—¿Dónde está Joram? —preguntó el catalista cuando el príncipe regresó al claro mágico. Los ojos del catalista se abrieron desmesuradamente, alarmados, al ver el pálido rostro de Garald, sus embarradas ropas y las manchas de sangre sobre su blanca camisa, donde una de las heridas se había abierto durante la lucha con Joram.
—Tranquilizaos, Padre —dijo Garald con voz fatigada—. Está allí detrás, en el bosque. Hemos… tenido una pequeña charla… —El príncipe sonrió, pesaroso, contemplando sus desgarradas ropas—. Necesita tiempo para pensar; al menos, espero que esté recapacitando.
—¿No le sucederá nada, estando solo? —insistió Saryon, dirigiendo la vista hacia el bosque.
Por encima de los árboles se veían unas nubes grises que cruzaban el cielo. Al noroeste, unas masas nubosas más oscuras empezaban a formarse; el viento había cambiado de dirección y ahora soplaba más caliente. Pero el aire mismo resultaba pesado, cargado de humedad: lluvia casi con toda seguridad, nieve al anochecer.
—No le pasará nada —tranquilizó Garald al catalista, pasándose una mano por los húmedos cabellos—. No hemos visto huellas de centauros en estos bosques. Además, no está solo; no en la realidad.
El príncipe echó una mirada en derredor del campamento.
Siguiendo su mirada, Saryon comprendió inmediatamente lo que quería decir. Sólo uno de los Duuk–tsarith estaba presente, pero, en lugar de sentirse confortado, el catalista pareció aún más preocupado.
—Perdonadme, Alteza —vaciló Saryon—, pero Joram es… es un criminal. Sé que nos ha oído hablar. —Señaló con una mano la silenciosa y enlutada figura—. Nada escapa a su atención. ¿Qué…?
—¿Qué les impide desobedecerme y llevar a Joram a Merilon? Nada. —Garald se encogió de hombros—. La verdad es que no podría detenerlos; pero como mi guardia personal que son, han jurado serme leales hasta la muerte. Si me traicionaran y se llevaran al muchacho en contra de mis órdenes, no recibirían la bienvenida propia del héroe. Muy al contrario. Al haber roto su juramento, recibirían el castigo más severo que existe en su Orden, y lo que pueda ser esa pena, entre gente tan estricta… —el príncipe se estremeció—, no me atrevo ni a suponerlo. No —concluyó con una sonrisa y un encogimiento de hombros—; Joram no vale tanto para ellos.
«Joram no; pero el Príncipe de Merilon ciertamente sí lo vale», pensó Saryon. Tendría que guardar su secreto aún con mayor cuidado.
El príncipe se retiró a su tienda y Saryon volvió a sentarse junto a los cálidos estanques formados por el manantial, observando que Radisovik, a una señal de Garald, seguía a éste al interior de la tienda. El Duuk–tsarith que quedaba visible permaneció allí de pie y silencioso, mirando a la nada y a todo desde debajo de su negra capucha. Repantigado sobre la hierba junto a las hirvientes aguas, Simkin se dedicaba a importunar al cuervo, intentando hacerlo hablar a cambio de un pedazo de salchicha.
—Vamos ya, pájaro miserable —decía Simkin—. Repite después de mí: «El príncipe es tonto. El príncipe es tonto». Dilo por Simkin, y Simkin te dará este hermoso pedazo de salchicha.
El pájaro contempló a Simkin gravemente, con la cabeza ladeada a un costado, pero no emitió ni un graznido.
—¡Cállate, idiota! —susurró Mosiah, dirigiéndose a Simkin, no al pájaro. Señaló hacia la tienda de seda—. ¿No tenemos bastantes problemas?
—¿Qué? ¡Oh!, ¿Garald? ¡Bah! —Simkin hizo una mueca, mesándose la barba—. Lo encontrará divertidísimo. Él es también bastante bromista. Una vez trajo un oso de verdad a un baile de disfraces en la corte; lo presentó como el Capitán Noseblower, de la Marina Real de Zith–el. Deberías haber visto al Rey, manteniendo una educada conversación con el supuesto capitán y esforzándose por hacer como si no se diera cuenta de que el oso le estaba comiendo la corbata. De todas formas, el oso perdió el premio al mejor disfraz. Ahora, demonio de ojos rojos surgido del infierno… —Simkin clavó su severa mirada en el cuervo—, di «¡El príncipe es tonto! ¡El príncipe es tonto!»
