—¿Vivirá?
—Sí —dijo la Theldara, saliendo de la habitación a la que habían llevado al inerte catalista, aparentemente sin vida. Estudió al muchacho que tenía frente a ella con gran atención. En aquel rostro severo y en el espeso pelo negro, no vio ningún parecido con las facciones del enfermo, y, sin embargo, el dolor y la angustia e incluso el temor visibles en los oscuros ojos hicieron dudar a la Druida.
—¿Eres su hijo? —preguntó.
—No…, no —respondió el joven, meneando la cabeza—. Soy un… amigo. —Lo dijo casi con tristeza—. Hemos hecho un largo viaje juntos.
La Theldara arrugó la frente.
—Sí. Me he dado cuenta por los impulsos corporales que este hombre ha estado alejado durante mucho tiempo de su hogar. Es un hombre acostumbrado a la paz y a las ocupaciones tranquilas, sus colores son los tonos grises y los azules pálidos. Sin embargo, veo aureolas de un rojo intenso que emanan de su piel. Si no fuera porque en esta época de paz ello no es posible —continuó la Theldara—, ¡yo diría que este catalista ha tomado parte en una batalla! Pero no hay guerra…
Deteniéndose, la Druida miró a Joram interrogativamente.
—No —replicó él.
—Por consiguiente —siguió la Theldara—, debo considerar que el trastorno es interno. Este trastorno está afectando sus fluidos; ¡la verdad es que está alterando toda la armonía de su cuerpo! Y hay algo más, algún terrible secreto que oculta…
—Todos tenemos secretos —replicó Joram, impaciente. Mirando por encima del hombro de la Theldara, intentó ver el interior de la oscura habitación—. ¿Puedo visitarlo?
—Un momento, muchacho —repuso la Theldara con severidad, sujetando el brazo de Joram con una mano.
La Theldara era una voluminosa mujer de mediana edad. Estaba considerada como una de las mejores Hacedoras de Salud de la ciudad de Merilon y, en su juventud, había probado sus poderes con enfermos mentales, a cuyos aturdidos cerebros había logrado llevar el sosiego. Acunaba a los bebés en sus brazos cuando venían al mundo y confortaba a los moribundos cuando lo abandonaban. Sus manos eran firmes y poseía una voluntad aún más férrea. No se dejó intimidar por la expresión amenazadora de Joram cuando lo cogió del brazo, y lo siguió sujetando con firmeza.
—Escúchame —dijo en voz baja, para no despertar al catalista, que yacía en la habitación de al lado—. Si eres su amigo, tienes que sacarle ese secreto. Igual que una espina clavada en la carne envenena la sangre, ese secreto está envenenando su alma y ha estado a punto de llevarlo a la muerte. Eso y el que no haya comido bien ni dormido regularmente. Supongo que no te habías dado cuenta de eso, ¿verdad?
Joram no pudo hacer otra cosa más que mirar fijamente a la mujer con expresión hosca.
—¡Ya supuse que no! —dijo la Druida con un dejo de desprecio en la voz—. ¡Vosotros los jóvenes siempre absortos en vuestros propios asuntos!
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Joram, mirando a la oscura habitación.
Una música sedante, que había sido prescrita por la Theldara, emanaba de un arpa colocada en un rincón, en la que manos invisibles pulsaban las cuerdas siguiendo un ritmo calculado para devolver la armonía a las discordantes vibraciones que ella había podido percibir en el paciente.
—Entre los profanos se le conoce como La Mano de Almin. Los campesinos creen que la mano de dios fulmina a sus víctimas. Nosotros sabemos, desde luego —respondió la Theldara con sequedad—, que se trata de un drástico trastorno en el flujo de los fluidos naturales del cuerpo, que provoca que el cerebro no reciba alimento. En algunos casos, esto provoca parálisis, incapacidad para hablar, ceguera…
Joram volvió la cabeza para mirar a la Druida, asustado.
—Esto no le habrá sucedido a…
Pero no pudo continuar.
—¿A él? ¿A tu amigo? —La Theldara era famosa por su lengua mordaz—. No; puedes agradecérselo a Almin y a mí. Tu amigo es un hombre fuerte, o hubiera sucumbido hace tiempo a la tensión de la terrible carga bajo la que vive. Su energía curativa es buena y he podido, con la ayuda de la Catalista Doméstica… —Joram vislumbró a Marie, de pie junto a la cama—, devolverle la salud. Se sentirá débil durante unos días, pero se pondrá bien —añadió la Theldara, soltando a Joram—. Tan bien como le es posible estar, hasta que este secreto sea expulsado de su cuerpo y se elimine su veneno. Ocúpate de que coma y duerma lo suficiente…
—¿Le volverá a suceder?
