____ 05 ____

—Yo estaba allí. Lo vi todo, y por mi vida —dijo Simkin en voz baja— si no vi a nuestro Sombrío y Melancólico Amigo hundir su brillante espada en el cuerpo convulsionado del Señor de la Guerra.

—Muy bien por Joram —dijo Mosiah, ceñudo.

—Bueno, en realidad no era una «brillante espada» —corrigió Simkin, haciendo aparecer un espejo enmarcado en plata y muy adornado con un gesto de la mano. Sujetándolo frente a él, se examinó el rostro, alisándose meticulosamente la fina barba marrón con los dedos y retorciendo con destreza las puntas de su bigote—. Esa espada es la cosa más horrenda que he visto jamás, si exceptuamos al cuarto hijo de la marquesa de Blackborough. Desde luego, la marquesa misma no es ninguna maravilla. Todos los que la conocen saben que la nariz que luce por la noche no es la misma nariz con la que empieza el día por la mañana.

—¿Qué…?

—Nunca se le ve la misma nariz dos veces, ¿sabes? No maneja demasiado bien la magia. Se ha rumoreado que está Muerta, pero nunca se ha podido probar, y, además, su esposo es muy amigo del Emperador. Y si se limitara a dedicarle un poco de tiempo, ¿quién sabe?, podría salirle la nariz bien.

—Simkin, qué…

—De todas maneras, no entiendo por qué se empeña en tener hijos, particularmente niños feos. «Debería haber una ley en contra de ello», le sugerí a la Emperatriz, que estuvo totalmente de acuerdo conmigo.

—¿Qué aspecto tiene la espada? —consiguió por fin intercalar Mosiah cuando Simkin hizo una pausa para respirar.

—¿Espada? —Simkin lo miró distraídamente—. Oh, sí. La espada de Joram, la «Espada Arcana», como él la llama. Muy apropiadamente, además, podría añadir. ¿Qué aspecto tiene? —El muchacho reflexionó un momento, deshaciéndose primero del espejo con un chasquido de los dedos—. Déjame pensar. Por cierto, ¿te gusta mi conjunto? Lo prefiero al negro. Lo llamo Sangre Derramada, en honor del querido difunto.

Mosiah contempló los calzones color sangre, la chaqueta morada y el chaleco de raso rojo con disgusto y asintió.

Ajustándose el encaje alrededor de la muñeca —encaje que estaba lleno de manchas rojas, para que parecieran «salpicaduras»—, Simkin se sentó sobre el camastro, cruzando sus bien torneadas piernas para lucir mejor las medias color morado.

—La espada —continuó— tiene el aspecto de un hombre.

—¡No! —se mofó Mosiah.

—Sí, palabra de Almin —afirmó Simkin, ofendido—. Un hombre de hierro. Un hombre de hierro escuálido, desde luego, pero un hombre de todas formas. Así… —Poniéndose en pie, Simkin se puso rígido, los tobillos pegados, los brazos extendidos a cada lado en forma de cruz—. Mi cuello es la empuñadura —dijo, estirando su descarnado cuello al máximo—. Tiene un pomo en la parte superior en lugar de cabeza.

—¡Tú sí que tienes un pomo por cabeza! —resopló Mosiah.

—Échale un vistazo, si no me crees —dijo Simkin, derrumbándose súbitamente sobre el camastro. Bostezó profundamente—. Está debajo del colchón, envuelta como un bebé en sus pañales.

La mirada de Mosiah se dirigió a la cama, mientras crispaba las manos.

—No, no podría —dijo tras un momento.

—Tú mismo. —Simkin se encogió de hombros—. Me pregunto si habrán descubierto ya el cadáver. ¿Y te parece que esto es demasiado llamativo para el funeral?

—¿Qué poderes dices que tenía la Espada? —preguntó Mosiah, los ojos clavados como fascinados en la cama. Lentamente se puso en pie, cruzó la habitación, y fue a parar junto al camastro, aunque sin atreverse a tocar el colchón—. ¿Qué le hizo a Blachloch?

—Déjame recordar —dijo Simkin con aire lánguido, tumbándose en el lecho y poniendo los brazos detrás de la cabeza. Contemplando sus zapatos, arrugó el ceño y, experimentalmente, cambió el color rojo por morado—. Debes comprender que me era un poco difícil ver, situado como estaba, colgando de la pared por un maldito clavo. Pensé en convertirme en un cubo, ven mucho mejor que las tenazas, ¿sabes? Cuando soy unas tenazas, generalmente tengo un ojo a cada lado. Me da un campo de visión amplio, pero no puedo ver lo que hay en el centro. Los cubos, por otra parte…

—¡Oh, cuéntalo de una vez! —le espetó Mosiah, impaciente.

