Interludio

El Patriarca Vanya estaba sentado detrás de su escritorio en sus elegantes aposentos de la Catedral de Merilon. Aunque no eran tan suntuosos como sus habitaciones en El Manantial, los aposentos del Patriarca en Merilon eran amplios y cómodos, consistiendo en un dormitorio privado, una salita, un comedor y una oficina con una antecámara para el Diácono que actuaba como su secretario. La panorámica desde cualquiera de las habitaciones era magnífica, aunque no era la amplia extensión de llano ni las dentadas crestas de las montañas que estaba acostumbrado a contemplar en El Manantial. Desde la Catedral, con sus paredes de cristal, podía contemplar, allá abajo, la ciudad de Merilon; mirando un poco más allá, podía ver al otro lado de la cúpula el paisaje campestre que rodeaba la ciudad; o, levantando la mirada, podía ver —a través de las espiras de cristal que coronaban la Catedral— el Palacio Real, que flotaba sobre la ciudad, con sus paredes de reluciente cristal brillando en los cielos como un sosegado y civilizado sol.

Aquella tarde, la mirada del Patriarca se dirigía hacia abajo, sus ojos fijos en la ciudad de Merilon, aunque no sus pensamientos. Los ciudadanos ofrecían un espectáculo asombroso consistente en una puesta de sol realizada mágicamente; un regalo de los Pron–Alban pertenecientes al Gremio de los Moldeadores de Piedra, hecho con la intención de dar la bienvenida a la ciudad a Su Divinidad. Aunque el invierno hacía estragos fuera de la cúpula mágica de la ciudad y la nieve cubría la tierra, en Merilon era primavera, la estación favorita de la Emperatriz. La puesta de sol era, por lo tanto, una puesta apropiada para la primavera, acrecentada mágicamente por los Sif–Hanar para brillar con diferentes tonalidades de rosa pálido, que lucían aquí y allí una ligera pizca de un rosa más oscuro o también (con gran atrevimiento) una pincelada de morado en su mismo corazón.

Era realmente una hermosa puesta de sol. Los habitantes de la Ciudad Superior de Merilon: la nobleza y los miembros de la clase media alta, flotaban por las calles vestidos con ligeras sedas, revoloteantes encajes y relucientes rasos, admirando el panorama.

No así el Patriarca Vanya. El sol podría no haberse puesto, por lo que a él concernía; afuera podría estar aullando un huracán. De hecho, aquello hubiera concordado con su estado de ánimo. Sus dedos regordetes se arrastraban por encima del escritorio, empujando esto, apartando aquello, volviendo a colocar aquello otro. Era el único signo externo que demostraba su descontento y nerviosismo, ya que el amplio rostro del Patriarca permanecía impasible, con su regio porte tan sereno como de costumbre. Las dos figuras enlutadas que permanecían de pie y silenciosas ante él observaron, sin embargo, aquel movimiento de papeles al igual que se daban cuenta de todo lo que sucedía a su alrededor desde la puesta de sol hasta los restos intocados de la cena del Patriarca.

La mano de Vanya dejó de arrastrarse de repente, golpeando con la palma sobre el escritorio de madera de palisandro.

—No lo comprendo. —Su voz era uniforme y controlada, un control que le costaba mantener—. ¡No comprendo por qué unos Duuk–tsarith como vosotros, con vuestros tan apreciados poderes, sois incapaces de encontrar a una persona!

Las dos capuchas negras giraron ligeramente para mirarse a través de los relucientes ojos. Luego las negras capuchas se volvieron hacia Vanya y uno de los encapuchados, una mujer, con las manos cruzadas al frente, habló. Su voz era respetuosa sin ser conciliadora. Evidentemente, aquella bruja se sabía dueña de la situación.

—Os repito, Divinidad, que si este joven fuera normal, no tendríamos ningún problema en localizarlo. El hecho de estar Muerto dificulta la tarea de encontrarlo; pero es, sin embargo, el que lleve piedra–oscura sobre su persona lo que convierte nuestra tarea en algo casi imposible.

