—¿Joram? —preguntó Saryon, indeciso.
Incorporándose en el lecho, el catalista miró fijamente a los dos jóvenes que ocupaban el centro de la celda. Habían llegado de una manera tan súbita, saliendo de ningún sitio, que Saryon se preguntó si eran reales o una ilusión de sus sentidos.
Pero la voz que le respondió era real, como la irritación que en ella se traslucía:
—¿Quién demonios podría ser si no? —le espetó Joram, probando aún más su identidad al acercarse a la mesa y asir la jarra del agua. Al descubrir que había hielo en su interior, volvió a dejarla sobre la mesa con un amargo juramento.
—¡Chisst! —advirtió Saryon.
Pero era demasiado tarde. Al oír el ruido, un centinela asomó la cabeza por la enrejada ventana, provocando en el joven que acompañaba a Joram un grito de espanto.
—¡Santo cielo! ¡Huyamos! Una bestia repugnante nos ataca… Oh, lo siento —añadió, mientras el centinela hacía una mueca—; no es una bestia repugnante, sino uno de los hombres de Blachloch. Me he equivocado. Debe de haber sido el olor el que me ha confundido.
El guarda desapareció haciendo un gruñido, y Simkin, olfateando a su alrededor, se cubrió la nariz con la mano.
Saryon atravesó a toda prisa la pequeña habitación.
—¿Estás bien? —preguntó a Joram, mirándolo, preocupado.
El joven levantó hacia él unos ojos oscuros ensombrecidos por la fatiga; el severo rostro aparecía macilento. Tenía las ropas rotas y manchadas de barro y de una sustancia que Saryon comprendió con horror enfermizo que era sangre. Había también rastros de sangre en sus manos.
—Estoy perfectamente —respondió Joram, cansado, dejándose caer en una silla.
—Pero… —Saryon colocó una mano sobre los abatidos hombros del joven—. Tienes un aspecto espantoso…
—¡He dicho que estoy perfectamente! —gruñó Joram, sacudiéndose la mano compasiva de Saryon. Miró al catalista a través de una maraña de brillante pelo negro—. Todos hemos conocido días mejores, si vamos a mirarlo así…
—¡Me ofende ese comentario! —exclamó Simkin, haciendo aparecer en el aire un retal de seda de color naranja, que tomó con un grácil gesto y se lo pasó por la nariz—. Por favor, no me mezcles con tu chusma.
Simkin tenía el mismo aspecto que si viniera de pasar la velada con el Emperador. El único cambio notable en el afectado joven era el hecho, en cierto modo sorprendente, de que sus ropas, generalmente de colores llamativos, eran ahora totalmente negras; incluso el encaje que le cubría las muñecas.
Suspirando, Saryon se apartó de Joram. Frotándose las manos heladas, las envolvió en las mangas de su raída túnica en un vano intento de calentarlas.
—¿Tuvisteis algún problema para regresar aquí anoche? —le preguntó Joram al catalista.
—No. Los centinelas sabían que estaba con… Blachloch —tosió Saryon, atragantándose al decir el nombre—. Les dije que había terminado conmigo y… me había enviado de regreso. Me encerraron aquí dentro sin hacer preguntas. Pero ¿y tú? —El catalista clavó la mirada en Joram, pasándola luego a Simkin, asombrado—. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Y dónde habéis estado? ¿Os vio alguien?
Saryon dirigió involuntariamente la mirada a través de la ventana, hacia la casa que había al otro lado de la calle, donde vivían los guardas de Blachloch, vigilando a los prisioneros.
—¡Vernos! ¡Cáspita, qué insultante! —exclamó Simkin con desdén—. ¡Como si yo me dejara ver en público con esta facha! —Alzó una manga negra con desdén—. Llevo este traje sólo porque parece apropiado para la ocasión.
—Pero ¿cómo habéis llegado hasta aquí? —insistió Saryon.
—Los Corredores, claro está —contestó Simkin, encogiéndose de hombros.
—Pero… ¡eso es imposible! —gritó Saryon de forma casi incoherente a causa del asombro—. ¡Los Thon–Li, los Amos de los Corredores! Hubieran impedido… No teníais a un catalista para que os facilitara la suficiente Vida o… los abriera…
—Tecnicismos —respondió Simkin, haciendo un gesto con una mano cubierta de encajes. Dio una vuelta a la habitación, admirando sus zapatos negros y continuó—: Estabais hablando de algo cuando entramos; pero entre vos y la aparición del rostro de ese palurdo en la ventana, que, a propósito, me ha quitado por completo las ganas de desayunar, se me ha ido totalmente de la cabeza. ¿Qué era?
—Joram —empezó Saryon, intentando ignorar a Simkin—. ¿Dónde estabas…?
