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—¡Levántate!

La punta de una bota golpeó a Joram en las costillas, con brusquedad. Sobresaltado, medio dormido y latiéndole el corazón con fuerza, el muchacho se sentó retirando las mantas y se echó hacia atrás la enmarañada cabellera negra, apartándola de los ojos.

—Qué…

—He dicho que te levantes —repitió una voz imperturbable.

El príncipe Garald estaba de pie ante Joram, contemplándolo con una agradable sonrisa.

Joram se restregó los ojos y miró a su alrededor. Estaba a punto de amanecer, aunque la única señal de ello era un ligero fulgor en el cielo, que brillaba en el este por encima de las copas de los árboles. Por lo demás, seguía estando oscuro. El fuego se había convertido en un rescoldo; sus compañeros dormían alrededor de él. Dos tiendas hechas de seda, apenas visibles a la débil luz, se alzaban en el extremo del claro, con banderas que ondeaban en sus puntiagudos techos. Las tiendas no estaban allí el día anterior y era, presumiblemente, donde el príncipe y el Cardinal Radisovik habían pasado la noche.

En el centro del claro, cerca del moribundo fuego, permanecía uno de los enlutados Duuk–tsarith, en una postura que Joram hubiera podido jurar que era la misma de la noche anterior. El Señor de la Guerra mantenía las manos cruzadas al frente y tenía el rostro oculto en las sombras. Pero la encapuchada cabeza se hallaba vuelta hacia Joram; como lo estaban, también, los invisibles ojos.

—¿Qué sucede? ¿Qué queréis? —preguntó Joram, mientras deslizaba una mano hacia la espada, oculta debajo de la manta.

—¿Qué queréis, Alteza? —lo corrigió el príncipe con una amplia sonrisa—. Eso se te atraganta, ¿verdad, muchacho? Sí, trae el arma —añadió, aunque Joram había creído que no había advertido sus movimientos.

Contrariado, Joram sacó la Espada Arcana de debajo de la manta, pero no se puso en pie.

—Os he preguntado qué queríais…, Alteza —dijo fríamente, frunciendo los labios en una mueca.

—Si vas a usar esa arma… —el príncipe lanzó una mirada a la espada con divertida repugnancia—, lo mejor será que aprendas a utilizarla adecuadamente. Ayer pude haberte ensartado como un pollo en lugar de desarmarte simplemente. Cualesquiera que sean los poderes que esa espada posee… —Garald la contempló con más atención—, no servirán de mucho si se halla caída en el suelo a tres metros de ti. Vamos. Sé de un lugar en el bosque donde podemos practicar sin molestar a los otros.

Joram vaciló, mientras estudiaba al príncipe con sus oscuros ojos, tratando de adivinar los verdaderos propósitos que se ocultaban detrás de aquella demostración de interés.

«Sin duda quiere conocer más cosas sobre la espada —pensó Joram—. Quizá quiera quitármela incluso. Cuánto encanto posee, casi como Simkin. Me dejé engañar por él anoche. Pero eso no sucederá hoy. Seguiré con esto si realmente puedo aprender algo; si no, lo dejaré. Y si intenta coger la espada, lo mataré».

Anticipándose al frío aire, Joram extendió el brazo para tomar su capa, pero el príncipe puso un pie sobre ella.

—No, no, amigo mío —rechazó Garald—, pronto habrás entrado en color. Te encontrarás incluso muy acalorado.

Una hora más tarde, tumbado cuan largo era sobre su espalda en el helado suelo, sin aliento y corriéndole un hilillo de sangre por la comisura de los labios, Joram ya no pensaba en su capa.

La hoja de acero de la espada del príncipe chocó contra el suelo, cerca de él, tan cerca que se encogió, asustado.

—Justo a través de la garganta —observó Garald—. Y ni siquiera la viste venir…

—No fue una lucha justa —masculló Joram. Aceptó la mano que le tendía el príncipe y se puso de pie, reprimiendo un gruñido—. ¡Me pusisteis la zancadilla!

—Mi querido muchacho —dijo Garald con impaciencia—, cuando saques esa espada en serio, será, o debería ser, cuestión de vida o muerte. Tu vida y la muerte de tu oponente. El honor es algo magnífico, pero no les sirve de mucho a los muertos.

—Bonito discurso, viniendo de vos —farfulló Joram, dándose masaje en la dolorida mandíbula y escupiendo sangre.

