Cuando dejó de nevar, el viento cesó y el cielo se abrió con rapidez. La quietud se instaló en el bosque, aunque existía una tensión en el ambiente que distaba mucho de ser apacible, como si un gigante hubiera absorbido las nubes y el viento, y la nieve estuviera ahora conteniendo el aliento en un ataque de malevolencia. Aquella tensión no cedió durante los días que siguieron, aunque el cielo permaneció despejado —con aquel luminoso color azul que únicamente se ve en invierno—, y no había ninguna señal de que fueran a regresar las tormentas.
Pero todos los acampados en el claro del bosque sabían que se había desatado una tormenta, aunque fuera tan sólo en el alma de un muchacho. Las tormentosas nubes no fueron nunca claramente visibles; desde la mañana en que regresara, Joram se había comportado siempre igual: frío e impasible, silencioso y reservado. Sólo hablaba cuando se le dirigía la palabra, y sus respuestas eran breves y negligentes, como si no hubiera oído; la mayoría del tiempo estaba fuera del campamento, pasando él y el príncipe la mayor parte del día juntos. Cuando regresaban, Joram se comportaba aún con más reserva; a los que lo observaban les parecía que sus nervios estaban tan tensos como las cuerdas de un instrumento desafinado.
Saryon tan sólo podía esperar (ya no rezaba) que una mano maestra estuviera trabajando lentamente para aliviar la presión a la que se veían sometidas aquellas cuerdas antes de que se partieran buscando aquella hermosa melodía que el catalista estaba convencido debía de estar encerrada en el sombrío espíritu del muchacho. ¿Era la mano de Garald? Saryon empezó a creer que así era, y aquella esperanza aligeró su pesada carga. Joram se negaba a comentar aquellos encuentros, mientras que Garald decía únicamente que estaban practicando la habilidad de Joram con la espada.
Entonces, una mañana al alba, casi a mediados de semana, invitaron al catalista a acompañarlos a lo que el príncipe llamaba en broma «la arena».
—Os necesitamos para que nos ayudéis a experimentar con la Espada Arcana, Padre —explicó Garald cuando él y Joram sacaron al catalista de su intranquilo sueño.
Los tres permanecieron hablando en el exterior de la tienda del Cardinal, conversando en voz baja para no despertar a los demás.
Observando la solemne y desaprobadora expresión de Saryon, Joram lanzó un suspiro de impaciencia, que fue reprimido por un ligero movimiento de la mano de Garald.
—Comprendo vuestros sentimientos, Padre Saryon —dijo el príncipe con amabilidad—, pero vos no enviaríais a Joram a Merilon sin que conociera los poderes de la espada, ¿verdad?
«No enviaría a Joram a Merilon ni por todo el oro del mundo», pensó el catalista, pero no lo dijo.
No obstante, Saryon aceptó acompañarlos. Se vio obligado a admitir que el argumento del príncipe tenía su mérito y el catalista sentía, además, una gran curiosidad en el fondo de su corazón en relación a la Espada Arcana. Envolviéndose en una confortable capa facilitada por el príncipe, acompañó a ambos al bosque.
—Lamento tener que molestaros, Padre —se disculpó Garald mientras atravesaban el helado bosque—. Podría habérselo pedido al Cardinal Radisovik, desde luego, pero tanto Joram como yo creemos que cuanta menos gente conozca la auténtica naturaleza de la Espada Arcana, mejor.
Saryon estuvo completamente de acuerdo en ello.
—Además —sonrió Garald—, aunque Radisovik es bastante progresista y liberal en su manera de pensar…, demasiado liberal según vuestro Patriarca…, me temo que la Espada Arcana podría ser demasiado para sus principios.
—Intentaré hacer todo lo que pueda para ayudaros, Alteza —replicó Saryon, envolviendo sus heladas manos en las amplias mangas de sus ropas.
—¡Excelente! —exclamó Garald de todo corazón—. Y nosotros haremos todo lo que podamos para que no tengáis frío; no creo que eso sea un problema ni para Joram ni para mí.
Intercambió una mirada con el muchacho. Saryon se quedó asombrado al descubrir una tenue sonrisa en la severa expresión de los labios y un cálido destello en los sombríos ojos de Joram. La propia angustia de Saryon cedió al momento y sintió ya más calor.
La «arena» resultó ser un pedazo de terreno congelado y desbrozado, localizado en el bosque a una cierta distancia del claro. Aunque Saryon sabía que los vigilantes Duuk–tsarith debían de estar por allí, no podía verlos, y los tres tenían la impresión de que estaban solos. O quizá los Duuk–tsarith no estaban allí, después de todo; el príncipe podría haber dicho en serio que deseaba mantener en secreto los poderes de la Espada Arcana.
