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—¿Adónde vas a ir hoy, tesoro?

La joven a quien iba dirigida aquella cariñosa pregunta se inclinó sobre su madre, le rodeó el cuello con sus blancos brazos y posó su mejilla, de un delicioso tono rosado, sobre la mejilla que la magia mantenía todavía lozana.

—Voy a ir a visitar a papá a las Tres Hermanas y comeré con él. Me dijo que podía hacerlo, ya lo sabes. Y luego iré a la Ciudad Inferior para pasar la tarde con Lilian y Majorie. ¡Oh, no pongas esa cara, mamá! Se te llena la frente de arrugas cuando haces ese gesto; pero mira, observa ahora. ¿Lo ves?, han desaparecido.

La chiquilla, porque en el fondo seguía siendo una chiquilla, aunque su cuerpo y su rostro eran ya los de una mujer, puso sus delicados dedos sobre los labios de su madre y se los abrió, haciéndola sonreír.

El sol de media mañana penetraba en la habitación como un ladrón, pasando furtivamente por entre los pliegues de los corridos tapices, serpenteando por el suelo y centelleando repentinamente desde los lugares más inesperados; lanzaba destellos desde las copas de cristal moldeado y relucía en la seda de los trajes tirados descuidadamente sobre las sillas. El sol no tocaba la cama de plumas que flotaba bajo el abovedado baldaquino del rincón. No se hubiera atrevido a hacerlo. En la habitación no se permitía la entrada del sol hasta, por lo menos, el mediodía, ya que para entonces lady Rosamund ya se había levantado y realizado, con la ayuda de su catalista, los retoques mágicos necesarios para que milady pudiera enfrentarse al nuevo día.

No quiere ello decir que lady Rosamund necesitara de mucha magia para realzar su aspecto; precisamente se enorgullecía de ello y limitaba sus retoques al mínimo, la mayoría de los cuales reflejaba únicamente lo que estuviese de moda en aquel momento en Merilon. Lady Rosamund no intentaba de ninguna manera ocultar su edad. Hubiera sido muy poco digno, sobre todo porque tenía una hija que, con dieciséis años, acababa de abandonar los juegos para penetrar en el mundo adulto.

Milady era una mujer sensata y observadora; había oído a las damas de la nobleza burlarse desde detrás de sus abanicos de aquellas de su misma posición social que parecían más jóvenes que las hijas a la que acompañaban. La familia de lord Samuels y lady Rosamund no pertenecía a la nobleza, pero le faltaba tan poco que lo único que se necesitaba era una mano tendida en ofrecimiento de matrimonio para elevarlos hasta el reluciente mundo cortesano. Por lo tanto, lady Rosamund mantenía su dignidad, vestía bien pero no por encima de su posición social y tenía la satisfacción de verse considerada «elegante» y «encantadora» por aquellos que estaban por encima de ella.

Milady se contempló atentamente en el espejo de hielo que se hallaba frente a ella sobre su tocador y sonrió ante lo que vio. Pero su orgullosa mirada no reparaba en su rostro sino en aquella juvenil repetición de sus rasgos que sonreía desde detrás de ella.

El tesoro de la familia —y tesoro resultaba ser la palabra más adecuada— era Gwendolyn, la hija mayor. Aquella criatura era su inversión para el futuro. Sería ella quien los elevaría desde la clase media, conduciéndolos hacia arriba en las alas de sus rosadas mejillas y su sustanciosa dote; Gwendolyn no era hermosa en el sentido clásico de la palabra que tan en boga estaba en aquellos momentos en Merilon. No parecía haber sido esculpida en mármol ni poseía aquel encanto pétreo y frío que resultaba apropiado a tal tipo de belleza. Era de mediana estatura, pelo dorado, con chispeantes y enormes ojos azules que se ganaban el corazón de un hombre, y poseía un carácter generoso y amable que la mantenían allí.

Su padre, lord Samuels, era un Pron–Alban, un artesano, aunque ya no realizaba las poco valoradas actividades mágicas de su profesión. Ahora era Maestre del Gremio, habiendo obtenido tan alta posición entre las filas de los Moldeadores de Piedra con su inteligencia, el trabajo duro y con acertadas inversiones. Fue el Maestre Samuels quien encontró la forma de reparar una grieta en una de las gigantescas plataformas de piedra sobre las que estaba construida la Ciudad Superior, siendo premiado por el Emperador con el título de caballero.