—Yo puedo permitirme el honor —dijo Garald, encogiéndose de hombros—. Soy un espadachín experto. He practicado ese arte durante años. Tú, por el contrario, no puedes permitírtelo. No hay forma, en el poco tiempo que tenemos para estar juntos, de que pueda enseñarte ni tan sólo una parte de las complejas técnicas de la lucha con espada. Lo único que puedo enseñarte es a sobrevivir ante un oponente experto el tiempo suficiente para permitirte recurrir a… hum… los poderes de la espada para derrotarlo.

»Ahora —siguió, hablando deprisa— inténtalo. Mira, tu atención estaba concentrada en la espada que tenía en la mano; de esa forma pude ponerte un pie detrás del talón, hacerte perder el equilibrio y golpearte en el rostro con la empuñadura de este modo… —Garald se lo demostró, deteniéndose justo frente a la magullada mejilla de Joram—. Ahora inténtalo tú. ¡Bien! ¡Bien! —exclamó el príncipe, rodando por el suelo—. Eres rápido y fuerte. Utiliza eso a tu favor.

Se puso en pie, sin prestar atención al barro que se le había adherido en sus elegantes ropas. Situándose en posición de ataque, levantó la espada y le hizo una mueca a Joram.

—¿Lo intentamos de nuevo?

Pasaron las horas. El sol ascendió en el cielo y, aunque el día estaba muy lejos de ser caluroso, ambos se quitaron la camisa. Sus fatigosas respiraciones enturbiaban el aire a su alrededor; el terreno no tardó en tener el mismo aspecto que si un ejército hubiera luchado sobre él. En el bosque resonaba el sonido del entrechocar de las espadas. Finalmente, cuando ambos estaban tan agotados que no podían hacer otra cosa que apoyarse en sus armas y dar boqueadas, el príncipe hizo un alto.

Dejándose caer sobre una roca calentada por el sol, le hizo una seña a Joram para que se sentase junto a él; el muchacho obedeció, jadeando y secándose el sudor. Le brotaba la sangre de numerosos cortes y arañazos que tenía en brazos y piernas; tenía la mandíbula hinchada y dolorida, varios dientes sueltos y estaba tan cansado que incluso respirar le suponía un esfuerzo. Pero era un cansancio agradable. Había dado muy bien los últimos pases contra el príncipe y hasta, en una ocasión, le había arrebatado la espada de la mano.

—Agua —murmuró el príncipe, echando una mirada a su alrededor.

Vio un odre cerca de sus camisas, al otro extremo del claro; con un gesto cansado, Garald le ordenó al odre que se acercara a ellos. Éste obedeció, pero el príncipe estaba tan cansado que le quedaba muy poca energía para emplear en la magia, y, en consecuencia, el odre se arrastró hasta ellos por el suelo, en lugar de volar raudo por los aires.

—¡Me recuerda a como me siento yo! —exclamó Garald, jadeante.

Agarrando el pellejo cuando lo tuvo cerca, lo alzó y bebió unos sorbos; luego se lo pasó a Joram.

—No bebas demasiado —le advirtió—. O te sobrevendrá el hipo.

Joram bebió y le devolvió el odre; Garald se vertió un poco de agua en las manos y se la echó en el rostro y el pecho, mientras la piel le tiritaba por el cortante aire.

—Lo estás haciendo… bien, chico… —dijo Garald, mientras respiraba profundamente—. Muy… bien. Si… no estamos los dos muertos… cuando acabe la semana…, deberás estar… listo…

—¿Semana? ¿Listo? —Joram vio desdibujarse los árboles ante sus ojos. En aquel momento, hablar con coherencia estaba fuera de sus posibilidades—. Me… voy… Merilon…

—No antes de una semana. —Garald sacudió la cabeza, y volvió a beber del odre—. No lo olvides… —dijo haciendo una mueca, apoyando los brazos en las rodillas y dejando caer la cabeza para respirar con más facilidad—, eres mi prisionero. ¿O crees que… podrías luchar contra mí… y los Duuk–tsarith?

Joram cerró los ojos; la garganta le dolía, los pulmones le ardían, sentía punzadas en los músculos y las heridas le escocían. Le dolía todo el cuerpo.

—En este momento… no podría luchar… ni contra el catalista… —admitió, haciendo una mueca que era casi una sonrisa.

