Pasaron varios días tras los encuentros acaecidos en el jardín, días de una felicidad idílica para los dos enamorados, días de tormento para el catalista, que se iba hundiendo lentamente bajo el peso de su secreto. Lord Samuels y lady Rosamund contemplaban embelesados a los «chiquillos». Nada en la casa era demasiado bueno para el futuro barón y sus amigos, y lady Rosamund empezó a pensar en cuánta gente podría caber en el comedor para celebrar el banquete nupcial y si sería adecuado o no invitar al Emperador.
Pero una mañana, lord Samuels salió a su jardín como tenía por costumbre, para regresar casi de inmediato a la casa, utilizando un lenguaje que escandalizó a la servidumbre y provocó que su esposa, que estaba desayunando, alzara las cejas en mudo reproche.
—¡Malditos Sif–Hanar! —tronó lord Samuels—. ¿Dónde está Marie?
—Con los pequeños. Querido, ¿qué es lo que sucede? —preguntó lady Rosamund, alzándose de la mesa, preocupada.
—¡Una helada! ¡Eso es lo que sucede! ¡Deberías ver el jardín!
Toda la familia se precipitó al exterior; el jardín presentaba realmente un aspecto lastimoso. Una mirada a sus adoradas rosas, que colgaban negras y marchitas de sus tallos, hizo que Gwendolyn se cubriera los ojos con desesperación. Los árboles estaban cubiertos de escarcha; las flores muertas caían al suelo como copos de nieve; el suelo estaba lleno de hojas amarillentas. Contando con Marie para facilitarle Vida, lord Samuels hizo todo lo que pudo para reparar los peores daños, pero predijo que pasarían muchos días antes de que el jardín se hubiera recuperado por completo.
La destrucción no se limitaba tan sólo al jardín de lord Samuels. Toda la ciudad de Merilon se mostraba furiosa y, durante unos terribles momentos aquella misma mañana, varios Sif–Hanar se vieron a sí mismos consumiéndose en las mazmorras de los Duuk–tsarith. Finalmente se descubrió que la culpa recaía sobre dos de ellos, cada uno de los cuales había creído que el otro se ocuparía de regular la cúpula durante la noche. Ninguno lo hizo, y el clima invernal del exterior convirtió el clima del interior de primavera a otoño en un instante, y todo Merilon se marchitó, amarilleando y muriendo.
Lord Samuels se fue a trabajar de muy mal talante; pasó la mañana melancólicamente, y la tarde no sirvió para mejorarle los ánimos, pues lord Samuels regresó a casa de un humor aún peor que el matutino. Sin apenas decir nada a nadie, salió al jardín para inspeccionar los daños. A su regreso a la casa, se sentó a cenar con sus invitados y familia como de costumbre, pero permaneció silencioso y pensativo durante toda la comida, con la mirada fija en Joram, ante la consternación del muchacho.
Observando el abatimiento de su padre, Gwendolyn perdió el apetito inmediatamente. Preguntar qué era lo que le preocupaba hubiera sido una imperdonable falta de buen gusto, ya que la única conversación que se consideraba apropiada para la mesa era el despreocupado recuento de las actividades del día.
También lady Rosamund observó el mal humor de su esposo y se preguntó temerosa qué nueva desgracia habría sucedido. Era evidente que aquello era algo más que la simple preocupación por el estado del jardín. Ella, sin embargo, no podía hacer nada, excepto intentar ocultarlo lo mejor posible y entretener a los invitados. Lady Rosamund empezó a hablar de esto y de lo otro con una fingida alegría que sólo consiguió hacer más deprimente la cena.
El joven señorito Samuels había aprendido a volar fuera de su cuna aquella mañana, informó, pero, sintiéndose asustado ante tal hazaña, había perdido aparentemente el sentido de la magia y había ido a dar contra el suelo, asustando a todos los de la casa durante unos instantes, hasta que el chichón fue examinado por Marie y ésta declaró que no era nada serio.
Nada se sabía de Simkin, quien había desaparecido aquella mañana, inexplicablemente y sin decir nada a nadie. Pero un amigo bien situado de un amigo bien situado de un amigo peor situado de milady había informado a ésta que se lo había visto en la corte en compañía de la Emperatriz. Este mismo amigo de un amigo de un amigo había informado que la Emperatriz estaba deprimida; pero esto era perfectamente natural, teniendo en cuenta el aniversario que se celebraría dentro de poco.
—Qué horrible fue —recordó lady Rosamund, estremeciéndose delicadamente, mientras mordisqueaba una fresa helada—. Ese día en que declararon Muerto al Príncipe. Teníamos una espléndida fiesta preparada para celebrar su nacimiento, y tuvimos que cancelarla. ¿Recuerdas, Marie? Toda la comida que habíamos conjurado… —Lanzó un suspiro—. Me parece que se la enviamos a nuestros primos para que no se desperdiciara.