—Sin duda alguna, si no se cuida. Y la próxima vez… Bueno, si es que hay una próxima vez, probablemente ya no habrá ninguna otra vez después de ésa. Tráeme mi capa —ordenó la Theldara a uno de los criados, que se desvaneció al instante en su busca.
—Conozco su secreto —dijo Joram, arrugando el entrecejo.
—¿Lo conoces? —La Theldara lo miró con cierta sorpresa.
—Sí —respondió Joram—. ¿Por qué os sorprende eso?
La mujer meditó un momento, considerándolo; luego sacudió la cabeza.
—No —dijo con voz firme—, puedes creer que conoces su secreto, pero no lo conoces. Sentí su presencia con estas manos… —las alzó en el aire— y está sepultado en lo más profundo de su ser, tan adentro que ni cuando exploré sus pensamientos pude tocarlo.
Mirando a Joram con perspicacia, la Theldara entrecerró los ojos.
—Tú te refieres a que el secreto que guarda tiene que ver contigo, ¿verdad? El hecho de que tú estás Muerto. Él puede esconder al mundo ese secreto, pero flota por encima de todos sus pensamientos y es fácil de leer para aquellos que sabemos cómo. ¡Oh, no te asustes! Nosotros, los Theldara, hacemos un antiguo juramento por el que nos comprometemos a respetar las confidencias de nuestros pacientes. Procede del antiguo mundo, de uno de los mejores en nuestra profesión llamado Hipócrates. Debemos hacer un juramento que nos obligue, ya que nosotros vemos el corazón y el alma de nuestros enfermos.
Alargando los brazos, dejó que el Mago Servidor deslizara la capa sobre sus hombros.
—Ahora, ve a ver a tu amigo. Habla con él. Ha compartido tu secreto durante mucho tiempo; hazle saber que estás dispuesto a compartir el suyo.
—Lo haré —afirmó Joram con voz grave—. Pero… —se encogió de hombros con impotencia—, no puedo imaginar qué puede ser. Conozco muy bien a ese hombre, o al menos creía que era así. ¿Hay alguna pista?
La Theldara se dispuso a partir.
—Sólo una —dijo, mientras comprobaba que todas sus pociones de hierbas estaban en los lugares respectivos de la enorme bandeja de madera que la acompañaba. Encontrándolo todo en orden, alzó la cabeza para volver a mirar a Joram—. A menudo, este tipo de ataques se producen por una alteración del sistema nervioso causada por un sobresalto. Recapacita sobre lo que estabais discutiendo en el momento en el que le dio el ataque. Eso podría darte alguna pista. Aunque —se encogió de hombros—, a lo mejor no tiene nada que ver. Solamente Almin conoce la respuesta a esto, me temo.
—Gracias por ayudarlo —dijo Joram.
—¡Bah! ¡Ojalá pudiera decir lo mismo de ti!
La Theldara sacudió tristemente la cabeza a modo de despedida; luego, ordenando a la bandeja que la siguiera, flotó pasillo abajo para despedirse de lord Samuels y lady Rosamund.
Joram la siguió con la mirada sin verla, repasando mentalmente lo ocurrido en la biblioteca. Él y lord Samuels habían estado discutiendo la forma de demostrar las pretensiones de Joram al título de barón. El muchacho no recordaba que Saryon hubiera dicho nada, pero de todas formas, Joram tuvo que admitir con tristeza que no le había estado prestando ninguna atención al catalista. Había estado pensando únicamente en sus propios asuntos. ¿Qué se había dicho justo antes de que el catalista se desplomara? Joram se esforzó por recordar.
—¡Sí! —Se puso una mano en el pecho—. Estábamos hablando de estas cicatrices…
Gwendolyn estaba sentada en su habitación, sola en la oscuridad. Los ojos le ardían a causa de las lágrimas que había derramado y ahora, no quedándole ya más lágrimas y temiendo que su rostro apareciera enrojecido e hinchado a la mañana siguiente, lo estaba bañando en agua de rosas.
«Aunque no pueda hablar con Joram, él me verá», se dijo, sentándose ante su tocador.
La fría luz de la luna, aumentada por la magia de los Sif–Hanar, lanzaba un resplandor perlado sobre Merilon. Iluminó a Gwen, pero ésta no la encontró hermosa y, de hecho, sintió más bien un estremecimiento. El frío ojo de la luna parecía contemplar sus lágrimas sin importarle y sin sentir la menor compasión; el blanco destello de la luz lunar sobre la piel de la muchacha daba a su palpitante ser un aspecto cadavérico, debido a su intensa palidez.
