Garald regresó junto al fuego, pensativo. El Cardinal siguió adelante, cruzando el claro, y penetró en una tienda de seda que había aparecido cerca de los manantiales de aguas calientes por orden de uno de los Duuk–tsarith. El príncipe se dio cuenta, mientras andaba, de que tanto él como el Cardinal estaban bajo el atento escrutinio del catalista y que la mirada de Saryon iba de ellos a Joram. El muchacho se había quedado dormido finalmente, manteniendo la mano apoyada sobre la espada.
«El catalista lo quiere, eso está claro —pensó el príncipe, estudiando a Saryon por entre los semicerrados párpados mientras se acercaba—. Y qué amor tan difícil debe de ser; aparentemente no es correspondido. Radisovik está en lo cierto. Aquí hay un gran secreto; él no lo revelará, eso es evidente. Pero durante una conversación acerca del muchacho, podría decirme más de lo que él cree. Y descubriré también algo sobre Joram».
—No, por favor, no os levantéis, Padre —dijo el príncipe en voz alta, deteniéndose junto al catalista—. Si no tenéis inconveniente, me gustaría sentarme con vos un rato, a menos que estéis pensando en retiraros, claro.
—Gracias, Alteza —replicó el catalista, dejándose caer de nuevo sobre la suave y fragante hierba que había sido transformada mediante la magia en una alfombra tan gruesa y lujosa como cualquiera de las que podían encontrarse en la corte—. Me sentiría feliz de disfrutar de vuestra compañía. Re… resulta que sufro de insomnio algunas noches. —El catalista sonrió fatigadamente—. Y parece que ésta es una de esas noches.
—Yo también me desvelo a menudo —comentó el príncipe, sentándose con elegancia junto al catalista—. Mi Theldara me ha recetado una copa de vino antes de acostarme.
Una copa de cristal apareció en la mano del príncipe, llena de un líquido de color rojo intenso que despedía cálidos destellos a la luz de la hoguera. Se la entregó al catalista.
—Os lo agradezco, Alteza —dijo Saryon, enrojeciendo ante aquella atención—. A vuestra salud.
Bebió un pequeño sorbo de vino. Era delicioso y le devolvió el recuerdo de la vida en la corte y en Merilon.
—Me gustaría hablaros de Joram, Padre —comenzó Garald, acomodándose en la herbácea alfombra. Se apoyó en un codo y miró al catalista directamente a la cara, manteniendo la suya alejada de la luz que despedía la hoguera.
—Sois directo y conciso, milord —dijo Saryon, sonriendo débilmente.
—Sí, es un defecto mío —contestó Garald, mientras hacía una mueca de pesar y arrancaba manojos de hierba—. O al menos eso es lo que asegura mi padre; dicen que espanto a la gente porque me abalanzo sobre ella como un gato en lugar de acercarme sigilosamente por detrás.
—Os contaré con mucho gusto lo que sé del muchacho, milord —interrumpió Saryon, dirigiendo una mirada a la figura dormida que yacía cerca del fuego—. La historia de sus primeros años de vida la oí de otras personas, pero no tengo motivos para dudar de los hechos.
El catalista siguió hablando, contando la extraña y triste educación recibida por Joram. El príncipe lo escuchaba en silencio, absorto, fascinado.
—No hay duda de que Anja estaba loca, Alteza —dijo Saryon dejando escapar un suave suspiro—. Su sufrimiento fue terrible; había visto al hombre que amaba…
—El padre de Joram, el catalista —aclaró el príncipe.
—Hum… sí, milord. —Saryon empezó a toser y se vio obligado a aclararse la garganta antes de continuar. Garald se dio cuenta de que no lo miraba al hablar—. El catalista. Ella estuvo presente cuando lo sentenciaron a la Transformación. ¿Habéis asistido a ese castigo, Alteza?
Ahora el catalista sí que volvió la mirada hacia el príncipe.
—No —replicó Garald, sacudiendo la cabeza—. Por Almin, que espero no tener que presenciarlo nunca.
