____ 01 ____

—Saryon…

El catalista flotaba entre la inconsciencia y la pesadilla que era su vida consciente.

—¡Divinidad, perdonadme! —murmuró febrilmente—. ¡Llevadme de vuelta a nuestro santuario! Liberadme de esta terrible carga. ¡No puedo soportarlo! —Agitándose en su tosca cama, Saryon puso las manos sobre sus cerrados ojos como si quisiera borrar de ellos las espantosas visiones que el sueño sólo servía para intensificar y hacer aún más aterradoras—. ¡Asesinato! —gritó—. ¡He asesinado! ¡No una vez sólo! ¡Oh, no, Divinidad! Dos veces. ¡Dos hombres han muerto por mi culpa!

—¡Saryon!

La voz volvió a repetir el nombre del catalista, y esta vez sonó con un ligero tono de irritación.

El catalista se encogió, hundiéndose las palmas de las manos en los ojos.

—¡Dejad que me confiese a vos, Divinidad! —sollozó—. Castigadme como queráis. ¡Lo merezco, lo deseo! ¡Entonces me veré libre por fin de sus rostros, de sus ojos…, que no dejan de atormentarme!

Saryon se sentó en la cama, soñoliento. No había dormido durante días; el agotamiento y la excitación habían conseguido vencer a su mente temporalmente. No tenía la menor idea de dónde estaba ni por qué aquella voz —que él sabía que se encontraba a cientos de kilómetros de distancia— podía hablarle con tanta claridad.

—El primero fue un joven de nuestra Orden —continuó el catalista con voz entrecortada—. El Señor de la Guerra utilizó mis poderes para otorgar Vida con el fin de asesinarlo. Aquel desgraciado catalista no tuvo la menor posibilidad, ¡y ahora también el Señor de la Guerra está muerto! ¡Yacía ante mí indefenso, toda su fuerza desaparecida por mi culpa! Joram… —El catalista bajó la voz hasta convertirla en un apagado murmullo—. Joram…

—¡Saryon!

La voz sonó severa, con un tono de apremio y dominio que, finalmente, sacó al catalista de su confuso estupor.

—¿Qué? —Saryon miró a su alrededor, tiritando en sus húmedas ropas. No se encontraba en el santuario de El Manantial; estaba en la helada celda de una prisión. La Muerte lo rodeaba por doquier. Las paredes eran de ladrillo, piedra creada por la mano del hombre y no mediante la magia; en el techo de vigas de madera que había sobre su cabeza se apreciaban los golpes de las herramientas; la frías barras de metal, forjadas utilizando las Artes Arcanas, parecían por sí solas formar una barrera que cerraba el paso a la Vida—. ¿Joram? —llamó Saryon en voz baja con los dientes apretados a causa del frío.

Pero una mirada a su alrededor le bastó para comprobar que el muchacho no estaba en la celda, que ni siquiera había dormido en su cama.

—Claro que no —se dijo Saryon estremeciéndose.

Joram estaba en el bosque, deshaciéndose del cadáver… Pero entonces, ¿de quién era la voz que había oído con tanta claridad? El catalista hundió la cabeza entre las temblorosas manos.

—¡Os ruego que toméis mi vida, Almin! —suplicó con fervor—. Si realmente existís, tomad mi vida y poned fin a este tormento, a este sufrimiento. Porque me estoy volviendo loco…

—¡Saryon! ¡No puedes evitarme, si es que ése es tu propósito! ¡Me escucharás! ¡No tienes elección!

El catalista alzó la cabeza mirando a todas partes con ojos desorbitados, mientras un escalofrío más helado que el más frío soplo de viento invernal le recorría el cuerpo.

—¿Divinidad? —preguntó con labios temblorosos. Poniéndose en pie con dificultad, el catalista paseó la mirada por la pequeña celda—. ¿Divinidad? ¿Dónde estáis? No puedo veros y, sin embargo, os oigo…, no comprendo…

—Estoy en tu mente, Saryon —respondió la voz—. Te hablo desde El Manantial. Cómo lo consigo es algo que no te concierne, Padre. Soy muy poderoso. ¿Estás solo?

—S… sí, Divinidad, por el momento. Pero yo…

—¡Pon orden en tus pensamientos, Saryon! —La voz volvió a sonar impaciente—. ¡Están tan revueltos que no puedo leerlos! No es necesario que hables. Piensa las palabras que vayas a pronunciar y yo las oiré. Te concederé un momento para que te calmes mediante la oración; luego espero que estarás en condiciones para atenderme.

