____ 10 ____

—Así que éstos son tus amigos, ¿no es así, Simkin?

La mirada del príncipe vaciló un momento en Mosiah para posarse luego con más atención sobre Joram. Aprisionado por los llameantes anillos, el joven no se atrevía a moverse so pena de recibir graves quemaduras. Pero no había temor en su rostro sombrío; sólo orgullo, cólera y humillación a causa de su ignominiosa derrota.

—Más íntimos que dos hermanos —declaró Simkin—. ¿Te acuerdas de cómo perdí a mi hermano? ¿Al pequeño y querido Nat? Fue en el año…

—Ah, sí —le interrumpió el príncipe apresuradamente. Se volvió hacia los Duuk–tsarith—. Podéis soltarlos.

Los Señores de la Guerra inclinaron la cabeza y, con un gesto y una palabra, levantaron el conjuro de la Magia Aniquiladora que habían lanzado sobre Mosiah, quien empezó a dar boqueadas y giró sobre su espalda, respirando con dificultad. Los anillos desaparecieron también de alrededor del cuerpo de Joram, pero el muchacho siguió sin moverse. Cruzando los fuertes brazos sobre el pecho, Joram clavó los ojos en el soleado bosque; no miraba nada en particular, simplemente estaba dejando muy claro que había escogido permanecer en aquel lugar por su propia voluntad y que continuaría allí de pie hasta que cayera muerto.

Los labios de Garald se crisparon en una mueca. Posando una mano sobre los labios para ocultar una sonrisa, se volvió de nuevo a Simkin.

—¿Qué hay del catalista?

—El Individuo Calvo es amigo mío, también —observó el joven, lanzando una vaga mirada a su alrededor—. ¿Dónde estáis, Padre? Oh, sí. Príncipe Garald, el Padre Saryon. Padre Saryon, el príncipe Garald.

El príncipe se inclinó graciosamente, con la mano sobre el corazón, como era costumbre en el norte. Saryon le devolvió el saludo de forma algo más torpe, en tal estado de confusión mental que apenas si se daba cuenta de lo que hacía.

—Padre Saryon —dijo el príncipe—, permitidme que os presente a Su Eminencia, el Cardinal Radisovik, amigo y consejero de mi padre.

Adelantándose, Saryon se arrodilló humildemente para besar los dedos del Cardinal, que iba vestido con la blanca túnica propia de su cargo. Pero el prelado lo tomó de la mano y lo hizo ponerse de pie.

—En el norte hemos prescindido de esas degradantes reverencias —dijo el Cardinal—. Es un placer conoceros, Padre Saryon. Tenéis aspecto cansado. ¿Por qué no regresáis conmigo a nuestro pequeño claro? Los manantiales que hay allí caldean el ambiente de una forma muy agradable, ¿no os parece?

Dándose cuenta de repente de que estaba terriblemente helado, Saryon comprendió que era como si hubiera pasado de la primavera al invierno al penetrar en aquellos bosques. Las palabras de Simkin le volvieron a la mente: «Este claro no debería estar aquí». ¡Indudablemente no lo estaba! ¡El príncipe había hecho aparecer un lugar agradable para instalar su campamento y ellos habían ido a parar a él! ¡Qué increíblemente estúpidos…!

—Tengo la sensación de que tenéis grandes aventuras que contar, Padre —continuó Radisovik, andando en dirección al claro—. Me interesaría oír cómo un clérigo a ido a parar en tan… —el Cardinal pareció por un momento no saber cómo expresarse— hum… interesante compañía.

Nadie hubiera podido ser más educado que el Cardinal, pero Saryon había visto el intercambio de veloces miradas entre el príncipe y Radisovik justo antes de la protocolaria bienvenida que el Cardinal había ofrecido al catalista. Ahora Radisovik conducía a Saryon de regreso al claro, y el príncipe Garald y Simkin se acercaban a ayudar a Mosiah.