—Oh, sí, ya recuerdo. —Simkin frunció el entrecejo, poniéndose la mano en la frente—. Enterrando al barón por error. Se lo tomó bastante bien. De hecho, creyó que era un chiste muy gracioso; aunque tuvo algunos problemas para salir de debajo de la losa de mármol y cuando lo consiguió se produjeron unos momentos de tensión al tomarlo nosotros por un vampiro e intentar atravesarle el corazón con una estaca. De todas formas, nos dimos cuenta de que estaba vivito y coleando y enviamos a buscar al Theldara inmediatamente. Le tuvo que remendar el agujero del pecho. Nunca ha estado mejor. Fue un error muy comprensible. Pero en cambio la afligida viuda fue otra historia. —Simkin dejó escapar un suspiro—. Nunca le perdonó que le estropeara el funeral.
—¡Joram! ¿Dónde has estado? ¿Qué pasó? —insistió Saryon cuando Simkin se detuvo para respirar.
—¿Dónde está la Espada Arcana? —preguntó Joram con brusquedad.
—Donde tú la tenías escondida. La he traído, tal como prometí. Está a salvo —añadió Saryon, al advertir que los ojos de Joram se posaban en él con repentina sospecha—. Tal como dijiste, no podía destruir aquello que había ayudado a crear.
Joram se puso en pie.
—Simkin, vigila la ventana —ordenó.
—¿Debo hacerlo? Si ese bruto aparece de pronto ante mí, vomitaré. Lo juro…
—¡Limítate a vigilar la ventana! —repitió Joram de mal talante.
Colocándose con firmeza el retal de seda de color naranja sobre la boca y la nariz, Simkin se colocó obedientemente junto a la ventana, observando el exterior.
—El bruto en cuestión se ha ido a hablar con sus compañeros al otro lado de la calle —informó—. Todos ellos parecen terriblemente excitados. Me pregunto qué estará pasando.
—Probablemente habrán descubierto que Blachloch ha desaparecido —dijo Joram, acercándose a la cama.
Se arrodilló junto al lecho, introdujo las manos debajo del mugriento colchón y extrajo un bulto envuelto en ropa. Lo desenvolvió con rapidez y contempló la espada que había en su interior; luego, asintiendo con satisfacción, se volvió para mirar a Saryon. La pálida luz del sol proyectaba un resplandor rojizo sobre el rostro maduro del catalista, que lo contemplaba con expresión solemne y seria.
—Gracias —dijo Joram de mala gana.
—No me des las gracias. ¡Por Almin que desearía que estuviera en el fondo del río! —replicó Saryon con fervor—. ¡Especialmente después de lo de esta noche! —Alzó las manos en actitud implorante—. ¡Reconsidéralo, Joram! ¡Destruye esta arma antes de que te destruya a ti!
—¡No! —Evitando la afligida mirada del catalista, Joram, enojado, volvió a meter el bulto debajo de la cama—. Ya visteis el poder que me dio durante lo de esta noche. ¿Creéis realmente que voy a renunciar a ello? ¡Es un asunto mío, no vuestro, anciano!
—Es un asunto mío —dijo Saryon con suavidad—. ¡Yo estaba allí! Ayudé a cometer un ase… —El catalista se interrumpió, dirigiendo la mirada hacia Simkin.
—No importa —dijo Joram, incorporándose—; Simkin lo sabe.
«Desde luego —se dijo Saryon amargamente—; Simkin lo sabe siempre todo, de un modo u otro».
El catalista tuvo la sensación de que la verdad —su guía a través del pantano— lo acababa de abandonar en medio de una ciénaga.
—De hecho —continuó Joram, tumbándose en la cama—, deberíais darle las gracias, catalista. Nunca hubiera podido terminar con «lo de esta noche», como vos lo llamáis, sin él.
—Sí —dijo Simkin, alegre, volviéndose desde la ventana—; iba a tirar el cuerpo en cualquier lugar y, claro está, eso no hubiera resultado en absoluto. Quiero decir, que queremos que parezca como si los centauros hubieran matado a nuestro querido Blachloch; ¿no es así? Por mi honor. Los secuaces del Señor de la Guerra… perdón: difunto y nada llorado Señor de la Guerra… son estúpidos. Pero yo os pregunto, ¿llegan a serlo tanto?
