Nunca había transcurrido una mañana con tanta lentitud para Saryon, quien la midió por los latidos de su corazón, por las veces que inhalaba y espiraba, por el parpadeo de sus legañosos ojos. Se había producido un frenesí de actividad en la casa de enfrente después de que se fuera Joram, y el catalista imaginó que un contingente de los hombres de Blachloch había decidido salir en busca de su desaparecido jefe. Ahora, cada segundo que pasaba, Saryon esperaba oír el alboroto que le anunciaría que se había descubierto el cuerpo del Señor de la Guerra.
El catalista no podía hacer otra cosa que esperar. En realidad, envidiaba el trabajo de Joram en la herrería, donde mente y cuerpo, por muy cansados que estuvieran, podían encontrar refugio en una tarea agotadora. La visión de Simkin, tumbado voluptuosamente sobre el camastro, hacía que cada uno de los músculos del cuerpo del maduro catalista ansiase algo de descanso, e intentó buscar refugio en el sueño. Saryon se tumbó en la cama de Joram, tan cansado que esperó caer en la inconsciencia rápidamente. Pero cuando empezaba a deslizarse hacia el reino de los sueños, creyó oír la voz de Vanya que lo llamaba, y se despertó sobresaltado, sudoroso y temblando.
—¡Vanya se volverá a poner en contacto conmigo esta noche!
La excitación por el regreso de Joram había alejado aquella amenaza de su mente. Ahora la recordó, y los minutos, que habían ido transcurriendo pesadamente hasta entonces, desplegaron repentinamente alas y echaron a volar.
Los pensamientos de Saryon, encerrado en la celda de la prisión, y mareado por la falta de comida y sueño, se centraron en su próxima confrontación con el Patriarca, dando vueltas y más vueltas, atrapados como un palo en un remolino.
«¡No entregaré a Joram!», se dijo febrilmente. Hasta entonces había sido cierto. Pero a medida que el catalista imaginaba aquella entrevista con Vanya, empezó a darse cuenta, muy a su pesar, de que no tendría mucho que elegir en aquel asunto. A menos que Vanya conociera algún medio para hablar con los muertos, como se decía que habían hecho los antiguos Nigromantes, todos los intentos que el Patriarca hiciera durante aquel día para entrar en contacto con Blachloch estarían condenados al fracaso. Vanya exigiría a Saryon que le dijera dónde estaba el Señor de la Guerra, y el catalista sabía que no tendría las fuerzas suficientes para ocultar la verdad.
—¡Joram mató al Señor de la Guerra, lo asesinó con un arma creada de la oscuridad, un arma creada con mi ayuda! —se oyó Saryon confesar a sí mismo.
«¿Cómo es eso posible? —preguntaría, incrédulo, el Patriarca—. Un muchacho de diecisiete años y un catalista de mediana edad ¿acabando con un Duuk–tsarith? ¿Un Señor de la Guerra tan poderoso que podía arrebatarle el viento al cielo para aplastar a un hombre como si fuera una hoja de otoño muerta? ¿Un Señor de la Guerra que podía inyectar un ardiente veneno en el cuerpo de un hombre, haciendo arder cada uno de sus nervios, para reducir a la víctima a poco más que una masa sanguinolenta y convulsionada? ¿Es éste el hombre que habéis destruido?»
Sentado al borde del camastro de Joram, el catalista cruzaba y descruzaba nerviosamente las manos.
—¡Iba a matar a Joram, Divinidad! —murmuró Saryon para sí, a modo de ensayo—. Dijisteis que la Iglesia no aceptaba el asesinato. Blachloch me pidió que le otorgara Vida, que sacara magia del mundo y la transmitiera a su cuerpo para que pudiera realizar aquella horrible acción. ¡Pero no pude, Divinidad! Blachloch era un malvado, ¿no os dais cuenta? Yo me di cuenta. Lo había visto matar con anterioridad. ¡No podía dejarlo matar de nuevo! ¡Así que empecé a absorber la Vida de su interior! Le arrebaté la magia. ¿Hice mal? ¿Lo hice, Divinidad? ¿Para intentar salvar la vida de otro? ¡Jamás fue mi intención que el Señor de la Guerra muriera! —Saryon sacudió la cabeza, contemplando sus zapatos desgastados—. Yo sólo quería… volverlo inofensivo. ¡Por favor, creedme. Divinidad! Jamás fue mi intención que nada de todo eso ocurriese…
—¿Quién tiene la carta del Bufón? —preguntó Simkin con severidad, y aquella voz inesperada hizo que al catalista le diera un vuelco el corazón. Temblando, Saryon dirigió una mirada colérica al joven.