Ambos estaban sentados sobre la piedra, descansando. Ninguno hablaba, ninguno sentía la necesidad de hablar. A medida que iba recobrando sus fuerzas, Joram empezó a relajarse, sintiendo que un cálido y agradable sentimiento de paz lo invadía; tomó nota de lo que lo rodeaba: un pequeño claro en el centro del bosque, un claro que podría haber sido creado mágicamente, tan perfecto era. Sí, se dijo Joram, probablemente había sido abierto en el bosque con ayuda de la magia: la magia del príncipe.

Joram y el príncipe estaban solos, lo cual dio también que pensar a Joram. Habían hecho tanto ruido como un regimiento, por lo que el muchacho había esperado ver en cualquier momento al entrometido catalista sacando la nariz para averiguar qué estaba sucediendo, o por lo menos a Mosiah y al siempre curioso Simkin. Pero Garald había hablado con los Duuk–tsarith antes de que partieran, y Joram supuso que les había ordenado que mantuvieran alejado a todo el mundo.

—No me importa —decidió Joram.

Le gustaba aquello; pacífico, tranquilo, con el sol que calentaba la roca sobre la que se sentaban. Realmente, no podía recordar haberse sentido jamás tan contento; su inquieto cerebro redujo su frenético ritmo y se deslizó con facilidad por entre las copas de los árboles, mientras escuchaba la regular respiración de su compañero y el bombeo de su propio corazón.

—Joram —dijo Garald—, ¿qué planeas hacer cuando llegues a Merilon?

Joram se encogió de hombros, deseando que el otro no hubiera hablado, que se mantuviera callado y no rompiera el hechizo.

—No; tenemos que discutirlo —siguió Garald, viendo cómo el expresivo rostro se oscurecía—. Quizás esté equivocado, pero tengo la impresión de que «ir a Merilon» es como un cuento infantil para ti. Una vez que llegues allí esperas que tu vida sea «toda mucho mejor» simplemente porque estarás a la sombra de sus plataformas flotantes. Créeme, Joram —el príncipe meneó la cabeza—, no sucederá así. He estado en Merilon. No recientemente, desde luego. —Sonrió sardónicamente—. Pero sí en la época en que estábamos en paz. Y puedo asegurarte, ahora mismo, que no conseguirás ni llegar a ver las puertas de la ciudad. Eres un salvaje procedente del País del Destierro. No bien te acerques, ¡los Duuk–tsarith te atraparán —hizo chasquear los dedos— así!

El sol desapareció, envuelto en nubes, y se alzó un viento que empezó a silbar lúgubremente por entre los árboles. Tiritando, Joram se puso en pie y se dispuso a atravesar el claro hasta el lugar donde yacía su camisa sobre la hierba.

—No, espera. Yo la traeré —dijo Garald, poniéndole una mano en el brazo. Con un gesto, hizo que ambas camisas echaran a volar, revoloteando por el aire como pájaros de tela—. Lo siento; siempre me olvido de que estás Muerto. Tenemos tan pocos Muertos en Sharakan, que nunca he conocido a nadie como tú.

Joram torció el gesto, sintiendo aquel repentino y agudo dolor que experimentaba siempre que se le recordaba la diferencia que existía entre él y el resto de los habitantes del mundo. Miró al príncipe, enojado, seguro de que se estaba burlando de él. Pero Garald no lo estaba mirando, porque se estaba embutiendo la camisa por la cabeza.

—Siempre he envidiado la habilidad de Simkin para cambiarse de ropa a su antojo. Sin mencionar —gruñó el príncipe, pasándose la fina camisa de batista por los hombros— la facultad de cambiar su apariencia cuando le apetece. ¡Un cubo!

Sacando la cabeza por el cuello de la camisa, Garald se alisó el cabello, mientras hacía una mueca al recordar a Simkin. Luego, poniéndose serio, continuó con el tema que tenía en la cabeza.

—Hay muchos que nacen Muertos en Merilon, o al menos eso he oído —dijo, haciendo que su tranquila aceptación de aquel hecho sofocara lentamente la cólera de Joram—. Sobre todo entre la nobleza. Pero ellos tratan de deshacerse de estos seres, matando a los bebés o enviándolos clandestinamente al País del Destierro. Se están pudriendo por dentro —sus claros ojos se ensombrecieron, oscurecidos por su propio enojo—, y extenderían su enfermedad al mundo entero si los dejaran. Bien —suspiró profundamente, sacándoselo de encima—, no podrán.