Saryon comprendió. Iban a ser entrevistados por separado. Luego el príncipe y el Cardinal compararían notas; todo había quedado acordado entre ellos graciosamente, sin que mediara una sola palabra. Modales cortesanos, intriga cortesana. Recordando su espantoso secreto, Saryon sintió una punzada de temor. Nunca había sido demasiado bueno en aquel tipo de cosas.

Mientras seguía al Cardinal, atendiendo a medias a su educada conversación, a Saryon se le ocurrió de repente que Radisovik debía de ser también un renegado; el hombre de quien Vanya había hablado, el sacerdote que había obligado al auténtico ministro de la Iglesia a partir al exilio.

¡Qué curioso que fueran a encontrarse! ¿Era aquel encuentro una respuesta a las plegarias que Saryon no había elevado? ¿O simplemente otra señal de que el universo era un espacio frío, vacío e insensible?

Sólo el tiempo podría decirlo, y Saryon se preguntó cuánto les quedaba.

—¿Cómo os encontráis, señor? —le preguntó el príncipe a Mosiah.

—Mucho… mucho mejor…, Al… Alteza —tartamudeó Mosiah, sonrojándose, avergonzado. Al ver que el príncipe iba a arrodillarse para ayudarlo, intentó ponerse en pie apresuradamente—. Por favor…, no os molestéis…, mi… milord. Estoy bien ahora, de veras.

—Espero que nos perdonéis por este trato —dijo Garald con un dejo de preocupación en su voz—. Creo que comprenderéis que hemos tenido que ser más precavidos de lo normal en estas tierras incivilizadas.

—Sí, Alteza. —Mosiah, al que Simkin había ayudado a ponerse en pie, tenía el rostro tan enrojecido que parecía febril—. Nosotros… nosotros os tomamos por… otras personas, también…

—¿De veras? —Garald alzó sus delicadas cejas, sorprendido.

—Perdonad, Alteza —dijo un Duuk–tsarith—; pero está anocheciendo. Deberíamos regresar a la seguridad del claro.

—Ah, sí. Gracias por recordármelo. —El príncipe hizo un delicado gesto con la mano—. ¿Sería alguno de vosotros tan amable de ayudar a este joven a llegar hasta el claro, donde podrá descansar?

Uno de los Duuk–tsarith se acercó hasta Mosiah, con sus negras ropas rozando apenas el suelo. No tocó siquiera al muchacho; permaneció simplemente junto a él, las manos cruzadas al frente. Sin embargo, Mosiah se dio cuenta, al igual que lo había hecho Saryon, de que aquello era una orden, no una invitación, y que si desobedecía, lo haría por su cuenta y riesgo. Empezó a avanzar hacia el claro, mientras el Señor de la Guerra flotaba detrás de él. Joram permaneció en su lugar a alguna distancia de ellos, observando, aunque, en apariencia, no mirara. El segundo Duuk–tsarith no le había quitado los ojos de encima al sombrío muchacho.

Mirando a Joram, Garald se volvió hacia Simkin, habiéndole en voz baja.

—Ese otro amigo suyo, el que tiene la espada, me fascina. ¿Qué sabes de él?

—Dice ser de noble cuna. Pero con las sábanas del lado equivocado. Madre deshonrada. Huyó; el hijo se crió como un Mago Campesino. Es de carácter rebelde; mató al capataz y huyó al País del Destierro. Hay algo raro, de todas formas. Al Amigo Calvo lo enviaron para llevarlo ante el Patriarca Vanya, pero no lo hizo. Tiene graves problemas. Están metidos en las Artes Arcanas, los dos —terminó de enumerar Simkin con su fácil elocuencia, muy satisfecho de su resumen.

—Hummm —exclamó, pensativo, Garald, su mirada clavada en Joram—. ¿Y la espada?

—Piedra–oscura.

Garald respiró profundamente.

—¿Piedra–oscura? ¿Estás seguro? —susurró, atrayendo a Simkin hacia él.

Simkin asintió con la cabeza.

El príncipe exhaló un suspiro.