Simkin parecía estar profundamente dormido. Poniéndose boca abajo, apretó la almohada contra su pecho y apoyó la mejilla en el colchón.
—¿Tenéis vos la carta del Bufón, catalista? —preguntó en sueños—. Si no es así, vuestro Rey debe caer…
El Rey debe caer. Sí, no había ninguna duda sobre ello. Una vez que Vanya descubriera que su agente estaba muerto, nada que pudiera decir o hacer su catalista le impediría al Patriarca enviar a los Duuk–tsarith inmediatamente para llevar a Joram a El Manantial.
—¿Qué es lo que estoy haciendo? —Saryon agarró un extremo del colchón, hundiendo los dedos en la desgastada tela—. ¿En qué estoy pensando? ¡Joram está Muerto! ¡No podrán localizarlo! Es por eso por lo que Vanya debe utilizarme a mí o a Blachloch; no puede encontrar al muchacho por sí solo. ¡Los Duuk–tsarith pueden localizarnos gracias a la Vida, a la magia que hay en nuestro interior! Ellos me encontrarán a mí, pero en cambio les es imposible localizar a quien esté Muerto. O a lo mejor no podrán encontrarme. A lo mejor no podrán encontrar a Joram.
Una repentina idea sacudió a Saryon con la misma intensidad que si hubiera recibido un puñetazo. Temblando de excitación, se puso en pie y comenzó a pasear por la reducida celda. Su mente comenzó a repasar los cálculos a toda velocidad en busca de un posible defecto. No había ninguno. Era indudable que aquello funcionaría. Se hallaba tan seguro de ello como lo estaba de la primera fórmula matemática que había aprendido en las rodillas de su madre.
Para cada acción, existe una reacción opuesta e igual. Eso era lo que habían enseñado los antiguos. En un mundo que rezuma magia, existe una fuerza que también la absorbe: la piedra–oscura. Descubierta por los Hechiceros en la época de las Guerras de Hierro, éstos la habían utilizado para forjar armas de un poder extraordinario. Cuando los Hechiceros fueron derrotados, se denominó su Tecnología con el nombre de Arte Arcana y se persiguió a su pueblo, desterrándolos de la tierra u obligándolos a ocultarse, como en el caso de aquellos pocos que formaban la pequeña colonia donde ahora vivía Saryon. El conocimiento de la piedra–oscura había desaparecido hundiéndose en el abismo de su dura existencia y de su lucha por sobrevivir. Había desaparecido incluso del recuerdo, convirtiéndose únicamente en las palabras sin sentido de un cántico ritual, palabras ilegibles en unos libros viejos y medio olvidados.
Ilegibles excepto para Joram. Éste había encontrado el mineral, aprendido sus secretos, forjado una espada…
Lentamente, Saryon introdujo la mano debajo del colchón de Joram. Tocó el frío metal de la espada, envuelta en aquella ropa hecha jirones, y encogió la mano apartándola de su contacto diabólico. Sin embargo, sus manos siguieron tanteando, y encontraron lo que buscaban: una pequeña bolsa de piel. Sacándola de su escondite, Saryon la sostuvo en la mano, reflexionando. Funcionaría, pero ¿tenía él el valor y las fuerzas para hacerlo?
¿Tenía elección?
Poco a poco, tiró del cordón que cerraba la bolsa, abriéndola. En su interior, había tres piedras pequeñas; eran vulgares y feas, y tenían un aspecto muy parecido al del mineral de hierro.
Saryon vaciló, sujetando la bolsa en una mano, contemplando su interior con absorta fascinación.