Simkin aspiró por la nariz con desdén y volvió a cambiar a rojo el color de sus zapatos.

—Nuestro Odiado y Despiadado Caudillo estaba lanzando el maleficio del Veneno Verde sobre nuestro amigo. Por cierto, ¿has visto alguna vez cómo funciona ese maleficio? —preguntó Simkin, tranquilo—. Tiene efectos terribles sobre el sistema nervioso. Deja paralizado, provoca un dolor insoportable…

—¡Pobre Joram! —dijo Mosiah con suavidad.

—Sí, ¡pobre Joram! —repitió Simkin lentamente—. Estaba casi muerto, Mosiah. —La voz burlona se puso repentinamente seria—. Realmente creí que no había nada que hacer. Entonces me di cuenta de algo rarísimo: la luz verde y venenosa que el conjuro proyecta sobre los cuerpos brillaba alrededor de Joram excepto en sus manos, que sujetaban la espada. Y, lentamente, el resplandor empezó a desvanecerse en sus brazos, y se iba desvaneciendo también en el resto de su cuerpo cuando nuestro divertido y viejo amigo, el catalista, intervino y absorbió la Vida del Señor de la Guerra. Y muy bien que hizo. Muy a tiempo. Incluso a pesar de que la espada parecía estar invirtiendo el efecto del conjuro de Blachloch, era evidente que no actuaba con la suficiente rapidez como para evitar que Joram se convirtiese en una temblorosa masa de budín verde.

—Así que de alguna manera anula la magia —dijo Mosiah, perplejo.

Se quedó mirando a la cama con deseo, indeciso. Echando un vistazo al otro lado de la enrejada ventana, se estremeció a causa del aire helado que penetraba por ella. Aunque era ya media tarde, la temperatura no había aumentado. El pálido sol había desaparecido, oculto por unas nubes grises y amenazadoras. Parecía como si las nubes hubieran descendido del cielo y se hubieran posado sobre los tejados del pueblo, asfixiando todo signo de vida. Las calles estaban vacías: no había centinelas, ni ciudadanos. Incluso había cesado el ruido de la herrería.

El joven se decidió y se dirigió de prisa hacia el camastro; arrodillándose junto a él, metió las manos debajo del colchón. Suavemente, casi con veneración, sacó el montón de andrajos.

Apoyado en los talones, Mosiah desenvolvió la espada y la contempló fijamente. El rostro del joven —el honesto rostro de un Mago Campesino— se torció en una mueca de repugnancia.

—¿Qué te dije? —repuso Simkin, dándose la vuelta en el camastro e incorporándose sobre un codo para ver mejor—. Es una creación repugnante, ¿no es así? Yo personalmente no la llevaría encima ni muerto, aunque no creo que eso preocupe a Joram. ¿Entiendes? —insistió alegremente al ver que Mosiah no reía—. ¡Ni Muerto!

Mosiah hizo caso omiso de él. La contemplación de la espada lo fascinaba y lo repelía a la vez. Era, de verdad, un arma tosca y fea. Antiguamente, hacía mucho tiempo, los Hechiceros habían fabricado espadas de belleza reluciente y diseño elegante, con hojas de deslumbrante acero y empuñaduras de oro y plata. Eran espadas mágicas, que estaban dotadas también de diferentes propiedades gracias a runas y conjuros; pero todas las espadas habían desaparecido de Thimhallan después de las Guerras de Hierro. Los catalistas las denominaban armas diabólicas, creaciones demoníacas nacidas de las Artes Arcanas de la Tecnología. La ciencia para fabricar espadas de acero se perdió. Las únicas espadas que Joram había visto estaban dibujadas en los libros que había encontrado. Y aunque el joven era muy hábil trabajando el metal, no era lo bastante experto, ni tampoco tenía el tiempo ni la paciencia necesarios para crear un arma como las que los hombres de la antigüedad habían ceñido con orgullo.