La voz calló, pero Saryon siguió notando su presencia en el interior de su cabeza, zumbando en su mente como un insecto. Intentó tranquilizarse apresuradamente, pero no mediante la oración. Aunque apenas unos momentos antes había suplicado a Almin que le ayudara a abandonar esta vida —y aunque aquel desesperado ruego había sido totalmente sincero—, Saryon sintió brotar en su interior un primitivo y vivo deseo de supervivencia. El mero hecho de que el Patriarca Vanya fuera capaz de penetrar en su mente de aquella forma le aterraba y llenaba de cólera, no obstante se daba cuenta de que no estaba bien sentir cólera. Como un humilde catalista que era, debería sentirse orgulloso de que el gran Patriarca dedicase su tiempo a investigar sus indignos pensamientos. No obstante, en lo más profundo de su ser, en aquel mismo lugar sombrío del que procedían sus pesadillas nocturnas, una vocecita se preguntaba fríamente: «¿Cuánto sabe? ¿Hay alguna manera de que me pueda ocultar de él?».

—Divinidad —dijo Saryon, indeciso, girando sobre sí mismo en el centro de la oscura habitación, mirando temeroso a su alrededor como si el Patriarca pudiera aparecer en cualquier momento surgiendo de la pared de ladrillos—, me resulta difícil calmar mis… pensamientos. Mi mente inquisitiva…

—¿La misma mente inquisitiva que te ha llevado a moverte por senderos de oscuridad? —preguntó el Patriarca con disgusto.

—Sí, Divinidad —repuso Saryon con humildad—. Admito que éste es mi punto flaco; pero me impide que preste atención a vuestras palabras al no saber por qué medios nos estamos comunicando. Yo…

—¡Tus pensamientos son desordenados! No conseguiremos nada de esta forma. Muy bien —la voz del Patriarca Vanya resonaba en la mente de Saryon; parecía enojada, aunque también resignada—. Es necesario, Padre, que como jefe espiritual de nuestro pueblo, me mantenga en contacto con los más remotos confines del mundo. Como sabes, existen algunos que buscan reducir nuestra Orden a poco más de lo que éramos en la antigüedad: duendes que servíamos a nuestros amos bajo la forma de animales. Debido a esta amenaza, es necesario que muchas de mis comunicaciones, tanto con otras personas de nuestra Orden como con aquellos que nos están ayudando a protegerla, sean totalmente confidenciales.

—Sí, Divinidad —murmuró Saryon, nervioso. La oscura noche que había más allá de la enrejada ventana de la celda empezaba a transformarse en un grisáceo amanecer. Podía oír ya algunas pisadas en la calle, pisadas de aquellos que empezaban su jornada al mismo tiempo que el sol. Pero aparte de esto el pueblo dormía todavía. ¿Dónde estaba Joram? ¿Lo habrían capturado, se habría descubierto el cadáver? El catalista entrelazó las manos e intentó concentrarse en la voz del Patriarca.

—Mediante recursos mágicos, Saryon, se creó una cámara para el Patriarca del reino mediante la cual puede atender en privado a aquellos de sus seguidores que precisen ayuda. Llamada Cámara de la Discreción, es particularmente útil para comunicarse con quienes llevan a cabo ciertas tareas delicadas que deben mantenerse en secreto por el bien del pueblo…

«¡Una red de espías! —pensó Saryon sin poder contenerse—. ¡La Iglesia, la Orden a la que he dedicado mi vida, no es en realidad más que una gigantesca araña, sentada en el centro de una inmensa telaraña, adaptada a cada uno de los movimientos de aquellos a los que atrapa en sus viscosas garras!»

Era un pensamiento aterrador, y Saryon trató inmediatamente de desterrarlo de su mente.

Empezó a sudar de nuevo, a pesar de que su cuerpo temblaba de frío. Acobardado, esperó a que el Patriarca le leyera la mente y le regañase; pero Vanya siguió hablando como si no hubiera oído, hablando con gran detalle sobre la Cámara de la Discreción y su funcionamiento, permitiendo que una mente hablara con otra por medios mágicos.

