El Kan–Hanar sujetó a Simkin con fuerza mientras llamaba a los Señores de la Guerra. Los enlutados Duuk–tsarith flotaron en dirección al joven, haciendo que la muchedumbre se dispersara ante su llegada como hojas arrastradas por un viento de tormenta. Ignorando los quedos murmullos de la gente, entre los que se mezclaban a partes iguales las exclamaciones de sorpresa, de horror y de satisfacción, la mirada de Gwen pasó de Simkin —que contemplaba fijamente al Kan–Hanar con asombro— a sus amigos.
De pie, detrás de Simkin, el catalista había pasado del rubor a una palidez mortal y extendía una mano para posarla sobre uno de los hombros del muchacho de cabellos negros en un ademán que era a la vez protector y restrictivo. El otro muchacho, el de cabellos rubios, posó también una mano sobre un brazo de su amigo, y fue entonces cuando Gwen advirtió que el muchacho ocultaba la manó detrás de su espalda, por debajo de la capa.
En Merilon no se utilizaban armas de ninguna clase, porque se consideraban maquinaciones diabólicas de los seguidores de las Artes Arcanas, el Noveno Misterio: la Tecnología. La muchacha no había visto nunca una espada, pero las conocía a través de los cuentos infantiles que su institutriz le había contado sobre épocas pasadas. Instintivamente, Gwen supo que aquel muchacho llevaba una espada, que él y sus amigos eran sin duda alguna bandidos y que el joven estaba dispuesto a luchar.
—¡No! —exclamó, poniéndose una mano sobre la boca, mientras con la otra estrujaba las olvidadas flores.
El joven de pelo oscuro se había vuelto para enfrentarse a los Duuk–tsarith cada vez más próximos, colocándose de espaldas a Gwen. La fragante brisa primaveral apartó hacia un lado la capa y la muchacha vio que la mano de él se cerraba en torno a la empuñadura de la espada y la sacaba lentamente de una funda que envolvía aquel objeto como si fuera la piel de una serpiente. El arma era oscura y horrenda, por lo que Gwen deseó cerrar los ojos, horrorizada; pero tenía los ojos secos y ardientes y le era imposible cerrarlos. No podía dejar de mirar aquella arma y al joven, presa de una terrible fascinación, sintiendo una sensación de sofoco en el pecho.
Los Duuk–tsarith, libres ahora de la multitud, alargaron los brazos en dirección a Simkin, y los conjuros estuvieron a punto de brotar de sus labios. No parecían prestar ninguna atención al joven moreno, que se iba acercando lentamente por detrás de su amigo.
—¡Por mi honor! —exclamó Simkin—. Debe de haber algún error. Llamadme cuando lo hayáis aclarado; ¿de acuerdo, amigo?
Se produjo un tenue resplandor en el aire y el Kan–Hanar se encontró mirando a la Puerta de la Tierra, con la mano descansando sobre el vacío.
Simkin se había esfumado.
—¡Encontradlo! —ordenó innecesariamente, puesto que los Duuk–tsarith ya se habían puesto en movimiento—. Yo vigilaré a sus amigos.
Los ojos de Gwen, que se habían abierto desmesuradamente ante aquel sorprendente acontecimiento, se dirigieron al instante hacia el muchacho moreno. La desaparición de Simkin aparentemente también lo había sobresaltado. Vaciló sin saber si sacar el arma o no. Gwen vio que el catalista lo amonestaba, hablándole con severidad y posando de nuevo una mano sobre un hombro del muchacho. Justo en el momento en el que el Kan–Hanar llegaba junto a ellos, el joven volvió a introducir la espada en el interior de la funda y cubrió ésta precipitadamente con la capa.
Gwen lanzó un estremecido suspiro de alivio, dándose cuenta entonces, demasiado tarde, de que estaba demostrando más interés por el muchacho del que era correcto en una doncella. Esperando que sus primas no hubieran observado el repentino rubor de sus mejillas, hundió el rostro en el ramo que sostenía.
—¡Eh!, no aprietes tanto —aulló una voz—. Me estás pellizcando.
Gwen lanzó una exclamación y dejó caer las flores a causa del asombro. ¡La voz había surgido del centro del ramo!
—¡Por la sangre de Almin, criatura! —exclamó, irritada, una de las flores—. ¡No pretendía que dejaras de sujetarlas del todo! Me he aplastado un pétalo.