Simkin hablaba con un agudo y pajaril graznido. El ave alzó una pata de color amarillo y se rascó el pico en lo que podría haberse tomado por un gesto despectivo.
—¡Pájaro estúpido! —comentó Simkin, malhumorado.
—¡Simkin es tonto! ¡Simkin es tonto! —gritó el cuervo.
Aleteó, dio un salto desde el suelo, atrapó el trozo de salchicha que el joven sostenía en la mano y se llevó su trofeo a un árbol cercano.
Simkin se echó a reír alegremente, pero la preocupada expresión de Mosiah no hizo más que acrecentarse. Se acercó a Saryon y le dirigió una aprensiva mirada al Duuk–tsarith; luego dijo en voz baja:
—¿Qué creéis que va a suceder? ¿Qué planea hacer el príncipe con nosotros?
—No lo sé —respondió Saryon con voz seria—. Una gran parte depende de Joram.
—¡Cielos! Nos colgarán a todos, entonces —repuso Simkin, de buen humor, andando con rapidez hasta sentarse junto al catalista—. Los dos han tenido una terrible disputa esta mañana. El príncipe le ha arrancado la carne de los huesos a nuestro amigo y la ha colgado a secar, mientras nuestro siempre discreto Joram le decía a su Alteza que…
Simkin no mencionó la palabra, pero indicó la parte del cuerpo a la que se refería.
—¡En nombre de Almin! —dejó escapar Mosiah, poniéndose pálido.
—Reza todo lo que quieras, pero dudo que sirva de ayuda —dijo Simkin en tono lánguido. Introdujo una mano en las aguas calientes—. Deberíamos considerarnos afortunados de que únicamente le dijera a Su Alteza que…, ya sabéis…, y no lo convirtiera en uno, como le sucedió al infortunado conde d’Chambray. Ocurrió durante una pelea con el barón Roethke; el conde gritó: «¡Sois un…!». El barón gritó: «¡Vos otro!». Agarró a su catalista, lanzó un hechizo y allí quedó el conde, convertido en uno, justo enfrente de las señoras y de todo el mundo. Un espectáculo repulsivo.
—¿Crees que eso es verdad? —preguntó Mosiah, preocupado.
—¡Lo juro por la tumba de mi madre! —afirmó Simkin con un bostezo.
—No, no me refiero al conde —explotó Mosiah—. Quiero decir Joram.
Los ojos del catalista se dirigieron al bosque.
—No me extrañaría —contestó, sombrío.
—La horca no es una mala forma de morir —observó Simkin, tendiéndose cuan largo era sobre la hierba, los ojos puestos en la congregación de nubes que había sobre sus cabezas—. Aunque ¿existe alguna forma buena? Ésa es la cuestión.
—Ya no se cuelga a la gente —dijo Mosiah, irritado.
—Ah, pero podrían hacer una excepción en nuestro caso —replicó Simkin.
—¡Simkin es tonto! ¡Simkin es tonto! —graznó el cuervo desde las ramas que había sobre sus cabezas, brincando más cerca con la esperanza de conseguir más salchicha.
«¿Es tonto? —se preguntó Saryon—. No —decidió el catalista, inquieto—. Si lo que ha dicho es correcto y Joram ha insultado al príncipe, entonces, por una vez en su vida y probablemente sin siquiera darse cuenta de ello, Simkin ha dicho la verdad».
La tormenta estalló a media tarde. La lluvia caía a borbotones desde unas nubes tan bajas que parecía como si las hubiesen pinchado los largos y espigados árboles. Con el Cardinal facilitándole Vida, el príncipe utilizó su magia para crear un escudo invisible sobre el claro, protegiéndolos de aquel diluvio. Para obtener la energía suficiente para llevar a cabo aquel conjuro, no obstante, fue necesario que Garald eliminara los manantiales de agua caliente. Saryon vio desaparecer los estanques de agua hirviendo con pena; el escudo los mantenía secos, pero no era especialmente cálido. Y el catalista tenía una extraña sensación cuando miraba hacia arriba y veía cómo la lluvia los azotaba sin tocarlos; como lanzas acuosas que eran repentinamente rechazadas y apartadas a un lado por un escudo que no podía verse.
—Encuentro que falta el calor que despedían los manantiales. Pero esto es mucho mejor que estar confinado en una tienda sofocante todo el día; ¿no estáis de acuerdo, Padre? —preguntó Garald en un tono familiar—. Bajo el escudo podemos movernos, al menos, al aire libre. Acercaos más al fuego, Padre, si tenéis frío.
