La Arboleda de Merlyn era el centro cultural de Merilon. Construida en honor del mago que había conducido a su gente desde el Oscuro Mundo de los Muertos a este otro lleno de Vida, era ahora un gran teatro de las artes. La tumba del mago estaba en el corazón de la Arboleda. Un anillo de robles la rodeaba, montando guardia pacientemente a través de los siglos, y una alfombra de exuberante césped verde se extendía desde los árboles hasta la misma tumba. Resultaba muy agradable caminar sobre la mullida hierba, en la tranquila y silenciosa zona que rodeaba la tumba, lo cual era tal vez el motivo de que muy poca gente acudiera a aquel lugar.
La mayor parte de la Arboleda se encontraba fuera del anillo de robles. Setos de brillantes rosales, cuyas flores eran de todos los colores del arco iris y de algunos más, formaban un laberinto gigantesco alrededor de la tumba. Dentro de este laberinto había pequeños anfiteatros donde pintaban los artistas, actuaban los actores, hacían cabriolas los payasos y sonaba la música un día sí y otro también. El mismo laberinto era fácil de recorrer; los visitantes podían, en caso de perderse, flotar sencillamente por encima de las hileras de setos. Pero aquello era considerado como «hacer trampa». Los Druidas modelaban diariamente altos algarrobos, que sobresalían por encima de los setos, convirtiéndolos en fantásticos «guías» a través del laberinto, que también cambiaba de forma cada día. Parte de la gracia de entrar en la Arboleda residía en descifrar el laberinto; los árboles ofrecían a menudo «pistas». El hecho de que el laberinto condujese siempre hasta la tumba estaba considerado como su único punto débil. Muchos nobles habían ido a ver al Emperador para protestar por ello, manifestándole que la tumba estaba pasada de moda y que era fea y deprimente. El Emperador había discutido el asunto con los Druidas, pero éstos se mantuvieron firmes y se negaron a efectuar el cambio. Por lo tanto, los visitantes bien informados nunca penetraban hasta el corazón del laberinto. Eran únicamente los no iniciados, los turistas mal informados —como Mosiah— los que lo seguían hasta su mismo centro.
El Mago Campesino había visto el círculo de robles desde lejos y se sintió atraído hacia ellos; le recordaban su hogar, situado en el límite de un bosque. Al llegar hasta los árboles, descubrió la tumba y penetró en el sagrado anillo con reverente respeto. Llegado junto a la antigua tumba del mago, Mosiah posó una mano sobre la piedra, modelada con amor y pena. Era una tumba sencilla, hecha de mármol blanco embellecido mágicamente para que ningún otro color estropeara la pureza de la piedra. Tenía un metro de altura por dos de largo y, a primera vista, parecía lisa y sin adornos.
Susurrando una oración para propiciar a los espíritus de los muertos, el joven acarició solemnemente la superficie de la tumba. El mármol resultaba caliente al contacto en el ambiente húmedo de la Arboleda, y alrededor de la tumba flotaba una sensación de profunda tristeza que hizo que Mosiah comprendiera, de repente, por qué los juerguistas evitaban aquel lugar.
Comprendió que era la tristeza que produce la añoranza del hogar, reconociendo e identificando el sentimiento que se iba apoderando de él. Aunque el viejo mago había abandonado su mundo por propia voluntad para llevar a la gente a un mundo donde podían vivir y prosperar sin ser perseguidos, el anciano nunca se había sentido en su casa en aquel lugar.
—Sus restos mortales están enterrados en esta tierra. Me pregunto: ¿dónde estará su espíritu? —musitó Mosiah.
Cambiando de lugar para colocarse a la cabecera de la tumba, deslizando todavía la mano por el liso mármol, Mosiah percibió unos surcos debajo de su dedo. Había algo grabado en la superficie. Dio la vuelta lentamente alrededor de la tumba hasta donde pudiera ver las sombras que proyectaba la luz del sol. En el lado opuesto, pudo apenas discernir lo que había sido inscrito en la piedra: el nombre del mago con letras medio borrosas y algo que no alcanzó a descifrar debajo del nombre. Luego… había también algo más debajo de aquello…
Mosiah lanzó una exclamación.
Oyó una risita disimulada y miró a su espalda, asustado; se encontró a Simkin detrás de él, luciendo una divertida sonrisa en el rostro.
