Muy por debajo del Palacio de Merilon, muy por debajo de la Ciudad Inferior, muy por debajo incluso de los Jardines y la tumba del gran mago que había conducido a su gente hasta allí desde un mundo que intentaba destruirlos, hay una cámara cuya existencia conocen únicamente los miembros de una Orden que es, en realidad, la que gobierna Thimhallan. En esa cámara secreta se reunieron, una noche, ocho personas. Vestidas de negro, con las manos cruzadas frente a ellos, permanecían formando un círculo alrededor de una estrella de nueve puntas dibujada en el suelo. Cada rostro encapuchado miraba en la misma dirección, hacia la novena punta de la estrella, a pesar de que aquella punta permanecía normalmente vacía. Todos esperaban pacientemente; la paciencia era su contraseña. Y la paciencia, lo sabían bien, generalmente recibía su recompensa.
El aire se estremeció y la novena punta de la estrella grabada en el suelo quedó cubierta por el borde de una túnica negra. Mirando alrededor del círculo para comprobar que todos estuvieran presentes, el noveno miembro sacudió afirmativamente la encapuchada cabeza y, dando una palmada, hizo aparecer en el centro del círculo un voluminoso libro encuadernado en cuero con páginas en blanco de frágil pergamino, que se quedó flotando en el aire.
—Puedes empezar —dijo la bruja al miembro de la Orden que ocupaba la primera punta de la estrella.
El Duuk–tsarith empezó su informe. Mientras hablaba, sus palabras quedaban inscritas, trazadas en letras de fuego, sobre el pergamino del enorme libro.
—Un niño se ha perdido en el mercado hoy, señora —dijo—. Ya ha sido encontrado y devuelto a sus padres.
La bruja asintió. El siguiente Duuk–tsarith tomó la palabra.
—Hemos resuelto el asesinato de Lucien, el alquimista, señora. Tan sólo una persona podía saber lo suficiente como para mezclar un producto químico con otro para que se produjera una violenta explosión, en lugar del elixir de la juventud que se decía que el alquimista estaba buscando.
—El aprendiz de alquimista —dijo la bruja.
—Exactamente.
—¿Motivo?
—El aprendiz y la esposa de Lucien eran amantes. Al ser «interrogado», el aprendiz confesó su crimen y el de ella. A ambos se los retiene en espera de que se dicte sentencia.
—Satisfactorio.
La bruja asintió de nuevo, dirigiendo la mirada a la siguiente punta de la estrella.
—La búsqueda de Joram, el hombre Muerto, continúa, señora. Se ha compilado un registro de todos aquellos que eran o podrían haber sido Magos Campesinos que hayan entrado en Merilon. Se nos ha informado de la llegada de once hasta ahora y se ha investigado a todos ellos. Todos tienen razones válidas para estar en la ciudad y siete han sido totalmente descartados. Además, los catalistas nos han suministrado una lista de los hermanos nuevos de su Orden que han entrado en la ciudad. Al comparar las dos listas hemos encontrado una interesante coincidencia.
Se detuvo y miró interrogadoramente a su superiora, preguntándole mentalmente si éste era un asunto para tratar con todo el cónclave o con ella sola. La bruja examinó la cuestión y, tras un momento, despidió a los demás y cerró el enorme libro.
—Sigue —ordenó cuando se quedaron solos.
—El nombre del catalista es Padre Dunstable. Un Catalista Doméstico, que abandonó Merilon hace varios años. Ha regresado a Merilon, dice, tras la muerte de su amo y la disolución de la familia.
—Una historia que puede verificarse.
—Eso estamos haciendo, desde luego, señora. No concuerda con la descripción del Padre Saryon, pero podría haber realizado fácilmente un cambio en su apariencia. Lo más interesante es que ha entrado en la ciudad con uno de los jóvenes que sabemos que ha sido con anterioridad Mago Campesino.
—¿Algún otro compañero?
El Señor de la Guerra vaciló.
—Sabemos de uno, señora, y podría haber habido otros. La Puerta estaba llena de gente ese día y tuvo lugar un incidente que causó considerable confusión.
—¿Qué pasó?
—Se produjo un intento de arresto de uno de los compañeros del catalista, señora. Simkin.
La bruja frunció el entrecejo.
—Esto complica las cosas. El mismo Emperador ha creído oportuno intervenir a favor de Simkin. No es que Simkin sea nadie importante. —La bruja hizo un gesto de desaprobación con la mano—. El asunto es trivial y fácil de solucionar. Pero debemos impedir que parezca que estamos hostigando al joven. El Emperador se incomodaría y la situación es demasiado delicada como para facilitarle cualquier excusa para que actúe contra nosotros… o contra el príncipe Lauryen. Por tanto, debes ser cauto. Aísla al Mago Campesino, si puedes, y tráelo aquí para interrogarlo. O quizá…
La mujer vaciló y apretó los labios, pensativa.
—¿Señora? —interrogó el Señor de la Guerra, respetuosamente—. ¿Estabais diciendo…?
—Simkin ha trabajado para nosotros otras veces, ¿verdad?
—Sí, señora, pero…
Le tocaba ahora el turno de vacilar al Señor de la Guerra.
—¿Pero…?
—Es muy extravagante, señora.
—De todas formas… —la bruja había tomado una decisión— averigua qué puedes conseguir por ese lado. Podría ser una ayuda inestimable. Sé discreto, desde luego. Supongo que sabes cómo manejarlo.
El Señor de la Guerra inclinó la cabeza.
—¿Y el catalista?
—La Iglesia se encargará de los suyos, como siempre. Informaré al Patriarca Vanya, pero me atrevería a decir que no querrá emprender ninguna acción sin pruebas. Sigue con tu investigación.
—Sí, señora.
La bruja se quedó en silencio, mordisqueándose el labio inferior con los blancos dientes. El Señor de la Guerra permaneció de pie frente a ella sin moverse, sabiendo que aún no había sido despedido de sus pensamientos ni de su presencia. Los ojos de la mujer, centelleando en la oscuridad de su capucha, lo buscaron por fin.
—¿No había ningún otro acompañante? ¿Ninguna otra persona presente junto a esas tres?
El Señor de la Guerra había estado esperando aquella pregunta.
—Señora —dijo en voz baja, consciente de que ella no toleraba excusas, pero sabiendo también que debía de aceptar sus propias limitaciones—, había un gran gentío en la Puerta, y una gran confusión. Ese muchacho, Joram, después de todo, está Muerto. Y no sólo es eso; si tiene en realidad el poder de la piedra–oscura, podía haber permanecido oculto a nuestros ojos.
—Sí —musitó la Señora de la Guerra—. ¿Tenéis a la familia bajo vigilancia?
—Tan bien como podemos, teniendo en cuenta que el Emperador los ha tomado bajo su protección. No me he atrevido a interrogar a la servidumbre…
—Has hecho bien. Los criados chismorrean, y debemos tener cuidado de no alarmar a esos jóvenes. Recuerda eso cuando te ocupes de Simkin. Si son ellos, huirán al menor indicio de peligro; nuestra única esperanza está en mantenerlos dentro de la ciudad. Una vez en el País del Destierro, los habremos perdido. Dales tiempo, haz que se sientan seguros y cometerán un error. Cuando lo hagan, estaremos preparados para actuar.
—Sí, señora.
El Señor de la Guerra hizo una reverencia; luego entendió que se le daba permiso para retirarse y se desvaneció en el aire.
Una sola palabra —«Paciencia»—, susurrada en el aire, lo siguió como una bendición.