—¡Sigo sin comprenderlo! —estalló Vanya—. ¡Existe! ¡Es de carne y hueso!

—No para nosotros, Divinidad —lo corrigió la bruja, mientras su compañero apoyaba sus argumentos con un ligero asentimiento de la encapuchada cabeza—. La piedra–oscura lo oculta, lo protege de nosotros; nuestros sentidos están adaptados para percibir la magia, Eminencia. Nos movemos entre la gente, arrojando minúsculos filamentos de magia como la araña arroja los sedosos filamentos de su tela. Cuando un ser normal de este mundo penetra en nuestro radio de acción, esos filamentos se estremecen llenos de Vida…, llenos de magia. Esto nos facilita información vital sobre esa persona: todo, desde sus sueños hasta el lugar donde se crió, pasando por lo último que ha comido durante la cena.

»Con los Muertos, debemos tomar medidas extremas. Hemos de reajustar nuestros sentidos para que reaccionen al entrar en contacto con la Muerte que habita en su interior, con esa falta de magia. Pero con este muchacho, protegido como está por la piedra–oscura, nuestros sentidos, nuestros filamentos de magia, por así decirlo, son absorbidos y engullidos. No percibimos nada, no oímos nada, no vemos nada. Para nosotros, Divinidad, él literalmente no existe. Ése era el tremendo poder de la piedra–oscura en la época antigua; un ejército de seres Muertos llevando armas hechas de piedra–oscura podría llegar a la ciudad para apoderarse de ella y no ser detectado en absoluto.

—¡Bah! —resopló Vanya—. Habláis como si fuera invisible. ¿Me estáis diciendo que podría entrar en esta habitación en este mismo instante y no lo veríais? ¿Que yo no lo vería?

La negra tela que cubría la cabeza de la Señora de la Guerra se estremeció ligeramente, como si la mujer reprimiera un gesto de irritación o emitiera un suspiro de impaciencia. Cuando habló, su voz era extremadamente fría y la modulaba con cuidado, una mala señal para aquellos que la conocían, como evidenció la ligera crispación en los nudillos de su compañero.

—Desde luego que lo veríais, Divinidad; y también nosotros. Aislado y solo en esta habitación, con nuestra atención fija en él, podríamos reconocerlo por lo que es y por lo tanto ocuparnos de él. ¡Pero ahí fuera hay miles de personas!

La bruja hizo un movimiento repentino con la mano, que provocó que su compañero retrocediera involuntariamente, no muy seguro de lo que pudiera hacer la mujer. Aunque a los Duuk–tsarith se los entrena desde niños en una estricta disciplina, la Señora de la Guerra, un miembro de la Orden de alta graduación, tenía fama de tener un temperamento volátil. Su compañero no se habría sorprendido excesivamente si hubiera visto derretirse la pared de cristal que estaba detrás del Patriarca igual que el hielo en un día de verano.

No obstante, la bruja se contuvo. El Patriarca Vanya no era alguien a quien se debiera enojar.

—Así que, como has dicho antes, la única manera de cogerlo es que alguien nos lo traiga —musitó Vanya, mientras sus dedos volvían a arrastrarse por encima de la mesa.

—No es el único modo, Divinidad. Ése sería el más sencillo. Nos tendríamos que ocupar también de la espada, desde luego, pero dudo que haya tenido tiempo de aprender cómo utilizarla, ni de comprender todos sus poderes.

—Se nos ha informado, Eminencia —añadió el Señor de la Guerra—, de que uno de vuestros propios catalistas estaba con el muchacho. ¿No podríamos trabajar a través de él?

—¡El hombre en cuestión es un estúpido mentecato! Si hubiera podido mantener el contacto con él, podría haberlo tenido bajo mi control —dijo Vanya, mientras la sangre se agolpaba en su rechoncho rostro hasta que éste se puso casi tan colorado como la tela de las ropas que llevaba—. Pero ha descubierto alguna forma de evitar que lo llame mentalmente mediante la Cámara de la Discreción…

—La piedra–oscura —interrumpió la Señora de la Guerra con frialdad, cruzando de nuevo las manos ante ella—. Lo protegería tan efectivamente de vuestras llamadas como oculta al muchacho de nuestras miradas.