—Hacéis bien en rogar por eso, milord —dijo Saryon, volviendo de nuevo la mirada a las danzarinas llamas de la hoguera—. Yo fui testigo. De hecho, vi cumplirse el edicto en el padre de Joram, aunque, desde luego, yo no lo sabía entonces. Qué extraño es el destino…
Saryon se quedó silencioso durante tanto rato que el príncipe Garald lo tocó en un brazo.
—¿Padre?
—¿Qué? —Saryon dio un respingo—. Oh, sí. —Tiritando, se envolvió en sus ropas—. Es un castigo terrible. En el mundo antiguo, según se nos ha dicho, a los hombres se los sentenciaba a morir por sus crímenes. Nosotros consideramos que eso es una barbarie, y supongo que así debe ser. Pero creo que, en ocasiones, la muerte debe resultar un placer comparada con nuestras civilizadas costumbres.
—Vi enviar a un hombre al Más Allá —dijo el príncipe en voz baja—. No, esperad; era una mujer. Sí, una mujer. Yo no era más que un crío; me llevó mi padre. Era la primera vez que viajaba por los Corredores, y recuerdo que estaba tan excitado por el viaje que apenas si sabía a qué se debía, aunque estoy seguro de que mi padre intentó prepararme para ello. Pero si fue así, no le salió bien.
El príncipe se agitó, inquieto. Se sentó, abandonando la cómoda posición tumbada sobre la hierba y, también él, se quedó mirando fijamente las llamas. Su apuesto rostro y sus claros ojos castaños se oscurecieron con los recuerdos.
—¿Cuál fue su crimen, milord?
—Estaba intentando recordar. —Garald meneó la cabeza—. Debió de ser algo atroz; probablemente relacionado con el adulterio, porque recuerdo que mi padre fue bastante confuso y vago en los detalles. Era una maga, de eso estoy seguro. Albanara: un miembro de la corte de gran categoría. Recuerdo que estaba relacionado con hechizos, la seducción de un hombre contra su voluntad. —Garald se encogió de hombros—. Al menos me parece que eso fue lo que mi padre me contó.
»Niño como era —continuó—, creí que sería como un juego; me sentía terriblemente excitado. Todos los miembros de las cortes reales estaban allí, ataviados con sus preciosos vestidos, coloreados especialmente en diferentes tonalidades de rojo para la ocasión. Yo estaba muy orgulloso de mi traje y quería guardarlo, pero mi padre me lo prohibió. Estábamos allí de pie, en la Frontera, junto a los enormes Vigilantes vivientes…
Hizo una pausa y luego continuó:
—Yo no sabía entonces que aquellos hombres y mujeres de piedra estaban vivos. Mi padre no me lo dijo. Me atemorizaban, alzándose en el aire a nueve metros de altura, mirando eternamente las oscuras brumas del Más Allá con mirada imperturbable. Un hombre se adelantó, vestido de color gris. Supongo que era un Duuk–tsarith, aunque recuerdo que había algo diferente en sus ropas…
—El Verdugo, milord —intervino Saryon con voz tensa—. Habita en El Manantial y sirve a los catalistas. Sus ropas son de color gris, la neutralidad de la justicia, y están marcadas con los símbolos de los Nueve Misterios, para significar que la justicia no hace distinciones.
—No me acuerdo. Era un hombre que resultaba impresionante; eso es todo lo que recuerdo. Un hombre alto, que sobrepasaba mucho a la mujer que llevaba atada a su lado, como las estatuas de piedra se elevaban por encima del resto de nosotros. El Patriarca, debía de ser Vanya porque ha sido el Patriarca desde que yo tengo uso de razón, se dirigió a los presentes, repasando los crímenes de aquella mujer. Pero no lo escuché. —El príncipe sonrió tristemente—. Me sentía aburrido; deseaba que sucediera algo.
»Vanya acabó por fin su discurso. Invocó a Almin, pidiéndole que tuviera misericordia del alma de aquella infortunada. Ella había permanecido muy quieta durante todo el tiempo, escuchando las acusaciones con aire de desafío. Tenía el pelo de un brillante color rojo y lo llevaba suelto, cayéndole por la espalda hasta más abajo de la cintura. Vestía ropas también de color rojo sangre, y recuerdo haberme fijado en la viveza de su pelo, que brillaba bajo el sol, y lo apagadas que se veían sus ropas, por contraste. Pero cuando el Patriarca invocó la bendición de Almin, ella echó la cabeza hacia atrás y cayó de rodillas, mientras exhalaba un lamento que hizo pedazos mi inocencia infantil.