Las flores yacían desparramadas por el suelo. Lenta y cautelosamente, Gwendolyn descendió del aire para arrodillarse junto al ramo, contemplándolo con ojos incrédulos. Una flor sobresalía de entre la delicada selección de violetas y rosas. Era un tulipán de un brillante, color morado, con una línea roja en el centro y una pincelada de color naranja en la parte superior.
—Y bien, ¿me vas a dejar aquí entre toda esta porquería? —preguntó el tulipán, con un tono de voz que indicaba claramente que se había ofendido.
Tragando saliva, Gwen miró a su alrededor para comprobar si sus primas la miraban, pero parecían estar totalmente absortas en la contemplación de los Duuk–tsarith. Los Señores de la Guerra no se habían movido; manteniendo las manos cruzadas ante ellos y las capuchas ocultándoles el rostro, parecían no estar haciendo nada en absoluto. Pero Gwendolyn sabía que examinaban mentalmente a cada una de las personas allí presentes y que lanzaban los largos e invisibles filamentos de su mágica telaraña, en busca de su presa.
Los ojos puestos en los Señores de la Guerra, Gwen alargó una mano y recogió delicadamente el purpúreo tulipán.
—¿Simkin? —preguntó, indecisa—. ¿Qué…?
—¡Chisst! ¡Chisst! —siseó el tulipán—. Ha habido un terrible error. Estoy seguro de ello. ¿Por qué habrían de arrestarme? Bien, hubo aquel incidente con las joyas de la condesa… ¡Pero estoy seguro de que ya nadie lo recuerda! Todas eran falsas, de todas formas. Bueno, al menos la mayoría… Si pudiera llegar hasta el Emperador, ¿sabes?, ¡estoy seguro de que lo solucionaría todo! Además, están también mis amigos. —El tulipán adoptó un aire de importancia—. ¿Eres capaz de guardar un secreto, niña?
—Bueno, yo…
Gwen se quedó mirando al tulipán con perplejidad.
—¡Chitón! Se trata del muchacho moreno. Es de familia noble. Su padre murió y le dejó al chico una fortuna. Pero tiene un tío malvado, que hizo secuestrar al muchacho. Ha estado prisionero de los gigantes. Yo lo rescaté. Ahora regresa para denunciar al tío y reclamar la herencia.
—¿De veras? —Gwen alzó la mirada para contemplar al joven de los cabellos oscuros por encima de los pétalos de la flor—. Lo suponía —dijo.
—¡Eso es! —exclamó el tulipán—. ¿Cómo no se me había ocurrido? ¡El malvado tío está detrás de todo esto! Se enteró de que regresábamos. Debiera de haberlo supuesto. Me hace detener para quitarme de en medio. ¡Qué pena! —exclamó la flor, desilusionada—. Ahora ya no recurrirá al secuestro. Será un asesinato esta vez.
—¡Oh, santo cielo! —musitó Gwen, asustada—. ¡Debe de haber algo que puedas hacer!
—Me temo que no, a menos que tú quisieras… Pero no, no podría pedírtelo. —El tulipán dejó escapar un sonoro suspiro—. Estoy condenado a vivir en un florero. Y en cuanto a mi amigo, irá a parar al fondo del río…
—¡Oh, no! Ayudaré, si realmente crees que puedo —titubeó Gwen.
—Muy bien —respondió el tulipán con fingida desgana—. Odio tener que involucrarte; pero verás, encantadora criatura, estaba pensando que si tú te encaminaras hacia allí como quien no quiere la cosa y, fingiendo no darte cuenta de que está sucediendo algo fuera de lo normal, cogieras al querido catalista por el brazo, podrías decirle, con toda naturalidad: «¡Padre Dunstable! Siento muchísimo llegar tarde. ¡Papá y mamá lo esperan en casa!». Entonces, con toda tranquilidad, te lo llevas de aquí.
—¿Me lo llevo adónde? —preguntó Gwen, confundida.
—¿Cómo adónde?, a casa, desde luego —replicó el tulipán, flemático—. Supongo que tendrás bastantes habitaciones para nosotros. Preferiría una habitación para mí solo, pero si es necesario, la compartiré, aunque no con el catalista. ¡No puedes imaginarte cómo ronca!
—Quieres decir… ¡llevaros a todos… a mi casa!
