____ 07 ____

Una vez abandonado el pueblo de los Hechiceros, Simkin condujo a sus compañeros a través de un barranco lleno de una espesa maleza y bordeado por árboles de hoja ancha, que formaban una especie de bóveda sobre ellos. La oscuridad crepuscular se acentuó y llegó rápidamente la noche. Entre los árboles, estaba «tan oscuro como el interior de los párpados de un demonio», según palabras de Simkin. Resultaba difícil moverse entre aquella enmarañada vegetación, y, en ocasiones, casi imposible; y a pesar de que Joram se opuso, los otros insistieron en la necesidad de disponer de algo de luz.

—Los hombres de Blachloch tienen otras cosas de las que preocuparse, por lo que se puede oír desde aquí —dijo Mosiah, ceñudo, mientras se arrancaba espinas de las piernas, que habían topado con violencia contra un matojo de aulagas en la oscuridad—. ¡Podríamos rompernos un tobillo o caer incluso en un agujero y desaparecer en este lugar dejado de la mano de Dios! Prefiero arriesgarme a utilizar una antorcha.

—¡Una antorcha! —resopló Simkin—. ¡Qué ideas más primitivas tienes, querido muchacho!

En el aire aparecieron unas enormes mariposas nocturnas cuyas alas despedían un fulgor verdoso. Revoloteando sobre ellos, las relucientes mariposas proporcionaban una extraña luz, cálida y suave, que cubría un radio más amplio que el que hubiera podido imaginarse.

Desgraciadamente, tras echar una mirada a aquel bosque salvaje y de aspecto inhóspito que cruzaban, Saryon se sintió mucho más asustado de lo que había estado cuando se movía a trompicones en la oscuridad.

Siguieron andando por la hondonada hasta que los matorrales de agudos espinos se abrieron para dar paso a un terreno pantanoso. Árboles gigantescos se alzaban por entre las brumas de una niebla espesa; las raíces, desenterradas por las aguas, parecían garras bajo la luz fantasmal que producían las relucientes mariposas. Al ver aquello, Simkin mandó hacer un alto.

—Manteneos sobre el terreno elevado que hay a la izquierda —dijo desde su posición a la cabeza de la comitiva. Agitó una mano con gesto impreciso—. No caigáis dentro de la charca. Podríais quedar atrapados en el lodo.

—Sería preferible que no lo intentáramos hasta que fuese de día —propuso Joram con voz cansada, y a Saryon se le ocurrió de repente que el muchacho debía de estar a punto de derrumbarse de agotamiento. El catalista estaba exhausto, pero al menos había podido descansar algo durante el día.

—Desde luego —repuso Simkin con un encogimiento de hombros—, no creo que nada vaya a comernos por la noche —añadió con voz siniestra.

—Estoy demasiado cansado para preocuparme por eso —refunfuñó Joram.

Volvieron a la hondonada y localizaron un lugar, relativamente seco, donde pasar la noche. Sacando la espada, Joram la depositó sobre el helado suelo y luego se preparó un lecho junto a ella. Se tumbó, suspiró cansado, posó una mano sobre su espada y cerró los ojos.

—Simkin, ¿adónde nos dirigimos? —preguntó Mosiah en un susurro.

Incorporándose, Joram levantó la mirada hacia ellos.

—Merilon —dijo, y al cabo de un instante ya estaba profundamente dormido.

Mosiah miró a Saryon, que meneó la cabeza.

—Me lo temía. Hemos de convencerlo para que no vaya en esa dirección. ¡Joram no debe ir a Merilon!

El catalista repitió aquellas palabras varias veces, restregando las manos arriba y abajo de la raída tela de su túnica.

Mosiah se removió inquieto, pero no dijo nada.

Saryon suspiró. Ahora se daba cuenta de que no podía esperar ayuda por parte de aquel aliado; y aquél era su único aliado.

El catalista sabía que Mosiah estaba de acuerdo con él si seguía los dictados de su cerebro, pero era el corazón del muchacho el que silenciaba su lengua. También Mosiah anhelaba ver Merilon la Bella, la legendaria y encantada ciudad de ensueño.