»Mi padre se dio cuenta de que temblaba, y lo comprendió. Me rodeó con un brazo y me apretó contra él. El Verdugo agarró a la mujer y la obligó a ponerse en pie. Hizo un gesto con el brazo, indicándole que debía andar hacia adelante… ¡Dios mío! —El príncipe cerró los ojos—. ¡Dirigirse a aquella espantosa niebla! La mujer dio un paso hacia aquellas arremolinadas brumas, luego volvió a caer de rodillas; sus gritos pidiendo misericordia desgarraban el aire. Rogó y suplicó. ¡Se arrojó sobre la arena y empezó a arrastrarse hacia nosotros! ¡Arrastrándose a gatas!
Garald quedó en silencio, con la mirada fija en el fuego; su boca apretada formaba una sombría línea en el rostro.
—Finalmente —prosiguió—, el Verdugo la llevó a cuestas, pataleando y debatiéndose, hasta el extremo mismo de la Frontera. Las brumas se enroscaron en sus ropas, haciendo que apenas pudiéramos distinguir a ninguno de los dos. Oímos un último y terrible lamento… y luego sólo el silencio. El Verdugo regresó… solo. Volvimos al Palacio de Merilon; y yo caí enfermo.
Saryon no dijo nada. Garald se asustó cuando vio que el catalista se había quedado pálido como un muerto.
—No es nada, Alteza —dijo Saryon, en respuesta a la preocupada mirada del príncipe—. Sólo que… yo mismo he visto varias Expulsiones. Son recuerdos que me persiguen. Y es siempre igual, tal como decís; algunos van por sí mismos, desde luego. Orgullosos, desafiantes, con la cabeza bien alta. El Verdugo los acompaña hasta la Frontera y ellos penetran en la niebla como si pasaran sencillamente de una habitación a otra. Sin embargo… —Saryon tragó saliva—, se oye siempre ese último grito, proviniendo de los remolinos que forma la niebla…, un grito de horror y desesperación, que les es arrancado incluso a los más valerosos. Me pregunto qué es lo que ven…
—¡Es suficiente! —interrumpió Garald, secándose el helado sudor del rostro—. Los dos tendremos pesadillas si seguimos hablando de esto. Volvamos a Joram.
—Sí, milord. Con mucho gusto. Aunque… —el catalista sacudió la cabeza— su historia no da pie precisamente a un sueño tranquilo. No os contaré los detalles de la Transformación en Piedra. Baste decir que el Verdugo cumple con su cometido y que, si yo pudiera elegir mi castigo, escogería ese último momento de terror en las brumas a una existencia como muerto viviente.
—Sí —murmuró Garald—. Me estabais hablando de la madre del muchacho.
—Gracias por hacerme memoria, Alteza. Anja fue obligada a contemplar cómo su amante era transformado de hombre vivo en roca viviente, y luego fue conducida de nuevo a El Manantial, donde dio a luz a…, a su hijo.
—Seguid —lo instó el príncipe, viendo que el rostro del catalista palidecía y apartaba la mirada.
—Su hijo… —repitió el catalista, algo confundido—. Ella… se llevó al… bebé y huyó de El Manantial, viajando a las regiones más distantes del país, donde encontró trabajo como Maga Campesina. En aquel pueblo crió a su hijo…, crió a Joram.
—Esa Anja, ¿provenía de familia noble? ¿Lo sabéis con seguridad? ¿Joram tiene sangre noble?
—¿Sangre noble? ¡Oh, sí, Alteza! Al menos, eso fue lo que el Patriarca Vanya me contó —titubeó Saryon.