—¡Desde luego! Y debes hacerlo rápidamente. ¡Antes de que ese desdichado catalista diga algo que nos pierda a todos! El pobre hombre no es demasiado listo…
—¡Pero no puedo! Antes debería consultarlo con mamá y papá. ¿Qué dirían…?
—¿Si llevaras a Simkin a tu casa? ¿Simkin, el niño mimado de la corte? Querida mía —continuó el tulipán con un tono de aburrimiento—, ¡podría alojarme en las casas de veinte príncipes, sin ningún problema! Y ello sin mencionar a los duques, los condes y los barones que se han arrodillado literalmente ante mí para rogarme que acceda a ser su invitado. El conde de Essac se quedó anonadado cuando le contesté que no. Amenazó con matarse. Pero la verdad es que veinte pequineses ladran, ¿sabes?, y también muerden los tobillos de la gente. —El tulipán agitó una hoja—. Además, puedo presentarte en la corte, una vez que este pequeño asunto se haya solucionado.
—¡En la corte! —repitió Gwen en voz baja.
A su mente acudieron imágenes del Palacio de Cristal. Se vio a sí misma siendo presentada a Su Alteza Real, haciendo una reverencia, con una mano posada en el fuerte brazo del muchacho de cabellos oscuros.
—¡Lo haré! —exclamó con repentina convicción.
—¡Encantadora criatura! —respondió la flor con voz sincera—. Ahora llévame contigo. No te preocupes por los Duuk–tsarith. Nunca descubrirán este disfraz. Aunque creo que mejoraría el efecto general si me llevaras en el pecho…
—En mi… ¿qué? ¡Oh… no! —murmuró Gwen ruborizándose—. No lo creo yo así…
Puso el tulipán entre las otras flores y recogió apresuradamente del suelo el resto del ramo.
—Ah, qué le vamos a hacer —reflexionó el tulipán filosóficamente—, no puede uno conquistarlas a todas, como dijo el barón Baumgarten cuando su esposa se fugó con el profesor de croquet…, un juego que le gustaba mucho al barón.
—Voy a preguntároslo de nuevo. ¿Cuáles son vuestros nombres y qué estáis haciendo en Merilon? —El Kan–Hanar los miró con suspicacia.
—Y yo voy a deciros de nuevo, señor —respondió Joram con la voz tensa por el visible esfuerzo que le estaba costando controlar su temperamento—, que éste es el Padre Dunstable, ése es Mosiah y yo me llamo Joram. Somos ilusionistas, actores ambulantes, que nos encontramos con Simkin por casualidad. Decidimos formar una compañía y estamos aquí atendiendo a una invitación de uno de los mecenas de Simkin…
Saryon inclinó la cabeza, intentando desesperadamente no oír la explicación de Joram. Ésta era la historia que había sugerido el príncipe Garald y que en su momento había parecido plausible. Los que nacen en el Misterio de las Sombras forman parte, en general, de una sociedad sin clasificar. Son los artistas de Thimhallan, que viajan sin cesar por todo el mundo para divertir al pueblo con sus habilidades y su talento. En Merilon entraban ilusionistas constantemente, porque sus habilidades eran muy solicitadas por la nobleza.
Pero aquélla era la tercera vez que Joram había contado su historia al Kan–Hanar y resultaba evidente, al menos para Saryon, que el hombre no se creía ni una sola palabra.
«Se acabó», se dijo Saryon, desesperanzado.
El terrible secreto que llevaba con él lo había afectado tanto, que estaba convencido de que debía ser perfectamente visible para todos los que lo miraran, marcado quizás en su frente como el sello del Gremio sobre una mantequera de plata. Cuando el Kan–Hanar arrestó a Simkin, el catalista llegó inmediatamente a la conclusión de que Vanya los había capturado. Evitó que Joram utilizara la Espada Arcana para defenderlos, más porque temía por la vida del muchacho que por miedo a que los descubrieran. Para Saryon, el fin había llegado, y tenía la intención, dentro de pocos segundos, de aconsejar a Joram que le contase la verdad al Kan–Hanar. Con una especie de melancólico alivio, el catalista se estaba diciendo que todos sus amargos sufrimientos terminarían pronto, cuando sintió el suave contacto de una mano sobre su brazo.
Se volvió y se encontró frente a una muchacha de unos dieciséis o diecisiete años (Saryon no solía acertar al calcular la edad de las muchachas) que lo saludaba como si se tratara de un pariente al que hacía tiempo que no veía.