Piedra–oscura… ¡aquello lo protegería de Vanya! ¡Aquélla era la carta que él podía jugar para evitar que el Patriarca ganara la partida! Metiendo la mano en el interior de la bolsa, Saryon extrajo una de las piedras. Resultaba pesada y era extrañamente tibia en su palma. Pensativo, cerró la mano sobre ella y, con un movimiento inconsciente, la apretó contra su corazón. El Patriarca Vanya se ponía en contacto con él mediante la magia; la piedra–oscura absorbería la magia, actuaría como un escudo. Para Vanya, él sería igual que uno de los Muertos.
—Y podría perfectamente ser uno de los Muertos —murmuró Saryon, sujetando la piedra con fuerza contra su cuerpo—, ya que este acto me pondrá fuera de la ley, tanto la de mi religión como la del país. Al hacer esto, repudio todas aquellas creencias en las que se me ha educado. Reniego de mi propia vida. Todo aquello para lo que he vivido hasta ahora se deshará y se escurrirá de entre mis dedos como si fuera polvo. Tendré que aprenderlo todo de nuevo. Un mundo nuevo, un mundo indiferente, un mundo aterrador. Un mundo sin fe, un mundo sin respuestas consoladoras, un mundo de Muerte…
Apretando la tira de cuero, Saryon cerró la bolsa y la volvió a colocar de nuevo en su escondite. No obstante, se quedó una piedra en la mano, que sujetaba con fuerza. Había tomado una decisión y empezó a moverse con rapidez ahora, haciendo que los planes y las ideas encajaran perfectamente en su cerebro con la claridad y la lógica propias del matemático experto.
—Debo ir a la herrería. He de hablar con Joram, convencerle del peligro que corremos. Escaparemos, nos internaremos en el País del Destierro. Para cuando lleguen los Duuk–tsarith, estaremos ya muy lejos.
Apretando todavía la piedra en la mano, Saryon se echó agua en el rostro y, agarrando su capa, se la puso, totalmente enredada y torcida, sobre los hombros. Echando una mirada a su espalda, al dormido Simkin, golpeó en las rejas de la ventana de la prisión y le hizo una seña a uno de los centinelas para que se acercara.
—¿Qué quieres, catalista?
—¿No le han dado órdenes con respecto a mí esta mañana? —preguntó Saryon, fingiendo una sonrisa que esperaba sería tomada por una expresión de total inocencia, pero que a él le parecía la mueca helada de una zarigüeya difunta.
—No —dijo el centinela frunciendo el entrecejo de una manera horrible.
—Se… hum… ah… me necesita en la forja hoy. —Saryon sintió que se le hacía un nudo en la garganta—. El herrero está emprendiendo un proyecto difícil y ha pedido que se le infunda Vida.
—No sé. —El centinela vaciló—. Nuestras órdenes eran mantenerlos encerrados.
—Pero seguramente esas órdenes se referían a la noche pasada —dijo Saryon—. ¿No han… ejem… recibido nuevas órdenes hoy?
—Puede que sí y puede que no —masculló el centinela, dirigiendo una incómoda mirada a la casa de la colina. Siguiendo la mirada del guardián, Saryon vio a un puñado de los hombres de Blachloch que se reunían en la puerta formando un pequeño y sombrío grupo. Deseó desesperadamente saber qué era lo que estaba sucediendo.
—Imagino que puede ir —concedió el centinela finalmente—. Pero lo tendré que acompañar.
—Desde luego —repuso Saryon, reprimiendo un suspiro de alivio.
—¿Está el majadero aún ahí dentro?
El guardián señaló hacia el interior de la prisión con un movimiento de la cabeza.
—¿Quién? Oh, Simkin.
El catalista asintió con la cabeza.
Atisbando a través de las rejas de la ventana, el centinela vio al joven tumbado cuan largo era sobre la cama, con la boca totalmente abierta. Sus ronquidos podían oírse perfectamente desde la calle y, en aquel preciso instante, lo atacó uno particularmente violento, que prácticamente le hizo incorporarse en la cama.
—Es una lástima que no se ahogue. —El centinela abrió la puerta, dejó salir al catalista y la volvió a cerrar dando un fuerte golpe—. Vamos, sacerdote —dijo, y ambos se pusieron en camino.
