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Los habitantes de Merilon saben que el jardín interior, o Jardín Familiar como se lo llama, es el corazón de cada hogar. Todas las casas —sin importar lo humildes que sean— tienen su jardín, aunque sólo se trate de un macizo de flores en el centro de un camino de guijarros. De la verde serenidad del jardín surgen la alegría y el consuelo necesarios para el bienestar de una familia. Dice la leyenda que la cantidad de Vida con que cuenta una familia crece en el Jardín Familiar.

Desde luego, la gente rica de Merilon posee jardines de una rara y extraordinaria belleza. Un jardín interior bien cuidado y cultivado puede beneficiar a una familia también de otras maneras, como lord Samuels sabía muy bien. La posición social arraigaba y prosperaba en un Jardín Familiar. Por eso, al igual que sucedía con muchas otras cosas de su vida, los jardines de lord Samuels no eran únicamente hermosos…; eran también un buen negocio.

Un Jardín Familiar no resultaba fácil de mantener. Lord Samuels podría haberse permitido un jardinero, pero eso hubiera dado la apariencia de que quería alzarse por encima de su posición social. Por ello, se ocupaba él mismo del jardín y cada mañana antes de ir al trabajo se aseguraba de que todo estaba en orden. Los lirios–dragón, por ejemplo, tenían una inexplicable tendencia a lanzar una llamita azul a ciertas horas del día. Decorativas y muy útiles como reloj, aquellas plantas podían resultar peligrosas si no se las vigilaba constantemente. Tenía que podar el bambú cantarín; algunos tallos crecían más deprisa que los otros, y siempre desafinaba. Las palmeras de los vientos debían ajustarse diariamente según el tiempo que hiciera; sus ondulantes frondas generaban una constante brisa que se agradecía en los días calurosos, pero que resultaba muy molesta en los días frescos. En ese caso, las palmeras tenían que ser sometidas mágicamente.

No obstante, éstos eran problemas menores. El jardín de lord Samuels había sido bien planificado, estaba en orden y era muy admirado. Cierto es que era pequeño comparado con los jardines de la clase alta. Pero lord Samuels había compensado aquella deficiencia de manera muy inteligente. Los senderos del jardín que serpenteaban por entre los espesos y exuberantes macizos, árboles y flores eran un laberinto de recodos y vueltas; una vez en el jardín, el visitante no sólo perdía de vista la casa sino que perdía también el sentido de la orientación. Andando por entre los setos que lord Samuels hacía variar de posición diariamente, una persona podía «perderse» muy agradablemente en el jardín durante horas.

Éste era, después del flirteo, el pasatiempo favorito de Gwendolyn.

Gwen era relativamente culta, ya que estaba de moda en aquellos días que los Albanara dieran estudios a sus hijas. Las mañanas las pasaba estudiando con Marie, se suponía que aprendiendo teorías y filosofías avanzadas sobre magia y religión. A lord Samuels le gustaba entrar a ver a su hija cada día cuando estudiaba, la dorada cabeza inclinada solemnemente sobre el libro. Cuando marchaba para ir a su trabajo, aquella agradable visión le acompañaba en su memoria, pero lo que no sabía era que el libro desaparecía rápidamente después de su partida o bien era reemplazado por otro que trataba de temas más interesantes: tales como el audaz sir Hugo, el salteador de caminos.

De vez en cuando lady Rosamund se encargaba personalmente de las lecciones matutinas, instruyendo a su hija sobre la administración de una casa, la forma de tratar con los sirvientes y la educación de los hijos. Gwendolyn disfrutaba con aquellas lecciones casi tanto como lady Rosamund, por lo que pasaban ambas gran parte del tiempo construyendo y amueblando espléndidos castillos en el aire. Pero, a pesar de lo mucho que le gustaba a la muchacha estar con su madre o leer las aventuras de sir Hugo, Gwen esperaba con ansia cada día el final de las lecciones, momento en el que ella y Marie salían a dar su paseo diario por el jardín.

Lady Rosamund siempre bromeaba diciendo que Gwen tenía la sangre de un Druida en sus venas, ya que la muchacha tenía una habilidad con las plantas bastante notable para alguien que no había nacido dentro de aquel misterio. Podía lograr que diera flores el más huraño de los rosales sólo con la voz. Pequeños árboles que habían perdido las ganas de vivir alzaban sus larguiruchas ramas al sentir el dulce contacto de sus manos, mientras que las malas hierbas se encogían al verla aparecer e intentaban esconderse de su vista.

Gwen jamás se sentía tan feliz como cuando paseaba por el jardín por las mañanas, y fue, sin duda, la casualidad lo que llevó también a Joram al jardín a aquella hora del día. Al menos él dijo que había sido la casualidad, ya que lo único que había pretendido era respirar un poco de aire fresco. Ciertamente se había mostrado sorprendido al verla flotar por encima de él entre los rosales, con la dorada cabellera —arrollada y trenzada alrededor de su cabeza de manera muy elaborada— brillando a la luz del sol y el vestido de color rosa con sus ondulantes cintas, que le daban un aspecto muy parecido al de una rosa.