Garald instaló al catalista cómodamente en un auténtico nido de almohadones que hizo aparecer en un momento, y habría añadido vino y alguno que otro manjar exquisito que el catalista hubiera deseado si Saryon, turbado, no lo hubiera rechazado.
Saryon no podía evitar que el príncipe le cayera bien. Garald trataba al catalista con el mayor respeto y cortesía, ansioso por su bienestar y su comodidad, pero procurando siempre comportarse de forma que el otro no se sintiera inferior o tratado con aire protector. No se daba esto sólo en el caso del catalista; Garald trataba a todo el mundo de esta forma, desde Simkin y Mosiah a los Duuk–tsarith y Joram.
«Cómo deben de amar al príncipe sus súbditos», pensó el catalista, contemplando cómo aquel noble cortés y elegante conversaba con el torpe y tímido joven, escuchando a Joram respetuoso, tratándolo como a un igual y sin embargo no dudando en señalar aquello en lo que consideraba que el muchacho estaba equivocado.
Joram, por su parte, parecía estudiar a Garald. Quizás era aquello lo que provocaba la confusión en que se encontraba su espíritu. Saryon sabía que Joram daría cualquier cosa por tener el mismo respeto y amor que aquel hombre recibía; a lo mejor, el muchacho estaba empezando a darse cuenta de que debía darlo antes de recibirlo.
Joram y el príncipe ocuparon sus lugares en el centro de la «arena», pero no adoptaron inmediatamente la postura de ataque.
—Dame tu espada un momento —pidió Garald.
Los ojos de Joram centellearon, juntó las cejas y se lo vio vacilar. Saryon meneó la cabeza; desde luego, no podía esperar milagros, se dijo. Garald, con la vista fija en la espada, no pareció advertirlo sino que por el contrario aguardó, paciente.
Finalmente Joram le entregó la espada con un gesto poco amable.
—Tomad.
Cuidando de mantener el rostro totalmente inexpresivo, fingiendo no haber prestado atención a aquel gesto tan grosero, Garald aceptó el arma y empezó a estudiarla con atención.
—Estos últimos días hemos practicado con ella simplemente por practicar esgrima —dijo—. Sin embargo, todo el tiempo, noto que tira de mí, absorbiendo mi magia, de modo que, al finalizar el día, siento que mi cuerpo se ha debilitado. Pero no tiene ese efecto sobre mí, por ejemplo, cuando estamos de regreso en el campamento. No lo noto en absoluto.
—Creo que tiene que ser empuñada para producir ese efecto de absorción de Vida —repuso Joram, olvidándose de sí mismo en su interés por la espada—. Observé el mismo efecto cuando luché contra el Señor de la Guerra. Cuando Blachloch entró en la herrería, la espada no reaccionó; pero cuando me atacó, y yo alcé la espada para defenderme, pude sentir que ésta empezaba a luchar por su cuenta.
—Creo que ya lo comprendo —murmuró Garald, pensativo—. El arma debe reaccionar mediante algún tipo de energía que percibe en ti: ira, miedo, cualquiera de las fuertes emociones que se generan en una batalla. Toma —desabrochó despreocupadamente la funda de su propia espada y le tendió aquella hermosa arma a Joram—, toma la mía. Vamos. Puedes usarla. El que estés Muerto no importará; sus propiedades mágicas pueden activarse mediante una orden. —El príncipe se colocó en posición de ataque, alzando la Espada Arcana con torpeza—. Ojalá alguien te hubiera enseñado el arte de forjar espadas —murmuró—. Ésta será siempre un arma pesada, incómoda. Pero eso no importa ahora. Di las palabras «halcón, ataca» y atácame.
Envolviendo amorosamente con sus manos la primorosa empuñadura labrada de la espada del príncipe, Joram se enfrentó a Garald con el arma en alto.
—Halcón, ataca —invocó y avanzó para atacar.
Garald alzó la Espada Arcana para defenderse pero, rápida como el rayo, su propia arma burló su guardia, hiriéndolo en un hombro.
—¡Dios mío! —Al ver correr la sangre por el brazo del príncipe, Joram dejó caer la espada—. ¡Yo no quería hacerlo, lo juro! ¿Estáis bien?
Saryon se puso en pie de un salto.
—Es culpa mía —dijo Garald con severidad, apretando una mano sobre la herida—. No es nada. Sólo un rasguño, como dicen los actores de una obra de teatro justo antes de caer muertos… Estoy bromeando, Padre. Realmente es un rasguño, mirad.