—¡Padre Dunstable! ¡Qué bien que os he encontrado! Os ruego que aceptéis mis disculpas por llegar tan tarde. Espero que no estéis enojado, pero era una tarde tan hermosa que mis primas y yo hemos permanecido demasiado tiempo en la Arboleda. ¿Veis qué hermoso ramo he reunido? Encantador, ¿verdad? Tomad esta flor, Padre, que he cogido especialmente para vos.
Con gran naturalidad, la muchacha le tendió una flor. Un tulipán, observó Saryon, mirándolo con perplejidad. Justo en el momento en que iba a cogerlo, el catalista se dio cuenta de que se trataba de un tulipán de color morado; un tulipán de un brillante color morado… con una banda roja y una pincelada de color naranja…
Cerrando los ojos lentamente, Saryon dejó escapar un hondo y prolongado gemido.
—De modo que según tú, Gwendolyn de la Casa de los Samuels, estos… caballeros son invitados de tu padre. —El Kan–Hanar contempló a Joram y a Mosiah con expresión de duda.
Después de que Gwendolyn contara su historia a los centinelas de la Puerta, el Kan–Hanar los había conducido a todos ellos a una de las torres de guardia. Construida mágicamente junto a la Puerta de la Tierra, la función principal de la torre era la de servir de cobijo a los Kan–Hanar, facilitándoles un lugar donde pudieran descansar en aquellos momentos en los que no había movimiento en la Puerta. En la torre guardaban el material que pudieran necesitar para el cumplimiento de su deber. Se utilizaba muy pocas veces para interrogar a los que solicitaban acceso a Merilon, porque estos asuntos se trataban generalmente en la misma Puerta y con suma rapidez. Pero, a causa de la teatral llegada de Simkin y de su aún más teatral desaparición, el Kan–Hanar se había encontrado con que la multitud empezaba a tomarse demasiado interés por lo que estaba sucediendo, y, por lo tanto, había hecho entrar a todo el mundo en la torre, una pequeña habitación hexagonal que no había sido diseñada precisamente para acomodar a seis personas y un tulipán.
—Sí, desde luego —replicó la joven, jugueteando con las flores que llevaba en la mano.
Acariciándose la mejilla con una de las flores, Gwen contempló al archimago por encima de los pétalos con una coquetería que aquél encontró encantadora. El centinela no reparó en que una de las flores era un tulipán de un aspecto poco usual, ni en que en el parlamento de la joven hubo muchas pausas y vacilaciones. Por el contrario, atribuyó aquello a una modestia que consideraba muy apropiada y favorecedora en una jovencita.
Pero Saryon se dio cuenta de la auténtica razón: ¡a la joven se le estaba dictando lo que debía decir, y se lo estaba dictando un tulipán! El catalista no podía hacer otra cosa que preguntarse, desfallecido, si aquello iba a servir de ayuda o simplemente aumentaría la lista de los crímenes cometidos por el grupo. No había nada que pudiera hacer ahora, excepto representar su papel y confiar en que Simkin y la chica representarían el suyo.
En cuanto a Joram y a Mosiah, Saryon no tenía ni idea de si se habían dado cuenta de lo que estaba pasando o no. El Kan–Hanar los vigilaba de cerca, por lo que el catalista no se atrevía a hacerles ninguna señal. Sin embargo, sí se arriesgó a echarles una mirada y se quedó un poco sorprendido al ver que los ojos de Joram estaban clavados en la muchacha con tal ardiente intensidad que el catalista deseó que ella no se diera cuenta. Tan ardiente y franca admiración podría asustarla y confundirla.
Al advertir la expresión de Joram, Saryon comprendió que podría toparse con una nueva serie de problemas. Aunque perder el corazón no entraba exactamente en la misma categoría que perder la vida, el catalista recordó sus años de juventud torturada y soñadora y dejó escapar un suspiro de desesperación. Como si no tuvieran ya suficientes problemas…
—Veréis, señor —explicaba Gwendolyn en aquellos momentos, acariciándose pensativamente el enjoyado lóbulo de la oreja con los pétalos del tulipán—, Simkin y mi padre, lord Samuels, el Maestre del Gremio… ¿Lo conocéis?
Sí, el Kan–Hanar conocía a su condecorado padre y así lo indicó con una inclinación de cabeza.
