____ 06 ____

—¡Aquí está el catalista! ¡Os dije que el viejo lo iría a buscar!

Saryon oyó las palabras y recibió una impresión confusa de movimiento a través del rabillo del ojo. Oyó a Mosiah lanzar una exclamación, luego a Simkin que aullaba:

—¡Suéltame, Enorme Bestia Peluda!

Luego todo fue un confuso pánico, lucha inútil y voces que gruñían.

—Haced lo que os dicen y no sufriréis daño.

Una mano sujetó la muñeca de Saryon, torciéndole el brazo detrás de la espalda. El dolor lo abrasó como una llama desde el codo hasta el hombro, y Saryon lanzó un grito de dolor. Pero se sorprendió al darse cuenta de que estaba más enojado que asustado; quizás era porque percibía el miedo de sus captores. Podía notarlo en sus pesadas y entrecortadas respiraciones y en sus voces roncas. Podía olerlo, un olor fétido mezclado con el sudor y los vapores de aquel falso valor que los hombres de Blachloch habían estado ingiriendo a través de los pellejos de vino.

El ataque había sido rápido y repentino. Los hombres del Señor de la Guerra podían no ser muy espabilados en muchos aspectos, pero eran expertos en su oficio y sabían muy bien lo que hacían. Enviados a buscar al catalista, habían visto a Andon entrar en la prisión y adivinaron que el anciano les pondría, sin quererlo, a Saryon en las manos. Escondidos en un callejón, los antiguos secuaces del difunto Señor de la Guerra habían esperado a que pasara el grupo, y la pelea había terminado ya, prácticamente antes de empezar.

Sujeto entre las zarpas de un musculoso matón, Joram no podía alcanzar su espada. Mosiah yacía cabeza abajo en medio de la calle. Le manaba la sangre de un corte que tenía en la cabeza y tenía un pie enfundado en una bota plantado con fuerza detrás de su cuello. Los soldados arrojaron a Andon a un lado; el anciano yacía como una muñeca rota en plena calle parpadeando aturdido y mirando al cielo. Un hombre sujetaba a Saryon, retorciéndole el brazo dolorosamente detrás de la espalda. En cuanto a Simkin, había desaparecido. El centinela que había saltado sobre la figura vestida tan llamativamente permanecía ahora atónito contemplando sus manos vacías.

Uno de los matones, el jefe evidentemente, paseó la mirada por el campo de batalla para asegurarse de que todo estaba bajo control. Luego, satisfecho, se acercó a Saryon.

—¡Catalista, otórgame Vida! —exigió, intentando imitar los modales intimidatorios y fríos del difunto Blachloch.

Pero éstos eran criminales comunes, no disciplinados Duuk–tsarith. Saryon vio cómo los ojos del jefe se paseaban nerviosamente entre él y la calle vacía, mirando en dirección a la herrería. El sonido de gritos y aullidos que provenían de allí indicaba que algo estaba sucediendo. Los Hechiceros iban a luchar. Saryon negó con la cabeza y el malhechor perdió el control.

—¡Maldita sea, catalista, ahora! —gritó, quebrándosele la voz—. ¡Rompedle el brazo! —ordenó al hombre que sujetaba a Saryon.

—¡Por la sangre de Almin, catalista, no seáis estúpido! —exclamó Joram—. Haced lo que os dice. Otorgadle Vida.

El hombre que sujetaba a Saryon le dio un nuevo y experto tirón en el brazo. Mordiéndose los labios para no gritar de dolor, el catalista miró a Joram sorprendido, viendo cómo los oscuros ojos del muchacho se movían rápida y significativamente en dirección a Mosiah.

—Sí, Padre —masculló Mosiah, teniendo la mejilla aplastada por el pie del centinela contra el barro y la porquería de la calle. Aunque era imposible que hubiera podido ver a Joram, había captado el sutil énfasis de la voz—. Haced lo que ellos os piden. ¡Otorgadle Vida!

—Muy bien —aceptó el catalista, inclinando la cabeza aparentemente derrotado.

La expresión de alivio que se pintó en el rostro del cabecilla resultó casi patética.