—Lo recuerdo —dijo Marie con voz seria, intentando mantener la conversación—. Nosotros… Vaya, Padre Dunstable, ¿se encuentra bien?
—Se ha atragantado con algo —dijo lady Rosamund, solícita—. Traedle un vaso de agua —añadió, haciendo una señal a un criado.
—Gracias —murmuró Saryon.
Agradecido, hizo esfuerzos por respirar y escondió el rostro tras la copa de agua que uno de los Magos Servidores envió flotando en el aire hacia él. Tan nervioso y trastornado estaba el catalista que se vio obligado a cogerla con una mano temblorosa y beber su contenido de aquella manera tan poco ortodoxa, en lugar de utilizar los recursos de la magia para mantener la copa suspendida en el aire cerca de sus labios.
Al poco rato, lord Samuels se levantó bruscamente de la silla.
—Joram, Padre Dunstable, ¿os gustaría tomar un coñac en mi biblioteca? —preguntó.
—Pero… ¿y el postre? —interrogó lady Rosamund.
—Yo no quiero, gracias —replicó lord Samuels con frialdad, y abandonó la habitación tras lanzar a Joram una significativa mirada.
Nadie dijo ni una palabra; Gwen permanecía acurrucada en su silla, con un aspecto muy parecido al de las rosas que la helada había marchitado. Joram y Saryon se excusaron ante lady Rosamund, y lord Samuels acompañó a sus invitados a la biblioteca, seguido de un sirviente.
Una figura se levantó de un salto de una silla en el interior de la biblioteca.
—¡Mosiah! —exclamó lord Samuels, sorprendido.
—Os ruego me disculpéis, señor —farfulló Mosiah, enrojeciendo.
—Te echamos en falta a la hora de la cena, muchacho —dijo lord Samuels con severidad.
Aquélla era una mentira cortés. En la ominosa atmósfera que había reinado en el comedor, nadie en absoluto se había dado cuenta de la ausencia del muchacho.
—Creo que me olvidé de la hora. Estaba tan absorto leyendo… —Mosiah mostró un libro.
—Ve y pídeles a los criados que te den algo de comer —le atajó lord Samuels, abriendo la puerta con un gesto de despedida.
—Gra… gracias, señor —tartamudeó Mosiah, sus ojos yendo del sombrío rostro del amo de la casa al de Joram, que denotaba gran preocupación.
Miró a Saryon en busca de una explicación, pero el catalista simplemente meneó la cabeza. Haciendo una inclinación, Mosiah abandonó la habitación y lord Samuels hizo un gesto al criado para que sirviera el coñac.
La biblioteca era una habitación muy confortable. Obviamente diseñada por y para el señor de la casa, estaba llena de numerosas piezas de madera finamente modelada: un gran escritorio de madera de roble, varios cómodos sillones y una gran cantidad de estanterías amorosamente modeladas. Los libros y manuscritos que contenían eran los apropiados a la posición social y al status de lord Samuels. Era un hombre culto, como exigía su categoría de Maestre del Gremio, pero no demasiado culto. Eso hubiera sido considerado como un intento de elevarse por encima de su posición social, y lord Samuels —como su esposa— se cuidaba mucho de mantener una respetuosa distancia entre él y los que estaban por encima de él. Por esta causa, se lo admiraba mucho, particularmente sus superiores, a quienes se les oía comentar con frecuencia que lord Samuels sabía cuál era su lugar.
Joram lanzó una ojeada a los libros al entrar. Atraído por el conocimiento igual que a un hombre hambriento le atrae la comida, le eran ya familiares cada uno de los títulos de la biblioteca, puesto que, cuando por fuerza se veía obligado a separarse de Gwen, pasaba la mayor parte del tiempo allí dentro con Mosiah. Fiel a su promesa, Joram había enseñado a su amigo a leer. Mosiah era un alumno aventajado, agudo e inteligente. Las lecciones iban muy bien, y ahora, en su forzada reclusión, la biblioteca era como una bendición para Mosiah.
Había iniciado sus estudios con gran seriedad, abriéndose paso en el mundo de los libros con sumo cuidado y, a menudo, sin ayuda, al tener Joram otras ocupaciones. A Mosiah lo fascinaban en particular los libros sobre teoría y utilización de la magia, ya que era la primera vez que se encontraba con algo semejante. Joram consideraba aquellos libros aburridos e inútiles, pero Mosiah dedicaba la mayor parte de su tiempo libre —y tenía mucho— al estudio de la magia.
Saryon, por su parte, ni tan sólo vio los libros. El catalista apenas si observó nada de lo que había en la habitación, incluyendo la silla que milord le acercó con un movimiento de la mano y que luego tuvo que colocar rápidamente, porque el catalista, absorto en sus pensamientos, había empezado a sentarse en el vacío.