—Que el sol os alumbre, señor —saludó Gwendolyn, mostrando el color de las rosas en sus mejillas.

—Que el sol os alumbre, mi señora —correspondió Joram con voz grave, levantando los ojos hacia ella desde el suelo.

—¿No queréis uniros a mí? —preguntó Gwen, señalando hacia arriba.

Ante el asombro de Gwen, el rostro de Joram se ensombreció y frunció sus negras cejas hasta formar una espesa y gruesa línea sobre sus ojos.

—No, gracias, mi señora —contestó con voz acompasada—; no tengo suficiente Vida…

—¡Oh! —exclamó Gwen con vehemencia—. Marie os concederá Vida si vuestro propio catalista no se ha levantado todavía. ¡Marie! ¿Dónde estás?

Al desviar la mirada en busca de la catalista, Gwen no pudo ver el repentino espasmo de dolor que contrajo durante un breve instante el rostro de Joram. Marie, que se acercaba por detrás de su señora, sí miraba directamente al joven y lo vio con toda claridad; aunque no podía adivinar a qué se debía, era lo bastante sensible cómo para darse cuenta de que, por alguna razón, el muchacho no podía o no quería utilizar su magia. Pero como todo buen sirviente, le facilitó una excusa: su propia debilidad.

—Si mi señora y el caballero me disculpan —dijo—, me siento demasiado fatigada. He estado despierta toda la noche a causa de los pequeños.

—Y yo me he comportado como una terrible egoísta, absorbiendo tu energía durante toda la mañana —repuso Gwen, mostrándose muy arrepentida al instante—. Bajaré. No os mováis.

Con el ligero vestido revoloteando a su alrededor, envolviéndola en una nube de tela rosa, Gwen descendió suavemente hasta el suelo, flotando por encima del sendero para no herirse los desnudos pies con las piedras.

Marie dirigió los ojos hacia Joram y recibió una mirada de gratitud. Pero había algo más en aquellos ojos oscuros: un profundo escrutinio, como si estuviera intentando adivinar cuánto sabía, que la catalista encontró muy inquietante.

—Os mostraré el jardín, si queréis, señor —ofreció Gwen tímidamente.

—Gracias, me gustaría muchísimo —replicó Joram, pero sus oscuros ojos seguían fijos en Marie, aumentando su malestar—. Mi padre fue un catalista —añadió, como si sintiera la necesidad de dar una explicación—. Yo soy Altanara, pero tengo un nivel muy bajo de Vida.

—¿De veras, señor? —replicó Marie cortésmente, sintiéndose desconcertada y, si no fuera porque parecía demasiado absurdo, amenazada por la intensidad de la mirada del muchacho.

—¿Un catalista? —preguntó Gwen con inocencia—. ¿Y vos no sois un catalista? ¿No es eso extraño?

—Mi vida ha sido extraña —dijo Joram con seriedad, pasando la mirada de Marie a Gwen y dándole la mano a ésta con toda cortesía para que se apoyara mientras se movía lentamente por el aire junto a él.

—Me encantaría que me hablarais de ella —repuso Gwen—. Habéis recorrido mundo, ¿verdad? —Suspiró y lanzó una mirada al jardín—. Yo he pasado toda mi vida aquí. Jamás he salido de Merilon. Habladme del mundo. ¿Cómo es?

—A veces, muy duro —dijo Joram en voz baja, mientras su mirada se tornaba soñadora y algo sombría.

Bajó los ojos y vio la blanca mano de la muchacha reposando sobre su encallecida palma; la piel de ella, suave y tersa, la de él, marcada por el fuego de la fragua.

—Os contaré mi historia, si queréis oírla —repuso, posando la mirada bruscamente en un magnífico macizo de lirios tigrados—. Se la conté a vuestro padre anoche. Mi madre, al igual que vos, nació y se crió en Merilon. Se llamaba Anja, y era Albanara

Siguió hablando, contando la trágica historia de Anja (hasta donde consideró prudente que supiera la muchacha), con voz a veces vacilante o tan baja que Gwen se veía obligada a flotar más cerca de él para poder oírlo.

Siguiéndolos a una discreta distancia, Marie los vigilaba sin que pareciera que los miraba y los escuchaba sin que pareciera que los oía.

—Después de la muerte de vuestra madre, ¿vinisteis a buscar vuestra fama y vuestra fortuna aquí? —preguntó Gwen, con las lágrimas brillándole en los ojos, cuando Joram hubo terminado el relato.

—Sí —respondió el muchacho con voz firme.

—Creo que lo que estáis haciendo es extraordinario —continuó Gwen—, y espero que encontraréis a la familia de vuestra madre y haréis que sientan un gran remordimiento por la forma tan terrible en que la trataron. ¡No creo que se pueda hacer nada más cruel! ¡Obligarte a contemplar cómo el hombre a quien amas muere de esa forma! —Gwen sacudió la cabeza, y una lágrima brilló en su mejilla—. No es de extrañar que se volviera loca, pobrecilla. Debió de haber amado mucho a vuestro padre.