Saryon intentó desesperadamente concentrarse a pesar del dolor, y empezó a repetir la plegaria que atraía la magia del mundo y la canalizaba hacia el interior de su cuerpo. Afortunadamente era una oración que había aprendido de niño, de modo que no le costó demasiado. No había tiempo para determinar la cantidad de Vida que podía transmitir sin peligro al joven, ni siquiera en el caso de que sus desordenadas facultades hubieran sido capaces de llevar a cabo los cálculos matemáticos necesarios. Tendría que abrir el conducto completamente, dejar que la Vida fluyera ilimitadamente al interior de Mosiah. Esto dejaría al catalista sin un ápice de energía, pero no tenían elección: tenían una oportunidad, y sólo una. «Si esto falla —pensó el catalista con una tranquilidad que le sorprendió—, ya no importará, de todas formas. Los hombres de Blachloch nos matarán poseídos por la rabia y el miedo».

En respuesta a su plegaria, la magia empezó a fluir al interior del catalista. Hubo una época en la que aquel bendito sentimiento de unidad con el mundo le provocaba a Saryon una sensación de placer casi sublime. Blachloch había acabado con ello. Al darle Vida al Señor de la Guerra —Vida que Blachloch había pervertido convirtiéndola en muerte—, Saryon había llegado a aborrecer aquel cosquilleo que sentía en la sangre, aquel escalofrío de emoción que le recorría cada uno de los nervios. Ahora estaba demasiado tenso, demasiado impaciente por devolver el golpe a aquellos asesinos, para darse cuenta. No obstante, disfrutaba, una vez más, de la experiencia de poseer la magia en su interior, aunque muy pronto debería dejarla ir. Repleto de Vida, Saryon abrió un conducto en dirección a Mosiah.

La magia saltó del catalista al joven como una ráfaga de luz azul, un suceso que se da únicamente cuando el catalista se entrega totalmente a su mago. La magia chisporroteó en el aire. El malhechor que sujetaba a Saryon dio un respingo y aflojó ligeramente la presión sobre su brazo. Pero en aquel momento, el cabecilla de aquellos hombres se dio cuenta de que lo habían traicionado; la hoja de un cuchillo centelleó bajo la luz del atardecer.

Levantando un brazo en un débil intento de repeler el ataque, Saryon oyó un gruñido feroz. El hombre que sujetaba a Saryon gritó una advertencia y su jefe giró sobre sí mismo, alzando el puñal. Estaba frente a Mosiah, pero el aparentemente inofensivo muchacho había cambiado. Su cuerpo estaba cubierto de pelo; sus dientes eran ahora colmillos; sus manos, garras; sus uñas, zarpas. El hombre–lobo saltó sobre él, haciéndolo caer al suelo. El puñal cayó de su mano inerte mientras sus gritos desgarraban el aire. Luego todo terminó con un horrible borboteo.

Los fieros y enrojecidos ojos del hombre–lobo se apartaron de su víctima y miraron a Saryon. El catalista no pudo evitar echarse atrás, sintiendo que su alma se encogía, presa de un terror primitivo. De las mandíbulas de la criatura goteaba sangre y saliva; un gruñido sordo le sacudía el macizo pecho. Pero los ojos no estaban clavados realmente en Saryon. Contemplaban al guardián que se agazapaba detrás del catalista, intentando lastimeramente utilizar el cuerpo del catalista como escudo. Unas manos empujaron a Saryon desde atrás, precipitándolo hacia adelante, a las fauces del animal. Pero el hombre–lobo saltó a un lado con agilidad y el catalista cayó a cuatro patas. La criatura saltó por encima de él. Saryon oyó el agudo gemido de terror del guardián junto con un salvaje gruñido de triunfo.

Aturdido y dolorido, sin una gota de energía en su interior, Saryon contemplaba la batalla que se desarrollaba a su alrededor como en sueños, incapaz de reaccionar. Vio que Joram arrebataba de una patada el puñal que sostenía en la mano el hombre que lo había estado sujetando y se revolvía contra él con un torpe movimiento. El puño erró el blanco y el soldado asestó un golpe en la barbilla del muchacho. Joram se tambaleó hacia atrás, buscando a tientas su espada. El otro aprovechó su ventaja y se abalanzó sobre él, pero entonces una escoba se materializó en el aire y empezó a aporrear al guardián furiosamente.

