____ 09 ____

—¡Duuk–tsarith! —jadeó Mosiah.

—¡Pero eso es imposible! —exclamó Saryon—. Nunca podrían haber encontrado nuestro rastro; ¡la Espada Arcana nos protege! ¿Estás seguro?

—Por la sangre de Almin, Calvo Amigo —farfulló Simkin, mirándolo con ojos extraviados por entre las altas hierbas—. ¡Desde luego que estoy seguro! Reconozco que es un poco difícil ver en ese bosque tan oscuro, desde luego, especialmente si aquellos a los que uno está observando van todos vestidos de negro. Pero si queréis, puedo volver y preguntarles…

En aquel momento, el cuervo dejó escapar un sonoro graznido que sonó exactamente igual que una ronca carcajada y se alejó volando de los árboles.

—O mejor aún, preguntadle a él —dijo Simkin con un siniestro tono irónico—. ¿Cuánto tiempo ha estado aquí?

Saryon suspiró, meneando la cabeza. Tendido cuan largo era, se sentía poco protegido por aquellas hierbas altas y se aplastaba contra el suelo como si quisiera penetrar en la tierra. El bosque estaba a más de treinta metros de distancia. A lo mejor podrían escapar.

—En nombre de Almin, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Mosiah, apremiante.

—¡Irnos! —dijo el catalista—. Salgamos de aquí rápidamente…

—¡Eso no servirá de nada! —replicó Simkin—. Saben que estamos aquí, y no se hallan muy lejos; en el bosque al otro lado de la cascada. Al menos hay dos de ellos. Evidentemente nos han estado vigilando a través de los ojos de su pequeño amigo emplumado. Adónde podemos ir para que él no nos descubra… a menos que utilicemos los Corredores…

—No —se apresuró a decir Saryon con el rostro pálido—. Eso sería arrojarnos en sus brazos.

—Esta vez estoy de acuerdo con el sacerdote —dijo Joram con brusquedad—. Te olvidas de que estoy Muerto. Una vez en los Corredores, me tendrían atrapado.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó Mosiah, con una voz demasiado aguda—. No podemos huir, no podemos escondernos…

—Chissst. Atacaremos —replicó Joram.

Los oscuros ojos aparecían imperturbables; una media sonrisa apareció en sus gruesos labios. Su rostro, visto desde su escondite entre las hierbas, tenía un aspecto casi bestial.

—¡No! —rechazó Saryon categóricamente, estremeciéndose.

—Una idea excelente, de verdad —susurró Simkin, entusiasmado—. El cuervo les dirá que sabemos que están ahí. Esperarán que huyamos y probablemente habrán hecho planes para esa eventualidad. ¡Lo que no esperarán es que los rodeemos y ataquemos!

—¡Es de Duuk–tsarith de quienes estamos hablando! —les recordó Saryon con amargura.

—¡Contamos con el elemento sorpresa y tenemos la espada! —replicó Joram.

—¡Blachloch estuvo a punto de acabar contigo! —exclamó Saryon sin alzar la voz, apretando los puños.

—¡Eso me enseño! Además, ¿qué otra opción tenemos?

—¡No lo sé! —murmuró Saryon con voz entrecortada—. Pero no quiero más muertes…

—Son ellos o nosotros, Padre. —Juntando las manos, Mosiah pronunció unas pocas palabras. Se produjo un resplandor tenue en el aire y un arco y un carcaj se materializaron en sus manos—. Mirad esto —dijo orgullosamente—; he estado estudiando conjuros guerreros. Todos lo hacíamos, allí en el pueblo. Y sé cómo utilizarlo. Contando con vos para otorgarme Vida, y teniendo a Joram y la espada…

—Será mejor que nos demos prisa —los apremió Simkin—, antes de que lancen algún conjuro para atraparnos o realicen un encantamiento en el claro del bosque.