—Os pido disculpas, Padre Dunstable —se excusó lord Samuels mientras el catalista se derrumbaba literalmente sobre la silla que se situó a toda prisa debajo de él.
—Ha sido culpa mía, mi señor —musitó Saryon—. No me había fijado… —se fue apagando su voz.
—Quizá debierais salir más, Padre —sugirió lord Samuels mientras el criado vertía el coñac del jarro de cristal en las frágiles copas, también de cristal—. Vos y ese joven…, Mosiah. Puedo comprender que este joven aquí presente prefiera mi jardín a los fabulosos jardines de la Ciudad Inferior —dirigió una significativa mirada a Joram, mientras una ligera crispación arrugaba su frente—, pero realmente creo que vos y Mosiah debierais ver las maravillas de nuestra hermosa ciudad antes de marchar.
De manera inconsciente, dio un cierto énfasis a las últimas palabras.
Alarmado, Joram miró a Saryon, pero el catalista únicamente pudo devolverle la mirada acompañada de un encogimiento de hombros. Ninguno de los dos podía decir o hacer nada; era evidente que lord Samuels mantenía la conversación lo más inocua posible hasta que el criado se hubiera retirado. Pero Joram se puso en tensión y se aferró con las manos a los brazos de su sillón.
—Tengo entendido que vivisteis aquí en una ocasión, Padre Dunstable —continuó lord Samuels.
Saryon únicamente se atrevió a asentir con la cabeza.
—Conocéis nuestra ciudad, entonces. ¡Pero es la primera vez que ese joven… Mosiah… la visita y, sin embargo, mi esposa me dice que se pasa las horas aquí dentro, leyendo!
—Es que le gusta leer, señor —dijo Joram, con sequedad.
Saryon se puso alerta. Una semana con el príncipe Garald le había dado a Joram una delgada capa de cortesía y buenos modales. El muchacho creía fervientemente que aquello había cambiado su vida, pero Saryon sabía que era sólo temporal, como la fría corteza superior de un torrente de lava. El fuego y la furia burbujeaban debajo de la superficie. En cuanto la corteza se resquebrajara, volverían a salir al exterior.
—¿Necesitará algo más el señor? —preguntó el criado.
—No, gracias —replicó lord Samuels.
El sirviente hizo una reverencia y abandonó la habitación, cerrando la puerta detrás de él. Lord Samuels lanzó un hechizo sobre la puerta, sellándola, y los tres se quedaron solos en la biblioteca, que olía ligeramente a pergamino mohoso y a piel curada.
—Tenemos que discutir un asunto algo desagradable —comenzó lord Samuels con voz tranquila y severa—. He descubierto que no sirve de nada posponer estas cosas, y por lo tanto iré directo al grano. Ha surgido una dificultad con respecto a tu partida de nacimiento, Joram.
Lord Samuels hizo una pausa, esperando aparentemente alguna respuesta, quizás incluso una confusa aceptación por parte del joven de que era, después de todo, un impostor. Pero Joram no dijo nada. Mantenía su oscura mirada clavada con tal atención en los ojos de lord Samuels que fue Su Señoría quien, finalmente, se vio obligado a inclinar la cabeza, aclarándose la garganta para ocultar su confusión.
—No estoy diciendo que me hayas mentido deliberadamente, muchacho —continuó lord Samuels, mientras su copa de coñac revoloteaba, aún sin probar, en el aire frente a él—. Y admito que a lo mejor yo he agravado el problema al mostrarme demasiado… entusiasta. Tal vez hice surgir falsas esperanzas en ti.
—¿Cuál es el problema con el registro? —preguntó Joram, su voz tan quebradiza que Saryon se estremeció, viendo que la roca empezaba a agrietarse.
—Para decirlo en pocas palabras: no existe —replicó lord Samuels, extendiendo las manos, con las palmas hacia arriba, vacías—. Mi amigo ha encontrado el acta de admisión de esa mujer, Anja, en las cámaras de partos de El Manantial. Pero no hay ningún registro del nacimiento del bebé. Padre Dunstable… —se interrumpió—, ¿os encontráis bien? ¿Queréis que avise a un criado?
—Nnnno, mi señor. Por favor… —murmuró Saryon con voz inaudible. Bebió un trago de coñac y jadeó ligeramente al sentir el ardiente líquido quemándole en la garganta—. Una ligera indisposición. Pasará.
Joram abrió la boca para volver a hablar, pero lord Samuels alzó la mano y, haciendo un evidente esfuerzo para controlarse, el muchacho permaneció en silencio.