—Alabado sea Almin —dijo respetuosamente—. Ven conmigo, quiero hablar con este joven y necesitaré tu ayuda. ¿Así que venís del pueblo de los Hechiceros? —comentó a Simkin en voz alta, mientras se dirigían hacia Joram.

—Sí, oh Supremo y Poderoso Ser —repuso Simkin alegremente—. Y debo admitir que me siento muy aliviado de estar fuera de allí. —El pedazo de seda naranja revoloteó desde el cielo a su mano. Al hacerlo reflejó la luz del sol y pareció como si se tratara de una llama danzarina—. El olor, milord —Simkin se puso el pañuelo sobre la nariz—; totalmente insoportable, os lo aseguro. Carbones encendidos, vapores sulfurosos. Sin mencionar el continuo martilleo, día y noche.

Los dos se detuvieron frente a Joram, que siguió mirando más allá de ellos, negándose a reconocer su existencia.

—¿Vuestro nombre es Joram, señor? —preguntó Garald cortésmente.

Apretando los labios, Joram dirigió la mirada al príncipe.

—Devolvedme mi espada —dijo con voz apagada y ronca.

—Devolvedme mi espada, Alteza —corrigió Simkin, imitando al Cardinal.

Joram le lanzó una mirada enojada, y Garald carraspeó para ocultar su risa, haciendo ver que se aclaraba la garganta. Aprovechó la oportunidad para estudiar a Joram atentamente, teniendo la ventaja de poder ver el rostro del joven bajo el sol de la tarde.

—Sí —murmuró para sí—; bien puedo creer que pretende provenir de alto linaje. Hay en él sangre noble, aunque no modales de noble. ¡De hecho, conozco ese rostro! —Garald arrugó la frente, pensativo—. ¡Y ese pelo… magnífico! Los ojos… orgullosos, sensibles, inteligentes. Demasiado inteligentes. Un joven peligroso. Puedo creer que descubriera piedra–oscura. ¿Qué es lo que intenta hacer ahora con ella? ¿Conoce, acaso, el espantoso poder que ha traído de nuevo al mundo? ¿Lo sabe alguien, en realidad?

—¡Mi espada! —repitió tozudamente Joram, mientras se le oscurecía el rostro bajo el escrutinio del príncipe.

—Por favor, perdonadme. Un ligero cosquilleo en la garganta; las anémonas… —Garald hizo una ligera inclinación—. La espada es vuestra, señor. —Dirigió la mirada al lugar donde yacía la espada—. Y os ruego aceptéis mis disculpas por lo que hemos hecho. Nos tomasteis por sorpresa y reaccionamos precipitadamente.

El príncipe se irguió, contemplando al muchacho con una seria sonrisa.

Completamente estupefacto, Joram dirigió la vista del príncipe a la espada y de ella al príncipe de nuevo. Su rostro se ruborizó, sus cejas se unieron; pero esta vez ya no era de enojo. Su rabia lo iba abandonando y llevándose con ella sus energías, dejando atrás tan sólo humillación y vergüenza. Por primera vez en su vida, Joram era perfectamente consciente de sus gastadas ropas y de su enmarañado pelo. Contempló la mano del príncipe, suave y flexible, y vio su propia mano, encallecida y sucia en comparación. Intentó avivar el fuego de su cólera, pero sólo se avivó levemente para luego apagarse, dejando su alma envuelta en hielo.

Con los ojos fijos en Garald, sospechando algún truco, Joram se dirigió lentamente al lugar donde yacía la espada —un objeto infernal— sobre la soleada hierba. El príncipe no se movió; ni tampoco lo hizo el vigilante Duuk–tsarith. Inclinándose, Joram levantó su arma, luego la metió precipitadamente en la tosca funda, ruborizándose cuando los ojos del príncipe se dirigieron hacia ella con una expresión, pensó, de desprecio.

—¿Soy libre de irme? —preguntó Joram con aspereza.