—Si no queréis venir, Padre —dijo Mosiah—, facilitadme Vida aquí mismo. Podéis quedaros…

—No, Joram tiene razón —repuso Saryon en voz muy baja—. Si insistís en esta locura, yo también voy. Podéis necesitarme para… para otros menesteres. Puedo hacer otras cosas además de facilitar Vida —dijo, dirigiendo una mirada significativa a Joram—. También puedo quitarla.

—¡Seguidme, entonces! —susurró Simkin.

Se puso en cuclillas y empezó a gatear lentamente a través de la alta maleza en dirección a la cascada.

—¿Dónde estarás? —preguntó Mosiah a Simkin, que se iba cambiando de vestimenta a medida que avanzaba.

—En lo más reñido de la batalla, puedes estar seguro —replicó Simkin con voz profunda y áspera.

Estaba vestido con una piel de serpiente, sumamente apropiada para arrastrarse por entre la hierba. Por desgracia, el conjunto quedaba bastante deslucido por culpa de un casco de metal con visor incluido que le cubría la cara, le oscurecía la visión y recordaba vagamente un cubo volcado.

—Sí, son Duuk–tsarith —murmuró Saryon.

Empezaba a caer la tarde. El sol estaba ya iniciando su descenso hacia la noche. Agazapado en la hierba en el límite entre el prado y el bosque, el catalista podía ver a los dos hombres y sus negras y largas túnicas con claridad. Saryon suspiró con desánimo; había estado esperando que se tratase de los «monstruos» de Simkin, que desaparecían inexplicablemente en cuanto alguien iba en su busca.

Pero aquellos eran, realmente, Señores de la Guerra; miembros de la terrible Orden de los Duuk–tsarith. Sus manos estaban cruzadas frente a ellos, tal como era característico; sus rostros se hallaban ocultos bajo las sombras de sus capuchas puntiagudas. Cualquier duda que pudiera existir quedó disipada a la vista de un cuervo, posado en la rama de un árbol cerca de los dos hombres, cuyos ojos desprendían un fulgor rojizo bajo la luz solar que se filtraba por entre las hojas. Saryon observó con atención a los enlutados personajes. Su mente regresó por un momento a El Manantial, al día en el que aquellos dos Duuk–tsarith lo habían descubierto leyendo los libros prohibidos…

—Ése debe de ser su catalista —susurró, desterrando apresuradamente aquellos espantosos recuerdos.

Moviéndose cautelosamente, temeroso de que oyeran el sonido de su mano al elevarse, indicó a un tercer individuo que llevaba una larga capa de viaje. Aunque la capa ocultaba sus ropas, la cabeza tonsurada de aquel hombre lo señalaba como sacerdote. Él y un cuarto hombre permanecían algo alejados de los Señores de la Guerra. Uno al lado del otro, conversaban evidentemente entre ellos y alguna que otra vez la mano del cuarto hombre se movía como para acentuar algún punto. Fue aquel cuarto hombre el que atrajo la atención del catalista. Más alto que el resto, su capa estaba hecha de un tejido suntuoso, y, cuando hizo un gesto con la mano, Saryon pudo ver el destello de varias alhajas en sus dedos.

El catalista lo señaló con una mano.

—No estoy muy seguro de quién es el cuarto hombre. No es un Duuk–tsarith; no va vestido de negro…

—¿Es alguna especie de Señor de la Guerra? —preguntó Joram.

Moviendo la espada en su mano nerviosamente para poder agarrar con más fuerza la pesada arma, estuvo a punto de dejarla caer, y, con gesto malhumorado, se secó las sudorosas manos en la camisa.

—No —respondió, perplejo, el catalista—. Es extraño, pero a juzgar por sus ropas yo lo tomaría por un…

—No importa, mientras no sea un Duuk–tsarith —interrumpió, impaciente, Joram—. Ahora sólo tenemos que preocuparnos de dos de ellos. Yo me ocuparé de uno. Vos y Mosiah ocupaos del otro. ¿Dónde está Simkin?

—Aquí —contestó una voz sepulcral desde detrás del casco—. Ha oscurecido muy deprisa, ¿verdad?