Gwen sonrió con dulzura.
—Simkin y mi padre son amigos desde hace mucho tiempo —aquello hubiera resultado toda una novedad para lord Samuels— y por lo tanto cuando Simkin y su… su… —hizo una pausa— com… compañía de… —otra pausa— jóvenes actores le dieron a conocer su intención de… de… actuar en Merilon, mi padre los invitó a alojarse en nuestra casa.
El Kan–Hanar pareció dudar todavía, pero no de la historia de la joven. Simkin era bien conocido y querido en Merilon. A menudo se alojaba en las mejores casas; en realidad, lo sorprendente era que consintiera en alojarse en la relativamente humilde vivienda de un Maestre del Gremio. Lord Samuels y su familia gozaban de una buena reputación, durante varias generaciones habían habitado en Merilon, prácticamente desde su fundación, sin que el más mínimo rumor de escándalo hubiera estado ligado a su nombre. El Kan–Hanar estaba en realidad pensando cómo hacer frente a aquella situación tan molesta sin trastornar a lord Samuels o a su deliciosa hija.
—La verdad es que —empezó a decir de mala gana el Kan–Hanar, consciente de que aquellos azules e inocentes ojos estaban clavados en él— Simkin está bajo arresto…
—¡No! —exclamó Gwen, horrorizada y sorprendida.
—Bueno —se corrigió el Kan–Hanar—, estaría bajo arresto si estuviera aquí. Pero escap… Quiero decir, marchó de forma bastante repentina…
—Estoy segura de que debe de haber algún error —dijo la muchacha, agitando, indignada, sus dorados rizos—. Sin duda, Simkin podrá explicarlo todo.
—Estoy seguro —murmuró el Kan–Hanar.
—Entretanto —continuó Gwen, dando un paso hacia el hombre y poniendo una mano con suavidad sobre uno de sus brazos, a modo de súplica—, papá está esperando a estos caballeros, sobre todo al Padre Dungstable…
—Dunstable —la corrigió el catalista débilmente.
—… Un antiguo amigo de nuestra familia, al que no veíamos desde hace muchos años. De hecho… —Gwendolyn se volvió para mirar al catalista—, yo era una niña cuando me visteis por última vez, ¿no es así, Padre? Apostaría a que no me reconocisteis.
—Eso…, eso es verdad —tartamudeó Saryon—. No lo hice.
Se daba cuenta de que la muchacha disfrutaba con la osadía que requería aquella empresa, sin que se imaginara siquiera el peligro que estaba corriendo. La joven se volvió hacia el Kan–Hanar con una sonrisa. Saryon, cuyo corazón le latía aterrorizado, miró al otro lado de la puerta y vio a los dos Duuk–tsarith conferenciando en voz muy baja entre ellos cerca de la Puerta, casi tocándose con las negras capuchas.
—El catalista y estos caballeros —explicó Gwen, lanzando una mirada en apariencia indiferente tanto a Mosiah como a Joram— están helados, mojados y cansados del viaje. Estoy segura de que no habrá nada malo en llevarlos a mi casa. Después de todo, sabréis dónde encontrarlos, si fuera necesario.
Aquello le pareció una buena idea al Kan–Hanar. Dirigiendo la mirada a través de la Puerta, la posó en los Duuk–tsarith; la apartó luego de los Señores de la Guerra para posarla en la hilera de personas que esperaban que se les concediera permiso para entrar en la ciudad. Era el momento del día en el que tenían más trabajo. La fila era cada vez más larga, la gente empezaba a impacientarse y su compañero parecía exhausto.
—Muy bien —replicó el Kan–Hanar de repente—; os concederé pases para la Ciudad Superior, pero son pases restringidos. Estos caballeros —miró con expresión hosca a Mosiah y a Joram— sólo podrán salir de la casa en compañía de vuestro padre.
—¿O de cualquier otro miembro de la familia? —preguntó Gwen con dulzura.
—O de cualquier otro miembro de la familia —musitó el Kan–Hanar, anotando apresuradamente aquellas condiciones en los rollos de pergamino que estaba rellenando.
Mientras el Kan–Hanar se enfrascaba en su tarea, el catalista se apoyó fatigado en una pared y los ojos azules de Gwen se dirigieron hacia Joram. Era la inocente mirada coqueta de una jovencita que jugaba a ser mujer; pero cayó presa de unos severos ojos oscuros, atrapada por los ojos de un hombre que nada sabía de tales juegos.