—Sois libres de iros, aunque sois aún, supongo, nuestros prisioneros —respondió el príncipe con suavidad—. Pero preferiría mucho más que os quedaseis con nosotros esta noche, como nuestros invitados. Dejad que os compensemos por haberos atacado…

—¡Dejad de burlaros de nosotros, Alteza! —exclamó Joram, despreciativo, sintiendo la amargura de su propia voz. Teníais todo el derecho a atacarnos, a matarnos, incluso—. En cuanto a la espada, está muy mal hecha. No tiene ningún valor, comparada con la vuestra… —Joram no pudo contenerse, y su mirada se dirigió llena de deseo hacia la hermosa espada que pendía del costado del príncipe, en su vaina de cuero labrada mágicamente—, pero la hice yo mismo. —Suavizó la voz, parecía un niño lleno de melancolía—. Y no había visto nunca antes una espada de verdad como ésa.

—No es cierto que no tenga valor —dijo Garald—. Porque es una espada hecha de piedra–oscura que absorbe la magia…

Joram miró rápidamente a Simkin, quien sonrió inocentemente.

—Venid conmigo al claro —continuó Garald—. Se está más caliente allí y, tal y como me han recordado mis guardas, el País del Destierro resulta peligroso por la noche.

Garald se acercó al muchacho y puso la mano con suavidad sobre el hombro de Joram.

Fue un gesto afectuoso, como el que un hombre podría dedicar a un amigo. O como el que un hombre podría utilizar para calmar a un animal inquieto. Joram retrocedió ante el contacto de Garald; vio la lástima en los ojos de éste y apenas si pudo resistir la tentación de apartar aquella mano de un golpe. ¿Por qué se contuvo? ¿Por qué se molestó en hacerlo? Como muy bien sabía Joram, él mismo no hubiera podido decirlo, pero comprendió que mientras que Garald aceptaría una negativa a ser compadecido, nunca perdonaría un golpe. Y, de repente, obtener el respeto de aquel hombre se había convertido en algo importante para Joram.

—¿De dónde sois, Joram? —preguntó Garald.

—¿Qué tiene eso que ver ahora? —respondió Joram hoscamente.

—¿De dónde es vuestra familia, quiero decir? —corrigió el príncipe.

Una vez más, Joram lanzó una sombría mirada a Simkin, que revoloteaba junto a ellos, y Garald sonrió.

—Sí, me ha contado algunas cosas sobre vos. Confieso que me siento curioso. Creo entender por la breve descripción de Simkin que vuestra vida ha sido… difícil —lo expresó de forma delicada— y puede que consideréis esto como una pregunta impropia entre caballeros. Si es así, espero que me perdonéis. Pero he viajado y conozco a la mayoría de las familias de la nobleza de esta parte del reino, y confieso que me resultáis extremadamente familiar. ¿Conocéis el nombre de vuestra familia?

La vergüenza que ardía en el rostro de Joram fue respuesta más que suficiente para el príncipe, pero el muchacho echó hacia atrás la cabeza con orgullo para decir:

—No. —Era todo lo que pensaba decir, pero el profundo interés que se pintaba en el rostro de Garald lo movió a hablar más de lo que había planeado—. Todo lo que sé es que el nombre de mi madre era Anja, y que vino de Merilon. Mi padre fue… fue un… catalista. —Torció los labios en una mueca al decirlo; dirigió los ojos al claro, donde podía verse a Saryon, de pie entre flores y altas hierbas, hablando con el Cardinal.

—¡Por mi vida! —La mirada del príncipe siguió a la suya—. No querréis decir que…

—¡Desde luego que no! —saltó Joram, dándose cuenta del error de Garald—. ¡No es él! —La amargura volvió a su voz—. Mi creación fue el crimen cometido por mi padre. Fue condenado a la Transformación, y ahora permanece, como una estatua viviente, guardando la Frontera.