—Levanta la visera, estúpido. Tú ocúpate del cuarto hombre.

—¿Qué visera? —les llegó la patética respuesta, mientras el casco se volvía a un lado—. ¿Qué cuarto hombre?

—El hombre que está junto… ¡Oh, olvídalo! —gruñó Joram—. Lo que tienes que hacer es quitarte de en medio. Vamos. Mosiah, a la izquierda. Yo iré por la derecha. Quedaos cerca de nosotros, catalista.

Se arrastró hacia adelante a través de la maleza. Mosiah se movió en dirección opuesta mientras Saryon, con el rostro descompuesto y pálido, lo seguía.

—No es culpa mía —masculló Simkin, deprimido, desde detrás del casco—. Esto es un maldito invento. Estoy completamente a oscuras. Caballeros de la antigüedad y todo eso. Un condenado disparate. No me extraña que Arturo tuviera una mesa redonda: ¡no podría ver aquella maldita cosa! Probablemente se pasaba la vida tropezando con ella y rompiéndole las esquinas. Yo…

Pero Simkin estaba hablando solo.

Mosiah puso una flecha en el arco. Le temblaban tanto las manos a causa del miedo y la excitación que tuvo que intentarlo varias veces antes de conseguirlo.

—Otorgadme Vida, Padre —susurró. Con la garganta reseca por el miedo, el catalista repitió con voz cascada las palabras que absorben la magia de la tierra y la transfieren al cuerpo. No había sido adiestrado en el arte de apoyar a Señores de la Guerra en la batalla; aquello requería unos conocimientos especializados que él no poseía. Podía aumentar los ya de por sí grandes poderes mágicos de Mosiah, permitiendo al joven efectuar conjuros que de otra forma hubieran estado fuera de su alcance, tal y como había sucedido durante la pelea en el pueblo. Pero aquello había sido utilizar la magia contra unos brutos incapaces de pensar por sí mismos. Esto era totalmente diferente. Luchaban contra Señores de la Guerra experimentados, y ninguno de ellos había estado jamás en una batalla como aquélla, ninguno sabía en realidad lo que estaba haciendo.

«¡Esto es de locos! —se repetía Saryon una y otra vez—. ¡Una locura! ¡Detenla antes de que llegue demasiado lejos! Pero ya ha ido demasiado lejos —añadió Saryon—. ¡Ahora no tenemos elección!»

—¡Padre! —susurró, apremiante, Mosiah. Con la cabeza baja, Saryon colocó su mano en el tembloroso brazo del muchacho y entonó las palabras que abrían el conducto hacia él. La magia fluyó del catalista a Mosiah como vino espumoso.

Contemplando el rostro de Mosiah a la luz del sol, el catalista vio cómo los labios del muchacho se entreabrían, y sus ojos centelleaban. Parecía un niño saboreando sus primeros dulces.

Saryon tuvo un presentimiento e intentó detenerlo.

—No, Mosiah, espera… No puedes… Pero ya era demasiado tarde. Murmurando unas palabras que el muchacho había aprendido de los Hechiceros, Mosiah lanzó su flecha en dirección al hombre vestido de negro que estaba más cerca de él. Había apuntado con demasiado apresuramiento, pero aquello no importaba; mientras la flecha surcaba el aire, el joven mago la embrujó, de modo que la flecha buscara y matara a cualquier ser vivo de sangre caliente. Aquel hechizo, que utilizaran los Hechiceros de antaño, permitía que incluso tropas no entrenadas resultaran altamente efectivas en combate.

Pero no en aquel combate.

¿Qué fue lo que atrajo la atención del Señor de la Guerra? Quizá fuera el roce de las ropas de Mosiah al entrar en contacto con la hierba. Quizá fuera el sonido vibrante de la flecha al salir despedida o el murmullo de las plumas de la flecha al volar por el aire. O quizá fuera el graznido de advertencia del cuervo, aunque éste llegó tarde.

