiración. Las lágrimas le escocieron en los ojos e inclinó la cabeza, parpadeando con rapidez. Pero no era vergüenza lo que le hacía esconder las lágrimas; inclinaba la cabeza en gesto de humildad. Por primera vez en su vida, Joram sintió que el orgulloso espíritu que ardía en su corazón quedaba sofocado, apagado a pisotones, de la misma forma que él había pisoteado las chispas que se escapaban de su fragua.
Frotándose los ojos con la mano, se examinó atentamente los dedos. Largos, delgados y flexibles, eran los dedos de un noble, no los de un Mago Campesino. Se debía a la práctica del arte de la prestidigitación. Y como el arte de la prestidigitación, aquellos dedos delicados engañaban al espectador. Vistas de cerca, las palmas de las manos estaban encallecidas por uso del martillo y de las demás herramientas, la piel surcada de quemaduras. El negro hollín se le había infiltrado tan profundamente en los poros que se dijo que tendría que recurrir a la magia de Simkin para disimularlo.
«Mi alma es igual que ellas —pensó con repentina y amarga desesperación—, tal y como el catalista intentaba decirme: encallecida, llena de cicatrices y quemaduras. Y, no obstante, aspiro a ocupar esta elevada posición».
Alzó los ojos hacia el Palacio y no tan sólo contempló la belleza de Merilon reluciendo serena en el cielo, sino también a Gwendolyn brillando muy por encima de él. Y la antigua y sombría depresión, la destructiva melancolía que hacía tanto tiempo que no lo atacaba y que creía desaparecida de su nueva vida, regresó a él, amenazando con sumergirlo en su oscuridad.
Se agitó en el asiento, sintiendo que le hervía en la cabeza la repentina tentación de alzarse de su plumífero asiento y lanzarse al perfumado aire vespertino. Pero en ese momento, la mano de Simkin se cerró sobre su brazo, oprimiéndoselo con fuerza, haciéndole daño incluso. Sobresaltado, enojado por haberse delatado, Joram dedicó a Simkin una mirada furiosa e indignada, descubriendo, sorprendido, que el otro lo contemplaba ligeramente fastidiado.
—Oye, viejo amigo, ¿te importaría no moverte tanto? Me temo que estás irritando a nuestro transporte alado. Lo he visto volver la cabeza hacia mí con un claro destello de enojo en sus redondos y pequeños ojillos negros. No sé qué te parecerá a ti, pero morir a causa de los picotazos recibidos de la carroza que uno mismo ha alquilado no es la idea que tengo de un final impresionante, no es ni siquiera interesante, ni divertido.
Simkin volvió la cabeza con indiferencia, para contemplar otras carrozas que se elevaban, describiendo una espiral, hacia el Palacio.
—Tampoco lo es caer entre las nubes —siguió, sin dejar de sujetar con fuerza el brazo de Joram—. Aunque podría valer la pena, sólo por ver la expresión de los rostros de los Duuk–tsarith mientras pasas volando elegantemente junto a ellos; pero supongo que ese breve momento de placer no duraría demasiado.
Joram lanzó un profundo suspiro y Simkin lo soltó. Las dos acciones fueron tan simultáneas, que Joram no estuvo seguro, ni siquiera entonces, de si Simkin se había dado cuenta de sus intenciones o simplemente se dedicaba a decir tonterías. Fuera lo que fuese, las palabras de Simkin hicieron asomar, como de costumbre, una media sonrisa en los apretados labios del muchacho y le permitieron recuperar el control de sí mismo, librándolo del monstruo que acechaba en su alma, dispuesto a adueñarse de él en un momento de debilidad.
Acomodándose mejor entre las plumas y exponiéndose a recibir otra mirada de irritación del cisne, Joram contempló el Palacio con creciente ecuanimidad. Ahora podía verlo con más detalle y, mientras contemplaba los muros, las torres, los torreones y los minaretes, dejó de sentirse impresionado. Visto desde lejos, resultaba hermoso, misterioso, inalcanzable. Pero ahora, desde cerca, se dio cuenta de que era una construcción creada por hombres que sólo se diferenciaban de él en que poseían Vida, mientras que él carecía totalmente de ella.
Con aquel pensamiento, deslizó una mano a la espalda para tocar la Espada Arcana, asegurándose de que realmente existía, mientras el carruaje se alzaba con un revoloteo de sus negras alas y depositaba a ambos jóvenes sobre la escalinata de cristal del Palacio del Emperador de Merilon.