La bruja se quedó silenciosa un momento, luego se deslizó hasta quedar más cerca del Patriarca, causándole un cierto grado de inquietud.

—Divinidad —hablaba con una voz suave y persuasiva—, si nos dierais permiso para ir a la Cofradía de los Hechiceros, podríamos averiguar qué aspecto tiene, quiénes son sus compañeros…

—¡No! —exclamó con énfasis el Patriarca—. ¡No debemos dejar que adviertan que están en peligro! Incluso a pesar de que Blachloch está muerto, ha avanzado las cosas lo suficiente como para que los Hechiceros sigan colaborando con Sharakan y de esta forma se vean involucrados en la guerra.

—Sin duda el catalista les habrá advertido…

—Entonces, ¿preferiríais confirmar su historia apareciendo en persona, haciendo preguntas que más tarde o más temprano harían que hasta el más estúpido de ellos empezara a atar cabos?

—Un ejército de Dkarn–duuk podría atacarlos… —sugirió el Señor de la Guerra respetuosamente.

—… Y crear el pánico —masculló el Patriarca Vanya—. La noticia de su existencia se extendería como las llamas sobre la hierba seca. Nuestro pueblo cree que los Hechiceros fueron destruidos durante las Guerras de Hierro. Dejad que se enteren de que estos practicantes de las Artes Arcanas no sólo existen sino que han descubierto piedra–oscura y habría un alboroto. No, no nos moveremos hasta que estemos preparados para aplastarlos por completo.

«¡Y Su Eminencia puede salvar el pellejo al mismo tiempo!», transmitió mentalmente la bruja a su compañero.

—Debéis buscar al catalista —continuó Vanya, aspirando profundamente por la nariz y espirando con un soplido, mirando ceñudo a los dos mientras lo hacía—. Os facilitaré una descripción del catalista y de Joram, además de la de otra persona con la que Joram estuvo asociado una vez: un joven Mago Campesino llamado Mosiah. Aunque, sin duda, irán disfrazados —añadió, ocurriéndosele de repente.

—Un disfraz, a menos que sea muy inteligente, es generalmente fácil de descubrir, Divinidad —dijo la Señora de la Guerra con frialdad—. La gente piensa únicamente en cambiar su apariencia exterior, no en cambiar su estructura química o sus modelos de pensamiento. Debería resultar relativamente fácil encontrar a un Mago Campesino entre la nobleza de Merilon.

—Eso espero —dijo el Patriarca, contemplando a los Duuk–tsarith con severidad.

—¿Por qué estáis tan seguro de que el muchacho, ese Joram, vendrá a Merilon, Divinidad? —preguntó el Señor de la Guerra.

—Merilon es una obsesión para él —dijo Vanya, agitando una mano enjoyada—. Según el Catalista Campesino que vivía en el pueblo donde se crió, esa loca, Anja, le contó al muchacho más de una vez que podría encontrar su herencia aquí. Si tuvierais diecisiete años, os hubierais encontrado con una sorprendente fuente de poder como es la piedra–oscura y creyerais que sois los herederos de una fortuna, ¿adónde iríais?

Los Duuk–tsarith inclinaron la cabeza en silencioso asentimiento.

—Ahora —dijo el Patriarca con energía—, si encontráis al catalista, entregádmelo a mí. Si encontráis a ese Mosiah…

—No necesitáis decirnos cuáles son nuestros deberes, Eminencia —observó la bruja, con un peligroso tono mordaz en la voz—. Si no hay nada más…

—Lo hay. Una cosa. —Vanya alzó la mano al ver que los dos parecían dispuestos a partir—. ¡Hago hincapié en ello! ¡Nada debe sucederle al muchacho! ¡Debe ser atrapado vivo! Los dos sabéis por qué.

—Sí, Divinidad —murmuraron.

Con una reverencia, las manos cruzadas frente a ellos, dieron un paso atrás. La mágica abertura del Corredor se abrió, admitiéndolos y los engulló en un instante.