Pudiendo anteponer «lord» a su nombre, el Maestre del Gremio y su familia se habían mudado entonces desde su antigua casa en la parte noroeste de la Ciudad Inferior hasta el mismo borde de la Avenida Baja de la Ciudad Superior. Situada en el lado oeste del Parque Mannan, la nueva mansión de los Samuels daba a la ondulante extensión verde de césped cuidadosamente arreglado y árboles perfectamente modelados y abonados con alguna flor, aquí y allá.

El vecindario era acomodado sin ser demasiado rico. Lady Rosamund conoció entonces el placer de oír cómo sus nobles visitantes admiraban «las cosas tan encantadoras que le has hecho a esta pequeña y querida vivienda» de veinte habitaciones más o menos. Y también la complacía infinitamente oírlos comentar benévolamente cuando se iban: «Tan indigna de ti, querida. ¿Cuándo vais a mudaros a algo mejor?».

¿Cuándo, en realidad? Pronto, se esperaba; cuando su hija se convirtiera en la condesa Gwendolyn o la duquesa Gwendolyn o la marquesa Gwendolyn… Lady Rosamund lanzó un suspiro de placer mientras admiraba a su preciosa hija en la gélida faz de la superficie reflectante de aquel estanque helado que era su espejo.

—¡Ah, mamá, el espejo está llorando! —exclamó Gwendolyn extendiendo la mano para capturar una gota de agua antes de que cayera sobre los adornos de plumas para el pelo de su madre.

—Así es —suspiró lady Rosamund—. Marie, ven aquí. Facilítame Vida.

Con gesto negligente la dama le tendió la mano a la catalista. Tomándola entre la suya, Marie murmuró la plegaria ritual que transfería la magia desde su cuerpo al de la maga. Al igual que su esposo, lady Rosamund había nacido dentro del Misterio de la Tierra, y aunque sus habilidades eran más bien las de un Quin–alban —un hacedor de hechizos—, podía realizar las tareas necesarias para llevar una casa con admirable habilidad. Repleta de Vida, lady Rosamund colocó los dedos sobre la superficie reflectante y pronunció las palabras que mantendrían el agua, encerrada en un marco dorado colocado sobre su tocador, como una masa helada.

—Este tiempo es tan caluroso… —le dijo lady Rosamund a su hija—. Realmente no criticaría a Su Majestad por nada del mundo, pero no me importaría un cambio de estación. Una llega a aburrirse de la primavera, ¿no te parece, muñequita mía?

—Creo que el invierno sería divertido, mamá —repuso Gwendolyn, jugueteando con la cabellera de su madre. De un dorado más oscuro que el suyo, pero todavía abundante y espeso, no precisaba de magia para hacerlo brillar—. Lilian, Majorie y yo estuvimos en las Puertas, viendo a la gente que venía del Exterior. Es tan divertido verlos llegar cubiertos de nieve de pies a cabeza, con las mejillas y las narices coloradas por el frío y golpeando con los pies en el suelo para entrar en calor… Y entonces, cuando se abrió la Puerta, pudimos mirar al Exterior y vimos el campo, tan encantador y tan blanco. Vaya, ya está mi preciosa mamá frunciendo el ceño y poniéndose fea.

Lady Rosamund no pudo evitar una sonrisa, tan engatusadora era su Gwendolyn, aunque intentó adoptar una expresión severa.

—No me gusta que pases tanto tiempo con tus primas… —empezó.

Aquélla era una vieja discusión, que Gwen sabía cómo manejar.

—Pero, mamá —suplicó, persuasiva—. Soy tan beneficiosa para ellas…; tú misma lo dijiste. Mira lo mejoradas que estaban durante las vacaciones. Sus modales en la mesa y sus conversaciones resultaban mucho más refinadas y distinguidas. ¿No es verdad, Marie? —añadió, dirigiéndose a la catalista en busca de apoyo.

—Sí, mi señora —repuso la catalista con una sonrisa.

Había otras dos criaturas en la casa: un niño que conservaría el apellido de la familia y una niña para deleitar a sus padres, ya de mediana edad. Y aunque ambos eran muy despiertos, eran pequeños y ninguno había desarrollado demasiada personalidad todavía. La catalista, que, en aquella modesta familia, hacía las veces de niñera e institutriz, no ocultaba que Gwen era su favorita.