—Indudablemente existen motivos para que eso fuera así. Por lo que me has contado del trágico pasado de tu madre, no sería extraño que en el enloquecido estado mental por el que atravesaba en aquella época de su vida, se hubiera podido llevar con ella los registros relativos a tu nacimiento. Sobre todo, si creía que podría volver a utilizarlos para reclamar lo que era, por derecho propio, su herencia. ¿Mencionó alguna vez que tuviera esos registros en su poder?
—No… —respondió Joram—, señor —añadió con frialdad.
—Joram… —la voz de lord Samuels se volvió más severa, molesta por el tono del muchacho—, quiero creerte con toda mi alma. Me he tomado muchas molestias para investigar tus aseveraciones. No lo he hecho únicamente por ti, sino que también lo he hecho por mi hija. La felicidad de mi hija lo significa todo para mí. Puedo ver con toda claridad que está… digamos… encaprichada de ti. Y tú de ella. Por lo tanto, hasta que este asunto pueda resolverse, considero que lo más acertado para ti sería que abandonases mi casa…
—¿Encaprichado? ¡Yo la amo, señor! —lo interrumpió Joram.
—Si realmente amas a mi hija, como dices —continuó lord Samuels con voz tranquila—, entonces estarás de acuerdo conmigo en que lo mejor para ella es que abandones esta casa inmediatamente. Si tus reivindicaciones pueden demostrarse, desde luego que daré mi consentimiento para…
—¡Es verdad, es verdad, os lo aseguro! —gritó Joram apasionadamente, incorporándose a medias en el sillón.
Los oscuros ojos del muchacho ardían en el rostro rojo de rabia. Frunciendo el ceño, lord Samuels hizo un ligero movimiento en dirección a la campanilla de plata advirtiendo que llamaría a los sirvientes.
Saryon extendió una mano y la posó sobre el brazo de Joram, haciendo que el muchacho volviera a sentarse lentamente en su sillón.
—¡Conseguiré las pruebas! ¿Qué pruebas deseáis? —exigió Joram, respirando con dificultad.
Cerró las manos con fuerza sobre los brazos del sillón mientras se esforzaba por controlarse.
Lord Samuels suspiró.
—Según mi amigo, la comadrona con la que habló en El Manantial cree que la antigua comadrona, la que estaba allí cuando tú naciste, recordaba el acontecimiento debido a las… hum… extraordinarias circunstancias que lo rodearon. Si tuvieras una marca de nacimiento —milord se encogió de hombros—, algo que ella pudiera recordar, la Iglesia aceptaría sin dudar su testimonio. Ahora es una Theldara de gran categoría, que atiende a la Emperatriz —añadió lord Samuels como explicación, dirigiéndose a Saryon, quien no lo escuchaba.
La cabeza del catalista estaba a punto de explotar a causa del intenso dolor que sentía; la sangre le zumbaba en los oídos. Sabía lo que Joram iba a decir, podía ver la luz de la esperanza brillando en el rostro del muchacho, podía ver cómo se movían sus labios, sus manos dirigiéndose hacia la tela de la camisa que le cubría el pecho.
«¡Debo detenerlo!», pensó el catalista con desesperación, pero un terror paralizante se apoderó de él. Los labios de Saryon estaban rígidos, no podía pronunciar una sola palabra; no podía ni respirar. Era como si se hubiera convertido en piedra. Podía oír la voz de Joram, pero las palabras le llegaban con un sonido apagado como si atravesaran una espesa niebla.
—¡Tengo una marca de nacimiento! —Las manos del muchacho desgarraron la camisa, dejando el pecho al descubierto—. ¡Una marca que es seguro que recordaréis! ¡Mirad! ¡Estas cicatrices… que hay sobre mi pecho! ¡Anja decía que me las había hecho la torpe comadrona que me había ayudado a nacer! ¡Me hundió las uñas en la carne cuando me sacó del vientre de mi madre! ¡Esto demostrará mi auténtica identidad!
«¡No! ¡No! —chilló Saryon en silencio—. ¡No fueron las uñas de una torpe comadrona! —Le vino todo a la memoria con una dolorosa y diáfana claridad—. Esas cicatrices: ¡las lágrimas de tu madre! Tu auténtica madre, la Emperatriz, llorando sobre ti en la magnífica Catedral de Merilon; sus lágrimas de cristal cayendo sobre su bebé Muerto, haciéndose añicos, hiriéndolo; la sangre de un rojo vivo corriendo por la blanca piel del niño; la expresión de enojo del Patriarca Vanya, porque tendrían que volver a purificar al niño…»
Los libros empezaron a precipitarse sobre Saryon… Los libros…, libros prohibidos…, conocimientos prohibidos… Los Duuk–tsarith rodeándolo… Sus negras túnicas, cubriéndolo… Se estaba asfixiando… No podía respirar…
«Esto… demostrará mi auténtica identidad».
Oscuridad.