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Al día siguiente era el Día Séptimo, o Día de Almin, aunque muy pocos habitantes de Merilon lo tomaban como una jornada de oración. Era un día de descanso y meditación para unos pocos, y un día de placer y recreo para muchos. Los Gremios habían cerrado, al igual que todas las tiendas. En la Catedral se celebraban dos servicios por la mañana: una misa al alba para los madrugadores y la que se denominaba por chanza Misa del Borracho al mediodía para aquellos a los que les costaba levantarse tras una noche de juerga.

La familia de lord Samuels, como era de esperar, se levantó con el alba —que los Sif–Hanar hacían especialmente hermosa en honor al día— y se dirigió a la Catedral. Lord Samuels invitó con voz estirada y superficial a los jóvenes a que lo acompañaran. Joram podría haberse sentido inclinado a aceptar, pero una mirada de alarma de Saryon lo obligó a declinar la invitación; Mosiah se negó totalmente y Simkin comunicó que se sentía indispuesto y totalmente incapaz de reunir las energías necesarias para vestirse adecuadamente. Además, añadió con un portentoso bostezo, tenía que esperar la respuesta del Emperador. Saryon podría haber ido con la familia, pero dijo, sin faltar a la verdad, que aún no había tenido la oportunidad de comunicar oficialmente a sus hermanos su presencia y añadió, también sin faltar a la verdad, que prefería pasar el día solo. Lord Samuels, con una sonrisa más helada que un témpano, los dejó desayunando.

Fue una comida silenciosa, por la presencia de los criados que obstaculizaban cualquier conversación. Joram comió sin darse cuenta de lo que comía. A juzgar por la soñadora expresión de sus ojos, se estaba deleitando con la visión de unos labios rosados y una piel blanca. Mosiah comió con avidez, ahora que no estaba bajo el divertido escrutinio de las primas. Simkin, por su parte, regresó a la cama.

Saryon comió poco y se retiró de la mesa al poco rato. Un sirviente lo acompañó hasta la capilla familiar, donde el catalista se arrodilló ante el altar. Era una capilla muy hermosa, pequeña pero de elegante diseño. El sol de la mañana entraba a través de unas vidrieras de brillantes colores de cristal moldeado. El altar de madera de palisandro, que tenía tallados los símbolos de los Nueve Misterios, era una réplica exacta, en miniatura, del altar de la Catedral. Había seis bancos, suficientes para la familia y la servidumbre, y gruesas alfombras cubrían el suelo, absorbiendo cualquier ruido, incluido el canto de los pájaros en los jardines del exterior.

Era un lugar que invitaba al culto, pero los pensamientos de Saryon no estaban puestos en Almin ni tenía la mente concentrada en las palabras de ritual, que murmuraba en provecho de cualquier criado que acertara a pasar por allí.

«¡Cómo ha podido estar tan ciego! —se preguntaba una y otra vez, apretando el colgante de piedra–oscura que le pendía del cuello y que se ocultaba bajo la túnica—. ¿Cómo ha podido estar tan ciego el príncipe? Vi el peligro al que nos enfrentábamos, es verdad. ¡Pero lo que yo vi como una oscura grieta que podía saltarse con facilidad se ha abierto hasta convertirse en un enorme pozo sin fondo! ¡Vi el peligro en las cosas importantes pero no en las pequeñas! ¡Y es una de esas cosas pequeñas la que nos atrapará al final!»

El día anterior, por ejemplo, cuando contemplaban las maravillas de Merilon, Saryon había advertido que Gwendolyn estaba a punto de pedirle que les concediera Vida a todos para que pudieran volar en alas de la magia, algo que, desde luego, era totalmente imposible que Joram pudiera ni hacer ni pretender que hacía. Afortunadamente, la joven no había dicho nada, creyendo probablemente que estaban cansados del viaje. Hoy también habían tenido suerte; a los catalistas se les concedía el Día de Almin para que lo dedicasen al estudio y a la meditación, y por lo tanto no se esperaba de ellos que facilitasen Vida a la familia, excepto en casos de extrema necesidad.