Más veloz que la flecha que volaba hacia su corazón, el hombre vestido de negro habló e hizo un gesto. Hubo una llamarada y la flecha dejó de ser un instrumento mortífero para convertirse en un haz de cenizas que se disgregó llevado por el viento.

El segundo Duuk–tsarith actuó con tanta rapidez como su compañero. Alzando las manos al cielo, lanzó una orden en voz alta y la oscuridad cayó sobre ellos con la velocidad del rayo. La mañana brillante y soleada se convirtió en noche cegadora y sofocante. Saryon no podía ver nada y se agazapó en la maleza sin saber qué hacer. Entonces, cuando sus ojos empezaban a habituarse a la oscuridad, una extraña y plateada luna se adueñó del bosque. Aunque iluminaba todo lo que había en él, hacía que la carne humana reluciera con fuerza, desprendiendo un fantasmagórico resplandor violáceo. Parpadeando violentamente, el catalista pudo ver con toda claridad los asombrados rostros del cuarto hombre y del sacerdote cuando se volvieron en dirección a ellos.

Más por accidente que a propósito, Saryon estaba agachado entre las hierbas y, aunque la luz de la luna hacía que su carne reluciera, estaba seguro de que debía resultar difícil distinguirlo. Pero Mosiah se había incorporado para lanzar la flecha. Luchando para habituar sus ojos a la repentina oscuridad, el muchacho quedaba bañado por el plateado haz de la luna, siendo claramente visible para los dos enlutados seres. Lanzando un grito, Mosiah alzó el arco.

El Duuk–tsarith pronunció una palabra.

Dejando caer el arco, Mosiah se agarró el cuello.

—Yo… yo…

Intentó hablar, pero la parálisis mágica que el Señor de la Guerra había enviado sobre él interrumpió sus palabras, al igual que le iba cortando la respiración. Sus ojos empezaron a abrirse desmesuradamente hasta quedar en blanco. El muchacho luchaba desesperadamente por llevar aire a sus pulmones, pero era una lucha inútil.

Saryon se incorporó a medias, decidido a suplicar que se rindieran, cuando una forma oscura pasó como un rayo junto al catalista, casi arrojándolo al suelo. Los ojos de Mosiah parecían a punto de salirse de sus órbitas, mientras el rostro se le amorataba lentamente. Colocándose de un salto frente a su amigo, Joram alzó la Espada Arcana; la extraña luz de la luna no se reflejó en el metal, el arma era como un pedazo de noche en su mano.

En el mismo instante en el que la espada se interpuso entre el Duuk–tsarith y Mosiah, el hechizo del Señor de la Guerra se hizo añicos. Luchando por respirar, el muchacho se derrumbó; Saryon tomó a Mosiah en sus brazos y lo depositó en el suelo con cuidado mientras Joram permanecía de pie ante ambos en actitud protectora, sosteniendo la tosca espada entre sus fuertes manos.

Saryon esperó sentir en cualquier momento la ráfaga de aire helado que les congelaría la sangre en cuestión de segundos o el aterrador crujido del suelo al abrirse y tragarlos; ni siquiera el poder de la Espada Arcana podría detener hechizos como aquéllos, pensó. Pero nada ocurrió.

Asomando por entre la maleza, Saryon vio que el cuarto hombre se acercaba a ellos. A lo mejor había hablado. El catalista no podía oír nada a causa del chapoteo del agua de la cascada situada, no muy lejos, a su espalda. Pero los dos Duuk–tsarith habían vuelto sus encapuchadas cabezas hacia el hombre alto; les hizo una señal con la mano, indicándoles que retrocedieran, y los Señores de la Guerra inclinaron la cabeza en señal de obediencia. El asombro de Saryon aumentó, al igual que su temor. ¿Quién era aquel hombre a quien los Duuk–tsarith obedecían sin rechistar?

Quienquiera que fuera, se aproximó a Joram con tranquilidad, sin miedo, estudiando al muchacho con atención a medida que se acercaba a él.

—Tened cuidado, Garald —gritó el hombre que llevaba la larga capa de viaje y que Saryon había tomado, muy acertadamente, por un catalista—. ¡Percibo algo extraño en relación con el arma!