Saryon suspiró otra vez y vio que el rostro de Mosiah se ponía en tensión; temía, evidentemente, que el catalista volviera a tocar aquel tema.

Sin embargo, Saryon no volvió a sacar el tema. Permaneció silencioso, mirando a su alrededor nerviosamente, mientras notaba que todos sus miedos y temores en relación a aquellas tierras inhóspitas regresaban a él.

—Buenas noches, Padre —dijo Mosiah, violento, colocando su mano sobre el hombro de Saryon—. Os ayudaré a intentar convencer a Joram por la mañana, aunque no creo que sirva de mucho.

Se alejó y fue a tumbarse sobre el frío suelo, acurrucándose cerca de Joram en busca de calor. Al cabo de pocos instantes, también él estaba dormido; durmiendo con el sueño inocente de los jóvenes. El catalista lo contempló con melancólica envidia; entonces, Simkin hizo desaparecer las mariposas, y la noche regresó junto a ellos. La oscuridad pareció surgir de entre los desgarrados árboles, borrándolo todo. Saryon se estremeció en el aire helado.

—Haré guardia —se ofreció Simkin—. Dormí toda la mañana, y la paliza que le propiné a aquel patán me ha excitado la sangre. Poned vuestra calva cabeza a dormir, Padre.

Saryon estaba cansado, tan cansado que esperaba que el sueño se apoderaría de él, deteniendo la noria de sus pensamientos, que no hacía más que girar y girar en su mente. Pero los terrores del bosque y el sonido de la voz de Joram diciendo «Merilon» se adueñaron del cerebro del catalista y mantuvieron las ruedas en movimiento.

El viento gélido de la noche que empezaba a caer hizo susurrar las pocas hojas muertas que aún se aferraban, tozudas, a los árboles. Arrebujándose en sus ropas, Saryon intentó sacudirse de encima la creciente sensación de tristeza y desesperación; se dijo a sí mismo que era debida al cansancio y al horror que le había provocado la muerte del Señor de la Guerra, que muy gradualmente empezaba a desaparecer de su mente.

Pero no daba resultado, y ahora la anunciada decisión de Joram empeoraba aún más las cosas.

Saryon cambió de posición, inquieto, tiritando de frío y miedo. El más ligero ruido le hacía encogerse sobre sí mismo, atemorizado. ¿Era aquello unos ojos que lo miraban desde las sombras? Se sentó asustado, buscando con frenesí a Simkin; el joven estaba sentado tranquilamente sobre el tocón de un árbol. A Saryon le pareció que los ojos de Simkin brillaban en la oscuridad como los de un animal, observándolo, en apariencia, divertidos. El catalista volvió a tumbarse, se acurrucó en sus ropas, cerró los ojos e intentó sacar sus temores y el frío de su pensamiento por el sencillo procedimiento de darle vueltas y más vueltas a lo que iba a decirle a Joram a la mañana siguiente.

Finalmente, la rueda pareció atascarse y dejó de dar vueltas. El catalista se vio arrastrado a un sueño inquieto y plagado de pesadillas; para tranquilizarse, llevó una mano hacia la piedra–oscura que colgaba de su cuello y se dio cuenta, medio dormido, que el poder del mineral había funcionado en apariencia.

El Patriarca Vanya no se había puesto en contacto con él.

Saryon se despertó a la mañana siguiente, dolorido y entumecido. Aunque no tenía hambre, se esforzó en comer.

—Joram —dijo de mala gana, masticando y tragando de manera mecánica un pedazo de pan duro—, tenemos que hablar.

—Prepárate, amigo mío —observó Simkin, alegre—. El Padre Aguafiestas intenta convencerte para que no vayas a Merilon.

El rostro de Joram se ensombreció, su expresión se endureció, y Saryon lanzó una mirada irritada al malicioso Simkin, quien se limitó a sonreír inocentemente y se volvió a sentar en el tocón, con las piernas cruzadas, dispuesto a divertirse.

—¡El Patriarca Vanya esperará que vayas a Merilon, Joram! —razonó Saryon—. Sabe lo de Anja y su promesa de que tú encontrarías la fama y la fortuna allí. ¡Estará esperando, y también los Duuk–tsarith!