Gwen prefirió la compañía de la oscuridad. Se puso en pie, y corrió la cortina con la mano, una acción que normalmente hubiera llevado a cabo con un gesto sirviéndose de la magia. Pero estaba físicamente agotada y ya no le quedaba un ápice de magia.
Creyendo las afirmaciones de la Theldara de que el Padre Dunstable estaría recuperado por la mañana, lord Samuels había advertido a su hija de que no hablara con Joram ni permitiera que el joven se dirigiera a ella hasta que aquel asunto de la herencia del muchacho hubiera quedado sólidamente demostrado.
—No lo acuso de ser un impostor —había dicho lord Samuels a su hija, que lloraba amargamente en brazos de su madre—. Creo en su historia; pero si no puede demostrarla, entonces es un don nadie. Un hombre sin fortuna, sin apellido. Es… —milord se encogió de hombros, desesperanzado— ¡un Mago Campesino! ¡Eso es lo que ha sido y, hasta que pueda reclamar el título legítimamente, eso es lo que continuará siendo! Pero aún deberá vivir con la sombra del deshonor…
—¡No fue culpa suya! —había gritado Gwen apasionadamente—. ¿Por qué debe pagar él los pecados de su padre?
—Ya lo sé, querida mía —dijo lord Samuels—. Y estoy seguro de que, si consigue la baronía, todo el mundo pensará igual. Siento que esto haya tenido que suceder, Gwendolyn —había dicho milord, acariciando la cabellera de su hija con cariño, porque adoraba a su hija y le destrozaba el corazón verla tan apenada—. Es culpa mía —había añadido con un suspiro—, por haber alentado estas relaciones antes de conocer los hechos. Pero parecía tan… tan buena inversión de cara a tu futuro, en los primeros momentos…
—¡Y las cosas aún pueden arreglarse, cariño! —Lady Rosamund había apartado los cabellos de su hija de aquellos ojos llenos de lágrimas—. Pasado mañana es el baile del Emperador. La comadrona cuida ahora de Su Majestad. Tu padre se verá con ella y entonces sabremos si reconoce a Joram. Si es así, ¡entonces seremos todos muy felices! Si no es así, piensa en todos los jóvenes de buena familia que estarán allí y que se sentirán muy dichosos de ayudarte a olvidar a este joven.
«Olvidar a este joven». Sola en su habitación, Gwen apretó las manos sobre su compungido corazón y dejó caer la cabeza, desconsolada. «Inversión de cara a tu futuro».
«¿Soy yo tan despiadada? —se preguntó—. ¿No hay nada que me importe aparte del deseo de riqueza, del deseo de tener una vida placentera, alegre y cómoda? Seguramente —pensó con cierto sentimiento de culpabilidad, mirando en derredor suyo, bajo la luz de la luna que la delgada cortina no podía tapar del todo—, seguramente es así como parezco o de lo contrario mis padres no hubieran dicho estas cosas».
Al recordar sus palabras y sus sueños de los últimos días, su sensación de culpa se centuplicó.
«Cada vez que he soñado con Joram —se dijo—, lo he visto ataviado con ropas elegantes, no con esos vestidos sencillos que lleva ahora. Lo he imaginado volando sobre sus posesiones, acompañado de la servidumbre, o montando en uno de sus caballos al galope jugando al Rescate del Rey, o llevándome con él cuando visite las granjas una vez al año, con todos los campesinos inclinándose ante nosotros en señal de respeto… —Cerró con fuerza sus ardientes ojos—. ¡Pero él ha sido Mago Campesino! Un campesino; ¡uno de los que se inclinaban! Y si no puede probar sus derechos, lo más probable es que vuelva a serlo. ¿Sería yo capaz de permanecer a su lado, con los pies hundidos en el barro, haciendo reverencias?»