Exhibió la herida y Saryon vio, con alivio, que la espada le había causado únicamente un rasguño. Pudo detener la sangre con un conjuro para curaciones sencillas, y la «lección» prosiguió.
«Al menos —pensó Saryon, ceñudo—, esto demuestra que los Duuk–tsarith no están por aquí. Joram hubiera sido hecho pedazos al instante.»
También le había agradado infinitamente percibir una nota de preocupación auténtica en la voz de Joram, aunque, a juzgar por la uniforme y fría expresión del joven, el catalista estuvo a punto de creer que lo había imaginado.
—Ha sido mi propia estupidez —dijo Garald, pesaroso—. ¡Podría haberme matado con mi propia espada! —Miró, airado, la Espada Arcana—. ¿Por qué no funcionaste? —le preguntó, blandiéndola.
La respuesta acudió de inmediato a la mente de Saryon, pero, como buen matemático que era, tenía que probarla primero hasta quedar satisfecho antes de revelarla.
—Dadle la espada de nuevo a Joram, milord —ordenó Saryon—. Vos tomáis vuestra espada y lo atacáis utilizando el mismo conjuro.
Garald frunció el entrecejo.
—Es un conjuro muy poderoso, como habéis visto. Podría matarlo.
—No lo haréis —dijo Joram con calma.
—Estoy de acuerdo, milord —añadió Saryon—. Por favor, creo que os interesará el resultado.
—Muy bien —repuso Garald, aunque con evidentes reticencias.
Intercambiaron las espadas obedientemente; luego él y Joram volvieron a ocupar de nuevo sus anteriores posiciones.
—Halcón, ataca —ordenó Garald.
Al instante, la plateada hoja de su espada refulgió a la luz del sol, alzándose en el aire como el ave cuyo nombre llevaba en dirección a su víctima. Joram se defendió con la Espada Arcana, con movimientos torpes y desmañados comparados con los del arma del príncipe, cuyos poderes habían sido aumentados mágicamente. La hoja plateada se deslizó hacia el corazón del muchacho, siendo rechazada en el último instante y desviándose como si hubiera chocado contra un escudo de hierro.
—¡Ahhh! —gritó Garald. Bajando el arma, se frotó el brazo que se estremecía a causa del choque. Dirigió la vista a Saryon—. Me parece que esto es lo que queríais que viera. Muy bien, ¿por qué funciona con él? ¿Conoce a su dueño?
—En absoluto, milord —respondió el catalista, satisfecho por el éxito de su experimento—. Ahora comprendo una afirmación que leí en uno de los antiguos textos. Decía que las espadas hechas de piedra–oscura eran empuñadas por legiones de muertos. No hice caso, creyendo que era una leyenda extravagante de fantasmas y espíritus. Pero ahora me doy cuenta de que los antiguos Hechiceros se estaban refiriendo a legiones de hombres que, como Joram, están Muertos. Tiene que ser utilizada por alguien que posea muy poca o ninguna magia capaz de actuar contra la energía de la espada.
—Fascinante —comentó Garald, contemplando el arma con respeto—. Esto permite que aquellos que, de otra forma, serían poco menos que inútiles en una batalla contra magos se conviertan en un ejército poderoso.
—Y requiere un mínimo de adiestramiento, milord —dijo Saryon, interesándose cada vez más por el tema. Sus pensamientos corrían como el mercurio—. Al contrario que los Señores de la Guerra, cuyo entrenamiento empieza prácticamente desde el momento en el que nacen, a los guerreros que utilizan armas de piedra–oscura se les puede enseñar a usarlas en cuestión de semanas. Además, no necesitan catalistas…
Saryon se detuvo bruscamente, dándose cuenta de que había hablado demasiado.
Pero Garald captó lo que quería decir inmediatamente.
—¡No, estáis equivocado! —exclamó, excitado—. Quiero decir que sí, que tenéis razón… hasta cierto punto. Las armas hechas de piedra–oscura no requieren un catalista para funcionar; pero vos hablasteis de darle Vida a la espada cuando fue forjada, Saryon. ¿Qué sucedería si le dieseis Vida ahora? ¿No aumentaría eso sus poderes?
—¡Debería! —dijo Joram, ansioso—. Probemos.
—¡Sí! —aprobó Garald, alzando su espada de nuevo.
—¡No! —replicó Saryon.
Ambos se volvieron para mirarlo: Joram, enojado; Garald, decepcionado.
—Padre, reconozco que esto es difícil para vos… —empezó a argumentar con tacto.