—¡Toma eso, animal! —aullaba, inexorable, la escoba, atacando al aterrado hombre desde todos los ángulos imaginables, golpeándolo en la cabeza y atizándole en pleno trasero. Se cruzó entre las piernas de éste y le hizo caer finalmente, dejándolo tendido cuan largo era. Caído en el suelo, el matón se cubrió la cabeza con las manos, pero la escoba siguió golpeándolo, mientras gritaba a cada golpe—: ¡Animal!

El catalista tuvo la vaga impresión de que sus atacantes huían. Intentó ponerse en pie, pero notó un zumbido en los oídos; se sentía mareado y con náuseas. Unas manos fuertes y sin embargo sorprendentemente suaves lo ayudaron a ponerse en pie, y aunque las palabras tenían la misma frialdad de siempre, sintió más que oyó un cálido sentimiento de preocupación oculto en ellas que le sorprendió.

—¿Os encontráis bien?

Débil y mareado, el catalista miró a Joram a la cara. Por su tono de voz, no estaba seguro de qué esperaba ver. Un ser de carne y hueso, quizá. Pero en su lugar vio piedra.

—¿Os encontráis bien, catalista? —repitió el muchacho fríamente—. ¿Podéis andar o hemos de llevaros a cuestas?

Saryon suspiró.

—No, puedo andar —contestó, apartándose del muchacho con serena dignidad.

—Estupendo —comentó Joram—. Encargaos del anciano.

Señaló a Andon con la mano, quien estaba de pie mirando a su alrededor, apesadumbrado. Tres de los malhechores yacían en medio de la calle; los otros habían huido, abandonando a sus camaradas caídos. Dos de los guardas estaban muertos, los cuerpos destrozados, los cuellos rotos por las fuertes mandíbulas del hombre–lobo. Saryon se sorprendió al darse cuenta de que no sentía pena, sólo una especie de siniestra satisfacción, que lo escandalizó. Un tercer hombre yacía a cierta distancia, vivo y gimiente, su rostro y cabeza cubiertos de marcas rojas. Pedazos de paja de la escoba aparecían enganchados a sus ropas como escuálidas plumas. Simkin estaba de pie junto a él.

—Palurdo —murmuró entre dientes, propinándole una rápida patada.

El guardián gimió y se cubrió la cabeza con los brazos. Alzando la barbilla desdeñoso, Simkin hizo aparecer el pedazo de seda naranja y se secó la frente.

—Una pelea horrible, en verdad —comentó—. Estoy sudando.

—¡Tú! —Mosiah, de nuevo él mismo, estaba sentado en un portal, jadeando como el hombre–lobo que había sido. El corte de la cabeza sangraba en abundancia, tenía el rostro cubierto de barro y sudor y llevaba la ropa hecha jirones. Apoyándose fatigado en la puerta, intentó recuperar el aliento—. ¡Jamás… había experimentado una magia… como ésa! —admitió, aspirando profundamente. Cerró los ojos y se puso una mano en la frente—. Me siento tan… mareado…

—Esa sensación pasará pronto —dijo Saryon con suavidad—. No tenía ni idea de que fueras un mago tan poderoso —añadió el catalista mientras se dirigía a ofrecer al desolado Andon cuantas palabras de consuelo vacías se le ocurrieran.

—Yo tampoco —observó Mosiah con un cierto pavor—. Ni… ni siquiera recuerdo haberlo imaginado. Era sólo que… ¡Simkin dijo algo sobre una enorme bestia peluda y aquella imagen estaba en mi cabeza! ¡Entonces la magia me embargó! Era como si la Vida de todo lo que me rodeaba se estuviera vertiendo en mi interior, fluyendo a través de mí. ¡Me sentí cien veces más vivo! Y…

—¡Oh, a quién le importa eso! —interrumpió Joram, impaciente—. ¡Deja de hablar de ello de una vez! ¡Hemos de salir de este maldito lugar!