—Y él la amaba a ella —dijo Joram, volviéndose y tendiendo una mano para tomar la otra mano de Gwendolyn—. Permitió que lo condenaran a ser un muerto viviente, por amor a ella.

Gwen se sonrojó hasta las raíces de sus rubios cabellos; el corpiño de su vestido rosa se alzaba y descendía veloz. Vio el inconfundible mensaje en los ojos de Joram, sintió cómo pasaba de las manos de él a las suyas. Un dolor delicioso le atravesó el corazón, estropeado únicamente por una punzada de temor. De repente, estar cogidos de la mano de aquella forma parecía totalmente impropio; dirigiendo una mirada a Marie, Gwen retiró las manos de entre las del muchacho; éste no intentó volver a tomarlas.

Gwen cruzó las manos a la espalda —poniéndolas a salvo—, apartó los ojos de la inquietante mirada de aquellos ojos oscuros y empezó a hablar de lo primero que le vino a la mente.

—Una cosa no entiendo, de todas formas —dijo, arrugando la frente, pensativa—. Si la Iglesia prohibió a vuestro padre y a vuestra madre que se casaran, ¿cómo es que fuisteis concebido? ¿Hicieron los catalistas…?

En aquel momento, Marie se acercó precipitadamente a su señora.

—Gwendolyn, mi cielo, estás temblando. Me parece que los Sif–Hanar han cometido un error esta mañana. ¿No encontráis que hace frío para ser primavera? —preguntó a Joram sin reflexionar siquiera.

—No, Hermana —contestó el muchacho—; pero yo estoy acostumbrado a todo tipo de climas.

—No tengo nada de frío, Marie —empezó a decir Gwen, irritada; pero la asaltó una idea repentina—. Tienes razón, como siempre, Marie —dijo entonces, frotándose los brazos—. Tengo un poco de frío. Sé buena y ve dentro a buscar mi chal.

La catalista se dio cuenta, demasiado tarde, de que había cometido un error.

—Mi señora puede hacer que el chal venga a ella —replicó Marie, con voz algo severa.

—No, no. —Gwendolyn sacudió la cabeza, sonriendo traviesa—. No me queda Vida, y tú estás demasiado fatigada para facilitarme más. Por favor, tráemelo, Marie. Ya sabes cómo se preocupa mamá cuando me resfrío. Te esperaremos aquí. Supongo que este caballero no pondrá objeción a hacerme compañía.

El caballero no hizo la menor objeción, y Marie no tuvo más remedio que regresar a la casa en busca del chal, que Gwen deseó fervientemente que estuviera bien escondido.

Manteniendo todavía las manos a la espalda, aunque sintiendo sin embargo un perverso deseo de experimentar de nuevo aquel extraño y delicioso dolor, Gwendolyn se volvió para mirar a Joram. Alzó la cabeza y miró fijamente al interior de aquellos ojos oscuros. La sensación de dolor volvió, aunque ya no era tan agradable. De nuevo le pareció como si el ardor y la alegría que anidaban en su espíritu estuvieran siendo absorbidos por aquel joven, como si estuviera alimentando una terrible ansia en su interior, mientras que él no le daba nada a ella a cambio.

La mirada de aquellos ojos oscuros era aterradora, más aterradora que el contacto de su mano, y Gwen apartó la vista.

—Ha… hace frío —titubeó, apartándose ligeramente—. Quizá debería entrar…

—No te vayas, Gwendolyn —le pidió Joram con una voz que hizo que toda ella se estremeciera, como si habiendo intentado coger una nube de tormenta hubiera recibido una descarga—. Ya sabes lo que siento por ti…

—No sé qué es lo que sientes, en absoluto —replicó Gwen con frialdad, reemplazado su miedo por el repentino placer del juego. Ahora jugaban según las reglas que ella conocía—. Y lo que es más —añadió con arrogancia, alejándose de él, mientras extendía una mano para acariciar una azucena—, no tengo ningún interés en saberlo.

Eran las mismas palabras coquetas que había utilizado con el elegante hijo del duque de Manchua, y el ardiente joven se había arrojado a sus pies —literalmente— declarándole su imperecedera devoción y otras incontables tonterías que habían hecho que tanto ella como sus primas se rieran muy a gusto al recordarlas aquella noche. Manteniendo la mano sobre la azucena, esperó a que Joram hiciera y dijera lo mismo.

Pero no hubo más que silencio.

Mirándolo desde debajo de sus largas pestañas, Gwen se quedó horrorizada ante lo que vio.

Joram tenía el mismo aspecto que un sentenciado a muerte. Su bronceado rostro había palidecido, apretaba los labios cenicientos con fuerza para que no temblaran o quizá para evitar que dijeran las palabras que ardían en sus ojos. Tensó los músculos de la mandíbula, y cuando habló, lo hizo con visible esfuerzo.