—No —repitió Saryon en voz baja y hueca—. No, Alteza. Cualquier otra cosa que me pidierais os la otorgaría, si pudiera. Pero no volveré a hacer eso nunca más.
—¿Se trata de un juramento hecho a vuestro dios? —no pudo evitar Joram preguntar con amargura.
—Un juramento hecho a mí mismo —replicó Saryon en un susurro.
—¡Oh, por el amor de…! —empezó Joram, pero Garald intervino con voz tranquila.
—Era por curiosidad, nada más —dijo el príncipe, encogiéndose de hombros. Se volvió hacia Joram—. Ciertamente, no tiene por qué afectar tu utilización de la espada. No puedes estar seguro de que tendrás a un catalista contigo cuando te veas obligado a utilizarla. Vamos, probémosla con magia más poderosa. Lanzaré un conjuro de protección a mi alrededor y veremos si puedes atravesarlo. Padre, si pudierais facilitarme Vida…
Saryon otorgó Vida al príncipe, sintiendo un auténtico placer al verter la magia del mundo en tan noble recipiente. Incluso tuvo la satisfacción de ver que Joram luchaba por contener su ira y lo conseguía finalmente. Sentándose de nuevo entre los almohadones, el catalista pudo contemplar y disfrutar de la contienda entre ambos, aprendiendo muchas más cosas de la Espada Arcana mientras lo hacía. Pero sabía en su corazón que había perdido un punto en la opinión de Garald; un guerrero hasta la médula, el príncipe no podría comprender lo que él debería considerar una remilgada renuencia del catalista a otorgar Vida a la espada.
Para Garald era una herramienta, nada más. No la veía como un objeto siniestro, como el destructor de vida que Saryon percibía cuando contemplaba aquella horrenda arma.
En cuanto a lo que pensaba Joram, Saryon creía con tristeza que nada de lo que pudiera hacer podía hundirlo aún más en la opinión del muchacho.
Tras practicar durante varias horas, Joram, el príncipe y Saryon regresaron al campamento. Durante el resto de su estancia, Garald fue constantemente amable con el catalista, pero nunca volvió a invitar a Saryon a regresar a la «arena» con él y con Joram.
La semana transcurrió sin incidentes. Joram y Garald se entrenaron con las espadas; Saryon mantuvo varias interesantes discusiones filosóficas y religiosas con el Cardinal Radisovik; Simkin se dedicó a importunar al cuervo (el exasperado pájaro terminó por arrancarle al joven un pedazo de oreja, ante el regocijo de todo el mundo); Mosiah se pasó los días hojeando pensativo libros que había encontrado en la tienda de Garald, estudiando los dibujos y devanándose los sesos con aquellos misteriosos símbolos que le decían tantas cosas a Joram pero que no eran más que un galimatías sin sentido para él. Al atardecer, el príncipe y sus invitados se reunían, para jugar al tarot o discutir la forma de entrar en Merilon y cómo sobrevivir una vez que estuvieran en el interior de la ciudad.
—Simkin puede haceros cruzar la Puerta —dijo Garald una noche, la víspera de su partida.
Mosiah y Joram estaban sentados en el interior de la lujosa tienda del príncipe, descansando tras una deliciosa cena. Aquel período idílico estaba llegando a su fin; cada uno de los muchachos pensaba con pena que al día siguiente por la noche estarían luchando con las plantas Kij y quizá con otros monstruos más terribles en aquellos extraños bosques de tan mal augurio. Los esplendores de Merilon parecían de repente algo soñado y lejano; y era difícil tomar en serio la idea de que había peligro en un lugar tan lejano.
Al ver algo de todo esto reflejado en sus rostros, la voz de Garald se tornó más seria.
—Simkin conoce a todo el mundo en Merilon y todo el mundo lo conoce a él…, lo que, en algunos casos, puede hacer que las cosas resulten más interesantes.
—¿Queréis decir que esas… esas extravagantes historias suyas son ciertas, milord? ¿Llevasteis de verdad un oso auténtico a un baile de disfraces? —se le escapó a Mosiah, sin darle tiempo a recapacitar—. Os pido disculpas, Alteza —empezó a decir, sonrojándose de vergüenza.
Pero el príncipe asintió con la cabeza.