—Hablábamos de Merilon —intervino Joram con aspereza.

Volviéndose a sentar, cogió un puñado de guijarros del suelo y empezó a arrojarlos contra el tronco de un árbol que había a lo lejos.

—Sí; lo siento —repuso Garald—. Respecto a la entrada en la ciudad…

—Mirad —le interrumpió Joram, impaciente—, ¡no os preocupéis de ello! Nos disfrazaremos, si hace falta. Los desechos del guardarropa de Simkin por sí solos podrían abastecernos durante años…

—Y luego ¿qué?

—Luego… luego… —Joram se encogió de hombros, enojado—. ¿A vos qué os importa, de todas formas…, Alteza? —preguntó, haciendo una mueca de desprecio.

Volvió la vista y vio que Garald lo contemplaba con una expresión tranquila y severa, sus ojos claros ahondando en las profundidades de aquellas regiones oscuras y lóbregas del alma de Joram que ni siquiera el mismo Joram se había atrevido a explorar. Al instante, el muchacho reforzó el muro de piedra con el que se rodeaba.

—¿Por qué hacéis esto? —exigió, enojado, señalando con un gesto la Espada Arcana que yacía en el suelo cerca de él—. ¿Qué os importa si vivo o muero? ¿Qué obtendréis con ello?

Garald observó a Joram en silencio; luego sonrió lentamente. Era una sonrisa de tristeza y pena.

—Eso es lo único que ves, ¿verdad, Joram? —dijo—. Lo que pueda obtener con ello. No te importa que haya oído tu historia de labios del catalista, que sienta lástima por ti… Ah, sí, eso te pone furioso, pero es verdad. Te tengo lástima… y te admiro.

Joram desvió los ojos del príncipe, se apartó de la mirada intensa de aquellos ojos claros y límpidos, clavando los suyos oscuros en las enmarañadas ramas de los desnudos y muertos árboles.

—Te admiro —continuó el príncipe, imperturbable—. Admiro la inteligencia y la perseverancia que demostraste al descubrir algo que había estado perdido para la humanidad durante siglos. Sé el valor que necesitaste para enfrentarte a Blachloch, y te admiro por salir con bien de ello. Aunque no fuera por otro motivo, te debo algo por salvarnos, aunque fuera involuntariamente, del doble juego del Señor de la Guerra. Pero veo que eso no te satisface; quieres conocer además mi «segunda intención».

—No me digáis que no tenéis una —murmuró Joram con amargura.

—Muy bien, amigo mío, te diré «qué saco yo con esto». Tú coges tu espada, tu Espada Arcana, como tú la llamas, y te vas a Merilon; y con ella o sin ella —Garald se encogió de hombros— recuperas tu herencia. Ocultas el hecho de que estás Muerto, cosa que puedes hacer perfectamente mientras tengas al catalista para que te sirva de pantalla. Nunca pensaste en eso, ¿verdad? Es una buena idea, considérala. Hasta ahora, no había importado si tú le pedías o no a un catalista que te facilitara Vida; no había ningún catalista en el pueblo de los Hechiceros a quien pedírselo. Pero será diferente en Merilon. Se esperará de ti que utilices a un catalista, que lleves a uno contigo. Teniendo a Saryon a tu lado, puedes seguir fingiendo que tienes Vida.

»Pero ¿por dónde iba? Ah, sí. Encuentras a la familia de tu madre y los convences para que te acepten en el seno familiar. Quién sabe, a lo mejor aún lloran a su desgraciada hija, que huyó antes de que ellos pudieran demostrarle cuánto les importaba y lo dispuestos que estaban a perdonar. O a lo mejor la familia se ha extinguido, y quizá puedas probar tus pretensiones y obtener sus tierras y sus títulos.

»No importa —continuó Garald, malicioso—. Supongamos que todo esto tiene un final feliz y te conviertes en un noble, Joram; un noble de Merilon, con título, tierras y riquezas incluidas. ¿Qué es lo que quiero de ti, noble caballero? Mírame, Joram.

El muchacho no pudo evitar volverse ante el apremiante tono de aquella voz. Ahora no sonaba con ligereza ni malicia.