—Padre, parece como si cada vez os encontrarais más indispuesto —dijo Garald, preocupado, observando los cenicientos labios del catalista y las gotas de sudor que cubrían su cabeza tonsurada—. Continuaremos con esto en otro momento…
—No, no, Alteza —se apresuró a decir Saryon—. Me… alegra que os toméis… tanto interés por Joram. Y… ¡necesito hablar sobre esto! Ha sido… un gran peso que he llevado en mi corazón…
—Muy bien, Padre —repuso el príncipe, fijando sus fríos ojos en el catalista—. Por favor, continuad. Estabais diciendo que al muchacho lo criaron como Mago Campesino…
—Sí; pero Anja le dijo que era de noble cuna y nunca le permitió olvidarlo. Lo mantuvo aislado de los otros niños; según el catalista del pueblo, su madre nunca le permitió a Joram salir de la casucha en que vivían, excepto en compañía de ella, e incluso entonces no dejaba que el niño hablara con nadie. Permanecía en la casa, solo, todo el día, mientras ella trabajaba en los campos. Anja era una Albanara. Era una maga poderosa, que rodeaba la cabaña de conjuros protectores para evitar que el niño saliera y los demás entraran. De todas formas, nadie hubiera intentado entrar —añadió Saryon—. A nadie le gustaba Anja. Era fría y reservada, y siempre le estaba inculcando al muchacho la superioridad de éste sobre los demás.
—¿Ella sabía que estaba Muerto?
—Nunca lo admitió, ante el niño ni tampoco para sí misma. Aunque imagino que ésta fue otra razón para mantenerlo aislado. Pero cuando el niño cumplió los nueve años, ella se dio cuenta de que tendría que ir a los campos, como hacían todos los niños, para ganarse el sustento; fue entonces cuando le enseñó a ocultar su falta de magia mediante la prestidigitación y el arte de crear ilusiones. Ella lo había aprendido en la corte, sin duda, donde se practica por diversión. También le enseñó a leer y escribir, con libros que sin duda había robado de su hogar. —Saryon volvió a suspirar—. Y entonces lo llevó a ver a su padre.
Garald contempló al catalista con incredulidad.
—Sí; Joram nunca habla de ello, pero me lo contó el catalista del pueblo, que fue quien le abrió los Corredores. Lo que sucedió allí sólo podemos imaginarlo, pero según el catalista, cuando el chico regresó, estaba tan pálido como un muerto; sus ojos parecían haber contemplado las brumas del Más Allá y haber visto el reino de la muerte. Desde el día en el que vio la estatua de piedra de su padre, Joram se convirtió también en piedra. Frío, distante, insensible. Pocos lo han visto sonreír. Nadie lo ha visto llorar nunca.
Los ojos del príncipe se dirigieron al muchacho, que yacía junto al fuego. Incluso dormido, no distendía la severa expresión de su rostro y mantenía las cejas fruncidas, lo que le proporcionaba un aspecto meditabundo.
—Continuad —invitó el príncipe suavemente.
—Joram era un hábil ilusionista, gracias a lo cual pudo ocultar durante muchos años el hecho de que estaba Muerto. Sé, porque él me lo dijo, que siguió esperando que la magia llegara a él algún día; creyó a Anja cuando le dijo que era un poco lento en desarrollar ese poder, como sucedía con muchos Albanara. Lo creyó porque quería creerlo, claro está. Al igual que aún cree todas las historias de Anja sobre la hermosa ciudad de Merilon. Trabajó en los campos con los otros y nadie le hizo preguntas. Fue fácil para él engañar a los Magos Campesinos —añadió el catalista—. A los muchachos de su edad no se les facilita Vida, por razones obvias.
—De esta forma, el capataz mantiene el control sobre ellos —intervino el príncipe, sombrío.
—Sí, Alteza —asintió Saryon, mientras enrojecía ligeramente—. Los jóvenes hacen sobre todo trabajos que implican un esfuerzo físico, tales como limpiar los campos. Este tipo de trabajo no requiere el empleo de la magia, por lo que a Joram lo acompañó la suerte durante un tiempo. Mientras crecía, en el pueblo hubo un buen capataz. Toleraba el mal carácter y el malhumor de Joram. Lo comprendía; después de todo, había visto cómo se había criado el muchacho. Pero llegó un momento en el que la locura de Anja fue evidente para todo el mundo; incluido Joram, estoy seguro. Pero siguió encerrado en sí mismo, apartándose de los demás. Excepto de Mosiah, claro.
—Ah, me preguntaba qué había entre ellos —observó el príncipe, dirigiendo la mirada hacia el otro muchacho, que dormía cerca de Joram.