—Perdonadme —dijo—. He hecho el ridículo. Parece ser que malinterpreté vuestra amabilidad. Os dejaré ahora…

Gwen se quedó boquiabierta. ¿Qué estaba diciendo? ¿Qué estaba haciendo? ¡Se iba! ¡Estaba volviéndole la espalda de verdad y empezaba a alejarse, haciendo que los guijarros de mármol del sendero crujieran bajo sus botas! ¡Pero aquello no formaba parte del juego!

Y de pronto se dio cuenta de que —para él— aquello no era un juego. La historia de su vida regresó a su mente y esta vez la escuchó con el corazón de una mujer. Sintió la tristeza, el sufrimiento. Recordó aquella ansia que se reflejaba en sus ojos, y una parte de la muchacha vio, también, la oscuridad que había en ellos.

Gwen vaciló por un momento, temblorosa. Una parte de su ser quería quedarse atrás y dejarlo marchar, para continuar siendo una criatura que seguía jugando. Pero algo en su interior le susurró que si lo hacía, perdería algo muy precioso, que nunca volvería a encontrar en toda su vida. Joram seguía alejándose y el dolor que Gwen sentía en lo más íntimo de su ser ya no resultaba agradable: era frío y hueco y sin sentido.

La magia desapareció y Gwen descendió al suelo. Joram se alejaba cada vez más. Sin hacer caso del dolor que le producían los afilados guijarros al clavársele en la delicada piel de sus pies desnudos, Gwen echó a correr por el sendero.

—¡Detente, oh, detente! —le gritó, angustiada.

Sobresaltado, Joram se volvió al oír su voz.

—¡Por favor, no te vayas! —le suplicó Gwen, tendiendo los brazos hacia él.

Tropezó con sus largas y ondulantes faldas, dio un traspié y estuvo a punto de caer al suelo. Joram la sujetó entre sus brazos.

—No me dejes, Joram —susurró, mirándolo a los ojos mientras él la apretaba con fuerza contra su cuerpo, con manos suaves y delicadas, y sin embargo tan temblorosas como ella—. ¡Sí que me importa! ¡Sí! ¡No sé por qué dije esas cosas! No ha estado bien y he sido muy cruel…

La muchacha escondió el rostro entre las manos y rompió a llorar.

Joram abrazó a la joven, acariciándole los sedosos cabellos con los dedos. La sangre le zumbaba en los oídos. La fragancia de su perfume y la suavidad de su cuerpo contra el suyo lo embriagaban.

—Gwendolyn —le dijo con voz temblorosa—, ¿puedo pedirle permiso a tu padre para casarme contigo?

Ella no lo miró, o de lo contrario hubiera visto la oscuridad que había en su interior, agazapada como una bestia salvaje en un rincón de su alma; una oscuridad que él mismo creía encadenada y manejable. Si ella la hubiera visto, niña como era todavía, habría echado a correr despavorida, puesto que era una oscuridad a la que sólo una mujer que hubiera luchado con una oscuridad semejante en su propia alma podía enfrentarse sin miedo. Pero Gwendolyn mantuvo los ojos bajos y se limitó a asentir con la cabeza, como respuesta.

Joram sonrió y, viendo a Marie que se acercaba a lo lejos con el chal en la mano, musitó rápidamente una advertencia a Gwen para que se sosegara, añadiendo que hablaría con su padre en seguida. Después se marchó, dejando a Gwen de pie en el sendero, intentando esconder las lágrimas precipitadamente y tratando, lo mejor que pudo, de limpiar la sangre de los cortes que se había hecho en los pies, escondiendo las heridas a los amorosos ojos de su institutriz.

Tres noches después de la trascendental visita del Emperador, otra pareja paseaba por el jardín, adonde milord había conducido a milady con el propósito expreso de tener una charla en privado con ella.

—¿De modo que la historia del perverso tío no es cierta? —preguntó lady Rosamund a su esposo con un dejo de desilusión en la voz.

—No, querida —replicó lord Samuels con indulgencia—. ¿De verdad la creíste? Era una historia pueril… —descartó la idea con un movimiento de la mano.

—Supongo que no —suspiró lady Rosamund.

—No te sientas tan abatida —la alentó milord en voz baja mientras flotaba en el aire del atardecer junto a ella—. La verdad, aunque no tan romántica, es mucho más interesante.

—¿De veras? —exclamó milady, más animada.

Luego alzó la mirada para contemplar cariñosamente a su esposo, diciéndose que era muy atractivo. Las conservadoras ropas azules del Maestre del Gremio le sentaban muy bien. Con algo más de cuarenta años, milord se mantenía en muy buenas condiciones físicas; puesto que no pertenecía a la nobleza, no se veía tentado a entregarse a la disipación de la clase alta. No había engordado a causa de excesos en la comida ni tenía el rostro enrojecido por el abuso de la bebida. Sus cabellos, aunque empezaban a encanecer, eran espesos y abundantes. Lady Rosamund se sentía muy orgullosa de él, tanto como él se sentía de ella.