—Dios mío —murmuró el príncipe, y ya no había compasión en su voz sino comprensión—. Así que venís de Merilon por nacimiento. —De nuevo estudió a Joram a la luz del sol—. Sí, encaja de algún modo. Sin embargo…, no puedo situar…

Irritado, sacudió la cabeza, intentando recordar; pero sus pensamientos se vieron interrumpidos por Simkin, quien lanzó un enorme y profundo bostezo.

—Odio tener que disolver esta reunioncita tan terriblemente fascinante, ¿sabéis? Y me siento realmente encantado de volver a verte, Garald, viejo amigo. Pero me vendría bien disfrutar de una pequeña siesta antes de la cena. —Lanzó otro bostezo—. No es fácil la vida de un cubo. Sin mencionar que esos enlutados guardias tuyos son, en realidad, dos enormes zoquetes que tropezaron conmigo dándome un buen golpe cuando estaba sobre la hierba. Me dio un vuelco el corazón, por así decirlo, del cual podría sin duda no recuperarme jamás.

Aspiró por la nariz indignado y se pasó el retal de seda naranja por la nariz, dándose pequeños golpecitos.

—Naturalmente, ve a descansar en el claro, amigo mío —sonrió Garald—. Sí que estás un poco blanco.

—¡Ay! —Simkin hizo una mueca—. Un juego de palabras indigno de vos, mi príncipe. Dulces sueños. También para ti, ¡oh Sombrío y Melancólico Amigo!

Despidiéndose de Joram con un gesto descuidado, el barbudo joven se deslizó hacia adelante, cabalgando sobre las cálidas corrientes de aire primaveral que podían sentirse a medida que se acercaban más al mágico campamento.

—¿Cómo es que conocéis a Simkin? —preguntó Joram sin querer, observando que la capa y el sombrero verde con la pluma de faisán se alejaban flotando por el aire.

—¿Conocer a Simkin? —Echando una mirada a Joram, el príncipe enarcó una ceja, divertido—. No sabía que nadie lo hubiera conseguido jamás.

—Bien, Radisovik, ¿qué habéis descubierto?

La noche, la noche real, no mágica, había descendido sobre el claro. Un fuego de campamento ardía en el centro de una zona limpia de maleza. Había sido utilizado para cocinar un par de conejos que el príncipe había atrapado a primeras horas del día, y ahora arrojaba una agradable y cálida luz por el tranquilo claro. Con la magia que él mismo poseía y con la de los soldados que tenía a sus órdenes, el príncipe Garald podría haber prescindido de hogueras y trampas para cazar. Los conejos podrían muy bien haberse cocido por ellos mismos. Pero a Garald le gustaba mantenerse en forma; uno nunca sabía, particularmente en aquellos tiempos tan revueltos, cuándo podría verse obligado a vivir sin magia.

Ahora, en plena noche, el príncipe y su Cardinal paseaban lentamente por entre los árboles, manteniendo el campamento dentro de su campo visual, y permaneciendo a la vez bajo la protectora y vigilante mirada de los encapuchados Duuk–tsarith. A alguna distancia del lugar por el que ellos andaban, se sentaba el catalista, dando cabezadas junto al fuego y bebiendo una taza de té caliente. Mosiah estaba tumbado cerca de él, dormido, envuelto en las suaves mantas que el príncipe había hecho aparecer para ellos con sus propias manos. Joram yacía cerca de su amigo, pero permanecía completamente despierto; sus ojos seguían los movimientos del príncipe y del Cardinal; la espada reposaba a su lado, al alcance de su mano. Garald se preguntó si el joven pretendería permanecer despierto toda la noche, vigilando. Sonriendo para sí, sacudió la cabeza. También él había tenido diecisiete años una vez; y tampoco hacía tanto tiempo. Ahora tenía veintiocho. Y aún se acordaba.

Su otro invitado, Simkin, había extendido las mantas en un macizo de flores a alguna distancia de sus compañeros. Ataviado con una camisa de dormir con volantes de encaje, que incluía un gorro de dormir con borla, roncaba sonoramente, pero nadie podía adivinar si estaba dormido realmente o tan sólo lo fingía. Desde luego, Garald no tenía ni idea. Sin embargo, conocía lo bastante a Simkin como para saber que era imposible estar seguro.