Gwen estaba acostumbrada a repartir su afecto y su encanto entre los hombres y ver cómo le era devuelto por ellos. Por ello se sobresaltó al sentir que aquel afecto era absorbido de repente por el frío pozo de un alma indiferente y hambrienta.
Resultaba desconcertante, aterrador incluso. Aquellos ojos oscuros la estaban absorbiendo. Tenía que liberarse de ellos o perder algo de sí misma, aunque no sabía muy bien lo que aquello podría representar. No podía apartar los ojos; era una sensación aterradora, pero emocionante al mismo tiempo.
No obstante, ¡era evidente que el muchacho no iba a dejar de mirarla! Aquello empezaba a resultar intolerable. Lo único en lo que Gwen pudo pensar fue en dejar caer su ramo de flores. No lo hizo por coquetería. Ni tan sólo pensó en ello. Inclinarse para recogerlo le daría la oportunidad de recuperar el dominio de sí misma y apartar de ella la molesta mirada de aquel atrevido joven. No obstante, el destino no quiso que fuese así.
Otra persona se inclinó también para recoger las flores, y Gwen sólo logró encontrarse aún más cerca que antes del muchacho. Ambos hicieron a la vez el gesto de tomar el tulipán, que, mostrando un comportamiento impropio de una flor, enroscaba las hojas y agitaba los pétalos de tal manera que parecía como si se estuviera riendo.
—Permitidme, señora —dijo Joram, rozando con su mano la de ella y dejándola allí un instante.
—Gracias, caballero —murmuró Gwen.
Pero la muchacha apartó la mano con rapidez como si se hubiera quemado y se elevó precipitadamente en el aire.
Joram se puso en pie y, con expresión grave, le entregó todas las flores, excepto el tulipán.
—Con vuestro permiso, señora —pidió con una voz que, en la alborotada mente de Gwen, era tan profunda como sus ojos—. Conservaré ésta como recuerdo de nuestro encuentro.
¿Sabía él quién era el tulipán? Incapaz de decir nada, Gwen farfulló algo incoherente acerca de que se sentía «halagada», mientras contemplaba cómo el muchacho tomaba el tulipán, alisaba los pétalos con la mano —una mano tan extraordinaria, observó Gwen, fuerte y encallecida, y sin embargo de dedos largos y delicados— e introducía la flor en un bolsillo bajo su capa.
Casi convencida de que había oído un ahogado chillido de rabia antes de que el tulipán quedara sepultado bajo la sofocante tela, la joven se encontró pensando en cómo sería sentirse apretada contra el pecho del muchacho. Se ruborizó muy sofocada y se volvió de espaldas, sin recordar los pases para la Ciudad Superior hasta que el Kan–Hanar se los puso, por fin, en la mano. Gwen se esforzó entonces por concentrarse en lo que aquél estaba diciendo.
—Vos no necesitaréis un pase, Padre Dunstable, puesto que tenéis dispensa para visitar la Catedral. Las restricciones tampoco se os aplican. Podéis ir a donde queráis. Estoy seguro de que desearéis dar a conocer vuestra presencia a los de vuestra Orden lo antes posible.
Era una sutil indirecta, para advertir al catalista que se presentara en la Catedral inmediatamente.
Saryon inclinó la cabeza con humildad.
—Que Almin os depare un buen día, archimago —deseó.
—Y también a vos, Padre Dunstable —repuso el Kan–Hanar.
Pasó la mirada sobre Joram y Mosiah como si no existieran, y salió velozmente de la habitación hexagonal de la torre para entrevistar al siguiente de la fila.
Por suerte para Gwen, sus primas se apoderaron de ella en cuanto abandonó la torre del centinela y la ayudaron a apartar de su mente los inquietantes pensamientos sobre el muchacho de cabellos oscuros; pero su corazón parecía latir al ritmo de las pisadas que podía oír con toda claridad a su espalda.
—Si… si me excusáis, Padre Dunstable —dijo Gwen volviéndose hacia el catalista e ignorando a sus jóvenes acompañantes—. Tengo que contar… explicar… todo esto a mis primas. Pero podréis refrescaros en aquella taberna, si lo deseáis, porque es muy acogedora. No tardaré.
Sin detenerse a esperar una respuesta, Gwen se alejó a toda prisa, arrastrando a sus excitadas primas con ella.