Mientras pasaban por las calles del pueblo con sus hileras de casas de ladrillo —casas que Saryon aún era incapaz de mirar sin estremecerse, casas que habían sido construidas con herramientas y las manos del hombre en lugar de ser edificadas con la intervención de los elementos mediante la magia—, el catalista se dio cuenta del nerviosismo que iba apoderándose de la gente. Muchos habían dejado de fingir que trabajaban y permanecían ahora en pequeños grupos, hablando en voz baja, y mirando con ferocidad al soldado cuando éste pasaba junto a ellos con una torva expresión de desafío.
—Ya veréis —murmuró el centinela, mirándolos con ferocidad a su vez—. Dentro de poco nos ocuparemos de vosotros.
Pero Saryon se dio cuenta de que el secuaz de Blachloch lo decía en voz muy baja. Se podía advertir claramente que estaba nervioso y preocupado.
El catalista no lo culpó. Cinco años atrás, aquel hombre llamado Blachloch había aparecido en el pueblo de los Hechiceros. Afirmando ser un renegado de las filas de los poderosos Duuk–tsarith, el Señor de la Guerra le había arrebatado fácilmente el control a Andon, aquel anciano bondadoso que era el jefe de la Cofradía. Trayendo a sus hombres —ladrones y asesinos enviados expresamente por los Duuk–tsarith para ello—, el Señor de la Guerra había aumentado aún más su control sobre los Hechiceros, gobernando a la vez mediante el miedo y la promesa de que había llegado el momento de que los Hechiceros se alzaran y recuperaran el lugar que les correspondía en el mundo. Sin embargo, había habido algunos, Andon entre ellos, que habían desafiado al brujo y a sus hombres abiertamente; ahora que el poderoso Señor de la Guerra había desaparecido, era muy comprensible que sus hombres anduviesen seriamente preocupados.
—¿Y en qué proyecto están trabajando hoy, sacerdote?
Saryon dio un respingo. Tenía la vaga impresión de que aquélla era la segunda vez que el centinela le hacía la pregunta, pero había estado tan inmerso en sus pensamientos que no se había dado cuenta.
—Hum, un arma especial… para el… el reino de Sharakan, creo —tartamudeó Saryon, ruborizándose, incómodo. El centinela asintió con la cabeza y volvió a sumirse en un desasosegado silencio, dirigiendo miradas rápidas y suspicaces por el rabillo del ojo a todos los ciudadanos con los que se cruzaron camino de la herrería.
Saryon sabía que estaba sobre terreno seguro si mencionaba a Sharakan. Era éste un extenso reino situado al norte del País del Destierro que se estaba preparando para la guerra y había provocado la ira y el temor de los catalistas al buscar a los Hechiceros dé las Artes Arcanas y solicitar su ayuda. De esta forma, durante todo el año anterior, los Hechiceros habían estado trabajando día y noche, forjando puntas de flecha de hierro, puntas de lanza y puñales. Aquellas armas, conjugadas con la poderosa magia de los propios Señores de la Guerra de Sharakan, los convertirían en un enemigo formidable y terrible. Y, en aquel preciso instante, el puñal de hierro de Sharakan apuntaba directamente a la bella y antigua garganta del reino de Merilon.
No era de extrañar que el Patriarca Vanya estuviese asustado. Saryon no podía culparlo por ello. Mientras pensaba en esto, su corazón estuvo casi a punto de hacerlo dudar. La Orden de los catalistas había mantenido la paz entre los diferentes reinos de Thimhallan durante siglos. Ahora se estaba deshaciendo, la delgada tela estaba siendo rasgada. Sharakan no mantenía en secreto sus planes de conquista y, aunque la Iglesia hacía todo lo que podía para mantenerlo fuera del conocimiento del resto del mundo intentando evitar que cundiera el pánico, los rumores se iban extendiendo y el temor crecía diariamente.
«Pero, seguramente —pensó Saryon—, ¡ahora que Blachloch está muerto, todo terminará!»
Andon, el sabio y anciano jefe, se oponía a todas aquellas referencias a la guerra entre los Hechiceros, y si Blachloch no fomentaba la idea, el anciano podría conseguir que su gente recobrara el sentido.