—¿Extraño? —El hombre llamado Garald lanzó una carcajada, una carcajada melodiosa y educada que parecía hecha del mismo suntuoso material que el tejido de su capa—. Gracias por la advertencia, Cardinal —continuó—, pero tan sólo veo una cosa extraña en relación a esta espada: ¡es la más fea de su especie en la que jamás haya puesto los ojos!

—Es eso, Alteza…

¡Cardinal! Saryon clavó sus ojos en él, desconcertado, y pudo atisbar el color de los sagrados ropajes del catalista por debajo de la capa. Entonces se dio cuenta de quién era: ¡un Cardinal del Reino! Y aquel Garald; el nombre le resultaba familiar, pero Saryon estaba demasiado nervioso para pensar con claridad. Las ropas lujosas, el hecho de dar a aquel hombre el tratamiento de Alteza…

El Cardinal siguió hablando:

—… Pero es esa espada tan fea, Alteza, la que ha alterado el conjuro de vuestros guardas.

—¿La espada lo hizo? Fascinante.

El caballero vestido con elegancia estaba lo bastante cerca para que Saryon pudiera verlo claramente bajo la luz que despedía aquella luna mágica. La belleza de la voz se correspondía con la de las facciones de su rostro, delicadamente modelado aunque sin parecer débil por ello. Los ojos eran grandes y de mirada inteligente; la boca era firme, las arrugas que la rodeaban delataban sonrisas y risas; la barbilla enérgica demostraba arrogancia, los pómulos eran altos y pronunciados. El cabello castaño, que despedía un ligero tono rojizo bajo la brillante luz de la luna, era corto, al estilo militar; y un rizo le caía sobre la frente en una graciosa y descuidada onda.

Dando un nuevo paso en dirección a Joram, el hombre llamado Garald alargó una mano enfundada en un guante de excelente piel de cordero.

—Entrega tu espada, muchacho —dijo con una voz que no era ni amenazadora ni exigente, pero que sin embargo estaba acostumbrada a ser obedecida.

—Cogédmela —contestó Joram, desafiante.

—Cogédmela, Alteza —corrigió el Cardinal, escandalizado.

—Gracias, Cardinal —dijo Garald, con una sonrisa bailando en sus labios—, pero no creo que sea éste el momento para enseñar a unos ladrones el protocolo de la corte. Vamos, muchacho; entrega tu espada pacíficamente y nada te sucederá.

—¡No, Alteza! —replicó Joram con desprecio.

—¡Joram, por favor! —le susurró Saryon, desesperado; pero el muchacho lo ignoró.

—¿Quién es este Garald? —musitó Mosiah.

Hizo intención de sentarse, pero volvió a quedarse inmóvil al instante. Aquel hombre elegante había apartado a los Duuk–tsarith de Joram, pero, aparentemente, había dejado a Mosiah a su cargo. Mosiah vio los relucientes ojos de los Señores de la Guerra clavados en él, notó el casi imperceptible movimiento de las manos que mantenían cruzadas ante sus negras ropas y permaneció totalmente inmóvil, sin atreverse apenas a respirar.

Saryon sacudió la cabeza, manteniendo los ojos fijos en Joram y en aquel Garald, que se acercó unos cuantos pasos más. Joram cambió de posición, alzando la espada.

—Muy bien —dijo el elegante caballero, encogiéndose de hombros—; acepto tu reto.

Garald se echó la capa sobre uno de los hombros, sacó una espada de su vaina y se colocó en posición de combate. Saryon sintió que se le resecaba la garganta; la espada, de diseño y forma antiguas, era tan delicada, hermosa y fuerte como el hombre que la empuñaba. La luz de la luna ardía en ella con un fuego frío y plateado, danzando en el agudo filo y centelleando en la cincelada empuñadura en forma de halcón con las alas desplegadas.