Mosiah se calló bruscamente, tragándose las palabras. Se incorporó sin decir una palabra, con los ojos llenos de rabia. Andon se quedó mirando a Joram con asombro. Incómodo, Simkin empezó a tararear una cancioncilla. Sólo Saryon comprendió; también él había sentido el amargo aguijón de la envidia clavándose en su corazón. También él sabía lo que era sentir envidia de aquellos que habían sido bendecidos con el don de la Vida.

Nadie habló, pero se miraron unos a otros con desasosiego; nadie parecía estar muy seguro de lo que debían hacer. Era todo irreal, como un sueño. El sol, poniéndose con un rojizo resplandor, proyectaba sus largos dedos rojos sobre las calles. Las ventanas de los feos edificios de ladrillo parecían llamear bajo su reflejo. Centelleaba incluso en los vidriosos ojos de los cadáveres; y, en la forja, relucía brillante sobre el metal de los cuchillos, las lanzas, las flechas y los puñales. Allá a lo lejos, en el centro del pueblo, los gritos sonaban cada vez con más fuerza.

—Joram tiene razón —dijo Saryon finalmente, intentando sacudirse de encima aquella inquietante sensación de estar allí y en otro sitio al mismo tiempo—. El sol se está poniendo y deberíamos irnos antes del anochecer.

—¿Irse? —Andon volvió a la realidad y miró al catalista, perplejo—. ¡No pueden irse, Padre! ¡Escuchad! —Su rostro arrugado y bondadoso se retorció en una mueca de espanto—. ¡Nuestra pacífica existencia ha terminado! Van a…

En aquel momento, se escuchó el sonido de un gong.

—¡El Scianc! —exclamó Andon, mientras el dolor convulsionaba su rostro.

Nueve veces resonó el gong, sacudiendo con su vibración el cuerpo y la mente. Saryon notó que la sacudida le subía por los pies, haciendo vibrar todo su cuerpo, y se preguntó si la misma tierra no se estaría estremeciendo de rabia.

—Significa guerra —explicó Joram, lúgubre—. ¿Por dónde, Simkin?

—Por aquí, bajando por el callejón —indicó Simkin, señalando con la mano, y su acostumbrada actitud frívola se desvaneció en el aire como el pedazo de seda naranja. Dicho esto, echó a correr.

—¡Vamos! ¡Será mejor que lo sigamos! —instó Joram—. Lo vamos a perder.

—Sólo si tenemos suerte —refunfuñó Mosiah. Estrechó precipitadamente la mano del anciano—: Adiós, Andon. Gracias por todo.

—Sí, gracias —dijo Joram rápidamente, dirigiendo sus negros ojos hacia la herrería. El ruido de la batalla aumentaba, cada vez se oía más cerca. Después de echar una última mirada, Joram penetró en el callejón con Mosiah: la figura de Simkin era apenas visible a la luz del crepúsculo, con la pluma de su gorro ondeando al viento como un estandarte. Volviéndose a medias gritó—: ¡Daos prisa, Saryon!

—Sí, id delante; ya os alcanzaré —repuso el catalista, reacio a irse y temeroso de quedarse.

Andon, que parecía comprender los sentimientos de Saryon, sonrió con tristeza.

—Sé por qué se van y debería estar agradecido de que se llevaran la piedra–oscura lejos de nosotros. Al menos nos libraremos de esa tentación. —Exhaló un suspiro—. Pero siento que vos os vayáis. Que Almin os acompañe, Padre —terminó suavemente.

Saryon intentó devolverle la bendición, pero las palabras se negaron a salir de sus labios. Se decía que, en el mundo antiguo, aquellos que habían vendido su alma a los poderes de la oscuridad eran físicamente incapaces de pronunciar el nombre de Dios.

—¡Catalista! —se oyó gritar a Joram, irritado.

Saryon se volvió y se alejó del anciano sin decir una sola palabra. Mirando hacia atrás desde las sombras del callejón mientras el crepúsculo empezaba a envolverlos, vio a Andon de pie en la calle junto a los cuerpos de los dos guardianes muertos, con la cabeza inclinada, los hombros caídos. El anciano Hechicero se cubría los ojos con las manos, y el catalista se dio cuenta de que estaba llorando.