«Le avisaré del peligro antes de que nos vayamos —pensó Saryon—. Le diré que Blachloch los estaba conduciendo a una trampa. Le…»
—Ya hemos llegado —anunció el centinela, sujetando al catalista, que, absorto en sus sombrías meditaciones, había estado a punto de tropezar y entrar de cabeza en el interior de la herrería.
Consciente de nuevo del lugar donde se encontraba, Saryon oyó el golpear de los martillos y la discordante respiración de los fuelles, como si se tratara del corazón y los pulmones de una bestia gigantesca cuyos ojos relucían con un fulgor rojizo desde las sombras de la guarida donde se agazapaba. El señor de la bestia, el herrero, estaba de pie en la entrada. Hombre de elevada estatura, experto tanto en Magia como en Tecnología, el herrero capitaneaba la facción de los Hechiceros que aprobaban la guerra. Él la secundaba, no obstante, pero sin la interferencia de Blachloch. Nadie se sentiría más feliz ante la noticia de la muerte del Señor de la Guerra que el herrero. Y no había duda de que los hombres de Blachloch tenían mucho que temer de aquel hombretón y del gran número de Hechiceros que lo apoyaba.
En aquellos momentos, el herrero hablaba con varios jóvenes, quienes, al ver al centinela, interrumpieron su conversación. Los jóvenes se retiraron a las sombras de la cueva donde estaba situada la fragua, y el herrero volvió a su trabajo, aunque no sin antes lanzar al centinela una mirada fría y desafiante.
—Padre… Sintió que alguien le tocaba el brazo. Saryon miró detrás de él, sobresaltado.
—¡Mosiah! —exclamó, extendiendo los brazos para estrechar al muchacho, lleno de gratitud—. ¿Cómo esca…? —Dirigiendo una mirada al centinela, se interrumpió—. Quiero decir, estábamos preocupados…
—Padre —dijo Mosiah, interrumpiéndole suavemente—, debo hablaros. En privado. Es una… cuestión espiritual —continuó, mirando al centinela—. No os hará perder mucho tiempo.
—De acuerdo —dijo el centinela a regañadientes, consciente de que el herrero lo vigilaba atentamente—. Pero no os apartéis de mi vista ninguno de los dos.
Mosiah llevó a Saryon hasta las sombras de un establo donde guardaban a los caballos para herrarlos.
—Padre —susurró el joven—, ¿adónde vais?
—A… a hablar con Joram. Tengo algo… tenemos que discutir… —tartamudeó Saryon.
—¿Es sobre ese rumor?
—¿Qué rumor? —preguntó el catalista con inquietud.
—Blachloch… ha desaparecido. —Mosiah miró a Saryon atentamente—. ¿No lo sabíais?
—No. —Saryon apartó la mirada y se retiró aún más hacia las sombras.
—Han enviado a un grupo de búsqueda a los bosques.
—¿Cómo… cómo lo sabes?
—Yo estaba en casa de Blachloch cuando llegó Simkin para dar la noticia a los hombres del Señor de la Guerra.
—¿Simkin? —Saryon miró a Mosiah con asombro—. ¿Cuándo? ¿Qué dijo?
—A primera hora de la mañana. Veréis, Padre —continuó Mosiah apresuradamente, sus ojos clavados en el centinela—, anoche, después de que vos y Joram os fuerais, los guardas vinieron y me llevaron detenido. Blachloch quería hacerme unas preguntas o algo por el estilo, dijeron. Cuando llegamos a la casa, él no estaba allí. Alguien dijo que había ido con vos a la forja; esperamos, pero no regresó. Algunos de sus hombres fueron a la forja a buscarlo, pero no lo encontraron. Luego, cuando empezaba a hacerse de día, apareció Simkin contando la historia de que Blachloch se había adentrado en el bosque para arreglar un pequeño asunto con los centauros…
Saryon dejó escapar un gemido.
Mosiah estudió al catalista con atención.
—Eso no es nuevo para vos, Padre, ¿no es así? No creí que lo fuera. ¿Qué está pasando?
—¡No puedo decírtelo ahora! —contestó Saryon en voz baja—. ¿Cómo escapaste?