—Piensa, mamá —continuó Gwen—, qué agradable sería si mis primas se emparentaran con una de las familias de nuestros amigos. A Sophia le confió su hermano que el hijo del Maestre del Gremio Reynald, Alfred, le había dicho al día siguiente de nuestra fiesta que Lilian era «una persona maravillosa». Fueron sus palabras exactas, mamá. No puedo evitar pensar que, después de una alabanza como ésa, el compromiso entre ambos no puede estar muy distante.

—¡Mi niña, qué boba que eres! —Lady Rosamund lanzó una carcajada cariñosa y dio unas palmaditas sobre la blanca mano de su hija—. Bien, si tal acontecimiento tiene lugar, tus primas tendrán que agradecértelo. Espero que se darán cuenta de ello. No creo que esté mal que las visites hoy; pero después de esto, no considero correcto que se te vea en la Ciudad Inferior más de una vez a la semana. Eres una jovencita, no una niña, y estas cosas son importantes.

—Sí, mamá —aceptó Gwen, más sumisa; había observado la firme expresión de la boca y el arco de las cejas que indicaban a sirvientes, niños, catalista y esposo que lady Rosamund había promulgado un edicto y que éste no debía ser desobedecido.

Pero, a los dieciséis años, Gwen no podía mostrarse preocupada durante mucho tiempo. La semana próxima quedaba muy lejos. Antes tenía que pasar el día de hoy: un almuerzo con su querido papá, que iba a llevarla a una nueva posada cerca de los Salones Gremiales; una posada famosa por su chocolate. Luego pasaría el resto del día con sus primas. Sería un día dedicado al más nuevo y favorito de los pasatiempos de Gwen: el coqueteo.

La Puerta de la Tierra de Merilon era un lugar de bulliciosa actividad. La enorme cúpula invisible que guardaba bajo su frágil cáscara los esplendores de Merilon se alzaba hacia el cielo surgiendo de la Muralla. La cúpula era atravesada por siete Puertas que facilitaban la entrada a Merilon desde el Exterior; pero seis de aquellas Puertas eran utilizadas muy raras veces. La mayoría del tiempo, permanecían cerradas mediante hechizos mágicos. La Puerta de la Muerte y la Puerta de los Espíritus no se utilizaban nunca porque los Nigromantes ya no estaban allí para tratar con los visitantes de ultratumba. La Puerta de la Vida estaba reservada para los desfiles victoriosos que seguían a la guerra, y no se había utilizado durante más de un siglo. En cuanto a la Puerta de los Druidas, lo único que la atravesaba era el río, ya que los Druidas entraban ahora por la puerta principal como todo el mundo. La Puerta de los Vientos y la Puerta de la Tierra canalizaban el comercio entre el mundo interior y el exterior; los Kan–Hanar —los Guardianes de las Puertas— sólo permitían a los Ariels volar a través de la Puerta de los Vientos. La Puerta de la Tierra era, por tanto, el único acceso a la ciudad.

Siempre se congregaba una muchedumbre alrededor de la Puerta de la Tierra esperando recibir a los amigos y a los parientes o despidiéndolos después de una visita. Entre los jóvenes de la ciudad estaba de moda pasar al menos una parte del día en aquel lugar, hablando con la gente, coqueteando y observando a todos los que entraban.

La primera en entrar en la ciudad aquel día fue una Albanara de alto rango proveniente de una de las regiones más distantes. La mujer había viajado por los Corredores y por lo tanto pareció materializarse en el aire. A la maga la habían ido a recibir sus familiares de la Ciudad Superior, que la esperaban en un carruaje de concha de tortuga tirado por un tronco de cien conejos, todo ello flotando a medio metro del suelo.