—Una extraña amistad, milord. Desde luego, no fue nunca fomentada por Joram, por lo que he oído. Pero ahora se siente muy unido a Mosiah, como lo demuestra el hecho de que estuviera dispuesto a luchar con vos para proteger a su amigo. Y Mosiah se halla también muy unido a él, aunque estoy seguro de que muchas veces se debe preguntar por qué se preocupa. Pero siguiendo con la historia… —Saryon se frotó los ojos—. Llegó el día, como tenía que suceder más tarde o más temprano, en el que Joram descubrió que estaba Muerto. El viejo capataz había muerto; y el que ocupó su lugar se tomó como una ofensa personal la actitud resentida de Joram. La consideró una rebeldía y decidió que doblegaría el carácter del muchacho.
»Una mañana, el capataz le ordenó al catalista que facilitara Vida a Joram para que pudiera sobrevolar los campos y ayudar en la siembra como los otros Magos Campesinos. El catalista le dio Vida al muchacho, pero igual podría habérsela dado a una piedra. Joram podía volar igual que un cadáver respirar. El catalista, que debía de ser un miembro de nuestra Orden no demasiado inteligente —añadió Saryon, meneando la cabeza—, concluyó que el muchacho estaba Muerto. El capataz se sintió muy satisfecho, sin duda, y empezó a comentar la necesidad de enviar a buscar a los Duuk–tsarith.
»En aquellos días, Anja había perdido por completo el más mínimo vestigio, por tenue que fuera, de cordura. Cambió su apariencia por la de una tigresa y se abalanzó sobre la garganta del capataz; pero éste reaccionó instintivamente, protegiéndose con su magia. El escudo que alzó fue demasiado poderoso. Unos abrasadores rayos de energía golpearon a Anja y ésta cayó muerta a los pies del capataz. Su hijo contempló los hechos, impotente.
—En nombre de Almin —susurró el príncipe, con tono respetuoso.
—Joram tomó del suelo una pesada piedra —continuó Saryon, imperturbable— y se la arrojó al capataz. El hombre no la vio venir; le aplastó el cráneo. De modo que Joram estaba doblemente condenado: por ser uno de los Muertos que se pasean por el mundo y por haber cometido un asesinato.
»El muchacho huyó al País del Destierro. Allí fue atacado por los centauros, quienes lo abandonaron, dándolo por muerto. Los hombres de Blachloch estaban siempre al acecho de los que penetraban en el País del Destierro, pero sobre todo cuando se trataba de alguien al que podían persuadir para que se uniera a su horrible causa. Fueron ellos quienes encontraron al muchacho y lo llevaron al pueblo. Los Hechiceros lo curaron y lo enviaron a trabajar en la herrería. Pero Joram no se unió a Blachloch. No sé cuál pudo ser la causa, como no fuera porque rechaza la autoridad, como habéis podido comprobar.
—La herrería… ¿Fue allí donde aprendió el secreto de la piedra–oscura?
—No, Alteza —Saryon tragó saliva de nuevo—. Ése es un secreto que ni siquiera los Hechiceros conocen. Lo olvidaron hace siglos…
—Así es como se nos ha hecho creer.
—Pero Joram encontró libros, textos antiguos, que los Hechiceros habían llevado con ellos cuando huyeron al exilio. Han perdido la habilidad de leer con el paso de los años, ¡pobre gente! La suya es una lucha diaria por sobrevivir. Pero Joram podía leer los libros, claro está, y fue en uno de ellos donde descubrió la fórmula para extraer el metal del mineral de piedra–oscura. Con esos conocimientos forjó la espada.
El catalista se quedó en silencio. Era consciente de la atenta mirada que Garald le dirigía ahora. Cabizbajo, Saryon se alisó nerviosamente los pliegues de su raída túnica.
—Os estáis dejando algo por decir, Padre —observó el príncipe, tranquilo.
—Me estoy dejando un gran número de cosas por decir, Alteza —replicó el catalista con sencillez, alzando la cabeza y mirando al príncipe directamente a los ojos—. Soy un mal mentiroso, lo sé. Sin embargo, el secreto que guardo en mi corazón no es mío y resultaría una información peligrosa para aquellos a quienes concierne. Es mejor que cargue yo solo con él.