Por un momento, la muchacha dudó. El miedo se apoderó de ella. Nunca había estado en un pueblo de Magos Campesinos, pero había oído a Joram hablar de ellos. Vio su delicada piel quemada y llena de ampollas a causa del sol, sus rubios cabellos enmarañados por el viento, su cuerpo cansado y dolorido al final de cada jornada. Se vio a sí misma andando pesadamente de regreso a casa atravesando los campos, andando porque no tenía fuerzas suficientes para flotar. Pero Joram estaba junto a ella, andando con ella hasta la cabaña donde vivía. La rodeaba con su brazo, ayudándola a dar aquellos pasos cansinos. Regresarían a casa juntos y ella cocinaría una comida sencilla («Supongo que podría aprender a cocinar», musitó) mientras él contemplaba cómo jugaban sus hijos…
Gwendolyn se ruborizó, mientras un sentimiento cálido empezaba a inundar su cuerpo. Hijos. Los catalistas celebrarían la ceremonia, transfiriendo la semilla de él al cuerpo de ella. Se preguntó cómo lo hacían; era un tema del que su madre nunca hablaba. Ninguna dama bien educada lo hacía, desde luego. Sin embargo, Gwen no pudo evitar sentirse curiosa. Pero era extraño que aquella curiosidad la embargara ahora, cuando se imaginaba a Joram comiendo su cena, mirándola, con sus oscuros ojos brillando a la luz del fuego…
El calor de aquel fuego se extendió a través de Gwen, envolviéndola en una dulce aureola dorada, que a ella le pareció que brillaba más que la pálida y fría luz de la luna. Hundiendo la cabeza en los brazos, la joven empezó a llorar de nuevo; pero estas lágrimas surgían de un pozo diferente, un pozo más hondo y puro de lo que jamás hubiera creído que pudiera existir. Eran lágrimas de alegría, porque sabía que amaba a Joram sin egoísmo. Lo había amado como barón y también lo podría amar como campesino, No importaba lo que sucediera o adónde fuera Joram; su lugar estaba junto a él, aunque fuera en un campo de labor…
Si Gwendolyn hubiera tenido una idea de los auténticos rigores de la vida que tan inocentemente planeaba compartir con Joram, aquel corazón que empezaba por vez primera a sentir el fuerte latido de un amor de mujer quizás hubiera zozobrado. La sencilla cabaña que veía en su mente era al menos diez veces mayor que la tosca vivienda de un Mago Campesino. La sencilla comida que mentalmente se veía cocinando hubiera alimentado a una auténtica familia campesina durante un mes y, en su dulce sueño, todos sus hijos nacían sanos y gozaban de buena salud. No había diminutas tumbas salpicando el paisaje que veía en su mente.
Pero, en su estado de ánimo actual, eso podría no haber importado. En realidad, cuanto más dura fuera la vida más le apetecía, ¡porque ello probaría su amor! Levantó la cabeza, brillándole en las mejillas las lágrimas. ¡Deseo que Joram no pudiera reclamar el título de barón! Lo imaginó deshecho y desanimado. Vio a su padre cogiéndola del brazo y sacándola a rastras.
»Pero yo me soltaré —se dijo con un fervor que parecía casi religioso—. Correré hacia Joram y él me tomará en sus brazos y estaremos juntos para siempre…
«Para siempre —añadió, cayendo de rodillas y juntando las manos—. Por favor, Almin Celestial —susurró—, ¡haz que encuentre la forma de decírselo! Por favor».
La invadió un sentimiento de paz y de dicha y sonrió. Sus oraciones habían recibido una respuesta. De alguna manera, encontraría la forma de reunirse con Joram en secreto a la mañana siguiente y decírselo. Apoyando la cabeza sobre la cama, cerró los ojos; la luz de la luna que penetraba a través de la delgada cortina, brilló sobre sus labios y congeló la dulce sonrisa. Las lágrimas de sus mejillas se secaron bajo el frío resplandor lunar. Cuando Marie entró a ver a su querida niña, se estremeció mientras la metía en la cama y musitó también ella una plegaria a Almin.
Era bien sabido que los que se dormían durante mucho rato bajo la luz de la luna estaban expuestos a sufrir su maldición…
Joram pasó la noche junto al lecho del catalista. Ningún rayo de luna flotaba sobre él y sus pensamientos, porque la Theldara se había asegurado de que su perturbadora influencia no molestara a su paciente. El arpa siguió tocando sus sedantes canciones en el rincón: la música de un pastor que toca su flauta para dar la bienvenida a la aurora que lo libera de su vigilancia nocturna y mitiga sus preocupaciones. Una esfera de cristal flotaba sobre el catalista, proyectando una luz suave sobre su rostro para mantener alejados los terrores que acechaban en la oscuridad. Cerca de ésta, un líquido burbujeaba en otra esfera, desprendiendo vapores aromáticos que limpiaban los pulmones y eliminaban las impurezas de la sangre.