Su matrimonio, arreglado entre sus dos familias como sucedía con tantas parejas en Merilon, no había sido por amor. Sus hijos habían sido concebidos —como era lo correcto y adecuado— mediante la intercesión de los catalistas, quienes transfirieron la semilla de él a ella en una solemne ceremonia religiosa. La unión física de dos personas estaba considerada como un pecado y una acción propia de bárbaros y animales. Pero lord Samuels y lady Rosamund eran más afortunados que la mayoría. El afecto había crecido entre ellos a través de los años, surgiendo de un mutuo respeto y de una compatibilidad de mente y de intereses.

—Sí, de veras —continuó lord Samuels, lanzando una mirada crítica a las rosas y recordándose que debía comprobar si tenían áficos para el día siguiente—. ¿Recuerdas un escándalo, hace varios años…?

—¡Un escándalo! —Milady pareció alarmarse.

—Tranquilízate, querida —dijo lord Samuels con dulzura—; fue hace diecisiete… casi dieciocho… años. Una muchacha de noble cuna… —milord se detuvo—. Podría decir de muy noble cuna —añadió significativamente, divertido porque veía a su esposa sobre ascuas—, tuvo la desgracia de enamorarse del catalista de la familia. La Iglesia prohibió el matrimonio y los dos se escaparon juntos. Más tarde, los encontraron en unas circunstancias terribles y vergonzosas.

—Recuerdo haber oído algo parecido —admitió lady Rosamund—. Pero nunca llegué a conocer los detalles. Nosotros aún no estábamos casados, si no lo has olvidado, y mi madre era muy protectora.

Lord Samuels se inclinó y susurró unas palabras en el oído de milady.

—¡Qué horrible!

Lady Rosamund retrocedió, apartándose de él, con expresión de repugnancia.

—Sí. —Milord adoptó un aspecto severo—. Un niño fue concebido de esta manera tan impía. El padre fue sentenciado a la Transformación. La Iglesia se hizo cargo de la muchacha, dándole asilo y un lugar donde cobijarse mientras duraba el embarazo. No hay motivos para dudar de que cuando hubiera regresado con su familia, todo le habría sido perdonado. Después de todo, era hija única, y la familia gozaba de una posición lo suficientemente desahogada como para silenciar el asunto sin problemas. Pero la terrible experiencia sumió a la joven en la locura. Cogió al niño y huyó de la ciudad, viviendo como Maga Campesina. La familia la buscó, pero sin éxito. Los padres de esta infortunada mujer están ya muertos, al igual que ella, según el muchacho. Las tierras y las propiedades revertieron a la Iglesia con la condición de que si el niño vivía, se le entregaría su herencia. Si este joven puede demostrar su derecho a ella…

Lady Rosamund se volvió hacia su esposo y posó una mirada inquisitiva sobre él.

—Conoces el nombre de esa familia, ¿verdad?

—Sí, querida —reconoció lord Samuels con seriedad, tomando una mano de su esposa entre las suyas—. Y tú también. Al menos, lo reconocerás cuando lo oigas. El muchacho dice que su madre se llamaba Anja.

—Anja —repitió milady, frunciendo el entrecejo—. Anja… —Abrió los ojos desmesuradamente, entreabrió los labios y se tapó la boca con la mano—. ¡Almin misericordioso! —murmuró.

—Anja, hija única del difunto barón Fitzgerald…

—… primo del Emperador…

—… emparentado de una forma u otra con la mitad de la nobleza, querida…

—… y uno de los hombres más ricos de Merilon —dijeron ambos al unísono.

—¿Estás seguro? —preguntó lady Rosamund. Había palidecido y se tocaba el pecho como queriendo calmar su palpitante corazón—. Este Joram podría ser un impostor.

—Podría serlo —concedió lord Samuels—, pero esta cuestión puede comprobarse con tanta facilidad, que un impostor sabría que no tenía ninguna posibilidad de éxito. La historia del muchacho suena auténtica. Sabe bastante, pero no demasiado. Hay lagunas, por ejemplo, que no intenta llenar, mientras que un impostor intentaría, creo yo, tener todas las respuestas. Se quedó totalmente desconcertado cuando le dije quién era en realidad su madre y lo que podría representar la herencia. No tenía ni idea. El muchacho estaba realmente aturdido. Y lo que es más, dijo que el Padre Dunstable podría corroborar su historia.

—¿Has hablado con el catalista? —preguntó lady Rosamund, ansiosa.

—Sí, querida. Esta misma tarde. El hombre no tenía demasiadas ganas de hablar de este asunto; ya sabes cómo se protegen entre ellos estos catalistas. Estaba avergonzado, sin duda, al tener que admitir que su Orden pudiera caer tan bajo. Pero reconoció ante mí que el Patriarca Vanya en persona lo había enviado para que localizara al muchacho. ¿Cuál podría ser el motivo excepto que quisiera a alguien que se encargara de las propiedades?

Lord Samuels tenía un aire triunfante.

—¡El Patriarca Vanya! ¡En persona! —exclamó lady Rosamund.

—¿Comprendes? Y… —lord Samuels se inclinó aún más para hablar confidencialmente con su esposa una vez más— ¡el muchacho me ha pedido mi autorización para cortejar a Gwendolyn!