Saryon no estaba de humor para hablar; no obstante, se acercó para sentarse junto al fuego e incluso consiguió musitar una respuesta educada. Su mirada se desviaba continuamente, a través de la cortina de agua, en dirección al bosque. Habían pasado las horas y Joram no había regresado.
El Cardinal también intentó iniciar una conversación con Saryon, pero pronto se dio por vencido, viendo la preocupada expresión del catalista. Radisovik dirigió una significativa mirada al príncipe y se retiró a su tienda a estudiar y meditar.
Reunidos cerca del fuego, Garald, Mosiah y Simkin empezaron a jugar al tarot. El juego empezó siendo un poco aburrido. Mosiah estaba intimidado por el hecho de jugar a las cartas con un príncipe que no sabía cómo sujetar los naipes, que los dejó caer dos veces seguidas, que repartió mal en una ocasión y que incurrió en tan manifiestos errores durante el juego, que Simkin sugirió que el cuervo ocupara su lugar. Pero Garald, sin perder por ello su dignidad o el aire tranquilo y regio que lo envolvía, pronto hizo que Mosiah se sintiera tan relajado y cómodo que el joven incluso se atrevió a reír en presencia del príncipe y, en una ocasión, hizo una débil y tímida tentativa de contar un chiste.
Saryon observó, incómodo, no obstante, que Garald se las componía para llevar la conversación más de una vez hacia Joram, exhortando a Mosiah —durante las pausas del juego— a contarle historias de la infancia de ambos. No habiendo conseguido vencer nunca de verdad su añoranza del hogar, Mosiah se sintió encantado de recordar sus primeros años en el poblado agrícola. Garald escuchaba todas las historias con una expresión de solemne interés muy halagador para el muchacho, permitiéndole a veces que se desviara del tema, aunque siempre, con una pregunta aparentemente casual, conducía la conversación de nuevo hacia Joram.
«¿Por qué este interés? —se preguntó Saryon con creciente temor—. ¿Sospecha la verdad?»
La mente del catalista retrocedió a su primer encuentro; recordó la manera extraña e intensa con que el príncipe había mirado a Joram, como si estuviera intentando recordar dónde había visto aquel rostro antes. Garald había estado a menudo en la corte de Merilon cuando era niño, y, a Saryon, que se sentía agobiado por su secreto, le parecía que el parecido de Joram con su auténtica madre, la Emperatriz, crecía día a día. Tenía una forma de echar hacia atrás la cabeza en altanero desprecio, un modo de sacudir aquella magnífica, exuberante y salvaje cabellera negra, que hacía que Saryon sintiera deseos de gritarles: «¿No os dais cuenta, estúpidos? ¿Estáis ciegos?».
Quizá Garald sí lo veía. Quizá Garald no estaba ciego. No había duda de que era inteligente, astuto, y de que, a pesar de aquel encanto que desarmaba, era un Albanara, nacido para la política, nacido para gobernar; el estado y sus habitantes eran lo primero en su corazón. ¿Qué haría si conociera o sospechara la verdad? Saryon no podía ni imaginarlo; a lo mejor ni más ni menos que lo que estaba haciendo ahora… hasta que llegara el momento de partir. El catalista meditó hasta que empezó a dolerle la cabeza, pero no consiguió nada. Entretanto, las horas pasaban y la gris y tormentosa tarde se oscureció hasta convertirse en un gris y tormentoso anochecer. La lluvia se transformó en nieve. Y Joram seguía sin regresar.
La partida de cartas se dio por finalizada a la hora de cenar. Comieron un estofado silvestre que el príncipe había confeccionado orgullosamente con sus propias manos, explicando con todo detalle las diferentes hierbas que entraban en la preparación y enorgulleciéndose de haberlas recogido él mismo durante el viaje.
Saryon intentó comer con apetito para no ofender al príncipe, pero acabó pasando subrepticiamente la mayor parte de su cena al cuervo. El Duuk–tsarith que, presumiblemente, había estado vigilando a Joram regresó y el otro marchó a ocupar su lugar. Al menos eso fue lo que Saryon supuso; le era imposible distinguir a los dos centinelas, anónimos bajo sus negras capuchas. El Señor de la Guerra conferenció con Garald. Por las miradas que el príncipe dirigió hacia el bosque, Saryon comprendió el tema de su conversación; sus sospechas se confirmaron cuando el príncipe se acercó a hablar con el catalista inmediatamente después.