—Vaya, querido amigo, eres ideal para llevarte de visita. Te quedas boquiabierto y mirando las cosas como atontado a la perfección, y las cosas más extrañas, además. Pero no puedo imaginar por qué te divierte estar junto a esta mohosa ruina… —añadió Simkin lanzando una mirada despectiva a la tumba.
—No estaba como atontado —masculló Mosiah, enojado—. ¡Y no hables así de este sitio! No sé por qué pero resulta sacrílego. ¿Sabes algo sobre esto? —señaló la tumba con la mano.
Simkin se encogió de hombros.
—Sé muchas cosas; una cosa lleva a otra. Veamos.
—¿Por qué hay una espada sobre ella? —preguntó Mosiah señalando la figura grabada debajo del nombre del mago.
—¿Y por qué no? —bostezó Simkin.
—¿Un arma de las Artes Arcanas, en la tumba de un mago? —exclamó Mosiah, escandalizado—. No era un Hechicero, ¿verdad?
—Por la sangre de Almin, ¿es que no te enseñaron nada excepto cómo plantar patatas? —bufó Simkin—. Claro que no era un Hechicero. Era un Dkarn–duuk, un Señor de la Guerra de la más alta categoría. Según la leyenda, pidió que esa espada fuera grabada ahí. Era algo acerca de un rey y un reino encantado donde todas las mesas eran redondas y se vestían con trajes hechos de hierro para ir a la búsqueda de copas y platos.
—Oh, por el amor de… ¡Olvídalo! —exclamó Mosiah, exasperado.
—Estoy diciendo la verdad —repuso Simkin con arrogancia—. Las copas y los platos tenían para ellos un significado religioso. No hacían más que intentar conseguir el juego completo. Pero ¿vamos a quedarnos aquí todo el día toqueando una tumba y sintiéndonos deprimidos o vamos a divertirnos un poco? Los ilusionistas y los moldeadores están en el pabellón, practicando.
—Iré —anunció Mosiah, mirando en la dirección que señalaba Simkin.
Hermosas serpentinas de seda multicolor aparecían suspendidas en el aire, revoloteando mágicamente sobre la multitud. Hasta él llegaba el seductor sonido de las risas, de las exclamaciones de admiración y de asombro, y de los aplausos llegando de todas direcciones. El corazón le latió más deprisa cuando pensó en las maravillas que estaba a punto de presenciar. Sin embargo, al apartarse de la tumba, sintió una punzada de dolor y de pena. Aquel lugar era tan tranquilo, se respiraba tanta serenidad…
—Me pregunto qué le sucedió al reino encantado —murmuró Mosiah, deslizando la mano por última vez sobre la cálida superficie del mármol antes de alejarse con Simkin.
—Lo que sucede siempre con los reinos encantados, supongo —dijo Simkin con voz lánguida, sacando el pañuelo de seda naranja del aire y pasándoselo ligeramente por la nariz—. Alguien se despertaría y el sueño se terminó.
Una multitud flotaba, revoloteaba y se deslizaba por debajo de las sedas de vivos colores del anfiteatro de los ilusionistas. Mosiah nunca hubiera imaginado que pudiera haber tanta gente en un mismo lugar a un mismo tiempo. Se detuvo a la entrada, intimidado por la gente. Pero Simkin, precipitándose aquí y allá como un ave de brillante plumaje, posó una mano sobre el brazo de su amigo y lo guió al interior del pabellón con sorprendente facilidad. Revoloteando contra aquél, esquivando a aquel otro, rozando a un tercero, Simkin mantuvo sin inmutarse una alegre conversación mientras iba acercándose al escenario.