—¡Ah! —Lady Rosamund dejó escapar un gritito sofocado—. ¿Y qué le has contestado?

—Le dije, con gran severidad, desde luego, que lo consideraría —replicó lord Samuels, sujetándose el cuello de la túnica con actitud muy digna—. La identidad del muchacho tendrá que ser verificada, naturalmente. Joram no se atreve a presentarse ante la Iglesia con las pocas pruebas que posee ahora, y no lo culpo. Podría ser contraproducente para su caso más adelante. Le prometí que haría algunas indagaciones más, para ver qué otras pruebas adicionales podemos descubrir. Necesitará el registro de su nacimiento, por ejemplo. Eso no debería resultar muy difícil de conseguir.

—¿Qué hay de Gwen? —persistió lady Rosamund, echando a un lado cuestiones tan masculinas.

Lord Samuels sonrió indulgente.

—Bien, deberías hablar con ella de inmediato, querida. Descubrir sus sentimientos en este asunto…

—¡Me parece que resultan evidentes! —exclamó lady Rosamund, con un cierto tono de amargura, que desapareció muy pronto; el origen de su amargura era la natural tristeza que le provocaba la posibilidad de perder a su adorada hija.

—Pero entretanto —continuó lord Samuels con más suavidad—, creo que podríamos permitirles que pasearan juntos, siempre que no los perdamos de vista.

—La verdad es que no sé cómo podríamos hacer otra cosa —dijo lady Rosamund con cierto temple. Con un gesto, hizo que una azucena saltara de su tallo y resbalara hasta su mano—. Jamás había visto a Gwen tan encaprichada de una persona como de ese Joram. En cuanto a que paseen juntos, ¡no han hecho otra cosa durante todos estos días! Marie está siempre con ellos, pero…

Milady sacudió la cabeza. La azucena le cayó de la mano y ella descendió ligeramente en el aire, tocando casi el suelo. Su esposo la sujetó por un brazo.

—Estás cansada, querida —dijo lord Samuels, solícito, sosteniendo a su esposa con su propia magia—. Te he hecho estar levantada demasiado tiempo. Seguiremos discutiendo esto mañana.

—Han sido unos días muy agotadores, debes admitirlo —replicó lady Rosamund, apoyándose en el brazo de su esposo en busca de consuelo—. Primero Simkin, luego el Emperador. Ahora esto.

—Realmente lo han sido. Nuestra niñita está creciendo.

—Baronesa Gwendolyn —murmuró lady Rosamund, con un suspiro que era en parte de orgullo maternal y en parte de pena.

Un atardecer, tres o cuatro o quizá cinco días más tarde, Joram entró en el jardín en busca del catalista. No estaba seguro del tiempo que hacía que le había pedido a Gwendolyn que se casara con él y ella había aceptado. El tiempo ya no significaba nada para Joram. Nada significaba absolutamente nada excepto ella. Cada soplo de aire que respiraba estaba perfumado con su fragancia; sus ojos no veían a nada más que a ella. Las únicas palabras que escuchaba eran las pronunciadas por su voz. Se sentía celoso de cualquier otra persona que atrajera la atención de la muchacha; se sentía celoso de la noche, que los obligaba a separarse; se sentía celoso del mismo sueño.

Pero pronto descubrió que el sueño era portador también de una cierta dulzura, aunque ésta estuviera mezclada con un punzante dolor. En sus sueños podía realizar lo que no se atrevía a hacer durante el día: entregarse a sus fantasías de pasión y deseo, de satisfacción y posesión. Pero los sueños se cobraban su tributo. Joram se despertaba por las mañanas ardiéndole la sangre y con el corazón en llamas. Sin embargo, en cuanto veía a Gwendolyn paseando por el jardín, aquella visión era como una refrescante lluvia sobre su atormentada alma. ¡Tan pura, tan inocente, tan ingenua! Sus sueños lo hacían enfermar, se sentía avergonzado, como si fuera un monstruo; sus pasiones le parecían bestiales y corrompidas.

Y sin embargo su ansia seguía viva. Cuando contemplaba aquellos delicados labios hablándole de azaleas o dalias o madreselvas, recordaba el cálido y suave tacto que tenían en sus sueños y su cuerpo suspiraba por ella. Cuando la observaba mientras andaba junto a él, su flexible y elegante figura cubierta por la rosada nube de un vestido, recordaba cómo abrazaba ese cuerpo en sus sueños, apretándolo contra su pecho sin que existiera aquella débil barrera de ropa entre ellos, recordaba cómo la hacía suya. En tales momentos, se quedaba callado y apartaba los ojos de los de ella, temeroso de que pudiera ver el fuego que ardía en ellos, temeroso de que aquella hermosa y frágil flor se marchitara y muriera a causa de su calor.

Fue en medio de esta agridulce tortura que Joram penetró en el jardín, muy tarde, una noche, en busca del catalista, quien, según le dijeron los sirvientes, a menudo paseaba por allí cuando no podía dormir.