—¿Alteza?

—Oh, perdonadme, Cardinal. Estaba dejando vagar mi imaginación. Continuad, por favor.

—Esto es muy importante, Alteza.

La voz del Cardinal traslucía una sombra de reproche.

—Tenéis toda mi atención —dijo el príncipe con seriedad.

—El catalista, Saryon, ha estado en contacto directo con el Patriarca Vanya.

—¿Cómo?

Una expresión preocupada apareció en el rostro de Garald al instante.

—La Cámara de la Discreción, indudablemente, milord, aunque el pobre hombre no tiene la menor idea de lo que es eso. De todas formas, yo la he reconocido por la descripción. Según él, el Patriarca Vanya está trabajando activamente para lograr nuestra destrucción.

—No es una novedad, precisamente —murmuró Garald, frunciendo el entrecejo.

—No, milord. Lo que es una novedad es el hecho de que Blachloch estuviera actuando como agente doble. Sí, Alteza —siguió, respondiendo a la expresión de sorpresa del príncipe—, ese hombre era un instrumento de Vanya, enviado al pueblo de los Hechiceros para convencernos de que declarásemos la guerra. Una vez que dependiéramos de los Hechiceros y de sus armas fabricadas con Artes Arcanas, Blachloch se volvería contra nosotros y contra ellos. Hubiéramos caído, derrotados, a manos de nuestros enemigos, y los Hechiceros hubieran sido destruidos.

—Un bastardo inteligente, ese Blachloch —dijo Garald, ceñudo—. Pero observo que os referís a él en pasado.

—Está muerto, Alteza. El muchacho… —Radisovik dirigió una mirada a Joram— lo mató.

—¿A un Duuk–tsarith? —pareció ponerlo en duda Garald.

—Con la espada, milord, y la ayuda del catalista.

—Ah, la espada de piedra–oscura. —Garald desarrugó el ceño. Luego volvió a fruncirlo y clavó los ojos en Joram—. Realmente es un muchacho peligroso —añadió y después se quedó en silencio, inmerso en sus pensamientos.

El Cardinal, que andaba junto a él, se quedó callado a su vez.

—¿Confiáis en ese catalista? —preguntó repentinamente Garald.

—Sí, milord, hasta cierto punto —contestó Radisovik.

—¿Qué queréis decir con «hasta cierto punto»?

—En el fondo, Saryon es un estudioso, Alteza, un genio de las matemáticas; por eso se sintió atraído por el estudio de las Artes Arcanas de la Tecnología. Es un hombre sencillo, que anhela refugiarse entre las paredes de El Manantial, dedicando su vida a los libros. Pero es indudable que algo le ha sucedido, y fuera lo que fuese, está proyectando una sombra sobre su vida.

—¿Algo que tiene que ver con el muchacho?

—Sí, Alteza.

—Simkin dijo otro tanto; algo acerca de que Vanya había enviado a este catalista en busca de Joram para llevarlo de vuelta a El Manantial. —Garald se encogió de hombros—. Pero… eso es lo que dice Simkin. No creí gran parte de lo que dijo.

—El catalista corrobora su historia, Alteza. Según él, fue enviado por el Patriarca Vanya para llevar a Joram ante la justicia.

—Y vos creéis…

—Está diciendo la verdad, milord, pero no toda la verdad. En realidad, Alteza, creo que es por eso por lo que está siendo tan liberal con su información. Saryon parecía hallarse ansioso de una forma totalmente patética por contarme todo o más de lo que yo quería saber sobre Blachloch. El pobre hombre es totalmente transparente. Desde luego, está batiendo el ala rota para mantenerme alejado de lo que tiene escondido en el nido.

—¿Qué razón da para que Vanya quisiera capturar al muchacho?

—Únicamente la razón obvia de que Joram está Muerto, milord, y de que es un asesino también. El chico mató a un capataz; según el catalista, Joram fue provocado. El capataz mató a su madre.