—Lo siento, amigo. ¿Era eso tu pie? Lo confundí con una coliflor. Realmente deberías hacer que los Theldara se ocuparan de esos dedos… Tan sólo pasábamos, no te preocupes por nosotros. ¿Te gusta este modelo? Lo llamo Ciruela en Descomposición. Sí, ya sé que no está a la altura de lo que normalmente llevo, pero mi amigo y yo se supone que viajamos de incógnito. Por favor, no te fijes en nosotros. ¡Duque Richlow! ¡Qué sorpresa! ¿En la ciudad para asistir a la fiesta? ¿Hice yo eso? Lo siento una barbaridad, amigo mío. Debo haberle dado un golpe a tu codo. La verdad es que esa mancha de vino le queda bastante bien a ese traje tan insulso, si no te importa que te lo diga… Está bien…, si no tienes imaginación, permíteme —Simkin hizo aparecer el pañuelo naranja—. Te dejaré tan inmaculado, amigo mío, como la reputación de tu esposa. ¡Ah!, ¿es culpa mía que bebas esa marca tan barata que no quiere desaparecer? Intenta hacer un aclarado con limón. Hace maravillas con el pelo de la duquesa, ¿no es así? ¡Ah, condesa! Encantado. ¿Y vuestro afortunado acompañante? No creo que nos conozcamos. Simkin, a vuestro servicio. ¿Familia de la condesa? ¿Primo? Sí, claro está. Debiera haberlo supuesto. Sois algo así como el octavo primo que he conocido. Primo besucón, además, apostaría a que sí. Le envidio a la condesa su gran familia… y vos sois terriblemente grande, ¿no es así, amigo mío? Estaba pensando, condesa, que es una gran coincidencia que todos vuestros primos sean del sexo masculino, metro ochenta de altura y tengan una dentadura tan perfecta…
Algunas cabezas se volvieron. La gente empezó a reír y a señalar con la mano, algunos flotando hacia arriba o descendiendo un poco para obtener una mejor visión, muchos de ellos acercándose para poder escuchar los comentarios del irreverente joven de la barba. Moviéndose con dificultad detrás de Simkin, Mosiah notaba cómo su piel alternativamente ardía de vergüenza o se quedaba helada por el miedo. En vano tiraba de la manga de Simkin —que en una ocasión se le quedó en la mano para diversión de dos condes y una marquesa—, en vano le recordaba en voz baja que se suponía que debían «mezclarse con la gente». Eso no hacía más que incitar a Simkin a cometer mayores ultrajes, tales como cambiar sus ropas cinco veces en otros tantos minutos «para despistar a nuestros perseguidores».
Mirando a su alrededor, inquieto, Mosiah esperaba ver aparecer en cualquier momento las enlutadas figuras de los Duuk–tsarith. Pero no surgió ninguna capucha negra por entre las floridas, emplumadas y enjoyadas cabezas, ni hubo manos cruzadas con toda corrección que arrojaran un velo de tristeza sobre la alegría y la diversión reinantes. Poco a poco, Mosiah empezó a relajarse e incluso a divertirse, diciéndose que los temidos vigilantes no debían encontrar mucho que vigilar entre aquella alegre multitud.
Simkin podría haberle dicho a Mosiah —si el inocente Mago Campesino se lo hubiera preguntado— que los Duuk–tsarith estaban allí al igual que estaban en todas partes, observando y escuchando, discretos y sin ser observados. Bastaría con que el más ligero rizo alterara la brillante superficie de los festejos, para que se presentaran en un santiamén para eliminarlo. Tres estudiantes de la universidad que habían consumido demasiado champán empezaron a cantar canciones consideradas de muy mal gusto. Una oscura sombra se materializó, como una nube que pasara frente al sol, y los estudiantes desaparecieron, para ir a dormir su borrachera.
Una compañía de actores que representaban lo que ellos creían que era una inofensiva sátira del Emperador, desapareció en el descanso de una forma tan hábil y con tal rapidez que la audiencia ni se dio cuenta y se alejó, creyendo que la obra había terminado. Un carterista fue aprehendido, castigado y vuelto a poner en libertad con tal velocidad y de una forma tan silenciosa que el desgraciado tuvo la impresión de que todo había sido una especie de horrible pesadilla, excepto por el hecho de que sus manos —ahora mágicamente deformadas de modo que eran cinco veces más grandes de lo normal— eran una monstruosa realidad.
Mosiah no se dio cuenta de nada, no vio nada. No se pretendía que viera o se diera cuenta de nada. La diversión de la gente no debía verse alterada. Y de este modo, el joven se olvidó de todo, se olvidó de sus sencillas ropas —Simkin se había ofrecido a cambiarlas, pero Mosiah (después de verse vestido con pantalones de seda color rosa) rehusó de plano— y se dedicó de lleno a disfrutar de toda la belleza que lo rodeaba. Incluso consiguió, en cierta forma, olvidarse de la presencia de Simkin. Nadie parecía sentirse ofendido por los improvisados insultos del joven barbudo ni por sus escandalosos comentarios. El joven sacó a relucir tantos trapos sucios que Mosiah creyó que llegaría a verlos tendidos en el aire frente a él. Pero, aunque aquí y allí algún noble bigote se estremecía o alguna maquillada mejilla palidecía, los duques y los barones, las condesas y las princesas, se secaban rápidamente la sangre vertida y observaban satisfechos cómo Simkin apuñalaba limpiamente a su siguiente víctima.