—Quiero que vengas a Sharakan —dijo el príncipe—. Quiero que lleves tu Espada Arcana y luches junto a nosotros.

Joram lo contempló, incrédulo.

—¿Por qué creéis que lo haré? Una vez que haya obtenido mis legítimas posesiones, no haré nada, excepto…

—¿Contemplar cómo el mundo sigue su curso? —Garald sonrió—. No, no creo que lo hagas, Joram. No pudiste hacerlo estando con los Hechiceros; no fue el temor por tu propia seguridad lo que te empujó a luchar contra el Señor de la Guerra. Oh, no conozco los detalles, pero, si ése hubiera sido el caso, siempre hubieras podido huir, dejando que algún otro se enfrentase a él. No, lo hiciste porque existe algo en tu interior que siente la necesidad de proteger y defender a aquellos que son más débiles que tú. Ésa es tu herencia; naciste Albanara. Y debido a ello creo que contemplarás Merilon con ojos que no quedarán deslumbrados por las hermosas nubes en las que viven sus habitantes.

»Has sido Mago Campesino. ¡Por Almin! —continuó Garald con más apasionamiento mientras Joram, sacudiendo la cabeza, apartaba la vista dé nuevo—. ¡Has vivido bajo la tiranía de Merilon, Joram! ¡Sus rígidas tradiciones y creencias fueron la causa de que tu madre fuera expulsada y a tu padre lo condenaran a ser un muerto viviente! Verás una ciudad hermosa, desde luego, ¡pero es una belleza que encubre su descomposición! Se dice incluso que la Emperatriz… —Garald se detuvo con brusquedad—. Olvídalo —siguió hablando en voz muy baja, juntando las manos—. No puedo creer que eso sea verdad, ni siquiera viniendo de ellos.

El príncipe calló, mientras dejaba escapar un profundo suspiro.

—¿No te das cuenta, Joram? —continuó, más calmado—. Tú, un noble de Merilon, uniéndote a nosotros, dispuesto a luchar para devolverle a tu ciudad su antiguo honor. Mi gente se sentiría impresionada; y lo que es más importante aún, ayudarías a influir en los Hechiceros, entre quienes has vivido. Esperamos aliarnos con ellos, pero estoy seguro de que seguirían a mi padre con más facilidad si él pudiera señalarte con la mano y decir; «¡Mirad, aquí tenéis a uno a quien conocéis y en quien confiáis, que lucha también a nuestro lado!». Los Hechiceros te conocen y les gustas, ¿no es así? —preguntó el príncipe de improviso.

Si Joram hubiera sido una persona entendida en las pullas verbales y en saber llevar las conversaciones al terreno adecuado, se hubiera dado cuenta de que el príncipe lo estaba llevando a donde él quería.

—Me conocen, al menos —respondió Joram sucintamente, sin darle demasiada importancia al asunto.

Estaba considerando las palabras del príncipe; podía verse a sí mismo entrando a caballo en Sharakan, resplandeciente bajo los atavíos propios de su rango, para ser recibido por el Rey y su hijo. Eso sería algo magnífico. Pero ¿ir a la guerra con ellos? ¡Bah! Qué le importaba a él…

—¡Ah! —exclamó Garald, con un tono despreocupado—. «Me conocen, al menos», dices. Lo cual significa, supongo, que te conocen pero no les gustas especialmente. Y, desde luego, eso te tiene por completo sin cuidado, ¿no es así?

Joram alzó los oscuros ojos y se puso en guardia al instante; pero ya era demasiado tarde.

—Fracasarás en Merilon, Joram. Fracasarás allí donde vayas.

—¿Y eso por qué… Alteza?

Lleno de desprecio, Joram no se dio cuenta de que tenía el extremo de aquel estoque verbal apoyado sobre su corazón.

—Porque quieres convertirte en un noble, y quizá por derecho eres un noble. Pero desgraciadamente, Joram, no hay ni un gramo de nobleza en ti —respondió Garald con tranquilidad.

Las palabras dieron en el blanco. Desgarrado y sangrando por dentro, Joram hizo un torpe intento de devolver el golpe.

—Perdonadme, Alteza —gimoteó en tono burlón—. No tengo hermosas ropas, como vos. No me baño en pétalos de rosa, ¡ni me perfumo el cabello! ¡La gente no me llama «milord» ni me ruega que les permita que me besen el trasero! ¡Aún no lo hacen! ¡Pero lo harán! —La voz le temblaba de rabia; se puso en pie de un salto, situándose frente a Garald con los puños apretados—. ¡Por Almin, que lo harán! ¡Y también lo haréis vos, maldito seáis!