Por lo tanto, todo el mundo iba andando hasta la Catedral, una proeza que resultaba una novedad para los habitantes de Merilon, que aquel día calzaban zapatos especiales, conocidos por el sacrílego nombre de Zapatos de Almin, Éstos tomaban diferentes formas, dependiendo de la riqueza y posición social de su portador, que iban de las zapatillas de seda a los más elaborados zapatos de cristal, de oro incrustado de joyas o moldeados a partir de las mismas joyas. Estaba muy de moda entonces adiestrar animales para que actuaran como zapatos, por lo que podía verse tanto a hombres como a mujeres paseando por la ciudad llevando serpientes, palomas, tortugas o ardillas envolviéndoles los pies. Desde luego, resultaba generalmente imposible andar con tales zapatos; por ello, la nobleza era transportada por sus sirvientes en sillas diseñadas especialmente para aquel día.

Lord Samuels y su familia, al pertenecer tan sólo a la alta burguesía, llevaban zapatillas de seda muy delicadas pero muy sencillas. No les ajustaban muy bien —tampoco era necesario— y una de las zapatillas de Gwen se le escapó del pie en el momento de abandonar la casa. Joram la recuperó y Gwen le concedió el honor —tras dirigir una tímida mirada a su padre— de que volviera a ponerle la zapatilla en su diminuto y blanco pie. Cuando Joram lo hubo hecho, bajo la severa y vigilante mirada de lord Samuels, la familia siguió su camino. Pero Saryon sorprendió la mirada que Joram dirigía a Gwendolyn; vio cómo el rubor se apoderaba de las mejillas de la muchacha y cómo su pecho, oculto por su diáfano vestido, subía y bajaba, agitado. Obviamente, ambos se estaban lanzando de cabeza al amor, con toda la velocidad y puntería de dos rocas cayendo a plomo por la ladera de una montaña.

Saryon estaba considerando aquel acontecimiento imprevisto, sintiendo que su peso aumentaba la pesada carga que llevaba a cuestas, cuando una sombra cayó sobre él. Levantando la cabeza bruscamente, alarmado, el catalista dejó escapar un suspiro de alivio al comprobar que se trataba de Joram.

—Perdonadme, catalista, si interrumpo vuestras oraciones… —se disculpó el muchacho con aquel tono de voz frío que utilizaba para dirigirse a Saryon.

Luego se quedó en silencio de repente, mirando a la puerta, malhumorado, con sus oscuros ojos inescrutables.

—No me estás interrumpiendo —dijo Saryon, poniéndose en pie lentamente y apoyando una mano en el respaldo del moldeado banco de madera—. Me alegro de que hayas venido. Tengo muchas ganas de hablar contigo.

—La verdad es, ca… —se atragantó Joram, mientras posaba los ojos en el rostro del catalista—, Saryon —añadió vacilante—, que he venido para… daros las gracias.

Saryon se sentó con cierta brusquedad sobre los almohadones de terciopelo que cubrían el banco.

Ante la sorprendida expresión del catalista, Joram sonrió pesaroso, una sonrisa que le hizo curvar los labios y llevó a sus ojos oscuros un destello de luz que surgía de lo más profundo de su ser.

—Me he comportado como un bastardo desagradecido, es verdad —dijo; era una afirmación, no una pregunta—. El príncipe Garald me lo dijo; pero no le creí, hasta anoche. No he dormido demasiado —añadió, mientras un lento rubor se extendía por su rostro bronceado—, como podréis adivinar… Anoche —pronunció las palabras con reverencia, con suavidad, recordando a un joven y dedicado novicio que alaba a Almin—. Anoche, cambié, cata…, Saryon. Pensé sobre todo lo que Garald me había dicho y… de repente… ¡lo vi claro! ¡Vi lo que yo había sido y me odié a mí mismo! —Hablaba con rapidez, sin pensar, purificando su alma—. Me di cuenta de lo que hicisteis por nosotros ayer, cómo vuestra rapidez de pensamiento nos salvó… Nos habéis salvado…, me habéis salvado a mí… más de una vez y yo jamás…

—¡Chissst! —musitó Saryon, mirando, temeroso, a la puerta de la capilla, que permanecía entreabierta.

Siguiendo su mirada y comprendiendo, Joram bajó la voz.