Sabiendo que muy pronto se perdería si se quedaba solo, Mosiah permanecía cerca del ingenioso bufón. Pero su atención se apartó de los elegantemente vestidos nobles, tanto damas como caballeros, quienes, evidentemente, tampoco le prestaban a él la menor atención. Éstos reaccionaban ante sus sencillas ropas y su bronceada piel, sus manos encallecidas y sus brazos endurecidos por el trabajo haciendo una mueca como si hubiera dejado un sabor amargo detrás de él.
«¿Por qué quiere Joram formar parte de esto?», se preguntó Mosiah cuando Simkin se detuvo para apuñalar a otro alegre grupo con el estoque de su ingenio.
La sensación de añoranza que Mosiah había sentido junto a la tumba del mago regresó de nuevo. Nunca se había sentido tan solo como ahora rodeado por aquella gente a quienes él no les importaba nada en absoluto. El recuerdo de su padre y de su madre volvió a él y las lágrimas afloraron a sus ojos. Parpadeando con rapidez, consiguió contenerlas y esperó que nadie las hubiera observado; luego, para apartar la mente de los recuerdos infantiles, empezó a concentrarse en lo que sucedía en el escenario que tenía ante él.
Los ojos de Mosiah se abrieron desmesuradamente, lanzó un suspiro casi sin aliento y se sintió tan cautivado que empezó a descender lentamente hasta quedar de pie sobre la mullida y verde hierba. La muchedumbre lo había aturdido tanto, había estado tan absorto en la búsqueda de Duuk–tsarith, y Simkin lo había puesto tan nervioso que había pasado junto a diversos escenarios sin darse cuenta de lo que se estaba haciendo en ellos. Pero éste… ¡éste era extraordinario! Nunca había soñado que pudiera existir algo tan maravilloso.
En realidad, no era más que una Danzarina Acuática. Era buena, pero no fabulosa, y Mosiah, un pequeño grupo de niños, un anciano catalista medio ciego y dos estudiantes universitarios algo bebidos eran su única audiencia. Los niños no tardaron en alejarse volando, aburridos. El catalista se echó una siestecita de pie y los estudiantes se alejaron tambaleantes en busca de más vino. Pero Mosiah se quedó allí, cautivado.
El escenario, una plataforma de cristal, flotaba por encima de uno de los muchos burbujeantes arroyos que atravesaban la Arboleda; los Druidas habían alterado el curso del gran río que cruzaba Merilon, haciéndolo pasar por la Arboleda para que pudiera facilitar alimento a las plantas y a los árboles y diversión al pueblo. Utilizando sus artes mágicas, la Danzarina Acuática hacía que las aguas del arroyo que pasaba por debajo de su escenario saltasen por los aires y se unieran a ella en su baile.
La muchacha era encantadora. Tenía la cabellera del color del agua y parecía, incluso, vestida de agua; su delgado y empapado vestido se pegaba a su ágil cuerpo mientras el agua se alzaba haciendo espirales y se retorcía a su alrededor en una compleja danza. Mediante sus artes mágicas, el agua parecía estar viva. La cogía y la rodeaba en sus espumeantes brazos, las ondulaciones de su propio cuerpo convirtiéndola en parte de aquel elemento.
La danza terminó demasiado pronto. Mosiah se dijo que podía haberse quedado contemplándola hasta que el río se hubiese secado. La muchacha esperó sobre su escenario de cristal, mientras el agua corría por su cuerpo en resplandecientes riachuelos, sonriendo a Mosiah, expectante. Entonces, viendo que éste no tenía dinero que arrojarle, sacudió la empapada cabellera azul e hizo que el escenario se elevara en el aire, dirigiéndose río abajo.