—Sencillamente huí aprovechando la confusión. Vine para advertir a Andon. Los hombres de Blachloch se están reuniendo ahí arriba, haciendo planes para tomar el pueblo y aplastar la rebelión antes de que se inicie. Tienen armas: palos y cuchillos y arcos…
—¡Eh, vuelve aquí! No puedo perder todo el día —gritó el centinela, evidentemente deseando escapar de la iracunda mirada del herrero.
—Tengo que ir —decidió Saryon, dirigiéndose hacia la forja.
—Os acompaño —dijo Mosiah con firmeza.
—¡No! ¡Regresa a la celda! ¡Vigila a Simkin! —ordenó Saryon con desesperación—. ¡Sólo Almin sabe lo que es capaz de hacer o decir!
—Sí —convino Mosiah, tras considerarlo por un instante—, ésa es probablemente una buena idea. ¿Volveréis?
—¡Sí, sí! —respondió Saryon apresuradamente. Vio que el centinela miraba al joven con desconfianza, como diciéndose que era extraño que Mosiah anduviera por allí con toda libertad. Pero si el centinela tenía la menor intención de detener a Mosiah, otra mirada dirigida al ceñudo herrero lo obligó a reconsiderar su decisión.
—El sacerdote dice que ha venido a ayudarte en un proyecto especial —le dijo el centinela al herrero, intercambiando ambos siniestras miradas.
—Ya sabe…, el proyecto especial para Sharakan —añadió Saryon, pasándose la lengua por los labios resecos. El martilleo que sonaba en el interior cesó, y el catalista vio a Joram que lo contemplaba con sus ojos negros, que brillaban tan ardientes como las brasas de la forja—. El proyecto en el que está trabajando ese joven, Joram… —Saryon se quedó sin voz. Su manantial de mentiras se había secado.
Los labios del herrero se torcieron en una sonrisa, pero se limitó a encogerse de hombros y decir:
—Sí, ese proyecto. —Hizo un gesto con una mano ennegrecida—. Seguid hasta el fondo, Padre. ¡Tú no! —ordenó con voz severa, dirigiendo una colérica mirada al centinela.
El rostro de éste enrojeció, pero el herrero alzó su gigantesco martillo, sosteniéndolo con facilidad en una de sus manos. Murmurando una maldición, el centinela retrocedió, y, girando sobre sus talones, se dirigió calle arriba en dirección a la casa de la colina.
—Será mejor que os deis prisa, Padre —dijo el herrero con tranquilidad—. Va a haber jaleo y no querréis veros atrapado en medio, estoy seguro.
Golpeó la herradura que sostenía en las tenazas con un terrible golpe de su martillo, y Saryon, al mirarla, se dio cuenta de que la herradura estaba totalmente fría, terminada y lista para ser colocada. El grupo de jóvenes volvió a reunirse en la entrada de la caverna. Parecía como si su número fuera aumentando paulatinamente.
—Sí, gracias —contestó el catalista—. Seré…, seré rápido.
Apenas capaz de entender sus propios pensamientos entre todo aquel martilleo, Saryon se abrió paso por entre el desorden de la herrería. Le asaltó el recuerdo de lo sucedido la noche anterior y su mirada se dirigió involuntariamente hacia el lugar donde había estado tendido el cuerpo sangrante del Señor de la Guerra…
—¡Por la sangre de Almin! ¿Qué estáis haciendo aquí? —maldijo Joram, apretando los dientes.
Tenía sobre el yunque, junto a él, una brillante punta de lanza al rojo vivo. Iba a levantarla con las tenazas para sumergirla en un cubo de agua, pero Saryon lo detuvo sujetándolo por el brazo.
—¡Tengo que hablar contigo, Joram! —aulló para hacerse oír por encima de los martillazos del herrero—. ¡Estamos en peligro!
—¿Qué? ¿Han descubierto el cuerpo?
—No; es otro peligro. Uno aún peor. Yo… Ya sabes que me envió el… Patriarca Vanya para… llevarte de regreso. Te lo dije cuando acababa de llegar aquí.
—Sí —repuso Joram, uniendo las espesas y oscuras cejas hasta formar una gruesa línea negra que le cruzaba la frente—. Me lo dijisteis después de que Simkin lo hiciera, pero me lo dijisteis de todas formas, al fin y al cabo.