El halcón. Algo se agitó en la mente de Saryon, pero no podía apartar su atención de Joram el tiempo necesario para ocuparse de ello. El muchacho resultaba una figura lastimosa, casi patética, comparada con aquel hombre noble y alto y sus ricos ropajes. Sin embargo, había orgullo en Joram, una audacia y un coraje en sus ojos oscuros que rivalizaban con los de su oponente y le recordaban a Saryon que por sus venas corría sangre noble al igual que por las del otro.

Moviéndose torpemente, Joram imitó la postura de su enemigo, sabiendo muy poco sobre ella a excepción de lo que había podido aprender en los libros que había leído. Su torpeza pareció divertir a Garald, a pesar de que el Cardinal —con los ojos todavía fijos en la Espada Arcana— sacudió la cabeza y murmuró una vez más:

—Alteza, creo que…

Garald le hizo un gesto con la mano al Cardinal para que callara en el mismo momento en el que Joram, seguro del poder de su espada y enojado por el arrogante comportamiento de su oponente, se lanzaba hacia adelante.

Haciendo caso omiso de los vigilantes Duuk–tsarith, Saryon se puso en pie de un salto. ¡No podía permitir que Joram hiciera daño a aquel hombre!

—Detente… —exclamó el catalista, pero las palabras murieron en sus labios.

Se oyó el choque de los aceros, luego un grito de dolor y Joram se quedó parado retorciéndose una mano herida y contemplando estúpidamente la Espada Arcana mientras volaba por los aires para ir a aterrizar a los pies del Cardinal.

—Detenedlos a él y al otro —ordenó Garald, tranquilo, a los Duuk–tsarith, quienes no vacilaron en utilizar su magia ahora que les era permitido.

Con una sola palabra lanzaron el conjuro de Magia Aniquiladora que roba a sus víctimas la energía mágica de la que dependen todos los habitantes del mundo. Mosiah cayó hacia adelante con una exclamación. Pero Joram permaneció de pie, contemplando fijamente a los Duuk–tsarith con expresión de solemne desafío y frotándose la mano que había empuñado la espada, que aún le escocía a causa de la fuerte sacudida recibida.

—Os pido disculpas, Alteza —dijo uno de los Duuk–tsarith—, pero ese muchacho no responde a nuestro conjuro. Está Muerto.

—¿De verdad? —Garald contempló a Joram con una mirada de fría compasión que le hizo más daño a Joram que cualquier estocada. El rostro del muchacho enrojeció visiblemente y torció la boca en una mueca de intensa cólera—. Utilizad algo más fuerte —dijo el elegante caballero, observando a Joram—. No obstante, tened cuidado de no hacerle daño. Quiero saber más cosas sobre esa extraña espada.

—¿Y qué hay del catalista, Alteza? —preguntó el Señor de la Guerra, haciendo una inclinación.

Garald miró a su alrededor y clavó los ojos en Saryon.

—¡Por la sangre de Almin, Cardinal! —exclamó, asombrado—. ¡Aquí hay un miembro de vuestra Orden! Dejad que os ayude, Padre —añadió cortésmente, tendiendo la mano al confundido catalista.

Las palabras, aunque pronunciadas con el máximo respeto, no eran tanto una invitación como una orden, y Saryon no tuvo más elección que obedecer. Garald tomó a Saryon del brazo, ayudando amablemente al catalista a salir de la maraña de arbustos.

Al ver a Garald ocupado en otros menesteres, Joram intentó recuperar su espada. Pero tuvo que detenerse bruscamente cuando tres anillos de fuego descendieron del cielo y lo rodearon; uno a la altura de los codos, otro bajando hasta su cintura y el tercero rodeándole las rodillas. Los llameantes aros no tocaban a Joram, pero estaban lo bastante cerca de su piel para que notara el calor abrasador que despedían. No se atrevió a moverse.

Satisfechos porque su presa estaba, al menos por el momento, bajo control, los Duuk–tsarith miraron a su señor con expectación, pidiendo en su silenciosa forma de expresarse nuevas instrucciones.