Joram lo escuchó en silencio; luego se encogió de hombros.

—Los Duuk–tsarith están en todas partes —dijo con frialdad—. Me parece que estoy en peligro dondequiera que vaya. ¿No es verdad?

A Saryon le fue imposible negarlo.

—Entonces, iré a Merilon —siguió Joram, tranquilo—. Mi patrimonio está en esa ciudad, según mi madre, ¡y pienso reclamarlo!

«¡Oh, si supieras a lo que te estás refiriendo en realidad! —pensó Saryon con amargura—. Tú no eres el hijo ilegítimo de una pobre muchacha engañada y de su desventurado amante. Tú no necesitas regresar como un mendigo, a exigir tus derechos de una familia que rechazó a su hija y la echó de su casa hace diecisiete años. No. Tú podrías regresar como un príncipe. Recibido con lágrimas por tu madre, la Emperatriz, abrazado por tu padre, el Emperador… Para ser condenado a muerte, arrastrado por los Duuk–tsarith hasta la Frontera de Thimhallan, a aquel confín mágico del mundo, envuelto permanentemente por las brumas, y, una vez allí, expulsado al Más Allá».

—El alma de este pobre infortunado está Muerta. —Saryon oyó en su imaginación las palabras del Patriarca resonando a través de la helada y húmeda niebla—. Permitamos ahora que la envoltura física se una al espíritu y le facilite a este desdichado ser su única oportunidad de salvación.

«Debo decirle a Joram la verdad —se dijo Saryon, desesperado—. ¡Seguramente eso lo disuadiría de ir!»

—Joram —dijo, con el corazón latiéndole con tal fuerza que apenas si podía hablar—. Joram, hay algo que tengo que…

Pero entonces intervino la mente lógica del catalista.

«Sigue —le dijo su cerebro—. Di a Joram que es el hijo del Emperador. Dile que puede aparecer y reclamar el título de Príncipe de Merilon. ¿Va a impedir eso que vaya allí? ¿Cuál sería el primer sitio al que irías si te enteraras de algo así?»

—Bien, ¿qué pasa, catalista? —preguntó Joram, impaciente—. ¡Si tenéis algo que decir, decidlo y dejad de murmurar para vos! Aunque, os aviso, estáis malgastando el aliento. Estoy decidido. ¡Voy a Merilon y nada de lo que digáis me hará cambiar de opinión!

«Sí, tiene razón», comprendió Saryon. Tragándose las palabras, las engulló como si se tratara de una amarga medicina.

Y continuaron camino de Merilon.

Por lo que Saryon podía recordar, los cinco días siguientes fueron los más desdichados de toda su vida. Tardaron tres días en cruzar la ciénaga. El olor que despedía aquel lugar revolvía el estómago y dejaba un sabor oleoso en la boca que hacía perder el apetito. Aunque no les faltaba agua potable —incluso un niño podía llevar a cabo un proceso mágico tan simple—, el olor putrefacto de la ciénaga daba al agua un sabor amargo y corrompido; por mucho que bebieran, no podían aplacar la sed. Y ni siquiera la magia podía encender un fuego que hiciera arder aquella madera húmeda. No vieron el sol ni una sola vez, no hubo forma de que entraran en calor. Jirones de niebla perpetua se enroscaban a su alrededor, haciéndoles ver cosas inexistentes. Nada se materializaba ante ellos surgiendo de entre la niebla, pero tenían la sensación de que estaban siendo vigilados; sensación que las espantosas insinuaciones de Simkin no hacían más que acrecentar.

—¿Por qué no haces más que olfatear? —preguntó Mosiah, malhumorado, atravesando la pantanosa maleza en pos de Simkin—. ¡No me digas que determinas por el olfato la dirección a seguir!

—La dirección no; pero sí el camino —corrigió Simkin.

—¡Oh, vamos! ¿Cómo puedes conocer el camino por el olfato? ¿Y cómo puedes oler otra cosa que no sea podredumbre en este lugar horrendo?

Mosiah se detuvo para esperar a que el fatigado catalista los alcanzara.