—Ah, os ha contado eso, ¿verdad? ¡Pobre Padre! —sonrió Garald con una mueca—. Desde entonces se niega a llevar corbata en presencia de un oficial de la marina o de cualquiera que vaya disfrazado de oso. Pero, volviendo a asuntos más serios…
»Saryon tiene mucha razón cuando os advierte que no vayáis a Merilon. Es peligroso —continuó el príncipe—, y no debéis descuidar la guardia jamás. El peligro está presente allí, no tan sólo para Joram, que es uno de los Muertos vivientes y como tal puede ser sentenciado a muerte física; también hay peligro para ti, Mosiah. Se te considera un rebelde. Huiste de casa y has vivido con los Hechiceros de las Artes Arcanas. Entraréis en Merilon fraudulentamente; si os cogen, seréis condenados a las mazmorras de Duuk–tsarith, y pocos salen de esos lugares como entraron. También existe un gran peligro para el mismo Saryon, que ha vivido en Merilon durante varios años y podría ser reconocido con facilidad…
»No, Joram, no estoy intentando evitar que vayas —se interrumpió Garald al ver que el muchacho torcía el gesto enojado—. Te estoy diciendo que seas precavido. Sé cauteloso. Por encima de todo, debes estar siempre alerta. Particularmente acerca de una persona.
—¿Os referís al catalista? —inquirió Joram—. Ya sé que a Saryon lo envió el Patriarca Vanya…
—Me refiero a Simkin —dijo Garald en tono grave, sin el menor rastro de una sonrisa.
—¿Ves?, ¡te lo dije! —murmuró Mosiah dirigiéndose a Joram.
Casi como si supiera que estaban hablando de él, Simkin alzó la voz, y cada uno de los que estaban sentados en la tienda se volvió para mirarlo. Él y el catalista estaban junto al fuego, habiéndose ofrecido Simkin a idear un disfraz que permitiría al catalista entrar en Merilon sin ser reconocido. En aquellos momentos estaba llevando a cabo ciertos hechizos sobre el Padre Saryon, que esencialmente no hacían más que amargarle la vida al pobre hombre.
—¡Ya lo tengo! —Simkin lanzó un gritito—. Entraríais y saldríais sin que se os prestara la menor atención, además seríais útil para llevar nuestro equipaje.
Agitó una mano en el aire y pronunció una palabra. El aire se estremeció alrededor del catalista y la apariencia de Saryon cambió. De pie junto al fuego, en el lugar del infortunado catalista, había un enorme asno gris de aspecto abatido.
—¡Ese estúpido! —exclamó Mosiah, poniéndose en pie de un salto—. ¿Por qué no deja al pobre hombre tranquilo? Iré…
Garald puso una mano sobre un brazo de Mosiah, sacudiendo la cabeza.
—Yo lo arreglaré —dijo.
Volviendo a sentarse de mala gana, Mosiah vio que el príncipe le hacía una señal con la mano al Cardinal Radisovik, que estaba allí cerca, observando.
—¿Qué es lo que habéis dicho, Padre? —preguntó Simkin.
El asno lanzó un rebuzno.
—¿No os gusta? ¡Después de todas las molestias que me he tomado! ¡Cielos! —Levantó una de las caídas orejas grises del asno—. ¡Tenéis un oído magnífico! Apostaría a que podéis oír caer un fardo de heno a cincuenta pasos. Sin mencionar que ahora podéis hacer girar un ojo hacia atrás al mismo tiempo que giráis el otro hacia adelante. Podéis ver hacia donde vais y hacia donde habéis estado simultáneamente.
El asno rebuznó de nuevo, mostrando los dientes.
—Y los niños os querrán tanto… —siguió Simkin, zalamero—. Podríais llevar a esos queridos pequeñuelos a dar paseos. Bueno, si vais a ser tan quisquilloso… Tomad.
El asno desapareció y reapareció Saryon, aunque en una posición un tanto embarazosa, ya que estaba a cuatro patas, apoyado sobre manos y rodillas.
—Tendré que pensar en alguna otra cosa —dijo Simkin, de mal humor—. ¡Ya está! —Chasqueó los dedos—. ¡Una cabra! Nunca nos faltará leche…
En aquel momento intervino el Cardinal Radisovik. Mencionando algo acerca de que debía discutir asuntos eclesiásticos con Saryon, ayudó al catalista a ponerse en pie y lo condujo a su tienda. Desgraciadamente, Simkin lo siguió.
—Además nunca os habríais de preocupar por encontrar comida —se lo oyó decir, persuasivo, apagándose poco a poco su voz—. Podríais comer cualquier cosa…
—Sabéis algo sobre Simkin, ¿verdad, Alteza? —preguntó Mosiah, volviéndose hacia el príncipe—. Conocéis su juego. ¿Qué está tramando?
—Su juego… —repitió el príncipe, pensativo, intrigado por la pregunta—. Sí —dijo tras pensarlo un momento—; creo que conozco su juego.