Saryon se sonrojó.
—Ya sé que no confías en mí, pero… ¡escucha! El Patriarca Vanya se ha vuelto a poner en contacto conmigo. No me preguntes cómo, lo ha hecho por medios mágicos. —La mano del catalista fue a un bolsillo de su túnica, donde había escondido la piedra–oscura. Cogiéndola la estrechó en su mano como para darse ánimos—. Vanya exige que Blachloch y yo te llevemos a ti y a la Espada a El Manantial.
—¿Vanya conoce la existencia de la Espada? —siseó Joram—. Le contasteis…
—¡Yo no! —jadeó Saryon—. ¡Blachloch! Ese mago es… era… un agente del Patriarca; un Duuk–tsarith auténtico. Ahora no tengo tiempo para explicarlo todo, Joram; el Patriarca no tardará en descubrir que Blachloch está muerto y que tú lo mataste utilizando la piedra–oscura. Entonces enviará a los Duuk–tsarith para detenerte. Debe hacerlo, teme al poder de la Espada Arcana…
—Quiere el poder de la Espada Arcana —le corrigió Joram torvamente.
Saryon parpadeó; aquello era algo que no había tenido en cuenta.
—Quizá —dijo, tragando saliva; le escocía la garganta de tanto tener que gritar para hacerse oír—. ¡De todas formas, debemos irnos, Joram! ¡A cada momento que pasa, aumenta el peligro para nosotros!
—¡Nosotros en peligro! —Joram sonrió con aquella media sonrisa que era más parecida a una mueca retorcida y amarga—. ¡Vos no corréis ningún peligro, catalista! ¿Por qué no me entregáis sencillamente a vuestro Patriarca? —Volvió la cabeza, apartándola de la intensa mirada del catalista, hundiendo la tibia punta de la lanza en las brasas de nuevo—. Me tenéis miedo, después de todo. Teméis a la piedra–oscura. Fue mi mano la que mató a Blachloch. Vos sois inocente de ello. —Volviendo a sacar la punta de lanza con las tenazas, Joram la depositó sobre el yunque. Durante un buen rato la miró sin verla—. Nos internaremos en el País del Destierro —dijo, con voz tan baja que Saryon tuvo que inclinarse muy cerca de él para oírlo por encima del martilleo que sonaba a sus espaldas—. Conocéis el peligro, los riesgos que correremos. Especialmente porque ninguno de los dos posee una gran cantidad de magia. ¿Por qué? ¿Por qué queréis venir conmigo?
Joram volvió a su trabajo, manteniendo el rostro vuelto.
¿Por qué realmente?, se preguntó Saryon, contemplando aquella cabeza inclinada; la fornida espalda, desnuda bajo el calor de la fragua; la cabellera oscura y encrespada, que se había soltado de la trenza y le colgaba en brillantes bucles alrededor del rostro joven, frío y severo. Había algo en la voz… Estaba preñada de cansancio, de miedo; y de algo más: ¿esperanza?
«Joram tiene miedo —se dio cuenta Saryon—. Planea abandonar el pueblo y ha estado intentando reunir el valor suficiente para adentrarse él solo en esas tierras desconocidas y salvajes.
»¿Por qué quiero ir contigo, Joram? —Un nudo abrasador se formó en la garganta del catalista, igual que si se hubiera tragado uno de aquellos tizones ardientes—. Podría decirte que una vez te sostuve en mis brazos. Podría decirte que apoyaste tu cabecita sobre mi hombro, que te acuné hasta que te dormiste. Podría decirte que eres el Príncipe de Merilon, heredero del trono, y que, además, ¡puedo probarlo!
«Pero no, eso no puedo decírtelo ahora. No creo que pueda decírtelo nunca. Con esta peligrosa información y la terrible ira que albergas en tu interior, Joram, podrías hacer que la tragedia se abatiera sobre todos nosotros: tus padres, la gente inocente de Merilon… —Saryon se estremeció—. No —se repitió—. ¡Al menos no cometeré ese pecado! Guardaré el secreto hasta la muerte. Sin embargo, ¿qué otra razón puedo darle al muchacho? ¿Quiero ir contigo, Joram, porque me interesas tú y lo qué te suceda? Cómo se burlaría entonces…»
—Me voy contigo —respondió finalmente Saryon—, porque busco recuperar mi propia fe. La Iglesia fue para mí, una vez, algo tan sólido como la fortaleza montañosa de El Manantial. Ahora la veo derrumbarse, la veo caer envuelta en la codicia y el engaño. Te dije que no podía regresar a ella; y lo decía en serio.