El resto de la familia se había ido a la cama. Los Sif–Hanar habían decidido que no soplaría viento aquella noche, y, por lo tanto, el jardín estaba silencioso y tranquilo. Doblando una esquina, Joram fingió sorprenderse al encontrar a Saryon sentado, solo, en un banco.

—Lo siento, Padre —dijo Joram, de pie entre las sombras de un eucalipto—. No quería interrumpiros.

Volviéndose a medias, comenzó a retroceder, muy lentamente.

Saryon se giró al oír su voz y alzó la cabeza. La luz de la luna le iluminó el rostro de lleno. Era un rostro extraño, este que le daba la apariencia de Padre Dunstable, y a Joram le resultaba siempre sobrecogedor y algo inquietante. Pero los ojos eran los del estudioso que había conocido en el pueblo de los Hechiceros, sabios, dulces, bondadosos. Sólo que ahora, además, Joram vio una expresión atormentada en sus ojos cuando el catalista lo miró y una sombra de dolor que no pudo interpretar.

—No, Joram, no te vayas —pidió Saryon—. No me molestas. De hecho, estabas en mi pensamiento.

—¿También en vuestras oraciones? —preguntó Joram a modo de chiste.

El afligido rostro del sacerdote palideció de tal manera que el muchacho hubo de decirse que sus bromas no resultaban nada divertidas. Joram oyó cómo Saryon lanzaba un profundo suspiro; luego el catalista se pasó una mano por los ojos y dijo:

—Ven, siéntate a mi lado, Joram.

Se apartó para dejarle sitio en el banco.

Joram obedeció. Sentándose junto al catalista, se relajó y escuchó, por vez primera, el silencio que reinaba en el jardín durante la noche. Su paz y su tranquilidad descendieron sobre él como una suave nevada, y sus frías sombras tranquilizaron sus turbulentos pensamientos.

—¿Sabéis, Saryon? —empezó Joram, indeciso, poco acostumbrado a decir en voz alta lo que pensaba, pero sintiendo, no obstante, que le debía algo a aquel hombre y tenía que pagar su deuda sin dilación—, el otro día, cuando estuvimos en el interior de la capilla, era la primera vez que yo estaba en un…, un lugar sagrado. Bueno —se encogió de hombros—, había una especie de iglesia en Walren, un tosco edificio al que iban los Magos Campesinos una vez por semana para recibir su dosis diaria de culpa de manos del Padre Tolban. Mi madre jamás traspasó esa puerta, como supongo que podréis imaginar.

—Sí —murmuró Saryon, mirando a Joram, perplejo, sorprendido por aquella desacostumbrada profusión de palabras.

—Anja hablaba de dios, de Almin —continuó Joram, los ojos fijos en las rosas bañadas por la luz de la luna—, pero sólo para dar gracias de que yo fuera mejor que los otros. Yo nunca me molesté en rezar. ¿Por qué hubiera debido hacerlo? ¿Qué tenía que agradecer? —se preguntó el muchacho, con aquella vieja amargura filtrándose en su voz.

Se quedó callado, mientras su mirada pasaba de las delicadas flores blancas de la enredadera a sus manos, tan hábiles y delicadas, tan mortíferas. Entrelazando las manos, continuó con los ojos clavados en ellas, sin verlas, mientras hablaba.

—Mi madre odiaba a los catalistas, por lo que le habían hecho a mi padre, y a mí me alimentó con odio. Una vez me dijisteis… ¿Lo recordáis? —miró a Saryon—. Me dijisteis… que es más fácil odiar que amar. ¡Teníais razón! ¡Oh, cuánta razón teníais, Padre! —Las manos de Joram se separaron y se cerraron para convertirse en puños—. Toda mi vida, he odiado —siguió el muchacho con voz baja y apasionada—. ¡Me estoy empezando a preguntar si puedo amar! Es tan difícil, duele… tanto…

—Joram —empezó a decir Saryon, a punto de explotarle el corazón.

—Esperad, dejadme terminar, Padre —repuso Joram, las palabras surgiendo de sus labios como una explosión, llenas de frustración contenida—. Al entrar aquí esta noche, pensé en mi padre de repente —frunció las oscuras cejas formando una línea—. Nunca pensé mucho en él —continuó, contemplando sus manos de nuevo—, y cuando lo hacía, lo veía allí de pie en las Tierras de la Frontera, con aquel rostro de piedra congelado e inmóvil, las lágrimas cayendo de aquellos ojos que miran eternamente a la muerte que nunca conocerá. Pero, ahora, aquí dentro —levantó la cabeza para mirar el jardín que lo rodeaba y la expresión de Joram se suavizó—, pienso en él tal y como debía de haber sido… un hombre igual que yo. Con… pasiones como las mías, pasiones que no podía controlar. Veo a mi madre como debió de ser, una muchacha, hermosa y llena de gracia y…

Vaciló, tragando saliva.

—Inocente, confiada —añadió Saryon suavemente.

—Sí —respondió Joram con voz apenas audible.