—Jamás os he dicho una palabra de agradecimiento. Por eso… y por todo lo demás que habéis hecho por mí. —Señaló la Espada Arcana, que llevaba atada a la espalda en la funda, oculta debajo de las ropas—. Almin sabe por qué lo hicisteis —añadió con amargura.

Joram se sentó en el banco junto a Saryon y levantó los ojos hacia la vidriera, y sus oscuros ojos reflejaron los colores del cristal.

—Me decía a mí mismo que vos erais como yo, sólo que no queríais admitirlo —continuó Joram, hablando en voz baja—. Me gustaba pensar que me utilizabais para ayudaros a vos mismo. Pensaba eso de todo el mundo, sólo que muchos eran demasiado hipócritas para admitir la verdad.

»Pero eso ha cambiado. —El reflejo de la luz brillaba con fuerza en los oscuros ojos de Joram, recordando al catalista un arco iris en un cielo oscurecido por la tormenta—. Ahora sé lo que es preocuparse por alguien —añadió, alzando la mano para evitar que Saryon lo interrumpiese—, y sé que hicisteis algo que iba en contra de vuestra conciencia porque os importaban los demás, no porque tuvierais miedo. ¡O quizá no yo! —Joram lanzó una breve y amarga carcajada—. No soy tan estúpido como para pensar eso. Sé cómo os he tratado. Me ayudasteis a crear la espada y a matar a Blachloch por Andon y la gente del pueblo.

—Joram… —empezó a decir Saryon con voz entrecortada, pero no pudo continuar.

Antes de que Saryon pudiera detenerlo, el muchacho había abandonado el banco y se había arrodillado en el suelo, a los pies del catalista. Joram estaba ahora de espaldas a la iluminada vidriera y Saryon vio que los oscuros ojos relucían con una intensidad que le recordó el fuego de la fragua, las brasas que ardían con más fuerza a medida que el aliento de los fuelles les daba vida; una vida que, finalmente, las reduciría a cenizas.

—Padre —dijo Joram con gran seriedad—, necesito vuestro consejo, vuestra ayuda. ¡La amo, Saryon! Toda la noche, sin poder dormir…, no quería dormir, porque eso significaba que desapareciera su imagen en mi corazón y no podía soportarlo, ni siquiera por un instante. Ni siquiera a cambio de la posibilidad de soñar con ella. La amo y… —la voz del muchacho cambió sutilmente, volviéndose más sombría, más fría—, la quiero, Padre.

—¡Joram! —El dolor que Saryon sentía en el corazón era como una obstrucción física. Quería decir tantas cosas…, pero las únicas palabras que surgieron a través de aquel terrible dolor fueron—: ¡Joram, estás Muerto!

—¡Al diablo con eso! —gritó el joven, colérico.

Saryon miró de nuevo temeroso hacia la puerta y Joram, poniéndose en pie de un salto, se dirigió hacia ella a grandes zancadas y la cerró de golpe. Volviéndose, señaló al catalista con el dedo.

—No volváis a decirme eso jamás. ¡Sé lo que soy! Hasta ahora he engañado a la gente. ¡Puedo seguir haciéndolo! —Con un gesto de furia, señaló al piso superior—. ¡Preguntad a Mosiah! ¡Él me ha conocido siempre! Preguntadle y él os dirá, os jurará por los ojos de su madre, ¡que tengo magia!

—Pero no la tienes, Joram —dijo Saryon en voz baja pero firme a pesar de su evidente reticencia a pronunciar aquellas palabras—. ¡Estás Muerto, completamente Muerto! —Frotó con una mano el brazo del banco—. ¡Esta madera tiene más Vida que tú, Joram! ¡Puedo percibir su magia! La magia que vive en todas las cosas de este mundo palpita bajo mis dedos. Sin embargo, ¡no hay nada en ti! ¡Nada! ¿No lo comprendes?

—¡Y yo os estoy diciendo que eso no tiene importancia! —Los oscuros ojos llameaban, poseídos por una pasión intensa y abrasadora. Inclinándose sobre el banco, Joram agarró a Saryon de un brazo—. ¡Miradme! ¡Cuando reclame mis derechos, cuando sea un noble, no importará! ¡A nadie le importará! ¡Todo lo que verán será mi título y mi dinero…!