Había tal sencilla dignidad en aquel hombre de mediana edad, ataviado con las humildes y gastadas ropas de su profesión, que impresionó a Garald. Se advertía también tristeza en él, como si aquella carga fuera demasiado pesada para llevarla, pero como si estuviera dispuesto a soportarla hasta desplomarse. «Ese hombre ha perdido su fe —había dicho el Cardinal—. Este secreto es todo lo que tiene…»
Aquello, y su compasión y su amor por Joram.
—Habladme de la piedra–oscura —pidió el príncipe, dando a entender al catalista que no lo presionaría.
Saryon sonrió, agradecido y aliviado.
—Sé muy poco, Alteza —contestó—. Sólo lo que pude leer en los libros, que eran muy incompletos. Los autores partían de que estaba muy extendido un conocimiento rudimentario del mineral, y por lo tanto hablaban únicamente de técnicas avanzadas para forjarlo y así sucesivamente. Su existencia se basa en una ley física de la naturaleza, según la cual para cada acción existe una reacción igual y opuesta. Por ello, en un mundo que rezuma magia, tenía también que existir una fuerza que absorba esa magia.
—La piedra–oscura.
—Sí, milord. Es un mineral similar en apariencia y propiedades al hierro, ideal para fabricar armas. La espada era el arma favorita de los antiguos Hechiceros; quien la esgrime la utiliza para protegerse de cualquier hechizo; luego, la emplea para penetrar las defensas mágicas de su enemigo y finalmente para acabar con la vida de éste.
—De modo que, sabiendo esto, Joram forjó la Espada Arcana.
—Sí, Alteza. La forjó… con mi ayuda. Un catalista debe estar presente para dar Vida al mineral.
Los ojos de Garald se abrieron de par en par.
—Yo también estoy maldito, es cierto —reconoció Saryon, conciliador—. He infringido las sagradas leyes de nuestra Orden y he dado Vida a… un… objeto de las tinieblas. Pero ¿qué podía hacer? Blachloch conocía la existencia de la piedra–oscura. Planeaba utilizarla para sus terribles fines; al menos, eso creímos. Descubrí demasiado tarde que trabajaba para la Iglesia…
—No hubiera cambiado nada —lo atajó Garald—. No tengo la menor duda de que cuando se hubiera dado cuenta del poder de la piedra–oscura, la habría utilizado él mismo, faltando a su deber con la Iglesia.
—Indudablemente tenéis razón. —Saryon inclinó la cabeza—. Pero ¿cómo puedo hallar perdón? Joram lo asesinó, como sabéis. El Señor de la Guerra yacía indefenso a sus pies; yo le había absorbido toda la Vida, la Espada Arcana había absorbido su magia. Íbamos a entregarlo a… los Duuk–tsarith; íbamos a situarlo en el Corredor para que lo encontraran. Pero entonces se oyó un grito…
Incapaz de continuar, a Saryon se le quebró la voz. Garald le puso una mano en un hombro.
—Cuando miré a mi alrededor —el catalista hablaba en un susurro horrorizado—, vi a Joram de pie sobre el cuerpo, la espada húmeda de sangre. Él creyó que yo planeaba traicionarlo, entregarlo también a los Duuk–tsarith. Le dije que no pensaba hacerlo… —Saryon suspiró—. Pero Joram no confía en nadie.
»Escondió el cadáver, y aquella misma mañana el Patriarca Vanya se puso en contacto conmigo, exigiendo que llevara a Joram y a la Espada Arcana a El Manantial. —Saryon alzó sus obsesionados ojos—. ¿Cómo puedo hacerlo, Alteza? —exclamó, retorciéndose las manos—. ¿Cómo puedo llevarlo de regreso para que lo envíen… ¡al Más Allá!? ¡Para oír ese grito espantoso y saber que es el suyo! ¡Al último lugar al que debiera ir es a Merilon! ¡Sin embargo no puedo detenerlo! Vos podéis, Alteza —gritó Saryon de pronto, febril—. Persuadidlo para que vaya a Sharakan con vos. Tal vez os escuche…
—¿Qué le digo? —exigió Garald—. ¿Ven a Sharakan y sé un don nadie, cuando puede ir a Merilon y descubrir su nombre, su título, sus derechos? Es un riesgo que cualquier hombre aceptaría, y con razón. No lo convenceré de ello.