La espada que Mosiah sostenía en las manos estaba hecha de piedra–oscura, un mineral que es negro y feo. La espada, nacida del fuego de la fragua y recibida su Vida mágica de Saryon, un catalista reacio, no era más que una tira de metal batido y martilleado y luego afilado de manera torpe por la mano inexperta de Joram. Éste no sabía cómo crear hoja y empuñadura y unir luego ambas, así que aquella espada estaba hecha de una sola pieza de metal y, tal como había dicho Simkin, se parecía a un ser humano. La empuñadura estaba separada de la hoja por un travesaño que tenía el aspecto de dos brazos extendidos. Joram había añadido una cabeza de aspecto bulboso en la empuñadura en un intento de equilibrarla, haciendo que tuviera toda la apariencia del cuerpo de un hombre convertido en piedra. Mosiah estaba a punto de volver a dejar aquel objeto horrible y turbador debajo del colchón cuando la puerta se abrió de golpe.

—¡Deja eso! —ordenó una voz dura.

Sobresaltado, Mosiah estuvo a punto de dejarla caer al suelo.

—¡Joram! —exclamó con acento culpable, dándose la vuelta—. Tan sólo estaba mirando.

—He dicho que lo dejes —siguió Joram con brusquedad, cerrando la puerta a su espalda de una patada. Cruzó la habitación de un salto y arrebató la espada de las manos de Mosiah, quien no ofreció resistencia—. No la vuelvas a tocar jamás —dijo, mirando a su amigo con fiereza.

—No te preocupes —musitó Mosiah, poniéndose en pie y limpiándose las manos en los calzones de cuero como si quisiera borrar el contacto del metal—. No lo haré. ¡Jamás! —añadió, emocionado. Luego dirigió una sombría mirada a Joram, se apartó de él y se fue a atisbar por la ventana, malhumorado.

El silencio de las calles penetró en el interior de la celda y cayó sobre ellos como una niebla invisible. Joram deslizó la espada en una especie de vaina de cuero hecha imitando toscamente las vainas que había visto en los libros. Mirando de soslayo a Mosiah, Joram empezó a decir algo, pero se contuvo. Sacó una bolsa de debajo de la cama y empezó a llenarla con sus pocas ropas y la comida que quedaba en la celda. Mosiah le oyó moverse pero no se volvió a mirarlo; incluso Simkin permanecía callado. Contemplaba sus zapatos, y estaba a punto de poner uno de color rojo y el otro de color morado, cuando se oyó un débil golpe y la puerta se abrió.

Saryon penetró en el interior de la celda. Nadie habló. El catalista dirigió la mirada del rostro sofocado y enojado de Joram al pálido semblante de Mosiah, suspiró y cerró la puerta cuidadosamente detrás de él.

—Han encontrado el cadáver —informó en voz baja.

—¡Estupendo! —exclamó Simkin, sentándose y pasando sus pies multicolores por encima del borde de la cama—. Debo ir a contemplar…

—No —dijo Joram, brusco—. Quédate aquí. Hemos de hacer planes. ¡Tenemos que escapar! ¡Esta noche!

—¡Qué diablos! —gimió Simkin, consternado—. ¿Y perdernos el funeral? Después de que me he tomado tantas molestias…

—Me temo que sí —dijo Joram secamente—. ¡Tomad, catalista! —Le entregó a Saryon una cadena bastante ordinaria, de la que pendía un pedazo de piedra de color oscuro—. Vuestro amuleto de la «buena suerte».

Saryon aceptó la cadena con expresión solemne. La sostuvo ante él durante un momento, contemplándola fijamente, mientras su rostro se volvía cada vez más pálido.

—¿Padre? —preguntó Mosiah—. ¿Qué sucede?

—Demasiadas cosas —repuso el catalista suavemente, y, con la misma expresión solemne en el rostro, se colgó la piedra–oscura del cuello, ocultándola cuidadosamente con la túnica—. Los hombres de Blachloch han acordonado el pueblo. Nadie puede salir ni entrar.

Joram lanzó un terrible juramento.

—¡Al diablo con todo! —gritó Simkin—. ¡Por todos los infiernos! Va a ser un funeral tan fantástico… Será el acontecimiento del año por estos lares. Y lo mejor es —continuó lóbregamente— que la gente del pueblo aprovechará sin duda la oportunidad para darles una paliza a algunos de los secuaces de Blachloch. Esperaba con ansia que llegara el momento de darles una buena tunda a esos patanes.

—¡Hemos de salir de aquí! —dijo Joram torvamente.

Atándose la capa alrededor del cuello, arregló los pliegues de forma que el tejido ocultase la espada y no quedase a la vista.