—¡Bah! —Garald arrugó aún más el entrecejo—. El Patriarca Vanya no se hubiera molestado por un delito tan insignificante. Habría pasado el asunto a los Duuk–tsarith. ¿El catalista mantiene esa absurda historia?

—Y la mantendrá, Alteza, hasta la muerte. Observo otra cosa interesante en el catalista, milord.

—¿Y es?

—Ha perdido la fe —declaró Radisovik, con suavidad—. Es un hombre que vaga solo en la oscuridad de su alma, sin la guía de su dios. Un hombre así, que guarda un secreto como éste, se aferrará aún con más tenacidad a ese secreto porque es lo único que le queda. —El Cardinal encogió los hombros y se estremeció ligeramente a causa del frío que hacía en el bosque—. No estoy seguro, no obstante. Quizá los Señores de la Guerra podrían sacárselo con sus sistemas especiales…

—¡No! —gritó Garald con firmeza, dirigiendo involuntariamente la mirada hacia las enlutadas figuras que permanecían de pie en disciplinado silencio cerca del fuego—. Le dejaremos ese tipo de cosas a Vanya y a su Emperador títere; si es deseo de Almin que lleguemos a conocer el secreto de este hombre, entonces lo descubriremos. Si no es así, querrá decir que no es nuestro sino conocerlo.

—Amén —murmuró el Cardinal, con aspecto aliviado.

—Después de todo, ha sido Almin quien ha querido que descubriéramos la traición de Blachloch a tiempo —continuó Garald con una sonrisa.

—Alabemos a nuestro Creador —respondió el Cardinal—. Y ahora, sabiendo esto, milord, ¿seguiremos con nuestro viaje al poblado de los Hechiceros?

—Sí, desde luego. Si estáis de acuerdo, claro —añadió Garald apresuradamente. Acostumbrado como estaba a actuar con rapidez y decisión, el joven príncipe olvidaba algunas veces pedir consejo al Cardinal, quien, por su mayor edad, era un hombre con más experiencia; aquélla era una de las razones por las que su padre, el rey, los había enviado a los dos juntos en aquella misión.

—Creo que sería acertado, Alteza; particularmente ahora —dijo Radisovik, tocándole el turno ahora a él de ocultar una sonrisa—. Los Hechiceros estarán desconcertados, después de la muerte de su cabecilla. Según el catalista, una facción desea la paz; pero otra, más fuerte, está en favor de llevar adelante la guerra. Debería ser relativamente fácil intervenir, tomar el control y trabajar con ellos en serio ahora que el Señor de la Guerra ha desaparecido.

—Sí, así es como lo entiendo yo también —sonrió Garald—. Entretanto, supongo que no habrá ninguna prisa.

El Cardinal pareció sorprenderse.

—Bueno, no, yo diría que no, Alteza. Aunque debemos llegar al poblado antes de que sus habitantes hayan tenido la oportunidad de elegir a un cabecilla…

—Una semana más o menos no importaría demasiado, ¿no os parece?

—N… no, milord —contestó el Cardinal, perplejo—, creo que no.

—¿Y cuáles son las intenciones de nuestros invitados? ¿Adónde se dirigen?

—A Merilon, Alteza —respondió el Cardinal.

—Sí, eso tiene sentido —repuso Garald, hablando más para sí que para su compañero—. Joram busca su nombre y su fortuna. Esto podría salir muy bien…

—¿Alteza?

—Nada, simplemente hablaba conmigo mismo. Acamparemos aquí durante una semana, si no tenéis inconveniente, Radisovik.

—¿Y qué pretendéis hacer aquí, milord? —preguntó el Cardinal.

Convertirme en instructor de esgrima. Buenas noches, Eminencia.

Garald hizo una reverencia y después se dirigió hacia la fogata.

—Buenas noches, Alteza —murmuró Radisovik, siguiendo al príncipe con la mirada, perplejo.