El bien que todo aquello le hacía a Saryon no podía saberse con seguridad, puesto que, tal y como había dicho la Theldara, el secreto de la verdadera identidad de Joram era más mortífero para él que un tumor canceroso. Ninguna poción podía extraer el veneno, ninguno de los dones curativos de la Theldara podía conseguir que su cuerpo empleara su propia magia para luchar contra aquella fuerza destructora. Saryon dormía bajo los efectos de un sortilegio sedante lanzado por la Theldara, sin darse cuenta en apariencia de lo que sucedía a su alrededor. Ése era, con toda probabilidad, el único tratamiento que podía servirle en aquellos momentos. Además era tan sólo temporal; el sortilegio se desvanecería muy pronto y volvería a tener que avanzar por la vida tambaleándose bajo aquella pesada carga.
Pero si la sedante música y las hierbas aromáticas no hacían gran cosa por Saryon, sí fueron, en cambio, como una bendición para Joram. Sentado a la cabecera de aquel hombre que tanto había hecho por él —que tanto había hecho y tan poco agradecimiento había recibido—, Joram recordó vívidamente el sentimiento de abandono y soledad que había experimentado cuando creyó que el catalista estaba muerto.
—Vos me comprendéis, Padre —dijo, tomando entre las suyas la enflaquecida mano que descansaba sobre la colcha—. Ninguno de los otros lo hace. Ni Mosiah, ni Simkin. Ellos tienen magia, tienen Vida. ¡Vos sabéis, Saryon, lo que es suspirar por la magia! ¿Lo recordáis? Me lo dijisteis una vez. Me dijisteis que cuando erais niño estabais resentido con Almin por haberos hecho catalista, por negaros la magia.
»¡Perdonadme! ¡He estado ciego, tan ciego! —Joram apoyó la cabeza sobre la mano del catalista—. ¡Santísimo Almin! —gritó con angustia contenida—. ¡Contemplo mi alma y veo un monstruo siniestro y repugnante! El príncipe Garald tenía razón. Me estaba empezando a gustar la sensación de matar. ¡Me gustaba el poder que me daba! Ahora veo que no era poder en absoluto; era debilidad, cobardía. No podía enfrentarme conmigo mismo, no podía enfrentarme con mi enemigo. ¡Tenía que cogerlo desprevenido, golpearlo por la espalda, atacarlo mientras estaba indefenso! Si no hubiera sido por Garald y por vos, Padre, me hubiera convertido en ese siniestro y repugnante monstruo que hay en mi interior. Si no hubiera sido por vos… y por Gwendolyn. Su amor trae luz a mi espíritu.
Joram levantó la cabeza y se quedó mirándose las manos con repugnancia.
—Pero ¿cómo puedo tocarla con estas manos, manchadas de sangre? ¡Tenéis razón, Saryon! —Se puso en pie con gran excitación—. ¡Debemos irnos! ¡Pero no! —Se detuvo, volviéndose a medias—. ¿Cómo puedo hacerlo? ¡Ella es mi luz! Sin ella volveré a estar sumergido en las tinieblas de nuevo. La verdad. Debo decirle la verdad. ¡Todo! Que estoy Muerto. Que soy un asesino… Después de todo, no suena tan terrible cuando lo explico… El capataz mató a mi madre. Yo estaba en peligro. Fue en defensa propia. —Joram volvió a sentarse junto a Saryon—. Blachloch era un ser malvado que merecía la muerte, no una vez sino diez veces para que pagara todo el sufrimiento que había causado a los demás. Haré que lo comprenda. Haré que se dé cuenta de cómo sucedió, y ella me perdonará, como vos me habéis perdonado, Padre. Entre el amor y el perdón de Gwendolyn y el vuestro, volveré a sentirme puro…
Joram se quedó en silencio, escuchando el sonido del arpa, que era ahora la dulce canción de cuna de una madre a su hijo dormido en sus brazos. No le trajo, sin embargo, recuerdos tranquilizadores al muchacho. Las canciones de cuna de Anja habían sido desagradables, contándole noche tras noche la amarga historia del terrible castigo sufrido por su padre.
Y aunque la Theldara no podía saberlo, la canción le produjo terribles pesadillas a Saryon. En aquel sueño conseguido mediante encantamiento, el catalista se vio a sí mismo —un joven Diácono— llevando en brazos a un niño envuelto en un manto real por un pasillo silencioso y vacío. Se oyó a sí mismo cantando aquella canción de cuna, la última que el niño oiría jamás, con voz sofocada y embargada por el llanto.
El catalista se agitó y gimió en su lecho, moviendo la cabeza débilmente sobre la almohada, rechazando… o negando…
Joram, que no comprendía, lo miró, angustiado.
—Me perdonáis, ¿verdad, Padre? —susurró—. Necesito vuestro perdón…