—Joram está sano y salvo, Padre —informó Garald—. Por favor, no os preocupéis. Se ha refugiado en una hendidura en la ladera del barranco. Necesita estar solo durante algún tiempo. La herida que le he infligido es profunda, aunque no mortal; y desde luego le hará mucho bien.
A Saryon aquello no lo convenció, como tampoco a Mosiah.
—¿Recordáis aquellas sombrías melancolías que acostumbraban apoderarse de él, Padre? —dijo el muchacho en voz baja, sentándose junto al catalista mientras éste jugueteaba con la comida, que seguía intacta. El cuervo, posado en la mano izquierda del catalista, los miraba con ojos hambrientos—. No ha padecido ninguna recientemente, pero en el pasado lo había visto yacer en su cama durante días, sin comer, sin hablar. Mirando simplemente el vacío.
—Lo sé; y si no ha regresado mañana por la mañana, iremos a buscarlo —dijo Saryon, resuelto.
La nieve seguía cayendo. El príncipe se vio obligado a retirar el escudo protector, porque mantenerlo allí con aquella tormenta los estaba dejando tanto a él como al Cardinal sin energías. Simkin y Mosiah se trasladaron a la enorme tienda del príncipe para pasar la noche; Saryon, por su parte, aceptó la oferta de compartir la de Radisovik.
En cuanto a los Duuk–tsarith, ambos se habían desvanecido, aunque el catalista sabía que estaban por allí, en algún lugar, velando el descanso del príncipe. En qué momento encontraban ellos tiempo para dormir, era algo que el catalista no podía imaginar; había oído rumores de que los Señores de la Guerra poseían la habilidad de hacer dormir su mente y su cuerpo, manteniendo al mismo tiempo una vigilancia incesante. No obstante, aquello parecía improbable y lo descartó considerándolo una leyenda.
Satisfecho de contar con aquel pequeño problema en el que ocupar su mente, apartándola de sus preocupaciones, Saryon consideró el asunto mientras permanecía despierto en la oscuridad, esperando oír el crujido de unos pasos sobre la nieve. Finalmente, se quedó dormido. Pero fue un sueño agitado. Despertándose a menudo en plena noche, se arrastraba sigilosamente hasta la abertura de la tienda y con suavidad, para no despertar al dormido Cardinal, separaba la lona para mirar al exterior.
No tenía ni idea de lo que esperaba ver, ya que la nieve caía tan espesa que apenas si podía distinguir la forma oscura de la tienda del príncipe situada junto a la de ellos. Pero lo que sí observó fue que no era el único que vigilaba. En una ocasión distinguió un destello de luz que salía de la tienda de Garald y le pareció ver, a través de la nieve, la alta figura del príncipe asomándose en la noche.
Por la mañana, la nieve había dejado de caer. Tumbado sobre mullidos almohadones, el catalista contempló cómo la luz de la aurora penetraba lentamente en el interior de su tienda. Imaginó la luz filtrándose por entre las enmarañadas ramas de los árboles cubiertos de nieve, dejando un reluciente rastro a través de la uniforme extensión blanca del exterior.
Hizo intención de cerrar los ojos y se esforzó por dormirse, pero entonces oyó aquello que había estado esperando: pasos.
Con el corazón encogido de alivio, Saryon se puso en pie a toda prisa y apartó a un lado la lona de la puerta. Una vez allí, se detuvo, procurando permanecer oculto.
Joram se hallaba en el centro del claro, cubierto de nieve. Iba envuelto en una pesada capa. ¿De dónde la habría sacado? ¿Se la habrían proporcionado los Duuk–tsarith? Saryon tuvo tiempo de hacerse aquellas preguntas mientras aguardaba, sin aliento, a ver qué hacía Joram.
Andando por sobre la nieve que le llegaba hasta la mitad de las altas botas, Joram se detuvo delante de la tienda del príncipe. Metiendo la mano debajo de la capa, el muchacho sacó la Espada Arcana y la sostuvo en sus manos.
Saryon se agazapó entre las sombras de la tienda, y su alivio se trocó en temor al ver la expresión del rostro de Joram.
El catalista no estaba seguro del cambio que había esperado ver en el joven. ¿Un Joram manso y contrito, solicitando humildemente el perdón de todo el mundo y jurando llevar una vida mejor? No… A Saryon le resultaba imposible imaginar aquello.