—Pero ¿qué pasará con ella? —preguntó Saryon, afligido—. ¿Qué verá ella? ¿A un Muerto que le dará hijos Muertos?

El fuego que ardía en los ojos de Joram abrasó el alma de Saryon. Una mano del muchacho se cerró sobre un brazo del catalista, obligando a éste a hacer una mueca de dolor; pero no dijo nada. No hubiera podido hablar aunque hubiera querido; su corazón estaba ahíto de emociones. Se quedó quieto, sin dejar de mirar a Joram con una mirada de compasión.

Y, lentamente, el fuego de aquellos ojos negros se extinguió. Muy lentamente las brasas se consumieron y la luz lanzó un tenue destello y se apagó, el color le desapareció del rostro, dejándole la piel lívida, los labios cenicientos. La sombría oscuridad regresó. Joram le soltó el brazo y se incorporó; su rostro era, una vez más, severo, pétreo, en su decisión.

—Gracias de nuevo, catalista —dijo con voz impasible, una voz tan firme como su rostro.

—Joram, lo siento —musitó Saryon, sintiendo el corazón destrozado.

—¡No! —Joram levantó la mano. Por un instante el color le volvió al rostro, y se le aceleró la respiración—. Me habéis dicho la verdad, Saryon. Y necesitaba oírla. Es algo… sobre lo que tendré que pensar…, que deberé solucionar. —Respiró profundamente y sacudió la cabeza—. Soy el que más lo siente; pero perdí el control. No volverá a suceder. Me ayudaréis, ¿verdad, Padre?

—Joram —dijo Saryon con suavidad, poniéndose en pie para mirar al muchacho directamente—, si realmente te importa esa muchacha, saldrás de su vida inmediatamente. El único regalo de boda que le podrías dar sería dolor.

Joram contempló a Saryon en silencio. El catalista se dio cuenta de que sus palabras habían hecho blanco en el muchacho. Una batalla se estaba librando en su interior. Quizá lo que Joram había dicho era verdad, tal vez había cambiado durante aquella larga noche o bien aquel cambio se había producido de forma gradual, natural, bajo la larga influencia de una amistad paciente y de un interés también paciente.

Saryon no sabría nunca cómo se habría resuelto aquella batalla que se libraba en el alma de Joram, ni qué decisión habría tomado el joven en un momento en el que estaba herido y era vulnerable. Porque entonces estalló el caos. La familia acababa de regresar a casa procedente de la Catedral, cuando se avistó el carruaje del Emperador, que descendía del cielo como una estrella.

—Bien, Simkin —dijo el Emperador lánguidamente—, ¿en qué te has metido esta vez?

La confusión en la que la casa de los Samuels se había visto envuelta ante la visita de tan augusto personaje era indescriptible. El Emperador había descendido de su carruaje y había flotado hasta el interior del jardín delantero antes de que nadie pudiera reaccionar. Afortunadamente, Simkin se había abalanzado al exterior en aquel mismo instante y se había arrojado en los brazos del Emperador, gimoteando algo incoherente sobre «vergüenza» y «degradante».

El Emperador se ocupó de Simkin; lady Rosamund recuperó la serenidad, reunió a sus tropas, como un excelente general, y se dedicó a organizar la cuestión doméstica. Le dio la bienvenida al Emperador con elegancia, lo condujo hasta el salón, lo entronizó en el mejor sillón de la casa y desplegó a su familia e invitados a su alrededor.

—La verdad, Bunkie, es que no podría describirlo —replicó Simkin con voz herida—. Es terriblemente humillante, ¿no lo sabéis?, que le pongan a uno las manos encima en la Puerta como si uno fuera un asesino…

Saryon, de pie en una esquina con expresión de humildad, se puso rígido ante aquel comentario. Advirtió también que los ojos de Joram lanzaban un destello de alarma. Simkin, sin darse cuenta de nada, siguió hablando:

—Lo más tremendo de todo esto —continuó con pesimismo— es que ahora me veo obligado a esconderme dentro de esta… vivienda… y aunque la casa está muy bien y lady Rosamund ha sido la hospitalidad personificada… —le lanzó un beso a la dama con aire negligente, mientras ella se inclinaba—, esto no se parece en nada a lo que estoy acostumbrado, desde luego.