—Registrad el claro —ordenó Garald—. Puede haber otros ahí fuera, escondidos en la hierba. Pero, ante todo… deshaceos de esta condenada oscuridad, ¿queréis?

Los Duuk–tsarith acataron sus órdenes. La noche desapareció y el día regresó con una brusquedad que dejó a todo el mundo parpadeando bajo la brillante luz del sol de la tarde. Cuando Saryon pudo volver a ver con normalidad, observó que los Señores de la Guerra, como si fueran la oscuridad personificada, habían desaparecido con ella. Estaba mirando a su alrededor perplejo cuando se dio cuenta de que Garald le estaba hablando.

—Confío en que no estéis asociado con esos jóvenes bandidos, Padre —dijo imperturbable pero con una cierta frialdad en la voz—. Aunque he oído decir que hay catalistas renegados por estas tierras.

—No soy un catalista renegado, A… Alteza —empezó a decir Saryon; luego se detuvo, al recordar—. Bien, quizá lo sea —titubeó—. Pero, por favor, escuchad mi historia —siguió, volviéndose hacia el Cardinal, que se había unido a ellos—. Yo… ¡Nosotros no somos ladrones, os lo aseguro!

—Entonces ¿qué significa esta invasión de nuestro claro y este ataque sobre nuestras personas? —preguntó Garald con creciente frialdad y una sombra de enojo en la voz.

—Por favor, dejad que me explique, Alteza —rogó Saryon desesperadamente—. Fue un error…

Los dos Duuk–tsarith aparecieron súbitamente, materializándose en el aire frente a Garald.

—¿Sí? —preguntó éste—. ¿Qué habéis encontrado?

—No había nada en el claro, Alteza, excepto esto.

Una de las enlutadas figuras extendió una mano y mostró un enorme cubo de madera.

—Un objeto curioso en estas tierras salvajes, pero no particularmente merecedor de vuestra atención, diría yo —observó Garald, contemplándolo sin interés.

—Es un cubo bastante notable, Alteza —dijo el Duuk–tsarith.

—No, no —respondió el cubo apresuradamente—. Tan sólo es un cubo sencillo y ordinario. No hay nada extraordinario en mí, os lo aseguro.

—¡En nombre de Almin! —exclamó Garald, mientras el Cardinal daba un paso atrás a toda velocidad, murmurando una oración.

—Un humilde cubo. El típico cubo de madera de roble —continuó el cubo con voz ronca—. Permitidme, amable señor, que lleve vuestra agua. Remojad vuestros pies en mi interior. Remojad vuestra cabeza…

—¡Maldición! —gritó Garald. Saltando hacia adelante, arrebató el cubo de las manos del Señor de la Guerra—. ¡Simkin! —gritó, sacudiendo el cubo—. ¡Simkin, estúpido cabeza de chorlito! ¿No me reconoces?

Dos ojos aparecieron de repente en el borde del cubo y estudiaron al hombre con atención. Los ojos se abrieron desmesuradamente; luego, con una carcajada, el cubo se transformó en la figura del barbudo joven, ataviado con sus ropas favoritas: Barro con Excrementos.

—¡Garald! —exclamó, abrazando al elegante caballero.

—¡Simkin! —respondió Garald, palmeándole la espalda.

El Cardinal parecía menos contento ante la visión de Simkin de lo que había estado ante la aparición del cubo parlante. Dirigiendo los ojos al cielo, el sacerdote introdujo las manos en el interior de las anchas mangas de su túnica y sacudió la cabeza.

—No te reconocí —dijo Simkin, echándose hacia atrás y contemplando al caballero con alegría—. ¿Qué estás haciendo en este repugnante lugar? Oh, espera —se interrumpió, pareciendo recordar algo—, tengo que presentarte a mis amigos… Joram, Mosiah… —Simkin se volvió hacia los dos, uno tumbado en el suelo, atrapado en un encantamiento, el otro aprisionado entre anillos de fuego—, permitid que os presente a Su Alteza Real, Garald, Príncipe de Sharakan.