—Sus derechos de nacimiento… —repitió Saryon en voz baja, angustiado.
—¿Qué?
—Nada, milord. —El catalista se frotó los ojos de nuevo—; seguramente tenéis razón.
Pero Saryon parecía estar tan alterado, que Garald añadió amablemente:
—Os diré algo, Padre. Haré lo que pueda para ayudar a ese muchacho a tener por lo menos una posibilidad de conseguir su propósito. Le enseñaré cómo puede protegerse si tiene problemas. Eso, al menos, se lo debo; después de todo, nos ha salvado del doble juego de Blachloch. Estamos en deuda con él.
—Gracias, Alteza. —Saryon pareció haberse tranquilizado—. Ahora, si me disculpáis, milord, creo que podré dormir…
—Desde luego, Padre. —El príncipe se puso en pie, ayudando al catalista a incorporarse—. Os pido disculpas por haberos mantenido despierto, pero es un tema fascinante. Para compensaros, he hecho preparar una cama, con las más finas sábanas de seda y mantas. Pero a lo mejor preferís una tienda. Puedo conjurar…
—No, una cama junto al fuego es suficiente. Mucho mejor que aquello a que estoy acostumbrado, Alteza. —Saryon inclinó la cabeza, fatigado—. Además, estoy repentinamente tan cansado que probablemente no me daré cuenta si duermo sobre plumón de cisne o agujas de pino.
—Muy bien, Padre. Os deseo buenas noches. Y, por favor —Garald posó una mano en un brazo del catalista—, borrad de vuestra conciencia la sensación de culpa por la muerte de Blachloch. Era un hombre malvado. Si le hubieran permitido que siguiera viviendo, habría matado a Joram y tomado la piedra–oscura. Joram actuó por voluntad de Almin y ejecutó la justicia de Almin.
—Quizá. —Saryon sonrió tristemente—. Pero, a mi modo de ver, fue un asesinato. Para Joram, es fácil matar; demasiado fácil. Lo considera una forma de obtener el poder que le falta en la magia. Os deseo buenas noches, Alteza.
—Buenas noches, Padre —correspondió Garald, eligiendo las palabras cuidadosamente—. Que Almin vele por vos.
—Ojalá lo haga —murmuró Saryon, alejándose.
El príncipe de Sharakan no se retiró a su tienda hasta que empezó a clarear. Se paseó por la hierba arriba y abajo en el frío aire de la noche, envuelto en pieles que él mismo hizo aparecer sin apenas reparar en ello. Sus pensamientos estaban ocupados por aquella siniestra y extraña historia de locura y asesinato, de Vida y Muerte, de magia y de lo que podía destruirla. Por fin, cuando se dio cuenta de que estaba tan cansado que podía desterrar aquella historia al país de los sueños, se quedó inmóvil contemplando al dormido grupo que el destino había interpuesto en su camino.
Pero ¿había sido el destino realmente?
«Éste no es el camino de Merilon —se dijo, dándose cuenta de aquel hecho súbitamente—. ¿Por qué están viajando por esta ruta? Hay otras al este mucho más cortas y seguras… ¿Y quién ha sido su guía? Déjame adivinarlo. Aquí hay tres que nunca han viajado por el mundo; pero uno ha estado en todas partes».
Dirigió una mirada a la figura que llevaba la blanca camisa de dormir. Ningún bebé en brazos de su madre dormiría más dulcemente que Simkin, aunque la borla del gorro de dormir le había caído sobre la boca y lo más probable era que se la tragase antes de que terminara la noche.
«¿A qué estás jugando ahora, viejo amigo? —musitó Garald para sí—. Desde luego no al tarot. De todas las sombras que veo proyectándose sobre este muchacho, ¿por qué es la tuya, en cierta forma, la más sombría?»
Reflexionando sobre ello, el príncipe se retiró a su tienda, dejando a los inmóviles y vigilantes Duuk–tsarith para vigilar la noche.
Pero el sueño de Garald no fue ininterrumpido, como había esperado. Más de una vez, se despertó sobresaltado, creyendo oír la jubilosa risa de un cubo.