A la noble dama la siguió un grupo de catalistas que venían de El Manantial y se deslizaron a través de la Puerta de la Tierra en alados carruajes. La muchedumbre se inclinó respetuosamente ante los sacerdotes; los hombres se quitaron el sombrero, las mujeres hicieron lindas reverencias, agradeciendo la oportunidad de mostrar sus blancos pechos y sus tersos cuellos. Acto seguido apareció un humilde comerciante, que caminaba con dificultades porque el terreno estaba medio helado a causa de la nieve. Fue recibido con alegría por siete niños ruidosos, cuyas travesuras mientras esperaban a su padre habían estado volviendo loco al majestuoso Kan–Hanar de guardia. Finalmente hizo su entrada un grupo de estudiantes universitarios, que regresaban después de haber pasado unos días de diversión en pleno invierno. No hacían más que entrar y salir por la Puerta para recoger puñados de nieve que se arrojaban unos a otros y a la multitud.

El Kan–Hanar trataba siempre del mismo modo a todos los que entraban, fueran nobles de alcurnia o humildes comerciantes. Todo el que llegaba a Merilon se veía sometido al mismo examen y se le hacían las mismas preguntas. Los Kan–Hanar pertenecían al Misterio del Aire y por lo tanto se encargaban de la mayoría de los asuntos relacionados con el transporte en Thimhallan (los Thon–Li, los Amos de los Corredores, constituían la excepción; eran catalistas, puesto que los Corredores estaban controlados por la Iglesia). Los magos y archimagos que pertenecían a los Kan–Hanar servían al estado; eran una división de la guardia doméstica del Emperador. Entre sus muchas tareas, se encontraba la de cuidar y mantener a los Ariels, seres humanos dotados de alas por medio de la magia, que eran los mensajeros de Thimhallan. Y aunque los catalistas guardaban y controlaban los Corredores, era el Kan–Hanar quien empleaba su Vida mágica para mantenerlos en funcionamiento. No obstante, vigilar las puertas de la ciudad, no sólo las de Merilon sino las puertas de todas las ciudades–estado de Thimhallan, era su tarea principal. Se trataba de un cargo de confianza que se consideraba un honor; únicamente los archimagos —nacidos en noble cuna que habían alcanzado un puesto de gran categoría después de años de servicio y estudio— podían convertirse en Guardianes de las Puertas.

El Kan–Hanar tenía la obligación de asegurarse de que sólo los que pertenecían a Merilon entrasen en Merilon. Además, era su deber separar a quienes se les permite únicamente penetrar en la Ciudad Inferior de aquellos que pueden, literalmente, elevarse hasta la Ciudad Superior. Los así designados iban provistos de un amuleto que les permitía atravesar la invisible barrera mágica que separaba las dos ciudades.

En cuanto a los viajeros que no podían demostrar un motivo válido para estar en Merilon, eran expulsados de la Puerta sin que importara su rango o posición social. Los Kan–Hanar eran expertos en estas lides, pero, en caso de producirse alguna dificultad, recibían la ayuda de varios enlutados Duuk–tsarith, que permanecían ocultos entre las sombras; silenciosos, discretos y vigilantes.

Aquel día, las Puertas estaban extraordinariamente concurridas, debido en parte a que la nobleza de las regiones más alejadas huía del riguroso invierno que los Sif–Hanar —los magos que controlaban los vientos y las nubes— habían decretado que era necesario para el buen desarrollo de las cosechas en primavera. Gwendolyn y sus primas, de diecisiete y quince años respectivamente, estaban pasando una tarde muy divertida, paseando por entre las tiendas y los cafés al aire libre que rodeaban la Puerta, observando a los que entraban, estudiando sus vestidos y peinados con el ojo crítico de la juventud, y destrozando los corazones de casi una docena de jóvenes.

Estaba siendo una tarde particularmente entretenida para Gwen, ya que sus coqueteos no se veían obstaculizados por la presencia de Marie. De ordinario, Marie la hubiera acompañado en una salida en público, como era lo apropiado en una jovencita soltera; pero aquel día uno de sus hermanitos se había estado comportando de forma muy «díscola», debido sin duda a la salida de los dientes, y, por lo tanto, Marie era necesaria en casa para vigilarlo.