Mosiah la siguió con la mirada y estaba a punto de hacerlo también con el resto de su cuerpo cuando se dio cuenta, de pronto, de que se estaba reuniendo una muchedumbre a su alrededor. Sorprendido, descubrió que Simkin había descendido de los aires para colocarse a su lado sobre la hierba. El joven barbudo se había cambiado también de traje. Llevaba ahora el traje multicolor, con gorro y cascabeles incluidos, del bufón, y estaba, se dio cuenta Mosiah con creciente alarma, señalando hacia él.
—¡Traído ante ustedes, damas y caballeros, a costa de muchísimo dinero y de un gran riesgo personal desde las zonas más inhóspitas y sombrías del País del Destierro! Aquí está, damas y caballeros, totalmente auténtico, único en Merilon. ¡Os presento para vuestra diversión a… un campesino!
La muchedumbre rió, agradecida; Mosiah, la sangre zumbándole en los oídos, agarró a Simkin por una de sus mangas multicolores.
—¿Qué estás haciendo? —le espetó.
—Sígueme la corriente, ¡sé buen chico! —murmuró Simkin en voz apenas audible—. ¡Mira ahí! ¡El Kan–Hanar que casi nos cogió en la Puerta! Le dijimos que éramos actores, ¿recuerdas? Debemos parecer auténticos, ¿no es verdad?
De repente empujó a Mosiah hacia atrás.
—¡Vaya! ¡Está atacando! —gritó—. Son criaturas salvajes, estos campesinos, damas y caballeros. ¡Atrás, te digo! ¡Atrás!
Sacándose el gorro lleno de cascabeles, Simkin lo agitó furiosamente frente a Mosiah, ante la hilaridad de la muchedumbre.
Mirando a Simkin totalmente aturdido, Mosiah se empezaba a preguntar si tendría suficiente Vida en su interior para hacerse invisible, o, al menos, la suficiente para asfixiar a Simkin, ¡cuando el barbudo joven se acercó danzando hasta él y empezó a acariciarle la nariz!
—¿Lo veis? —le gritó Simkin al público—. Totalmente manso. Al terminar el número, pondré mi cabeza en su boca. ¿Qué estás haciendo, Mosiah? —le siseó Simkin a su amigo en el oído—. Una compañía de actores ambulantes, ¿eh? ¿Recuerdas? ¡El Kan–Hanar está observando! Estás dando una extraordinaria impresión de ser un inútil, querido muchacho, pero me temo que alguien empezará a encontrarlo algo sospechoso dentro de poco. Haz algo más original. No queremos llamar la atención sobre nosotros…
—¡Tú ya te has encargado de eso! ¿Qué demonios se supone que debo hacer? —le susurró a su vez Mosiah, furioso.
—Haz una reverencia, haz una reverencia —rogó Simkin entre dientes. Sonriendo y haciendo reverencias y agitando su sombrero en dirección a la muchedumbre, puso una mano detrás del cuello de Mosiah. Hundiéndole los dedos en la carne, Simkin obligó a su «salvaje campesino» a inclinar la cabeza torpemente—. Veamos —musitó—, ¿qué tal se te da la lírica? ¿Sabes cantar, bailar, contar algún chiste? Sigue haciendo reverencias. ¿No? Hummmm. ¡Ya lo tengo! ¡Tragafuegos! Totalmente simple. Tú no sufrirás de gases, ¿verdad? Podrías ser peligroso…
—¡Déjame hacer a mí! —le espetó Mosiah, desasiéndose de Simkin con dificultad.
Irguiéndose, con el rostro enrojecido y las palmas de la mano húmedas de sudor, se quedó mirando a la multitud, que lo contemplaba expectante. Mosiah sentía las piernas tan frías como el hielo; estaba helado de terror, incapaz de moverse, hablar o pensar siquiera. Al mirar a la gente que flotaba por encima de él, bajando los ojos para contemplarlo de pie sobre la hierba, Mosiah vio al Kan–Hanar, o al menos era un hombre vestido con las ropas de los Kan–Hanar. No podía estar seguro de si era el mismo de la Puerta o no. Sin embargo, se dijo que no podían arriesgarse. ¡Si hubiera algo que él pudiera hacer!
—¡Eh, Simkin! Tu campesino es muy aburrido. Devuélvelo al País del Destierro…
—¡No, esperad! ¡Mirad! ¿Qué está haciendo?