Joram levantó la cabeza de su trabajo para mirar al catalista. Sus ojos oscuros eran fríos y desapasionados, pero Saryon vio en ellos un breve destello de decepción, una pequeña llama que delataba su anhelo por oír algo diferente, pero que fue sofocada rápidamente. Aquella mirada sobresaltó al catalista, quien deseó haber pronunciado las palabras que habían estado en su corazón. Pero la oportunidad se había esfumado.
—Muy bien, catalista —dijo Joram con indiferencia—. De todas formas, creo que es una buena idea que vengáis conmigo. Prefiero no perderos de vista; sabéis demasiado sobre la piedra–oscura. Ahora regresad a la celda. Dejadme solo. Tengo que terminar esto.
Saryon suspiró. Sí, había dicho lo apropiado. Pero qué vacío parecía. Metiendo la mano en su bolsillo, sacó el pequeño pedazo de piedra–oscura.
—Una cosa más. ¿Puedes engastarme esto? —le preguntó el catalista a Joram—. ¿Y sujetarlo a una cadena de modo que pueda llevarlo puesto?
Sorprendido, Joram tomó la piedra, pasando su mirada de ella a Saryon. La sospecha brilló repentinamente en sus ojos oscuros.
—¿Por qué?
—Creo que me permitirá escapar a los intentos del Patriarca para ponerse en contacto conmigo. Absorberá la magia.
Joram se guardó la piedra, mientras se encogía de hombros.
—Os lo traeré cuando regrese esta tarde.
—¡Debe ser pronto! —dijo Saryon, nervioso—. Antes del anochecer…
—No os preocupéis, catalista —interrumpió Joram—. Cuando llegue el anochecer, ya hará mucho que nos habremos ido de este lugar. A propósito —añadió sin darle importancia—, ¿encontrasteis a Mosiah?
—Sí, está esperando en la prisión, con Simkin.
—De modo que no se fue… —murmuró Joram para sí.
—¿Qué?
—Lo llevaremos con nosotros. Y a Simkin. Id a decírselo y que empiecen a prepararse.
—¡No! ¡A Simkin no! —protestó Saryon—. Mosiah quizá, pero no…
—Necesitamos personas que utilicen magia como Simkin y Mosiah, catalista —interrumpió Joram con frialdad—. Con vos para facilitarles Vida y mi poder con la Espada, aún podremos sobrevivir a esto. —Levantó la mirada, y los ojos oscuros contemplaron a Saryon con indiferencia—. Espero que eso no os decepcione.
Sin decir una palabra, Saryon le dio la espalda a Joram y se dirigió de nuevo a la entrada de la herrería, evitando cuidadosamente pisar el lugar donde había muerto el Señor de la Guerra. ¿Seguiría la sangre allí? Le pareció ver un charco debajo de un cubo y desvió la mirada con rapidez.
No sentiría dejar aquel lugar. Aunque habían llegado a gustarle aquellas gentes y comprendía su forma de vida, jamás podría sobreponerse a la repugnancia que sentía por las Artes Arcanas de la Tecnología, repugnancia que le había sido inculcada durante toda su vida. Conocía los peligros del País del Destierro, o por lo menos creía que los conocía, y se dijo ingenuamente que la vida en plena naturaleza sería preferible a una vida donde el hombre controlaba la naturaleza.
¿Adónde irían? No lo sabía. A Sharakan, quizás; aunque podrían ir a parar en medio de una guerra. No importaba. Cualquier sitio serviría, mientras no fuera Merilon.
Sí, se alegraría de marchar, y se enfrentaría de buena gana a los peligros del País del Destierro. «Pero bendito sea Almin —pensó Saryon, abatido, mientras regresaba a la prisión—. ¿Por qué Simkin?»