En un principio, durante un terrible instante, pareció como si lady Rosamund fuera a insistir en que su hija se quedara en casa también. Pero un torrente de lágrimas acompañado de un «pobre papá, se sentirá tan desolado…; lo ha estado planeando durante tanto tiempo…» había conseguido salir triunfante. Lady Rosamund sentía un gran cariño por su esposo. La vida de un Maestre del Gremio era muy agotadora, y nadie mejor que ella sabía lo que le costaba a su esposo mantener su ritmo de vida. El buen hombre esperaba realmente con anhelo aquel almuerzo con su hija —una nada frecuente pausa en su ajetreada existencia— y milady no tuvo valor para privarlos, ni a él ni a Gwen, de aquella oportunidad de estar juntos. Se daba también el caso de que algunos miembros de la aristocracia permitían a sus hijas que salieran sin compañía, una señal del nuevo espíritu de libertad tan en boga en aquellos momentos. Lady Rosamund se dejó convencer, lo que no fue tarea difícil para su encantadora hija, y Gwen salió rebosante de felicidad, tras haber recibido de Marie Vida suficiente para toda la jornada.

Había sido un día realmente perfecto. Los empleados de la oficina de su padre la habían admirado. El chocolate había merecido todos los elogios y su padre había bromeado agradablemente con ella sobre ciertos jóvenes nobles, uno de los cuales abandonó a un grupo de jóvenes para acercarse a ellos y presentarles sus respetos. Ahora, ella y sus primas estaban en la Puerta, divirtiéndose entre la multitud y poniendo en práctica las últimas argucias en el juego entre los sexos.

Las reglas del juego eran las siguientes: cada jovencita llevaba un pequeño ramo de flores, cogidas en los magníficos jardines tropicales situados en el corazón de la Ciudad Inferior. Mientras se deslizaba por los senderos aéreos, sus diminutos y pintados pies, desnudos —el signo de la alta burguesía, que casi nunca se veía obligada a andar y por lo tanto no precisaba de zapatos—, la joven dejaba caer, como por accidente, su ramo. Las flores se desparramaban entonces por el suelo, pero el ramo era rescatado por algún joven, que se lo devolvía a la dama no sin antes hacer aparecer una preciosa flor que añadía al ramo.

—Mi señora —dijo un galante joven de la nobleza, recogiendo las flores de Gwen, que se desparramaban en la fragante brisa primaveral—, este encantador ramillete no puede perteneceros más que a vos, pues veo reflejado en él el azul de vuestros ojos, aunque sin tanta brillantez, en los nomeolvides, el oro de vuestros cabellos en las flores de maíz. Pero falta algo que os agradeceré me permitáis la libertad de añadir. —Una rosa roja apareció en la mano del muchacho—. Es el corazón del ramo, tan ardiente como el que palpita por vos en mi pecho.

—Cuán amable sois, señor —murmuró Gwen con los ojos bajos, que mostraron a la perfección la largura y el espesor de sus pestañas.

Se sonrojó delicadamente y aceptó el ramo, lanzando unas risitas nerviosas mientras lo contemplaba junto a sus primas, al tiempo que el joven continuaba su camino, haciendo aparecer rosas a docenas aquel día y entregando su corazón con cada una de ellas.

A media tarde, el ramo de Gwen —aunque no tan grande como los ramos que llevaban otras jóvenes— decía mucho en su favor. Además, lo que verdaderamente había de tenerse en cuenta es que era mucho mayor que los que llevaban sus menos agraciadas primas. Las tres flotaban en el aire cerca de la Puerta de la Tierra, preguntándose si deberían o no detenerse en uno de los cafés para tomar una copa de hielo azucarado, cuando las puertas se abrieron para admitir a un grupo que llegaba del Exterior.

La apertura de la Puerta hizo que una ráfaga de aire helado se colara en el interior, contrastando de manera sorprendente con el perfumado calor que emanaba de la mágica ciudad. Las damas que aguardaban cerca de la Puerta se arrebujaron en sus vestidos lanzando grititos de horrorizada alegría, mientras que los caballeros lanzaban juramentos y murmuraban contra los Sif–Hanar. Todos los cuellos se estiraron para ver quién entraba, ya que se esperaba en cualquier momento la llegada de una princesa de algún lugar u otro. Pero no se trataba de una princesa; era simplemente un grupo de jóvenes cubiertos de nieve y un catalista de mediana edad, medio congelado. Tras echarles una mirada indiferente, la mayoría de la gente volvió a pasear, a dar vueltas en los carruajes que aguardaban junto a la Puerta y a beber vino en los cafés.