—Pero ¿por qué tenemos que irnos? —protestó Mosiah—. Por lo que Simkin me ha contado, todo el mundo creerá que a Blachloch lo mataron los centauros. Incluso sus hombres. Y ellos no se van a quedar mucho tiempo por aquí haciendo preguntas. Es por eso que los hombres de Blachloch han acordonado el pueblo. ¡Están asustados! ¡Y con motivo! ¡Lucharemos contra ellos! Les echaremos, y ya no tendremos nada que temer de nadie…

—Sí, seguiremos teniendo de qué temer —dijo Saryon, la mano sobre el amuleto—. El Patriarca Vanya se ha puesto en contacto conmigo.

—Apuesto a que él sí consigue ir al funeral —se quejó Simkin, enfurruñado.

—Cállate, idiota —gruñó Mosiah—. ¿Qué queréis decir con eso de que «se ha puesto en contacto», Padre? ¿Cómo podría hacerlo?

Hablando apresuradamente y lanzando frecuentes miradas al otro lado de la ventana, Saryon contó a los jóvenes su conversación con el Patriarca, omitiendo únicamente lo que él sabía sobre la auténtica identidad de Joram.

—Debemos irnos antes del anochecer —concluyó Saryon—. Cuando el Patriarca Vanya descubra que no puede contactar ni conmigo ni con Blachloch, se dará cuenta de que algo terrible ha sucedido. Antes del anochecer, los Duuk–tsarith podrían estar aquí.

—¿Lo veis? Todos los que son alguien estarán presentes en ese espléndido funeral —dijo Simkin, melancólico.

—¡Los Duuk–tsarith, aquí! —Mosiah palideció—. Debemos avisar a Andon…

—Justamente vengo de casa de Andon —interrumpió Saryon con un suspiro—. Intenté que lo comprendiera, pero no estoy seguro de haber tenido éxito. Francamente, no le preocupan tanto los Duuk–tsarith como el hecho de que su pueblo se enzarce en una lucha con los hombres de Blachloch. No creo que los Duuk–tsarith molesten a los Hechiceros si vienen aquí —añadió Saryon, dándose cuenta de la preocupación de Mosiah—. Ahora podemos dar por seguro que la Orden estuvo en contacto constante con Blachloch. Si hubieran querido destruir el pueblo, podrían haberlo hecho en cualquier momento. Lo que harán será buscar a Joram y la piedra–oscura. Cuando descubran que se ha marchado, seguirán su rastro. Nos seguirán a nosotros…

—Pero estas gentes son mis amigos, son como mi familia —insistió Mosiah—. ¡No puedo dejarlos! —Miró por la ventana preocupado.

—También son mis amigos —dijo Joram, brusco—. No es como si los abandonásemos. Lo mejor que podemos hacer por ellos es irnos.

—Créeme, no hay nada que podamos hacer si nos quedamos, excepto quizás acarrearles un daño mayor —dijo Saryon despacio, poniendo una mano sobre el hombro de Mosiah—. El Patriarca Vanya me dijo una vez que quería evitar atacar a los Hechiceros, si era posible. Sería una batalla encarnizada y, a pesar de lo secreto que lo mantuviera la Iglesia, llegarían rumores de ello y se sembraría el pánico entre la gente. Por eso estaba Blachloch aquí: para conducir a los Hechiceros a su propia destrucción junto con Sharakan. Vanya aún espera poder llevar a cabo su plan. No podemos hacer mucho más.

—Pero seguramente Andon no los dejará ahora que sabe…

—¡Ya no es problema nuestro! —interrumpió Joram sucintamente—. No nos importa a nosotros. Al menos, no a mí. —Ató el bulto con fuerza y se lo echó a la espalda—. Tú y Simkin os podéis quedar si queréis.

—¿Y dejaros a ti y a la Maravilla Calva vagando sin rumbo y solos por los bosques? —preguntó Simkin, indignado—. Me pasaría las noches sin dormir, pensando en ello. —Con un movimiento de la mano cambió de vestimenta. Sus ropas rojas se volvieron de un feo marrón verdoso. Una larga capa de viaje gris se acomodó sobre sus hombros y unas botas de piel, altas hasta la cadera, empezaron a treparle lentamente por las piernas. Un sombrero de tres picos con una pluma de faisán larga e inclinada apareció también sobre su cabeza—. Otra vez de vuelta al Barro con Excrementos —terminó con un dejo de tristeza.

—¡Tú no vienes con nosotros! —exclamó Mosiah.

—¿Nosotros? —repitió Joram—. No sabía que nosotros fuéramos a algún sitio.

—Sabes que iré —replicó Mosiah.

—Me alegro —contestó Joram en voz baja.

Mosiah se ruborizó de placer ante aquel inesperado ardor en la voz de su amigo, pero su alegría no duró demasiado.