¿Un Joram airado y desafiante, decidido a seguir sólo su libre albedrío y predispuesto para que los demás hicieran lo mismo? Esto último era una suposición mucho más realista. Era, de hecho, lo que el catalista esperaba. Se dio cuenta de que aquello le hubiera alegrado en comparación con el Joram que veía en aquellos momentos.
El rostro del muchacho carecía por completo de expresión. Pálido, las mejillas hundidas, los ojos sombríos y ojerosos, Joram esperaba en silencio, inmóvil, en el exterior de la tienda del príncipe, las manos apretando la empuñadura de la espada.
Habiendo oído, sin duda, el mismo ruido de pasos que había alertado a Saryon, Garald salió al exterior y se detuvo frente a la extraña figura que permanecía de pie delante de la tienda. El príncipe no corría peligro. Los Duuk–tsarith estaban muy cerca; su magia desmembraría a Joram antes de que el muchacho hubiera levantado siquiera el arma.
Era Joram quien estaba en peligro, y Garald, sabiéndolo, se movió con lentitud, manteniendo sus manos a la vista.
—Joram —dijo, suave, con amabilidad.
—Alteza.
Joram pronunció las palabras con frialdad, vacías y sin significado, de manera deliberada. Garald dejó caer los hombros en señal de fracaso; dejó escapar un suspiro apenas audible. Entonces pareció como si su paciencia se hubiera agotado; el enojo producido por el arrogante comportamiento del joven se apoderó finalmente de él.
—¿Qué quieres? —preguntó el príncipe Garald con amargura.
Joram apretó los labios con fuerza. Aspiró profundamente y dejó escapar el aire despacio, clavando sus ojos oscuros en algún lugar por encima del hombro del príncipe.
—No tenemos mucho tiempo —dijo, dirigiéndose a la lejanía, a los árboles desnudos, al firmamento que empezaba a iluminarse, al débil disco del sol que empezaba a elevarse en el cielo—. Dijisteis una semana.
Las palabras sonaban tan frías, que a Saryon le sorprendió que, al pronunciarlas, el calor del aliento formara una nube de vaho en el helado aire. Joram tragó saliva. Las manos que apretaban la empuñadura de la Espada Arcana se cerraron con más fuerza.
—Tengo mucho que aprender —continuó.
El rostro de Garald se iluminó con una sonrisa que pareció caldear el claro del bosque más que el manantial de aguas calientes. Hizo un gesto como si fuera a sujetar al muchacho, darle palmadas en la espalda, agarrarlo por los hombros o hacer algo para demostrarle su alegría. Pero Saryon vio cómo Joram tensaba los músculos de las mandíbulas y todo su cuerpo se ponía rígido. El príncipe lo vio también y reprimió su impulsivo movimiento.
—Cogeré mi espada —dijo, y volvió a entrar en su tienda.
Ignorante de que alguien lo estaba espiando —porque el catalista permanecía en completo silencio—, Joram se relajó. Su mirada cambió de dirección, mirando directamente al lugar que había ocupado el príncipe y a Saryon le pareció ver que la severa expresión de su rostro se dulcificaba con una mirada de arrepentimiento. Los labios de Joram se entreabrieron como si fuera a hablar; pero se volvió bruscamente, apretando la boca con fuerza. Cuando el príncipe volvió a salir, ataviado con una capa de pieles y espada en mano, Joram lo recibió con un rostro tan frío e impenetrable como la nieve que cubría el suelo.
«Cómo alarga la mano en busca de amor —se dijo Saryon, con el corazón dolorido—; y sin embargo, cuando otra mano intenta tomar la suya, él la rechaza con violencia».
Los dos se alejaron en silencio, el príncipe dirigiendo la mirada ocasionalmente hacia Joram, éste andando con paso firme, los ojos fijos en su destino. A lo lejos, en la linde del bosque, el catalista vio una sombra que se separaba del tronco de un árbol y se deslizaba lenta e inadvertida en pos de ellos.
Dándose cuenta de que estaba tiritando de frío, Saryon regresó al lecho. Sabía, mientras se acurrucaba entre las mantas, que debería ofrecer una oración a Almin como agradecimiento porque el muchacho hubiera regresado sano y salvo.
Pero Saryon no molestó a su sordo y, quizás, inexistente dios. Rememorando el cambio operado en el comportamiento de Joram y viendo detrás de ello la fija determinación de conseguir su propósito, Saryon no estaba muy seguro de que quisiera dar las gracias.
Se sintió más inclinado a suplicar misericordia.