Garald se incorporó para enfrentarse al enfurecido muchacho.

—Sí, hubiera debido adivinar que ésa era tu idea de lo que es un noble, Joram. Y es eso precisamente lo que nunca serás; estoy empezando a creer que me equivoqué contigo, que perteneces a Merilon, ¡porque eso es exactamente lo que piensan muchos de ellos! —El príncipe volvió la mirada hacia el este, en dirección a la lejana ciudad—. Pronto se darán cuenta de que están equivocados —dijo con ardor—, pero pagarán muy cara su lección. Y tú también. —Concentró su atención en el tembloroso y enfurecido joven que tenía ante él—. Almin nos enseña que un hombre es noble, no por un accidente de nacimiento, sino por la forma en que trata a sus semejantes. Quítate las lujosas ropas y los perfumes y todo el oropel, Joram, y tu cuerpo no será diferente del de tu amigo, el Mago Campesino. Desnudos somos todos iguales: tan sólo alimento para los gusanos.

»A los muertos no les sirve de nada el honor, tal como dije antes. Tampoco les sirve ninguna otra cosa. ¿Qué significan un título, la riqueza, la educación para ellos? Podemos andar por diferentes senderos en esta vida, Joram, pero todos conducen al mismo sitio: a la tumba. Es nuestro deber…, no, es privilegio nuestro, como compañeros de viaje que hemos recibido más que otros…, hacer que ese sendero sea tan llano y agradable para la mayoría como nos sea posible.

—¡Palabrería! —replicó Joram, furioso—. ¡Porque a vos bien que os gusta que se os llame «Excelencia» y «Alteza»! No os veo vestido con las burdas ropas de un campesino; ¡ni os veo levantaros con el alba y pasar vuestra existencia cavando en los campos hasta que el mismo espíritu se os empiece a marchitar como las malas hierbas que tocáis! —Señaló al príncipe con un dedo—. ¡Sois un charlatán maravilloso! ¡Vos y vuestras elegantes ropas, con vuestras brillantes espadas, tiendas de seda y guardia de corps! ¡Esto es lo que opino yo de vuestras palabras! —Joram hizo un gesto obsceno, soltó una carcajada y empezó a alejarse.

Estirando un brazo, Garald lo agarró por un hombro y lo obligó a darse la vuelta. Joram se desasió con violencia; con el rostro deformado por la cólera, golpeó al príncipe, mientras agitaba los puños como enloquecido. Garald paró el golpe con facilidad, interponiendo el antebrazo; con gran destreza, sujetó a Joram por una muñeca, se la retorció y obligó al muchacho a arrodillarse. Jadeando a causa del dolor, Joram luchó por ponerse en pie.

—¡Detente! Luchar conmigo es inútil. ¡Con una palabra mágica podría sacarte el brazo de sitio! —exclamó Garald fríamente, sujetando con fuerza al muchacho.

—¡Maldito seáis…! —le gritó Joram, escupiéndole obscenidades—. ¡Vos y vuestra magia! Si tuviera mi espada, podría… —Miró a su alrededor buscándola, febril.

—Te daré tu maldita espada —dijo el príncipe, ceñudo—; entonces podrás hacer lo que quieras. Pero primero me escucharás. Para poder llevar a cabo mi trabajo en esta vida, debo vestirme y actuar de la manera que le es propia a mi situación social. Sí, llevo ropas elegantes y me baño y me peino el pelo, y me voy a ocupar de que tú hagas esas cosas, también, antes de que vayas a Merilon. ¿Por qué? Porque demuestra que te importa la opinión que la gente tenga de ti. En cuanto a mi título, la gente me llama «milord» y «Alteza» como señal de respeto a mi posición. ¿Por qué crees que no te obligo a hacerlo? Porque esas palabras no tienen ningún significado para ti; no respetas a nadie. ¡Y menos que nadie a ti mismo!

—¡Estáis equivocado! —murmuró Joram con voz ronca, buscando la espada con la mirada. Pero le resultaba difícil ver, porque un velo rojo de cólera lo cegaba—. ¡Os equivocáis! Me importa…

—Entonces, ¡demuéstralo! —gritó Garald.