Miró al catalista y se quedó asombrado ante la expresión de angustia que vio en el rostro de aquel hombre.

Saryon tomó las manos del muchacho, oprimiéndolas con una intensidad tan dolorosa como sus palabras.

—¡Vete! ¡Ahora, Joram! —apremió el catalista—. ¡No hay nada para ti en este lugar! ¡No hay nada para ella excepto una terrible desdicha… igual que le sucedió a tu pobre madre!

Joram sacudió la cabeza, tozudo, la rizada cabellera negra cayéndole sobre el rostro. Se soltó de un tirón de las manos del catalista.

—¡Hijo mío, muchacho! —exclamó Saryon, juntando las manos—. Me satisface enormemente que sientas que puedes confiar en mí. Y yo sería un mal depositario de tu confianza si no te aconsejara tan bien como sé. Si supieras… Si yo pudiera…

—¿Supiera qué? —preguntó Joram, levantando los ojos veloz hacia el catalista.

Saryon parpadeó y se interrumpió, tragándose apresuradamente las palabras que estaban a punto de surgir de su boca.

—Si pudiera hacerte comprender… —terminó sin convicción, el sudor perlando su labio superior—. Sé que piensas casarte con esa muchacha —dijo lentamente, fruncidas las cejas.

—Sí —respondió Joram con frialdad—; cuando lo de mi herencia esté resuelto, desde luego.

—Desde luego —repitió Saryon con voz hueca—. ¿Has pensado en lo que discutimos el otro día?

—¿Os referís a lo de que yo estoy Muerto? —preguntó Joram sin alterarse.

El catalista no pudo hacer más que asentir con la cabeza.

Joram se quedó en silencio por un momento. Llevándose una mano distraídamente a la negra cabellera, empezó a pasársela por el pelo, peinándolo con los dedos como había hecho Anja, mucho tiempo atrás.

—Padre —dijo finalmente con voz tensa—, ¿es que no tengo el derecho de amar ni de ser amado?

—Joram —empezó a decir Saryon, desesperanzado, luchando por encontrar las palabras—. Ésa no es la cuestión. ¡Claro que tienes ese derecho! Todos los humanos lo tienen. El amor es un don de Almin…

—¡Excepto para aquellos que están Muertos! —exclamó sarcásticamente Joram.

—Hijo mío —repuso Saryon, compasivo—, ¿qué es el amor si no se dice la verdad? ¿Puede el amor crecer y florecer plantado en un jardín de embustes?

Se le quebró la voz antes de que terminara de hablar; la palabra «embustes» parecía brillar en la oscuridad más brillante incluso que la luna misma.

—Tenéis razón, Saryon —admitió Joram con voz serena—. A mi madre la destruyeron las mentiras; mentiras que ella y mi padre se dijeron el uno al otro, mentiras que ella se contó a sí misma. Los embustes la volvieron loca. He pensado sobre lo que me dijisteis, y he decidido…

Se detuvo y Saryon lo miró, esperanzado.

—… decirle a Gwendolyn la verdad —terminó Joram.

El catalista suspiró, estremeciéndose en el fresco aire de la noche. Aquélla no era la respuesta que había esperado escuchar. Se envolvió en su túnica y pensó cuidadosamente sus siguientes palabras.

—Estoy contento, terriblemente contento, de que te des cuenta de que no puedes engañar a esa muchacha —dijo finalmente—. Pero sigo pensando que sería mejor salir de su vida…, al menos en estos momentos. Quizá puedas regresar algún día. ¡Decirle la verdad sería poner tu propia vida en peligro, Joram! ¡La chica es tan joven! Podría no comprender, y tú sólo conseguirías ponerte en peligro.

—Mi vida no significa nada para mí sin ella —respondió Joram—. Sé que es joven, pero hay un núcleo de fortaleza en su interior, una fortaleza nacida de la bondad y de su amor por mí. Recuerdo un antiguo dicho de vuestro Almin, catalista —Joram miró a Saryon y le dedicó una sonrisa, una sonrisa auténtica, una sonrisa que iluminó con una suave luz sus oscuros ojos—: «La verdad os hará libres». Lo comprendo ahora y lo creo. Buenas noches, Saryon —añadió, poniéndose en pie.

Después, indeciso, posó una mano sobre un hombro del catalista.

—Gracias —dijo torpemente—. A veces pienso… que si mi padre se hubiera parecido a vos; si hubiera sido más sensato y responsable, entonces la tragedia de su vida y de la mía podrían no haber ocurrido.

Joram se volvió bruscamente y se alejó con pasos rápidos por el serpenteante sendero del jardín. Turbado y avergonzado por haber desnudado su alma, no volvió la cabeza ni una sola vez para mirar a Saryon mientras se alejaba.

Fue una suerte que Joram no viera al catalista. Saryon hundió la cabeza entre las manos, mientras las lágrimas se le agolpaban en los ojos.

—La verdad os hará libres —musitó, sollozando—. ¡Oh, dios mío! ¡Me obligas a comerme mis propias palabras y son como veneno para mí!