Se pasó el pañuelo de seda naranja por el rabillo de un ojo.

—Creemos, Simkin, que deberías considerarte afortunado —replicó el Emperador esbozando una sonrisa y agitando vagamente una mano—. Tenéis una casa encantadora, señor —le dijo a lord Samuels, que le hizo una profunda reverencia—. Vuestra señora esposa es una joya y veo a una réplica suya en vuestra deliciosa hija. Haremos lo que podamos por ti, Simkin… —el Emperador se incorporó para irse, creando una gran confusión de nuevo en la casa—, pero creemos que deberías permanecer aquí, entretanto, si a lord Samuels no le importa tener que soportarte, claro está.

Milord se inclinó…, se inclinó varias veces. Su respuesta fue efusiva, extensa; se sentiría muy orgulloso, muy satisfecho. El honor de albergar a un amigo de Su Majestad era indescriptible…

—Sí —repuso el Emperador con voz fatigada—. Claro. Gracias, lord Samuels. Mientras tanto, Simkin, intentaremos averiguar cuál es la acusación, de quién ha partido y haremos, en fin, lo que podamos sobre todo ello. Pero el asunto puede demorarse un día o dos, así que no vayas exhibiéndote por las calles. No tenemos poder absoluto sobre los Duuk–tsarith, ya lo sabes.

—¡Ah, sí! ¡Esos perros! —Simkin lanzó una mirada furiosa, luego suspiró profundamente—. Sois muy bueno, Majestad, de veras. Si pudiera tener unas palabras con vos…

Llevó al Emperador a un lado, murmurando en su oído. Las palabras «condesa» y «encontrado por desgracia desnudo» fueron perfectamente audibles, y en una ocasión el Emperador lanzó una carcajada de una manera tan alegre y despreocupada como Saryon, que había estado en la corte muchas veces, no le había oído nunca. Su Majestad le dio unas palmadas a Simkin en la espalda.

—Comprendo… y ahora, debo marcharme. Asuntos de estado y todo eso. Nunca descansamos el Día de Almin —comentó el Emperador a la reunida familia, que esperaba en fila para despedir a su augusto huésped—. Lord Samuels, lady Rosamund —el Emperador alargó una mano para que se la besaran—, gracias de nuevo por conceder vuestra hospitalidad a este joven pícaro. Celebraremos una fiesta dentro de poco, y habrá un gran baile en Palacio. Acudirás, ¿verdad, Simkin? Y lleva a lord Samuels y a su familia contigo, ¿eh? —La mirada del Emperador se posó en Gwendolyn—. ¿Te gustaría asistir, jovencita? —preguntó, abandonando su tono y modales afectados y contemplando a la muchacha con una sonrisa paternal en la que Saryon vio un amago de melancolía y dolor.

—¡Oh, Majestad! —susurró Gwen, juntando las manos, tan abrumada por la alegría, que se olvidó completamente de hacer una reverencia.

—No os preocupéis, señora —rechazó amablemente el Emperador, cuando lady Rosamund regañó a su hija por sus modales—. Aún recordamos lo que era ser joven —comentó mientras, una vez más, aparecía en su rostro aquella melancolía teñida de pesar.

El Emperador se hallaba ya en la puerta y Saryon se estaba felicitando por haber sobrevivido a aquella última crisis sin ningún incidente cuando vio que Simkin miraba a su alrededor maliciosamente. El corazón le dio un vuelco. Se dio cuenta de lo que el muchacho tenía intención de hacer y, captando su atención, sacudió la cabeza enfáticamente, intentando desesperadamente confundirse con el enmaderado de la habitación.

Pero Simkin, con una sonrisa ingenua, dijo tranquilamente:

—¡Cielos!, el sobresalto producido por este terrible incidente me ha desconcertado. He olvidado presentar a mis amigos a Su Majestad. Majestad, éste es el Padre Dungstable…

—Dunstable —corrigió el infeliz catalista, inclinándose.

—Padre —dijo el Emperador con un elegante gesto e inclinando ligeramente la perfumada y empolvada cabeza.

—Y dos amigos míos… actores —siguió Simkin con voz tranquila—. Sus nombres artísticos son Mosiah y Joram. Podríamos representar una charada durante el baile…

Saryon no prestó atención a lo que dijo después Simkin… y tampoco lo oyó el Emperador.