»Supongamos que encuentran a su antiguo jefe al pie de un árbol con un agujero enorme y sanguinolento en las tripas y sin que exista el menor rastro de un arma. ¿Es posible, me pregunto, que se digan tranquilamente: “¡Rayos! ¡Parece que al viejo Blachloch lo ha asesinado un arce!”? ¡Y un rábano! Lo que harían sería regresar aquí a toda prisa, alinear a todo el mundo en la plaza, y empezar a hacer preguntas desagradables y molestas como: “¿Dónde estabas entre las diez y las doce?” o “¿Qué hizo el perro durante la noche?”. Así que, para evitar eso, hemos colocado el cuerpo, con bastante buen gusto, os lo aseguro, en una actitud pintoresca en el centro de un pequeño claro, con algunos toques decorativos incluidos.
Saryon se sintió repentinamente enfermo. Imaginó a Joram abandonando la herrería, el cuerpo del Señor de la Guerra echado sobre su hombro, los brazos inertes de Blachloch balanceándose a su espalda. Al catalista se le doblaron las rodillas y se dejó caer sobre una silla, sin poder evitar mirar horrorizado a Joram y a su camisa manchada de sangre.
Joram siguió la mirada del catalista, contemplándose a sí mismo. Sus labios se torcieron en una mueca.
—¿Esto os hace sentiros mal, anciano?
—Deberías deshacerte de ella —dijo Saryon con suavidad—; antes de que los guardias la vean.
Joram lo miró fijamente durante un momento; luego, encogiéndose de hombros, se sacó la camisa.
—Simkin —ordenó—, enciende un fuego.
—¡Querido muchacho! —protestó Simkin—. Sería desperdiciar una estupenda camisa. Échala aquí. Quitaré la mancha en un instante. La duquesa D’Longeville me enseñó cómo; recordarás que te hablé de ella, aquella cuyos maridos no hacían más que morirse misteriosamente. Era una experta en manchas, también. «No hay nada tan fácil de eliminar como la sangre seca, mi querido Simkin —me dijo—. La mayoría de la gente arma tanto jaleo a causa de ella». Todo lo que se tiene que hacer es… —Tomando al vuelo la camisa que Joram le arrojaba, Simkin la extendió, luego frotó la mancha enérgicamente con el retal de seda naranja. A su solo contacto, la sangre desapareció—. ¿Lo ves? ¿Qué te dije? Blanca e impoluta como la nieve recién caída. Bueno, si pasamos por alto la mugre que hay alrededor del cuello. —Simkin contempló la camisa con una sonrisa desdeñosa.
—¿Qué ha pasado con el cadáver? —interrumpió Saryon con voz ronca—. ¿Qué es eso de los «toques»?
—¡Huellas de centauros! —sonrió Simkin, orgulloso—. Idea mía.
—¿Huellas? ¿Cómo?
—Pues, convirtiéndome en un centauro, claro —replicó Simkin, apoyándose en la pared—. Es divertidísimo. Lo hago en ocasiones para relajarme. Pataleé por aquí y por allí, arranqué la hierba e hice que pareciera como si hubiera tenido lugar la más salvaje de las peleas. Consideré seriamente la posibilidad de matarme a mí mismo y dejar mi cuerpo junto al de Blachloch. Hubiera sido lo máximo en realismo. Pero —suspiró— uno puede sacrificarse por su arte sólo hasta cierto punto.
—No os preocupéis, catalista —le espetó Joram, irritado—. Nadie sospechará nada. —Tomando su camisa de manos de Simkin, empezó a ponérsela, se detuvo y finalmente la arrojó sobre el colchón. Sacando una gastada bolsa de piel de debajo de la cama, Joram cogió otra camisa—. ¿Dónde está Mosiah? —preguntó, mirando a su alrededor con el entrecejo fruncido.
—No… no lo sé —respondió Saryon, dándose cuenta de repente de que no había visto para nada al joven—. Estaba dormido cuando nos fuimos. ¡Los guardianes deben de habérselo llevado a algún sitio!
Se levantó, asustado, y se acercó a la ventana.
—Probablemente huyó —dijo Simkin con indiferencia—. Esos patanes no podrían evitar que un pollito saliera de su cáscara, y ya sabéis que Mosiah hablaba de dirigirse hacia los bosques él solo. —Simkin bostezó abriendo desmesuradamente la boca—. Oíd, Saryon, viejo amigo, no os importará que utilice vuestro camastro, ¿verdad? Estoy terriblemente soñoliento. He tenido un día completo; presenciando asesinatos, ocultando cadáveres. Gracias. —Sin esperar la respuesta de Saryon, Simkin atravesó la pequeña habitación y se tendió voluptuosamente sobre el catre—. Ropa de dormir —dijo, y quedó vestido inmediatamente con una larga y blanca camisa de dormir de hilo, adornada con encajes.
Guiñándole un ojo a Saryon, el joven se atusó la barba y el bigote; luego, cerrando los ojos, se quedó profundamente dormido en un instante, y al poco ya roncaba beatíficamente. El rostro de Joram se ensombreció.