Sin embargo, hubo unos pocos que sí se interesaron por los recién llegados, sobre todo por los jóvenes, que habían echado hacia atrás las capuchas de sus capas de viaje. En aquellos momentos estaban en el interior de la Puerta, mirando a su alrededor algo confusos, mientras la nieve que llevaban en los hombros y las botas empezaba a derretirse en la cálida atmósfera primaveral.

—¡Pobrecitos! —murmuró Lilian—. Están empapados y tiritando de frío.

—Qué guapos son —cuchicheó Majorie, que tenía quince años y nunca desperdiciaba una oportunidad de demostrar a las otras dos, mayores que ella, que también era adulta—. Deben de ser estudiantes de la universidad.

Los tres jóvenes y el catalista ocuparon su lugar en la cola de la Puerta de la Tierra, mientras las tres muchachas los examinaban con interés. Tenían otros recién llegados delante. Uno de ellos, una anciana viuda con tres papadas (utilizando su magia había conseguido reducir a aquel número las cinco que poseía en realidad), discutía en voz alta con el Kan–Hanar sobre si debía o no tener acceso a la Ciudad Superior.

—Os digo, mi buen señor, ¡que soy la madre del marqués de D’umtour! En cuanto al hecho de que sus criados no estén aquí para recibirme, puedo aseguraros que no conozco el motivo, excepto que en estos días es muy difícil obtener un servicio de calidad. De todas formas, ¡siempre fue un despilfarrador! —soltó, furiosa, sacudiendo las papadas—. Esperad a que lo vea…

El Kan–Hanar había oído, desde luego, aquellas mismas palabras muchas otras veces y escuchaba pacientemente, después de haber enviado a un alado Ariel a comprobar si el marqués había «olvidado», realmente, enviar a alguien a escoltar a la dama hasta la Ciudad Superior.

Los que estaban en la cola, detrás de la viuda, la miraron furiosos e impacientes, pero no había nada que pudieran hacer. Todos tenían que esperar su turno. Algunos se paseaban irritados por el aire, otros se repantigaban cómodamente en sus carruajes. Los tres jóvenes, de pie en el suelo, se quitaron las húmedas capas y siguieron mirando a su alrededor con curiosidad, contemplando la ciudad y su gente.

Pretendiendo estar interesadas en la ondulante mercancía de un vendedor de cintas de seda, las jovencitas se detuvieron para admirar el género que se exhibía en una vistosa carreta situada cerca de la Puerta. En realidad, observaban y escuchaban a los muchachos.

—¡En nombre de Almin! —exclamó uno de ellos, rubio y con un rostro franco y honesto—, ¡esto es precioso, Joram! ¡Nunca pude imaginar algo tan espléndido! ¡Y es primavera!

Extendió los brazos, con la sorpresa y la admiración reflejadas en su voz y sus ojos.

—No mires de ese modo —le reprobó el compañero al que se había dirigido.

Tenía el cabello largo y oscuro, los ojos negros y, también él, miraba a su alrededor. Pero si se sentía impresionado por las maravillas de la ciudad, no había ninguna señal de ello en su orgulloso y severo rostro. El tercer joven, ligeramente más alto que los otros dos, y que lucía una corta, suave barba, parecía divertido ante las reacciones de sus amigos. Miró a su alrededor con expresión aburrida, bostezó, se alisó el bigote y, recostándose en la pared, cerró los ojos. El catalista, húmedo y tembloroso, se acurrucaba en sus ropas y mantenía la capucha puesta de tal manera que le ocultaba parte del rostro.

Mirándolos atentamente, Gwen se mofó.

—¡Estudiantes universitarios! —susurró a sus primas—. ¿Con un acento tan tosco? Mirad al que lo contempla todo boquiabierto como un patán. Es evidente que es la primera vez que está aquí. Probablemente es la primera vez que está en un lugar civilizado, a juzgar por su forma de vestir.

Los ojos de Lilian se abrieron de par en par, asustados.

—¡Gwen! ¿Y si fueran bandidos, intentando colarse en nuestra ciudad? Tienen todo el aspecto, especialmente ese de pelo oscuro.

Gwen examinó al del pelo oscuro durante unos momentos por el rabillo del ojo, mientras sus manos jugueteaban con una de las cintas de seda.