El monarca, con aire de divertida y protectora tolerancia, extendió su mano hacia Mosiah, quien la besó, con el rostro casi tan rojo como los rubíes que había en los dedos del Emperador. Joram se adelantó para hacer lo mismo.

El joven había estado medio oculto en las sombras detrás de Saryon. Adelantándose, tomó la mano del Emperador y se inclinó sobre ella, aunque no la besó; luego se enderezó. Al hacerlo, se colocó directamente bajo un rayo de sol que penetraba por la ventana que tenía enfrente. La luz hizo resaltar los exquisitamente modelados rasgos del rostro de Joram, los pómulos salientes, la fuerte y orgullosa barbilla. Centelleó en la cabellera del muchacho; la cabellera de su madre; una cabellera celebrada en relatos y canciones por su belleza; una cabellera que, como el cabello de un cadáver, poseía vida propia…

El Emperador se quedó paralizado en aquella postura vacía y sin sentido y lo miró fijamente. La sangre le desapareció del rostro, abrió los ojos de par en par, movió los labios sin emitir ningún sonido.

Saryon contuvo la respiración.

«¡Lo sabe! ¡Que Almin nos ayude! Lo sabe. ¿Qué hará? —se preguntó el catalista, presa del pánico—. ¿Llamará a los Duuk–tsarith? ¡Seguramente no! ¡Seguramente no podría traicionar a su propio hijo…!»

Saryon miró a su alrededor frenéticamente. ¡Seguramente todo el mundo se estaba dando cuenta! Pero, al parecer, nadie miraba, nadie excepto él. Volvió a mirar, apresuradamente, y parpadeó sorprendido.

El rostro del Emperador permanecía impasible. La sorpresa producida al reconocer al muchacho había sido como una ondulación en unas aguas plácidas, nada más. Le dedicó al joven una sonrisa del mismo modo mecánico con que le había tendido la mano. Joram retrocedió de nuevo entre las sombras. No se había dado cuenta de nada; había estado todo el rato deslumbrado por el sol. El Emperador se alejó negligente, reanudando su conversación con Simkin como si nada hubiera sucedido.

—Mis amigos son actores consumados —estaba diciendo Simkin, golpeándose ligeramente los labios con el pañuelo de seda—. Están incluidos en la invitación a Palacio, desde luego, Majestad.

—¿Amigos? —El Emperador parecía haberse olvidado ya de ellos—. Oh, sí, desde luego —dijo con magnanimidad.

—Es una época del año extraña para celebrar una fiesta, ¿verdad, Su Poderosa Majestad? —prosiguió el incontrolable Simkin, acompañando al Emperador fuera de la casa entre un frenesí de reverencias y saludos por parte de la familia de lord Samuels. El carruaje del Emperador flotaba sobre la calle; hecho totalmente de cristal tallado, había sido modelado de forma que capturara la luz y la reflejara, de tal modo que muy pocos podían contemplarlo sin quedar cegados por su resplandor—. Así de pronto, no puedo recordar, ¿qué es lo que estamos celebrando?

La respuesta del Emperador quedó ahogada por las aclamaciones del vecindario que se había reunido para vitorearle. La reputación de lord Samuels y su posición social quedaron establecidas en aquel mismo instante. Algunos vecinos, que habían concebido esperanzas de alzarse al nivel del Maestre del Gremio, quedaron en aquel mismo momento eliminados y desechados con la misma rapidez y pulcritud con que los Druidas arrancan los árboles muertos. Subiendo a su carruaje, el Emperador impartió su bendición a todos y cada uno de los presentes, y luego la estrella se elevó de nuevo hacia el firmamento, permitiendo que los terrestres mortales que quedaban a sus pies gozaran de la decadente luz de la gloria.