Agarrándolo por la negra cabellera, el príncipe tiró hacia atrás la cabeza de Joram, forzando al joven a mirarlo al rostro. Joram lo hizo, porque no tenía otra elección; pero sus ojos doloridos y desafiantes contemplaron al príncipe con amargo rencor.

—Estabas dispuesto a dar tu vida por Mosiah anoche, ¿no es así? —continuó Garald, implacable—. Sin embargo, lo tratas como si fuera un perro callejero que se arrastrase detrás de ti. Y el catalista, un hombre culto y bondadoso, que debería estar pasando sus años de madurez en paz, prosiguiendo con los estudios que él ama. Luchó a tu lado contra el Señor de la Guerra y ahora te sigue a través de bosques arrasados, cansado y dolorido, cuando podría haberte entregado a la Iglesia. ¿Por qué razón supones que lo hace? Ah, claro, lo olvidé. Su «motivo oculto». ¡Quiere algo de ti! ¿Qué? ¿Insultos, mofas, desprecios? ¡Bah!

Garald soltó a Joram, que cayó cuan largo era y de cara, sobre el helado suelo. Levantando la cabeza, Joram descubrió la Espada Arcana en el suelo justo enfrente de él. Abalanzándose hacia adelante, la agarró por la empuñadura; luego se incorporó como pudo, volviéndose en redondo para enfrentarse a su enemigo. Garald se quedó inmóvil observándolo con frialdad, bailándole una sonrisa de divertido desdén en los labios.

—¡Luchad! ¡Maldito! —le gritó Joram, saltando sobre él.

El príncipe lanzó una orden. Su espada se levantó de la hierba donde yacía y voló a su mano, con su hoja que despedía destellos plateados bajo la luz grisácea de aquel cielo sin sol.

—¡Usad vuestra magia contra mí! —lo desafió Joram. Apenas si podía hablar; tenía los labios cubiertos de espuma—. ¡Estoy Muerto, al fin y al cabo!; ¡sólo esta espada me permite estar Vivo! ¡Y voy a veros morir!

Joram tenía la intención de matar. Quería matar. Sentía ya el agradable impacto de la espada al atravesar la carne, veía cómo brotaba la sangre y cómo aquella orgullosa figura se desplomaba a sus pies, contemplándolo con sus ojos moribundos…

Garald lo observó con calma durante un momento; luego deslizó su propia y brillante espada en la vaina de cuero, guardándola.

Estás Muerto, Joram —dijo con suavidad—. ¡Apestas a muerte! Y has forjado una espada siniestra, un objeto tan muerto como tú. Adelante, mátame. ¡La muerte es tu única solución!

Joram se obligó a sí mismo a avanzar; pero no podía ver. Un velo le cubría los ojos y parpadeó, intentando aclararse la visión.

Resucita, Joram —conminó Garald, muy serio. La voz del príncipe sonaba distante y llegaba hasta Joram desde la rojiza bruma que lo rodeaba—. ¡Resucita y empuña tu espada por la vida, por los vivos! De lo contrario, lo mejor sería que volvieras esa espada contra ti y derramaras hasta la última gota de esa sangre noble aquí mismo, sobre este suelo. Al menos darías vida a la hierba.

Pronunció las últimas palabras con disgusto; luego, volviendo la espalda a Joram, el príncipe se alejó del claro del bosque con calma.

Joram se precipitó tras él, empuñando la espada, dispuesto a matar a aquel ser arrogante. Pero la cólera lo cegaba por completo. Dando un traspié, Joram cayó de bruces; con un discordante y enfurecido aullido de furia, intentó incorporarse, pero la cólera lo había dejado exhausto, yacía débil e impotente como un bebé. Desesperado, intentó utilizar la espada como una muleta para ponerse en pie; pero la hoja se hundió en el barro y Joram cayó de rodillas.

Agarrado con fuerza a la empuñadura de la espada que tenía ante él, enterrada en el fango, Joram se desplomó sobre ella. Las lágrimas se le agolparon en los ojos; el enojo y la frustración se apoderaron de él hasta que creyó que el corazón le iba a estallar. Un terrible sollozo le brotó del pecho y alivió la tensión. Inclinando la cabeza, Joram lloró las lágrimas que ni el dolor ni el sufrimiento habían conseguido arrancarle desde que era niño.