—Ah, esto es otra cosa. ¡Está pintando! ¡Qué original!
—¿Qué es eso?
—Es… sí, querida…, es una casa. ¡Hecha de un árbol! Qué maravilloso y qué primitivo. ¡He oído que los Magos Campesinos viven en esas curiosas casuchas pero nunca creí que llegaría a ver una! ¿No es divertido? Eso que nos está pintando debe de ser su pueblo… ¡Bravo, campesino! ¡Bravo!
Los comentarios continuaron, junto con los aplausos. Simkin estaba diciendo algo, pero Mosiah no podía oírlo. Ya no oía nada. Estaba escuchando las voces de su pasado; estaba pintando un cuadro, un cuadro viviente, utilizando el aire como lienzo, su añoranza como pincel.
La multitud alrededor del muchacho crecía cada vez más a medida que las imágenes creadas por la magia de Mosiah se movían y cambiaban en el aire por encima de su cabeza. Cuando las imágenes se volvieron más claras y precisas —la memoria del muchacho iba dándoles vida—, las risas y el parloteo excitado empezaron a dar paso a los murmullos. Y más tarde a un respetuoso silencio. Nadie se movía ni hablaba. Todos observaban mientras Mosiah mostraba al reluciente y alegre auditorio la vida de los Magos Campesinos.
Los habitantes de Merilon vieron las casas que antes habían sido árboles, sus troncos transformados mágicamente por los Druidas en toscas viviendas, los techos hechos de ramas entretejidas y cubiertos de paja. Las furiosas ventiscas del invierno introducían la nieve por entre las grietas de la madera, mientras los magos gastaban su preciosa Vida en envolver a sus hijos con burbujas de calor. Vieron a los magos comiendo su escasa comida mientras en el exterior, en la nieve, los lobos y otros animales hambrientos rondaban y husmeaban, oliendo carne fresca. Vieron a una madre acunando a su hijo muerto.
El invierno aflojó su cruel cerco, permitiendo que el calor de la primavera se filtrara por entre sus dedos. Los magos regresaron a los campos, parcelando la tierra que estaba aún medio helada o trabajando penosamente con el barro hasta las rodillas cuando llegaban las lluvias. Luego los vieron elevarse en el aire, las semillas cayendo de entre sus dedos sobre el arado campo, o colocar los plantones, cuidados amorosamente durante los últimos días de invierno, en el terreno. Los niños trabajaban junto a sus padres, levantándose al alba y volviendo a sus casas cuando la luz del sol empezaba a apagarse.
El verano traía consigo terrenos que desbrozar, casas que reparar y el interminable desherbaje y cuidado de las plantas jóvenes, la lucha constante contra los insectos y los animales que pugnaban por conseguir su parte de la cosecha, el ardiente sol durante el día y las tormentas, a menudo violentas, que se desencadenaban por la noche. Pero tenían también sus sencillas diversiones. El catalista y sus jóvenes pupilos salieron de paseo al mediodía, los niños dando volteretas en el aire, aprendiendo a utilizar la Vida que algún día les serviría para ganarse el pan. Había también los pocos y tranquilos momentos, entre el atardecer y la noche cerrada, en los que los Magos Campesinos se reunían al final del día. Celebraban también el Día de Almin. Ese día pasaban la mañana escuchando la aguda voz del catalista describiendo un cielo de verjas doradas y salones de mármol que ellos no conocían. Por la tarde, tenían que trabajar aún más duro para compensar el tiempo perdido.
El otoño traía ardientes colores a los árboles y horas de trabajo agotador para los Magos Campesinos, ya que era el momento en que recogían el fruto de su trabajo, del cual únicamente podrían quedarse una parte. Los Ariels llegaban volando al pueblo, llevando sus enormes discos dorados. Los magos cargaban en los discos el maíz y las patatas, el trigo y la cebada, las verduras y las frutas, y contemplaban cómo los Ariels se los llevaban a los graneros y almacenes del noble a quien pertenecían las tierras. Después, tomaban su pequeña porción y planeaban cómo hacerla durar todo el invierno, que ya empezaba a lanzar su gélido aliento. Los niños espigaban en los campos, recogiendo todos los restos, porque cada grano era tan precioso como una joya.