—Perdonadme, señora —dijo el vendedor—, pero estáis estropeando la mercancía. Precisamente esas tonalidades son muy difíciles de conjurar, ¿sabéis? Si no pensáis comprar…

—No, gracias. —Sonrojándose, Gwen soltó la cinta—. Es preciosa, realmente, pero mi mamá me las hace…

El vendedor se alejó, con el rostro malhumorado, dejando a las muchachas flotando en el aire, con las cabezas muy juntas y los ojos clavados en los recién llegados.

—Tienes razón, Lilian —dijo Gwen, tajante—; eso es lo que son: salteadores de caminos, osados y atrevidos.

—¿Igual que sir Hugo, aquel cuya historia nos contó Marie? —susurró Majorie, excitada—. El bandido que robó a la doncella del castillo de su padre y se la llevó en su corcel alado a su tienda del desierto. ¿Recordáis?, la llevó al interior de la tienda y la arrojó sobre las almohadas de seda y luego… —Majorie se detuvo—. ¿Qué le hizo mientras estaba caída sobre las almohadas?

—No lo sé. —Gwen se encogió de hombros, un movimiento que resaltaba la belleza de aquéllos—. Yo también me lo he preguntado, pero Marie siempre se detiene en ese punto y regresa al padre de la chica, que llama a sus Señores de la Guerra para que la rescaten.

—¿Le has preguntado alguna vez sobre lo de las almohadas?

—Una vez lo hice. Pero se enfadó mucho y me envió a la cama —replicó Gwen—. Rápido, están empezando a mirar hacia aquí. ¡No miréis!

Alzando la vista hacia la Puerta de la Tierra, Gwen se dedicó a estudiar la estructura de madera con tal atención que parecía como si fuera uno de los Druidas que le habían dado forma, creándola a partir de la madera de siete robles muertos.

—Si son bandidos, ¿no deberíamos decírselo a alguien? —susurró Lilian, mirando sumisa a la Puerta.

—¡Oh, Gwen! —exclamó Majorie, apretándole la mano—. ¡El del pelo oscuro te está mirando!

—¡Chitón! ¡No hagáis caso! —repuso Gwendolyn, ruborizándose y enterrando el rostro en el ramo de flores.

Se había arriesgado a echar una rápida mirada al joven de cabellos oscuros y se había tropezado, casi sin darse cuenta, con su mirada. No era lo mismo que encontrarse con los ojos de los demás jóvenes, con sus maliciosas y burlonas miradas. Este joven la miraba con seriedad, atentamente, atravesando con sus oscuros ojos su juvenil alegría para tocar algo que estaba muy dentro de ella, algo que dolía con un dolor agudo y punzante, a la vez agradable y espantoso.

—No, no debemos decírselo a nadie. Debemos dejar de pensar en ellos —dijo Gwen, nerviosa, ardiéndole el rostro de tal forma que creyó tener fiebre—. Vámonos…

—¡No, espera! —la interrumpió Lilian, sujetando a su prima, que intentaba de alejarse—. ¡Van a hablar con el Kan–Hanar! ¡Quedémonos y descubramos quiénes son!

—¡No me importa quiénes sean! —soltó Gwen con arrogancia, firmemente decidida a no mirar a aquel muchacho de cabellos negros.

Pero aunque la rodeaban miles de objetos maravillosos y sorprendentes, todos se difuminaban en una confusa y revuelta masa de colores. Una y otra vez se sentía impelida a mirar hacia los ojos oscuros de aquel muchacho de cabellos negros. Cuando, finalmente, éste se volvió —al llamar su atención el catalista hacia el Kan–Hanar que se acercaba a ellos— Gwen sintió como si hubiera sido liberada de un hechizo como los que había oído que utilizaban los Duuk–tsarith para mantener cautivos a sus prisioneros.

—Dad vuestros nombres y el motivo de vuestra visita a la ciudad de Merilon, Padre —dijo el archimago ceremoniosamente, con una ligera, muy ligera reverencia al empapado catalista, quien la devolvió con humildad.

El catalista iba vestido con la túnica roja del Catalista Doméstico, pero no llevaba ningún adorno, lo que indicaba que no servía a ningún miembro de la nobleza.

—Soy el Padre Sar… Dun… Dunstable —tartamudeó el catalista, subiéndole la sangre por el rostro hasta alcanzar su calva coronilla—. Y ve…

—Sardunstable —le interrumpió el Kan–Hanar, frunciendo el entrecejo, perplejo—. Ese nombre no me resulta familiar, Padre. ¿De dónde venís?