Una vez que se hubo quedado solo, a la puesta de sol que empezaba a desvanecerse y un firmamento cada vez más oscuro, el Patriarca Vanya tuvo la intención de llamar a los Magos Servidores para que corrieran los tapices de seda y encendieran las luces de la sala del Patriarca. Pero la mano de Vanya, que estaba ya sobre la campanilla, se vio detenida por la aparición del Corredor que volvía a abrirse. Una figura salió del hueco y avanzó con seguridad hasta detenerse frente al escritorio del Patriarca.

Reconociendo al hombre por sus rojas vestiduras, el Patriarca hubiera debido alzarse en señal de respeto. Así lo hizo finalmente, pero permaneció sentado el tiempo suficiente para darle un significado a su retraso en hacerlo. Luego se puso en pie con una elaborada lentitud, alisándose profusamente las vestiduras y ajustando la pesada mitra sobre su cabeza.

El visitante sonrió para dar a entender que comprendía y apreciaba perfectamente aquel sutil insulto; su sonrisa no era agradable, ni siquiera en la mejor de las ocasiones. De labios delgados, la sonrisa jamás se extendía a ningún otro rasgo del rostro, particularmente a los ojos, que eran sombríos y quedaban oscurecidos por unas espesas y pobladas cejas.

Si Saryon hubiera estado en la habitación, habría notado al instante el parecido familiar en las espesas y negras cejas de aquel hombre y en la severa expresión de su rostro apuesto y frío. Pero el catalista no hubiera encontrado en aquel hombre el calor interior que había visto en su sobrino, un destello en los oscuros ojos de Joram, como si fuera el reflejo del fuego de la fragua. No había luz en los ojos de aquel hombre, tampoco había luz en su alma.

—Patriarca Vanya —dijo el hombre, inclinándose.

—Príncipe Lauryen —contestó el Patriarca, inclinándose a su vez—. Me siento honrado. Esta inesperada y no anunciada —recalcó las palabras— visita es una sorpresa para mí.

—No tengo la menor duda —dijo Lauryen con voz tranquila y uniforme.

Siempre hablaba con el mismo tono de voz; nunca se advertía el menor signo de emoción. Jamás se permitía sentirse enojado, aburrido, irritado o feliz.

Nacido en el Misterio del Fuego, era un Señor de la Guerra de la más alta graduación, un Dkarn–duuk, adiestrado en el arte de hacer la guerra. Era también el hermano pequeño de la Emperatriz y —lo que era más importante porque la Emperatriz no tenía hijos— el heredero al trono de Merilon. De ahí el título de «príncipe» y de ahí también el que Vanya le hubiera tenido que rendir homenaje a regañadientes.

Lauryen cruzó las manos detrás de los faldones de sus largos y amplios ropajes. Puesto que estaba en la corte, Lauryen hubiera podido vestir el traje cortesano, como todo el mundo, ya que, al revés que los Duuk–tsarith, a los Dkarn–duuk no se les exige que lleven sus ropas carmesí, que son una indicación de la Orden a la que pertenecen. Pero Lauryen encontraba que aquel tipo de vestido tenía sus ventajas: recordaba a la gente —sobre todo a su cuñado, el Emperador— el gran poder que poseía aquel Señor de la Guerra.

—Deseaba daros la bienvenida a Merilon, Divinidad —saludó Lauryen.

—Sois muy amable, mi señor, de verdad —agradeció el Patriarca—. Y ahora, aunque me doy perfecta cuenta del honor que me hacéis y de que soy totalmente indigno de tales atenciones, os agradecería que os retiraseis. Si no hay nada que pueda hacer por vos, claro está.

—Ah, sí hay algo.

El príncipe Lauryen sacó una mano de detrás de la espalda y la colocó ante él. Con aquella mano podía hacer caer relámpagos de los cielos y hacer surgir demonios del suelo. Al Patriarca le resultó sumamente difícil apartar los ojos de aquella mano, y aguardó algo nervioso.