—Claro que yo voy —intervino Simkin con arrogancia—. ¿A quién otro tenéis para que os guíe? He ido y venido por el País del Destierro sin que me sucediera nada durante años. ¿Y tú? ¿Conoces el camino?

—Quizá no —dijo Mosiah, mirando, sombrío, a Simkin—. Pero antes preferiría perderme en el País del Destierro que ser conducido a donde sea que tengas en mente. ¡Yo no quiero acabar siendo el esposo de la Reina de las Hadas! —añadió, dirigiéndole una mirada al catalista.

Saryon pareció tan alarmado ante el recuerdo de aquella aventura casi desastrosa que había corrido teniendo a Simkin como guía, que Joram intervino:

—Simkin viene —dijo con firmeza—. A lo mejor podríamos conseguir atravesar el País del Destierro sin su ayuda, pero él es el único que puede conducirnos a donde queremos ir.

El catalista observó a Joram, preocupado. Tenía el súbito y terrible presentimiento de que sabía cuál era el destino del muchacho, mientras Joram seguía hablando:

—Además, la magia de Simkin puede ayudarnos a pasar por entre los hombres de Blachloch.

—¡Eso no tiene por qué preocuparos! —se burló Simkin—. Después de todo, siempre podemos utilizar los Corredores.

—¡No! —gritó Saryon, la voz ronca de miedo—. ¿No os dais cuenta de que iríais a caer en los brazos de los Duuk–tsarith?

—Bueno, pues entonces os podría convertir a todos en conejos —ofreció Simkin después de pensarlo profundamente por un momento—. Huiríamos entre saltos y brincos, y…

—¿Padre? —llamó una voz temblorosa desde el otro lado de la ventana de la prisión—. Padre Saryon, ¿estáis ahí?

—¡Andon! —gritó el catalista, abriendo de golpe la puerta—. En nombre de Almin, ¿qué sucede?

El anciano Hechicero parecía a punto de desplomarse allí mismo. Las manos le temblaban, los ojos, normalmente bondadosos, estaban desencajados y llevaba las ropas en desorden.

—Joram, trae una silla —ordenó Saryon, pero Andon sacudió la cabeza.

—¡No hay tiempo! —Hacía terribles esfuerzos por respirar y se dieron cuenta de que había estado corriendo—. Debéis venir, Padre. —El anciano se agarró a Saryon—. ¡Debéis disuadirlos de ello! ¡Después de todos estos años! ¡No deben luchar!

—Andon —dijo Saryon con firmeza—, por favor, cálmese. Lo único que conseguirá es ponerse enfermo. Eso es; respire profundamente. Ahora, ¡cuénteme qué está sucediendo!

—¡El herrero! —exclamó Andon, y su delgado pecho se elevó y descendió más lentamente—. ¡Está planeando atacar a los hombres de Blachloch! —El anciano se retorció las manos—. ¡Él y su grupo de exaltados podrían estar ya de camino a la casa del Señor de la Guerra! Doy gracias porque veo —el anciano miró a Joram y a Mosiah con tristeza— que vosotros no estáis entre ellos.

—No creo que haya nada que yo pueda hacer, amigo mío —empezó a contestar Saryon, desolado, pero Joram apoyó una mano sobre el brazo del catalista.

—Iremos con usted, Andon —dijo, dirigiendo a Saryon una significativa mirada—. Estoy seguro de que pensaréis en algo, catalista. —Luego continuó, dando un codazo a Saryon—: Una ocasión perfecta para uno de vuestros sermones. —Acercándose más, le susurró feroz—: ¡Ésta es nuestra oportunidad!

Saryon sacudió la cabeza.

—No veo…

—¡Escaparemos en la confusión! —le siseó Joram, exasperado.

Dirigió una rápida mirada a Mosiah y a Simkin, quienes parecieron entender su plan inmediatamente.

En ese momento, les llegaron gritos y alaridos, procedentes de la herrería. En algún lugar, un niño empezó a llorar. Se oyeron contraventanas que se cerraban con un fuerte golpe y puertas que se aseguraban con pestillo.

—¡Ha empezado! —gritó Andon, presa del pánico.

Saliendo apresuradamente por la puerta, echó a correr vacilante. Joram y Mosiah se precipitaron al exterior en pos de él. El catalista no pudo hacer otra cosa más que sujetarse la túnica y seguirlos, corriendo tan deprisa como podía para intentar alcanzarlos.

—Ja, ja —reflexionó Simkin, revoloteando tras ellos alegremente—. A lo mejor asistiré al funeral, después de todo.