—¿Qué dirá tu madre? —jadeó Lilian cuando hubo oído la parte de la historia que Gwen se sintió capaz de contar.
—¡Cielos! ¿Qué dirá mamá?
Gwen no había reparado en aquello. ¡Entrar de repente por la puerta, flotando, acompañada de invitados! ¡Y unos invitados de tan extraña naturaleza!
Lilian y Majorie fueron enviadas con toda rapidez a la Ciudad Superior para llevar la noticia de que el renombrado Simkin iba a honrar el domicilio de los Samuels con su presencia. Gwen esperaba con fervor que la noticia de su arresto y desaparición no hubiera llegado a oídos de sus padres.
Luego, para dar tiempo a lady Rosamund de ordenar que se aireasen las habitaciones de los invitados, informar a la cocinera y enviar a un criado a poner en conocimiento de lord Samuels el honor que se le reservaba, Gwen regresó a la taberna y se ofreció para mostrar a sus invitados las maravillas de la ciudad.
El catalista mostró cierta reticencia, pero los jóvenes aceptaron con una ilusión que Gwen encontró encantadora. Obviamente, aquél era su primer viaje a Merilon y Gwen descubrió que estaba ansiosa por mostrarles sus bellezas. Elevándose en el aire, los aguardó, esperando que se reuniesen con ella. Pero al comprobar que no la seguían, miró hacia el suelo y vio que se miraban entre ellos, confusos. Recordó entonces que habían ido andando a todas partes y comprendió que debían de estar cansados a causa del viaje, demasiado cansados para malgastar sus energías en magia…
—Alquilaré un carruaje —ofreció, antes de que ninguno pudiera decir una palabra.
Agitó una de sus blancas manos e hizo una señal a una cáscara de huevo dorada y azul, tirada por petirrojos. Éstos volaron hacia ellos, y todos se montaron en la cáscara de huevo. Con gran embarazo por su parte, Gwen descubrió que Joram había conseguido situarse a su lado para ayudarla a subir al carruaje.
La muchacha ordenó al cochero que los sacara de las tiendas y los tenderetes que habían surgido alrededor de la Puerta de la Tierra como un círculo de hongos mágicos. Más de un habitante de Merilon los miró al pasar, la mayoría señalándolos como los amigos de Simkin y riendo alegremente. Abandonaron la zona de la Puerta de la Tierra y pasaron junto a los jardines tropicales, donde admiraron las flores que no crecían en ningún otro lugar de Thimhallan. Los árboles encantados del Paseo de las Artes cantaban a coro, y alzaron las ramas cuando el carruaje pasó volando por debajo de ellos, mientras una unidad de la Guardia Imperial, montada en caballitos de mar, se balanceaba en el aire en perfecta armonía.
En la Arboleda hubieran permanecido durante horas, pero el sol de la tarde se estaba acercando al punto designado por los Sif–Hanar como el anochecer. Era hora de dirigirse a casa. A una orden de Gwen, el carruaje se unió a otros que subían por los aires, describiendo círculos hasta alcanzar el rocoso pedestal de la Ciudad Superior.
Sentada en el carruaje frente a los dos jóvenes, Gwen pensaba en lo rápido que había pasado el tiempo. Se hubiera quedado eternamente allí. Al ver las maravillas de Merilon reflejadas en los ojos de sus invitados, sobre todo en los oscuros ojos de uno de ellos, le parecía estar viendo la ciudad por vez primera y no recordaba haberse dado cuenta con anterioridad de lo hermosa que era.
¿Y qué pensaban sus invitados?
Mosiah parecía envuelto en un hechizo. Señalaba boquiabierto todo aquel esplendor con una ingenuidad y un asombro infantiles que hacían que se rieran de él todos los que los observaban.
Saryon ni siquiera veía la ciudad. Permanecía absorto en sus pensamientos. Todas aquellas cosas fabulosas llevaban a su memoria amargos recuerdos, que hacían más pesado su secreto.
¿Y Joram? Por fin veía la ciudad cuyas maravillas había descrito su madre con tan vividos detalles durante cada una de las noches de su infancia. Pero no la contemplaba a través de la mirada casi demente de Anja. La primera visión que Joram tenía de Merilon le llegaba a través de unos inocentes ojos azules y una neblina de finos y áureos cabellos. La belleza de Gwen le estremecía el corazón.