Los Kan–Hanar, merced a sus bien disciplinadas y fenomenales memorias, llevaban en su cabeza listas detalladas de todos aquellos que vivían y visitaban sus ciudades.

—Os pido perdón. —El catalista se sonrojó aún más—. Me habéis entendido mal. Ha sido culpa mía, estoy seguro. Tar… tartamudeo un poco. El nombre es Dunstable. Padre Dunstable.

—Hummm —exclamó el Kan–Hanar, mirando al catalista con atención—. Había un Dunstable que vivía aquí, pero eso fue hace diez años. Era Catalista Doméstico del… del duque de Manchua, me parece. —En busca de confirmación a sus palabras, miró a su compañero y éste asintió con la cabeza; el Kan–Hanar volvió su astuta mirada hacia el catalista—. Pero la familia se fue, tal como he dicho. Marchó a otra región. ¿Por qué habéis…?

—¡Cielos! ¡Esto empieza a resultar aburrido!

Tras estas exclamaciones, el joven alto de la barba abandonó la pared y caminó hacia adelante. Hizo un movimiento con la mano, se produjo una repentina ráfaga de seda color naranja y la capa marrón y las ropas manchadas por el viaje que llevaba se desvanecieron.

Las exclamaciones de sorpresa de varios espectadores hicieron que más personas de las allí presentes se volvieran para mirar. Aquel joven vestía ahora unos largos y amplios pantalones de seda morada; recogidos en los tobillos, se ablusonaban alrededor de las piernas, ondeando bajo la brisa. Un fajín de un rojo brillante le rodeaba la delgada cintura, acompañado de un chaleco también rojo brillante con un ribete dorado. Una camisa de seda morada —con unas mangas largas y amplias que le cubrían completamente las manos cuando bajaba los brazos— a juego con el pantalón completaba el conjunto, rematado por el más extraordinario sombrero nunca visto, que recordaba un enorme buñuelo morado, adornado con una rizada pluma de avestruz de color rojo.

Risas y murmullos corrieron por entre la multitud, que aumentaba por momentos.

—¿Es él?

—¡Claro que sí! ¡Lo reconocería en cualquier parte!

—¡Ese vestido! Querida, daría cualquier cosa por llevar esos pantalones en el baile del Emperador de la semana próxima. ¿Dónde encuentra esos colores?

Se oyeron unos aplausos.

—Gracias —dijo el joven, haciendo un gesto negligente con la mano hacia los que empezaban a reunirse a su alrededor—. Sí, soy yo. He vuelto. —Se llevó los dedos a los labios y lanzó besos a varias damas acaudaladas sentadas en un carruaje hecho de pomelo, que reían encantadas y le arrojaban flores—. A esto lo llamo —continuó, refiriéndose a sus ropas moradas— Bienvenido a casa, Simkin. Podéis ahorraros las formalidades, buen hombre —dijo, contemplando al Kan–Hanar con aire desdeñoso y golpeándose ligeramente la nariz con el pañuelo de seda naranja que tenía en la mano—. ¡Decid simplemente a las autoridades que Simkin ha regresado y que ha traído con él a su compañía de artistas ambulantes!

Hizo un molinete con el pañuelo e indicó a los dos jóvenes y al catalista (quien parecía estar a punto de desmayarse de vergüenza), que estaban detrás de él.

La muchedumbre aplaudió aún con más fuerza. Las mujeres se echaron a reír, tapándose la boca con las manos, los hombres sacudieron la cabeza ante su vestimenta, pero a la vez bajaron la mirada hacia sus elegantes vestidos o sus pantalones de brocado, con expresión meditabunda. Al mediodía del día siguiente, aquellos amplios pantalones de seda los llevaría la mitad de la nobleza de Merilon.

—¿Decir a las autoridades? —repitió el Kan–Hanar, nada intimidado por la muchedumbre o las extravagancias del joven de los enormes pantalones—. Sí; se lo notificaré a las personas adecuadas. Podéis estar seguro de ello.

El Kan–Hanar hizo un gesto a las dos figuras vestidas de negro que observaban desde las sombras y posó una mano sobre un hombro del joven.

—Simkin, quedáis arrestado, en nombre del Emperador.