—Entonces, ¡decídnoslo! —exclamó Mosiah con vehemencia.
—No, no creo que lo haga —dijo Garald, con la vista clavada en Joram—. No lo comprenderíais, y podría reducir vuestra vigilancia.
—¡Pero debéis hacerlo! Qui… quiero decir, deberíais…, Alteza —corrigió Mosiah con poca convicción, dándose cuenta de que había dado una orden a un príncipe—. Si Simkin es peligroso…
—¡Bah! —Joram frunció el entrecejo, enojado.
—Oh, realmente, es peligroso —dijo Garald con suavidad—. Recordadlo. —El príncipe se puso en pie—. Y ahora, si queréis disculparme, será mejor que rescate al pobre Saryon, antes de que nuestro amigo haga brotar de él espinas y me destrocen la tienda del Cardinal.
La cuestión del disfraz del catalista quedó arreglada rápidamente, sin necesidad de convertirlo en una cabra. Por sugerencia del príncipe, el Padre Saryon se convirtió en el Padre Dunstable, un Catalista Doméstico de poca importancia, quien, según Simkin, había abandonado Merilon hacía más de diez años.
—Un manso ratoncillo —recordó Simkin—. Un hombre a quien nadie recuerda a los cinco segundos de haberle sido presentado y mucho menos diez años después.
—Y si alguien se acuerda de él después de una ausencia de diez años, siempre esperarán que haya cambiado algo —añadió Garald, tranquilizador, observando que Saryon no estaba satisfecho con la idea—. No tendréis que actuar de manera diferente, Padre. Vuestros rostro y cuerpo serán diferentes, eso es todo; interiormente seréis el mismo.
—Pero tendré que presentarme en la Catedral, Alteza —argumentó Saryon, tozudo; el temor podía más que su deseo de no oponerse al príncipe, algo que el príncipe observó y le hizo preguntarse de nuevo qué terrible secreto encerraba aquel hombre en su corazón—. Las idas y venidas de los catalistas están registradas con detalle…
—No necesariamente, Padre —intervino Radisovik con suavidad—. Hay más de uno que se desvanece en las grietas burocráticas, por así decirlo. Un Catalista Doméstico de poca importancia, como este Padre Dunstable, que se traslada con la familia a la que sirve a una región lejana, podría muy bien perder el contacto con su Iglesia durante un cierto número de años.
—Pero ¿por qué debería yo…, quiero decir el Padre Dunstable…, regresar a Merilon? Os pido disculpas, Eminencia —dijo Saryon humildemente aunque con persistencia—, pero el príncipe ha insistido en el peligro que corremos…
—Ése es un punto excelente, Padre —repuso Garald—. Hay un gran número de razones para vuestro regreso: por ejemplo, al mago al que servíais se le metió en la cabeza unirse a esa escoria rebelde de Sharakan, por ejemplo, y lo abandonasteis, dejándolo a su suerte.
—Esto es serio, milord —aventuró Radisovik un suave reproche.
—Yo también —contestó Garald con frialdad—. Pero quizás eso atraería demasiada atención hacia vos, Padre. ¿Qué os parece esto? El mago muere; su viuda regresa a Zith–el para vivir con sus padres. No hay lugar para vos entre el personal de su padre, y por lo tanto vos, Padre Dunstable, sois despedido de su servicio. Con un sentido agradecimiento y buenas referencias, desde luego.
El Cardinal Radisovik meneó la cabeza con aprobación.
—Si comprobaran vuestra historia —dijo, viendo reflejado en el rostro de Saryon su siguiente argumento—, lo cual dudo, ya que hay cientos de catalistas que van y vienen desde la Catedral cada día, tardarían meses en localizar a lord Quienquiera Que Sea y descubrir la verdad.
—Y para entonces —concluyó el príncipe en un tono que indicaba que el asunto quedaba zanjado—, vosotros estaréis con nosotros en Sharakan.
Notando un ligero tono de irritación asomándose en aquella noble voz, Saryon inclinó la cabeza en señal de asentimiento, temiendo que si prolongaba la discusión podía despertar sospechas. Tuvo que admitir que el príncipe y el Cardinal tenían razón; habiendo pasado quince años de su vida en la Catedral, Saryon había dedicado muchas tardes a contemplar la hilera de catalistas recién llegados que subían lentamente las escaleras de cristal y atravesaban las puertas, también de cristal. Cada catalista, bajo la mirada aburrida de algún pobre Diácono, inscribía su nombre en un registro que raras veces, si es que alguna vez ocurría, era vuelto a examinar. Después de todo, si uno pasaba el escrutinio de los Kan–Hanar —los Guardianes de las Puertas de Merilon—, ¿quién era la Iglesia para ponerle pegas? La idea misma de que un catalista pudiera entrar furtivamente en la ciudad bajo un disfraz quedaba tan alejada de su pensamiento que debía de parecer grotesca.