—No es el camino lo que huelo, sino lo que está marcando el camino delante de nosotros —dijo Simkin—. Veréis, no creo que sea probable que Eso dé un paso en falso y se extravíe en el pantano, habiéndose criado por aquí. Pero de todas formas, yo siempre digo que es mejor asegurarse que lamentarlo.

—¿Eso? ¿Qué es Eso? ¿Por qué estamos siguiendo a Eso? —empezó a preguntar Mosiah, alarmado, pero Simkin puso una mano sobre la boca de su amigo.

—Vamos, vamos. No debes preocuparte. Generalmente, Eso duerme durante el día bastante profundamente. Se agota durante la noche de tanto arrancar y rasgar con Sus colmillos y con esas garras tan enormes y horrendas. No le menciones la existencia de Eso al Calvo Amigo —murmuró al oído de Mosiah—. Ya está bastante nervioso. Nunca conseguiríamos llegar a ningún sitio.

Y como si aquellas aterradoras insinuaciones no fueran lo bastante malas, su «guía» lanzaba también gritos de alarma de vez en cuando.

—¡Mirad! ¡Delante de nosotros! —gritó Simkin, sujetando a Mosiah y abrazándose a él, mientras temblaba como una hoja.

—¿Qué?

Mosiah sintió que su corazón daba un vuelco: la expresión «garras enormes y horrendas» había dejado una impresión indeleble en su mente.

—¡Ahí! ¿No Lo ves?

—No…

—¡Mira! ¡Esos ojos! ¡Hay seis! Ah, se ha ido ahora. —Simkin lanzó un suspiro de alivio. Sacando el retal de seda naranja, se lo pasó por la frente—. Hemos tenido suerte, además. Debíamos tener el viento en contra y, afortunadamente, Eso no tiene un sentido del olfato demasiado fino. ¿O era el oído? Siempre mezclo esas cosas…

O bien aquel Eso sabía adónde iba o bien lo sabía su «guía», porque al fin llegaron al otro extremo de la ciénaga sanos y salvos, saliendo al pie de un cañón cerrado. Se sentían tan agradecidos de encontrarse fuera de aquel horrible lugar y lejos de su hedor que la perspectiva de escalar las rocosas paredes que se elevaban sobre ellos resultaba incluso apetecible. El camino estaba marcado con claridad —Mosiah se abstuvo muy juiciosamente de preguntar a Simkin quién o qué lo había marcado— y al principio no fue difícil de seguir. Respirar un aire frío y vivificante y sentir el sol sobre sus rostros les dio nuevas energías. Hasta el catalista se animó y se mantuvo a su mismo ritmo.

Pero el sendero desaparecía cuanto más subían y también se hacía más empinado.

Después de dos días de gatear sobre rocas desprendidas, de retroceder para volver a encontrar el sendero y de dormir al raso en salientes azotados por el viento y totalmente descubiertos, Saryon estaba tan agotado que andaba como sonámbulo la mitad del tiempo, despertándose con un sobresalto cada vez que tropezaba al salirse del camino o sentía la mano de Mosiah sobre su brazo, guiándolo. Seguía andando sólo porque se había propuesto mentalmente hacerlo, poniendo un pie delante del otro y cerrándose a todas las demás sensaciones: el frío, el dolor que sentía en todo el cuerpo y también en su mente. En aquel estado, a veces seguía andando tambaleante cuando los otros se habían detenido para descansar, y cuando ya le habían alcanzado y le habían hecho retroceder, se dejaba caer pesadamente en el suelo, apoyaba la cabeza en las rodillas y soñaba que aún seguía andando.

Con el tiempo, no obstante, el ejercicio y el aire puro le dieron al catalista lo que hacía mucho tiempo necesitaba: noches de un sueño tan profundo que ni siquiera el recuerdo del moribundo Señor de la Guerra o el dolor de sus músculos podían atravesarlo. Una mañana, en el quinto día de viaje, Saryon se despertó con el descubrimiento de que tenía la cabeza despejada y, aparte del entumecimiento de sus músculos y el agudo dolor que sentía en la espalda provocado por haber dormido en el suelo, se sentía relajado.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaban viajando en una dirección equivocada.