—No creéis que lo hiciera, ¿verdad? —le preguntó a Saryon.
—¿Qué? ¿Irse, marcharse él solo? —El catalista se frotó los ojos, que le escocían terriblemente—. ¿Por qué no? Mosiah cree realmente que no tiene amigos aquí. —Miró a Joram con tristeza—. ¿Te importaría si lo hubiera hecho?
—Espero que lo haya hecho —dijo Joram, categórico, metiéndose la camisa dentro de los pantalones—. Cuanto menos sepa de todo eso, mejor. Para él… y para nosotros.
Hizo un movimiento para tumbarse sobre la cama; pero pareció pensárselo mejor y se dirigió a la mesa. Levantando la jarra, rompió el hielo que había en su interior y vertió agua en una jofaina; luego, con una mueca, sumergió la cabeza en el agua helada. Después de quitarse el hollín de la forja, se secó con la manga de la camisa y se echó hacia atrás con los dedos la cabellera mojada y enmarañada. Luego, tiritando en la húmeda celda, empezó a restregarse las manos con determinación, utilizando pedazos de hielo para rascarse la sangre seca de los dedos.
—Vas a algún sitio, ¿no es así? —preguntó repentinamente Saryon.
—A la herrería, a trabajar —respondió Joram.
Secándose las manos en los pantalones, empezó luego a separar el espeso y enredado cabello en tres partes, para trenzarlo tal y como hacía cada día, esbozando alguna que otra mueca de dolor mientras estiraba aquella masa oscura y brillante que tenía entre las manos.
—Pero si te estás durmiendo de pie —protestó Saryon—. Además, no te dejarán salir. Tenías razón, algo está pasando. —Indicó la ventana con un gesto—. Mira allí. Los centinelas están nerviosos…
Joram echó un vistazo por la ventana, retorciéndose el pelo con manos expertas.
—Más razón todavía para actuar como si nada hubiera pasado. Mientras yo estoy fuera, mirad qué podéis averiguar sobre Mosiah.
Echándose una capa sobre los hombros, Joram se acercó a la ventana y empezó a golpear los barrotes impaciente. El grupo de centinelas que había en la calle se volvió bruscamente; uno de ellos, tras dialogar durante un momento con los otros, se acercó a la celda, hizo girar la llave y la abrió de golpe.
—¿Qué quieres? —gruñó el centinela.
—Se supone que debería estar trabajando —respondió Joram, de malhumor—. Son órdenes de Blachloch.
—¿Órdenes de Blachloch? —El centinela arrugó el ceño—. No hemos recibido órdenes de… —empezó a decir; pero se detuvo, mordiéndose la lengua y tragándose con un esfuerzo lo que iba a decir—. ¡Vuelve a la celda!
—Muy bien —Joram se encogió de hombros—. Encárgate tú de decirle al Señor de la Guerra por qué no estoy en la herrería cuando están trabajando horas extras para fabricar armas para Sharakan.
—¿Qué sucede? —Otro soldado se acercó a ellos.
Saryon se dio cuenta de que todos los centinelas parecían nerviosos e inquietos. Sus miradas pasaban continuamente de unos a otros, a la gente que estaba en la calle y a la mansión de Blachloch en la colina.
—Dice que se supone que debería estar en la herrería. Órdenes.
El centinela señaló con un dedo en dirección a la casa.
—Entonces llévalo —dijo el otro centinela.
—Pero ayer nos dijeron que los mantuviéramos encerrados. Y Blachloch no ha…
—He dicho que lo lleves —gruñó el centinela, dirigiendo una mirada significativa a su compañero.
—Vamos, pues —le dijo el hombre a Joram, dándole un violento empujón.
Saryon se quedó observando mientras Joram y el centinela recorrían las calles. El nerviosismo de los centinelas se había extendido a la población. El catalista vio cómo gentes que iban camino de su trabajo lanzaban torvas miradas a los hombres de Blachloch, quienes las devolvían a su vez. Mujeres que deberían estar en el mercado o lavando la ropa en el río atisbaban desde detrás de las ventanas, mientras que los niños que intentaban salir al exterior a jugar eran metidos de nuevo en el interior de las casas. ¿Conocían los Hechiceros la desaparición de Blachloch o era una simple reacción ante el nerviosismo que demostraban los hombres del Señor de la Guerra? Saryon no podía adivinarlo y no se atrevía a preguntar.
El catalista, con el cerebro paralizado por el agotamiento y el miedo, se dejó caer en una desvencijada silla y apoyó la cabeza en una mano. Una voz le hizo sobresaltarse. Era Simkin, que aparentemente estaba jugando una partida de tarot en sueños.
—La última baza le corresponde al Rey de Espadas…