Sin embargo, existía una persona que podría tener una razón para esperar el regreso de Saryon a Merilon, pensó el catalista con desaliento, posando la mano en la piedra–oscura que colgaba de su cuello. Se preguntó, lleno de temor, qué acciones llevaría a cabo el Patriarca Vanya para encontrarlo, y casi empezó a lamentar no haberse convertido en un asno…
A la mañana siguiente, todo el mundo se levantó antes del amanecer. Ahora que había llegado el momento de partir, todos estaban ansiosos por emprender sus diferentes viajes. Los jóvenes y Saryon se dispusieron a despedirse del príncipe y su séquito, que partían también aquel día para continuar su viaje con destino al pueblo de los Hechiceros.
—Todo está bien si acaba bien —comentó Simkin mientras terminaban su desayuno—, como decía el conde d’Orleans refiriéndose a lady Magda. Hablaba de ella en pasado, desde luego.
—¡Simkin es tonto! —graznó el cuervo, posándose sobre la cabeza de Simkin.
—No es un final, sino un principio, confío —dijo el príncipe Garald, sonriendo a Joram.
El muchacho casi, pero no del todo, le devolvió la sonrisa.
—Y ahora —prosiguió el príncipe—, antes de la tristeza de las despedidas, tengo que desempeñar la agradable tarea de entregaros los Regalos para el Viaje…
—Mi señor, eso no es necesario —murmuró Saryon, sintiendo que su culpa lo asaltaba una vez más—. Habéis hecho ya más que suficiente por nosotros…
—No me quitéis ese placer, Padre —lo interrumpió Garald, poniendo su mano sobre la del catalista—. Hacer regalos es una de las cosas más agradables que tiene el ser el hijo de un rey.
Acercándose a Mosiah, el príncipe dio una palmada y luego extendió las manos para recoger un libro que se materializó en el aire.
—Eres un mago poderoso, Mosiah. Más poderoso que muchos Albanara que conozco; y ello no es algo extraño. Durante mis viajes, he descubierto que muchos de nuestros magos realmente poderosos están naciendo en los campos y en los callejones, no en los nobles salones. Pero la magia, como todos los demás dones de Almin, requiere un estudio disciplinado para ser perfeccionada o de lo contrario entrará y saldrá de tu interior como el vino en un borracho.
El príncipe lanzó una ojeada en dirección a Simkin, que, en aquel momento, le estaba pellizcando la cola al cuervo.
—Estudia esto con atención, amigo mío.
El príncipe depositó el libro en las temblorosas manos del muchacho.
—Gra… gracias, Alteza —tartamudeó Mosiah, enrojeciendo y deseando que fuera tomado por turbación.
Pero Garald comprendió el verdadero motivo y se dio cuenta de que enrojecía de vergüenza.
—El viaje hasta Merilon es largo —dijo con suavidad—. Y tienes un amigo que será muy feliz de enseñarte a leer.
Mosiah siguió la mirada del príncipe, que fue a posarse en Joram.
—¿Es eso verdad? ¿Lo harás? —preguntó.
—¡Claro! ¡No sabía que querías aprender! —respondió Joram, impaciente—. Deberías haberme dicho algo.
Mosiah tomó el libro, apretándolo con fuerza entre las manos.
—Gracias, Alteza —repitió.
Ambos intercambiaron una mirada y, por un instante, el Mago Campesino y el noble se compenetraron perfectamente.
Garald se volvió.
—Ahora, Simkin, viejo amigo…
—Nada para mí, Alteza. Lo digo en serio. No aceptaré nada en absoluto. Bueno… —Simkin lanzó un suspiro, al ver que el príncipe iba a decir algo—, si insistes. Quizás una o dos de las joyas más valiosas del reino…
—Para ti —pudo finalmente intercalar Garald, y le entregó a Simkin un juego de cartas de tarot.
—¡Qué delicioso! —dijo Simkin, intentando ahogar un bostezo.
—Cada carta está pintada a mano por mis propios artesanos —observó Garald—. Están hechas al estilo antiguo, sin utilizar magia. El juego es, por lo tanto, muy valioso.
—Muchísimas gracias, amigo —manifestó Simkin con voz lánguida.
Garald levantó una mano.
—Observarás que tengo algo en la mano. Algo que le falta a tu juego de cartas.