En casa de los Samuels, reinaba una alegría ilimitada. Lady Rosamund, rebosante de orgullo, posaba su mirada con satisfacción sobre sus vecinos. Gwen se sentía extasiada por la invitación al baile, hasta que se dio cuenta de que no tenía nada que ponerse y rompió a llorar. Mosiah se quedó mirando cómo se alejaba la maravillosa carroza del Emperador en un estado total de aturdimiento, del que lo sacó la prima Lilian al chocar con él; totalmente por accidente, según le aseguró la sonrojada muchacha. Tras recibir las disculpas del muchacho, la joven le preguntó si estaría interesado en ver el jardín interior, y le condujo al interior de la casa, gorjeando de placer ante la «pintoresca» forma de hablar del muchacho.

Joram descubrió que había derrotado a su enemigo: caballería, infantería y artillería incluidas.

Acercándose al muchacho, lord Samuels puso una mano afectuosa sobre uno de sus hombros.

—Simkin asegura que crees tener algún derecho sobre una fortuna de Merilon —dijo el lord con voz grave.

—Señor —repuso Joram, mirándolo cauteloso—, la historia sobre el perverso tío no es cierta…

Lord Samuels sonrió.

—No, nunca la creí ni por un momento. Le saqué la verdad a Simkin anoche. Es mucho más interesante, en realidad. Quizá pueda ayudarte. Tengo acceso a ciertos registros… Diciendo esto, se llevó al muchacho a su estudio privado y cerró la puerta detrás de ellos.

Nadie se dio cuenta de la presencia del catalista, lo cual alegró a Saryon. Regresó a la capilla familiar, donde estaba seguro de estar a solas y se dejó caer sobre los almohadones de un banco. El sol ya no penetraba por la vidriera, la capilla estaba envuelta en frescas sombras y Saryon empezó a tiritar de forma incontrolada, no de frío, sino a causa de un tremendo y agobiante temor.

Después de haber presenciado la traición de un hombre, había perdido la fe en su dios. El universo no era para él más que una de esas máquinas gigantescas sobre las que había leído en los antiguos libros de los Hechiceros de las Artes Arcanas: una máquina que, una vez puesta en marcha, funcionaba sola, operando según las leyes físicas. El hombre era un eslabón en sus engranajes, conducido por sus propias leyes físicas, dependiendo su vida del movimiento de otras vidas a su alrededor. Cuando un eslabón se rompía, era reemplazado. La gran máquina seguía funcionando y seguiría haciéndolo, quizá para siempre.

Se trataba de una visión muy pesimista del universo, por lo que a Saryon no le sirvió de consuelo. Sin embargo, era mejor que la idea de que el universo estaba gobernado por un dios mezquino que adoraba el poder e intervenía en política, que permitía que su nombre fuera pronunciado mojigatamente por su Patriarca, quien conducía su «rebaño» como si se tratara de ovejas.

Pero ahora, por vez primera, Saryon empezó a considerar otra posibilidad, y su corazón se encogió temeroso ante ese solo pensamiento.

«Supongamos que Almin estuviera ahí fuera y tuviera un inmenso y extraordinario poder. Supongamos que Él supiera cuántos granos de arena había en las orillas del Más Allá; supongamos que Él leyera en los corazones y las mentes de los hombres; supongamos que Él tuviera un plan tan inmenso como los sueños, un plan que ningún simple mortal pudiera empezar a ver ni comprender.

»Y supongamos —añadió Saryon para sí, contemplando la vidriera donde estaba representado el símbolo de Almin en la forma de una estrella de nueve puntas— que somos una parte de ese plan y se nos está precipitando hacia nuestro destino, arrastrados hacia nuestra perdición como un hombre atrapado en los rápidos de un río. Podemos aferrarnos a las rocas, podemos luchar por alcanzar la orilla, pero nuestras fuerzas no son suficientes para tamaña empresa. Nuestros brazos son arrancados de nuestro asidero, nuestros pies tocan la orilla, y entonces la corriente nos vuelve a atrapar. Y pronto las oscuras aguas se cerrarán sobre nuestras cabezas…»

Saryon hundió la cabeza entre las manos y cerró los ojos, sintiendo una opresión en el pecho como si se estuviera ahogando de verdad y sus pulmones se consumieran en busca de aire.

¿Por qué le había acudido aquella idea a la cabeza? Porque sabía qué fiesta se celebraría al cabo de dos semanas exactas: Joram entraría en el Palacio de Merilon a los dieciocho años de haberlo abandonado, a los dieciocho años justos.

Joram celebraría el aniversario de su propia muerte.