Y entonces regresaba el invierno, la nieve arremolinándose alrededor de las viviendas, los magos luchando contra el aburrimiento, el frío y el hambre, el Catalista Campesino acurrucado en su casa, las manos envueltas en harapos, leyendo para sí sobre el infinito amor que Almin siente por los suyos…
Mosiah hundió los hombros e inclinó la cabeza. Las imágenes que había pintado sobre la muchedumbre se disolvieron al quedarse el muchacho sin Vida. La gente lo contempló en silencio. Lleno de temor, Mosiah levantó los ojos, esperando ver rostros aburridos, desdeñosos, irónicos. En su lugar vio perplejidad, sorpresa, incredulidad. Aquella gente parecía haber estado contemplando la vida de criaturas que vivían en un mundo muy lejano en lugar de a seres humanos, como ellos mismos, que vivían en su mismo mundo.
Mosiah vio Merilon por vez primera, la verdad iluminando ante sus ojos aquella ciudad con más brillantez que la luz del dócil sol primaveral. Aquellas gentes estaban encerradas en su propio reino encantado, prisioneros voluntarios en un reino de cristal diseñado y fabricado por ellos mismos. ¿Qué sucedería, se preguntó Mosiah —mirándolos ataviados con aquellas lujosas ropas y con aquellos tiernos pies desnudos—, si alguien reaccionara y se despertase?
Sacudió la cabeza y miró a su alrededor en busca de Simkin. Quería irse, abandonar aquel lugar. Pero de repente se encontró con que la gente lo rodeaba, intentando estrechar su mano, tocándolo.
—Maravilloso, querido, ¡absolutamente maravilloso! Un estilo tan primitivo y delicioso… Unos colores tan naturales. ¿Cómo lo consigues?
—¡He llorado como una criatura! ¡Son unas ideas tan curiosas! ¡Vivir en un árbol! Es completamente original. Debes venir a mi próxima fiesta…
—Lo del bebé muerto es un poco exagerado. Prefiero las imágenes más sutiles. Ahora bien, cuando lo presentes de nuevo, yo creo que lo cambiaría por… hummm… una oveja. ¡Eso es! Una mujer con una oveja muerta en el regazo. Es mucho más simbólico, ¿no crees? Y si alteraras la escena con el…
Mosiah miró a su alrededor, aturdido. Dando respuestas incoherentes, empezaba a retroceder para irse cuando una fuerte mano lo sujetó por el brazo.
—¡Simkin! —exclamó Mosiah con alivio—. Nunca creí que me alegraría de verte, pero…
—Me halagas, sin duda, amigo, pero te has colocado en una situación bastante comprometida y éste no es el momento de intercambiar abrazos y besos —dijo Simkin en un apresurado susurro.
Mosiah miró en derredor suyo, alarmado.
—Ahí. —Simkin agitó la cabeza—. ¡No, no te vuelvas! Dos mirones enlutados han decidido que son críticos de arte.
—¡En nombre de Almin! —exclamó Mosiah tragando saliva—. Duuk–tsarith.
—Sí, y me parece que han sacado mucho más de tu pequeña exhibición que esa camarilla de bebedores de té con bollos. Ellos conocen la realidad cuando la ven, y tú te acabas de anunciar a ti mismo como Mago Campesino tan descaradamente como si te hubiera empezado a brotar maíz de las orejas. De hecho, eso podría haber resultado menos perjudicial. ¡No puedo imaginar qué es lo que te ha llevado a cometer esa necedad! —Simkin alzó la voz—. Me doy por informado, condesa Darymple. ¿Una cena el martes de la semana que viene? Tengo que comprobar mi lista de compromisos. Soy vuestro representante, como muy bien sabéis. Ahora, si nos quisierais excusar un momento… No, barón, realmente no puedo deciros de dónde conjura estas toscas ropas. Si queréis algo parecido, yo probaría en los establos…
—¡Tú eres el que me ha metido en esto! —le recordó Mosiah—. Aunque no es que importe demasiado ahora. ¿Qué vamos a hacer?
Miró temeroso a las negras capuchas que flotaban alrededor de la multitud.
—Están esperando a que las cosas se tranquilicen —musitó Simkin, pretendiendo estar muy ocupado con la camisa de Mosiah, pero manteniendo todo el tiempo la vista fija en los Señores de la Guerra—. Entonces se acercarán. ¿Te queda todavía algo de magia?