—Mi señor no tiene más que nombrarlo —dijo, mansamente.

—Podéis terminar esta charada.

Una ola de comprensión cruzó el rostro del Patriarca, haciéndolo aparecer como si alguien hubiera dado una sacudida a un cuenco con un flan. Crispó los labios y puso una mano rechoncha sobre ellos.

—Perdonadme, Alteza, pero no tengo la menor idea de lo que estáis hablando. ¿Una charada? —repitió Vanya con educación, sin apartar la mirada de la mano del Señor de la Guerra.

—Sabéis perfectamente de lo que estoy hablando. —La voz de Lauryen era uniforme y agradable, y extraordinariamente siniestra. Pero dejó caer la mano a un costado, jugueteando con un adorno de plata que colgaba de su cintura—. Sabéis que mi hermana está…

El príncipe Lauryen dejó de hablar bruscamente. Los ojos de Vanya, medio ocultos por los enormes y abultados pliegues de su rostro, habían sobresalido de repente y lo contemplaban con astuta atención.

—Sí, vuestra hermana, la Emperatriz —le urgió el Patriarca con suavidad—. ¿Decíais? Está… ¿qué?

—Lo que vos y todos los demás saben, y que sin embargo vos y el imbécil de mi cuñado habéis convertido en traición mencionar —replicó Lauryen, imperturbable—. Y es únicamente gracias a vuestro poder y al de vuestros catalistas que él puede mantener esta apariencia. Acabadlo. Ponedme en el trono. —Sonrió, y se encogió de hombros ligeramente—. Yo no soy un oso amaestrado como mi cuñado. No bailaré al extremo de vuestra cuerda. Sin embargo, puedo ser dócil, alguien con quien sea fácil trabajar. Me necesitaréis —continuó en voz más baja—, cuando vayáis a la guerra.

—Una trágica circunstancia que rogamos a Almin pueda evitarse —rogó el Patriarca Vanya en tono piadoso—. Vos sabéis, príncipe, que el Emperador se opone a la guerra. Él ofrecería la otra mejilla…

—… y recibiría una patada en el trasero —terminó Lauryen.

El Patriarca enrojeció, mientras entrecerraba los ojos con reproche.

—Con el debido respeto a vuestra posición, príncipe, no puedo permitiros ni siquiera a vos que habléis irrespetuosamente de mi soberano. No sé lo que queréis de mí. No comprendo vuestras palabras y me duelen vuestras insinuaciones. Debo pediros de nuevo que os marchéis. Es casi la hora de los Rezos Vespertinos.

—Sois un estúpido —dijo Lauryen con afabilidad—. Descubriréis que es muy ventajoso para vos trabajar a mi lado y muy perjudicial frustrar mis objetivos. Soy un enemigo peligroso. Oh, vos y mi cuñado estáis protegidos en estos momentos, lo admito. Tenéis a los Duuk–tsarith en el bolsillo; pero no podréis mantener esta charada siempre.

Lauryen pronunció una palabra y el Corredor se abrió a sus espaldas.

—Si vais a volver a Palacio, mi señor —lo despidió el Patriarca humildemente—, dad, por favor, recuerdos a vuestra hermana y decidle que espero se encuentre bien de salud…

Las palabras quedaron flotando en los labios del Patriarca.

Por un instante, el comportamiento estudiado y calmoso de Lauryen se resquebrajó, como una grieta en el hielo. Su rostro palideció y los oscuros ojos centellearon.

—Le daré vuestro saludo, Patriarca —respondió Lauryen, penetrando en el Corredor—. Y añadiré que vuestra salud también es buena, Patriarca. Por el momento…

El Corredor cerró sus fauces sobre él y lo último que Vanya vio del príncipe fue una mancha de color carmesí, flotando como un río de sangre en el aire. La imagen, que resultaba alarmante, permaneció junto al Patriarca hasta mucho después de que el príncipe hubiera desaparecido. Con mano temblorosa, Vanya hizo sonar la campanilla, pidiendo que se encendieran inmediatamente las luces de su habitación. Y ordenó también que le llevaran una botella de jerez.