—La carta del Bufón —dijo Simkin, mirándola con atención—. Qué divertido.
—La carta del Bufón —repitió Garald, jugueteando con ella—. Guíalos bien, Simkin.
—Te aseguro, Alteza —dijo Simkin con la mayor seriedad—, que no podrían estar en mejores manos.
—Tampoco tú —replicó Garald. Cerró los dedos sobre la carta y ésta desapareció. Nadie habló, mientras se miraban los unos a los otros, incómodos. Entonces el príncipe lanzó una carcajada—. Tan sólo se trata de una broma mía —dijo, dándole una palmada a Simkin en la espalda.
—Ja, ja —le hizo eco Simkin, pero su risa sonaba hueca.
—Y ahora vos, Padre Saryon —dijo Garald, colocándose frente al catalista, que permanecía con los ojos clavados en sus zapatos—. No tengo nada de valor material para daros. —Saryon levantó la vista aliviado—. Me doy cuenta de que tampoco os gustaría de todos modos; pero sí tengo algo parecido a un regalo, aunque es más un regalo para mí que para vos. Cuando vengáis a Sharakan con Joram —Saryon observó que el príncipe siempre hablaba de ello como algo seguro—, quiero que paséis a formar parte de mi servicio.
¡Catalista en la corte! Saryon lanzó de forma involuntaria una rápida mirada al Cardinal Radisovik, quien le sonrió para darle ánimos.
—Esto… —balbució Saryon, aclarándose la garganta—, esto es un honor inesperado, Alteza. Un honor demasiado grande para alguien que ha infringido los preceptos de su fe.
—Pero no demasiado grande para alguien que es leal, para alguien que es compasivo —terminó el príncipe Garald con voz amable—. Como he dicho, el regalo es para mí. Espero con ansia el día, Padre Saryon, en el que podré pediros de nuevo que me otorguéis Vida.
Apartándose del catalista, Garald llegó, al fin, frente a Joram.
—Sé que tampoco tú quieres nada —observó el príncipe, sonriente.
—Tal como ha dicho el catalista, nos habéis dado suficiente —dijo Joram con voz uniforme.
—Nos habéis dado suficiente, Alteza —repitió el Cardinal con severidad.
El rostro de Joram se ensombreció.
—Sí, bien… —Garald luchó por no perder la seriedad—, parece que estás predestinado a tener que aceptar cosas de mí, Joram.
Una vez más, el príncipe extendió las manos. Se produjo un destello en el aire, por encima de sus palmas extendidas, que empezó a fundirse, tomando la forma de una funda de espada, trabajada a mano. Había unos caracteres rúnicos grabados en oro sobre ella, pero, aparte de esto, no aparecía ningún otro símbolo. El centro de la funda estaba en blanco.
—Lo he dejado así a propósito, Joram —dijo el príncipe—, de modo que puedas hacer dibujar el escudo de tu familia más tarde. Ahora deja que te muestre cómo funciona.
»Está pensada especialmente para ti —continuó Garald con orgullo, exhibiendo las características de la vaina—. Estos tirantes se atan alrededor del pecho de esta forma, de modo que puedas llevarla a la espalda, escondida debajo de tus ropas. Las runas que lleva grabadas en la piel hacen que la espada se encoja de tamaño, reduciéndose de peso también, cuando está dentro de la vaina, lo cual te permite llevarla encima en todo momento.
»Eso es de la mayor importancia, Joram —añadió el príncipe, mirando al joven muy seriamente—. La Espada Arcana es a la vez tu mejor protección y tu mayor peligro. Llévala siempre; no se la menciones a nadie. No reveles su existencia; y utilízala únicamente si peligra tu vida.
Lanzó una mirada a Mosiah.
—O para proteger las vidas de otros.
Los claros ojos castaños del príncipe regresaron a Joram, y Garald vio, por vez primera, cómo se hacía añicos su pétrea fachada.
Joram contempló la funda atentamente, sus ojos llenos de anhelo, deseo y gratitud.
—No… no sé qué… decir —balbuceó con voz entrecortada.
—¿Qué te parece «Gracias, Alteza»? —preguntó Garald en voz baja, y depositó la funda en las manos de Joram.
El fuerte olor del cuero invadió la nariz de Joram. Deslizó las manos por la lisa superficie, posándolas en las intrincadas runas y examinando el complejo trabajo realizado en el cuero. Levantando los ojos, vio que el otro le miraba fijamente, divertido, pero también expectante, seguro de la victoria.
Joram sonrió.
—Gracias, amigo mío. Gracias…, Garald —dijo resueltamente.