—Nada. —Mosiah meneó la cabeza—. Estoy agotado. No podría ni derretir mantequilla.
—Puede que seamos nosotros los que nos derritamos —predijo Simkin, inexorable—. ¿Qué estabais diciendo, duque? ¿El bebé muerto? No, no estoy de acuerdo. Produce una sacudida emocional. Se oyen exclamaciones. Las mujeres terminan perdiendo el conocimiento…
—¡Simkin, mira! —Mosiah se sintió, también él, a punto de desmayarse de alivio—. ¡Se han ido! ¡Quizá no nos estaban observando!
—¡Ido! —Simkin miró a su alrededor con creciente agitación—. Querido muchacho, odio tener que pinchar tu burbuja (lo deja todo hecho un asco), pero eso significa que, sin dudarlo, están ya junto a ti, con las manos tendidas…
—¡Dios mío! —Mosiah se aferró a la manga multicolor de Simkin—. ¡Haz algo!
—Voy a hacerlo —repuso Simkin, tranquilo—. Les voy a dar lo que quieren. —Lo señaló con un dedo—. A ti.
Mosiah se quedó boquiabierto.
—Bastardo —empezó a decir, furioso.
Pero se detuvo asombrado. Era a su propia manga a la que se estaba aferrando, lleno de pánico. Era su propio brazo el que estaba debajo de aquella manga y el brazo estaba unido a su cuerpo. De hecho, fue su propio rostro el que le devolvió la mirada con una amplia sonrisa.
Una barahúnda de voces se alzó a su alrededor, riendo, lanzando exclamaciones de sorpresa, gritando maravillados. Aturdido, Mosiah se dio la vuelta y se vio a sí mismo; se vio a sí mismo flotando en el aire por encima de él mismo. A todas partes a donde Mosiah miraba, veía Mosiahs hasta tan lejos como le alcanzaba la vista.
—¡Oh, Simkin, esto es lo mejor que has hecho nunca! —exclamó un Mosiah con una inconfundible voz femenina—. Mira, Geraldine…, ¿eres tú, verdad, Geraldine? ¡Estamos vestidas con estas ropas primitivas tan maravillosas, y mira estos pantalones!
—¡Disimula! —dijo el Mosiah al que Mosiah se agarraba, dándole un rápido codazo en las costillas—. ¡Este hechizo no durará mucho tiempo y no los despistarás eternamente! ¡Hemos de salir de aquí! ¡Vaya, duque! El viejo Simkin ha estado absolutamente magnífico, ¿eh? —dijo aquel Mosiah en voz alta—. ¡Disimula! —ordenó en voz baja.
—Ah, de acuerdo, ba… barón —tartamudeó Mosiah con profunda voz de bajo, agarrándose a lo que había sido Simkin como si fuera su última conexión con la realidad.
—¡Empieza a moverte! —le siseó Simkin–Mosiah, arrastrándolo hacia la salida—. ¡Tengo que ir a mostrarle esto al Emperador! —exclamó—. Su Majestad sencillamente no se va a creer lo que Simkin, ese genio, ese auténtico maestro de la magia, ese rey de la comedia…
—¡No exageres! —gruñó Mosiah, abriéndose paso a través del gentío que lo rodeaba.
Pero le fue imposible hacerse oír.
—¡Al Emperador! ¡Vamos a enseñárselo al Emperador!
Todo el mundo captó el mensaje. Mosiahs que se desternillaban de risa y se abrían paso como podían empezaron a llamar a sus carruajes. Otros Mosiahs hacían aparecer los carruajes y algunos simplemente se desvanecían. Los Corredores se abrían multitudinariamente, enormes agujeros en la nada, hasta que el aire de la Arboleda empezó a parecerse a un gran queso mordisqueado por las ratas. Cientos de Mosiahs penetraron en ellos, dejando a los Thon–Li, los Amos de los Corredores, totalmente confundidos.
—¿Sabes? —dijo Simkin–Mosiah con satisfacción, sacando un pedazo de seda naranja de la nada y dándose unos toquecitos con ella en la nariz—, soy un genio.
Entró en un Corredor y arrastró a otro Mosiah detrás de él.
—Oye, amigo —le oyó decir a uno de los aturdidos Thon–Li—, eres tú, ¿verdad?