Tan tenso que los músculos de las mandíbulas le dolían por el esfuerzo que le suponía mantener los dientes apretados, Saryon se puso a reflexionar.

«¡El Patriarca no ha advertido mis desordenados pensamientos! —pensó—. A lo mejor es porque, tal como dijo, tengo que concentrarme para hacerme oír. Si es así, y si soy capaz de controlar mi mente, podría hacer frente a esta invasión mental».

Al tiempo que Saryon se daba cuenta de esto, se le ocurrió también que él oía únicamente aquellos pensamientos que Vanya quería que oyese. No le era posible atravesar aquellas barreras que el mismo Patriarca había creado. Lentamente, Saryon empezó a relajarse. Esperó hasta que su superior hubo terminado.

—Comprendo, Divinidad —respondió el catalista, concentrando todos sus esfuerzos en sus palabras.

—Excelente, Padre.

Vanya parecía complacido. Hubo una pausa; el Patriarca estaba considerando y concentrándose cuidadosamente en sus próximas palabras. Pero cuando habló —o más bien cuando sus pensamientos cobraron forma en la mente de Saryon— sus palabras fueron rápidas y concisas, como si las repitiera de memoria.

—Te envié a una misión peligrosa, Saryon: la de intentar prender a un joven llamado Joram. A causa de lo peligroso de la misma, empecé a preocuparme por tu bienestar cuando no recibí noticias tuyas. Por lo tanto, consideré que lo mejor era contactar con un colaborador mío en quien confío plenamente con respecto a ti…

«¡Simkin!» —pensó Saryon instantáneamente sin poder controlarse.

Tan intensa era la imagen del muchacho en su mente que era seguro que la había trasladado a la del Patriarca.

—¿Qué? —Vanya pareció confuso al verse interrumpido en pleno discurso.

—Nada —musitó Saryon precipitadamente—. Os pido disculpas, Divinidad. Mis pensamientos se han visto perturbados por…, por algo que ocurría en el exterior…

—Te sugiero que te apartes de la ventana, Padre —replicó el Patriarca con aspereza.

—Sí, Divinidad —contestó Saryon, hundiendo las uñas en las palmas de las manos, utilizando el estímulo del dolor para que lo ayudase a concentrarse.

Hubo una breve pausa. ¿Vanya intentaba recordar por dónde iba? ¿Por qué no lo escribía?, se preguntó Saryon, irritado, al percibir que los pensamientos del Patriarca se habían apartado de él. Luego la voz regresó de nuevo. Esta vez estaba llena de preocupación.

—He estado, como ya he dicho, preocupado por ti, Padre. Y ahora ese colaborador, a quien se le había indicado que cuidara de ti, hace cuarenta y ocho horas que no se pone en contacto conmigo. Mis temores han aumentado. Espero que no suceda nada malo, Saryon.

¿Qué podía contestar Saryon? ¿Que su mundo se había vuelto del revés? ¿Que se aferraba a la cordura con las puntas de los dedos? ¿Que hacía tan sólo un momento había deseado morir? El catalista vaciló. Podía confesarlo todo, decirle al Patriarca que conocía la verdad sobre Joram, suplicar clemencia a Su Señoría y ponerse de acuerdo con él para entregar al muchacho tal y como se le había ordenado. Todo terminaría en un momento y la atormentada alma de Saryon descansaría al fin.

En el exterior de la prisión, el viento —un último vestigio de la tormenta de la noche pasada— golpeaba en las paredes, estrellándose contra ellas en un esfuerzo vano por penetrar en el interior. Saryon oyó unas palabras en el viento. Palabras que Saryon había oído diecisiete años antes; las del Patriarca Vanya sentenciando a un niño a morir.

—¡Padre! —La voz de Vanya, tensa y fría, era como un eco de su memoria—. ¡Vuelves a estar distraído!

—Os… os aseguro que estoy perfectamente, Divinidad —tartamudeó Saryon—. No necesitáis preocuparos por mí.

—Le doy gracias a Almin por ello, Padre —dijo Vanya en el mismo tono de voz que utilizaba para agradecer a Almin el pan y el huevo que desayunaba cada día. Vaciló de nuevo. Saryon percibió una agitación interior, una lucha mental. Las siguientes palabras fueron pronunciadas de mala gana—. Ha llegado el momento, Padre, de que tú y tu… hum… guardián, mi colaborador, os pongáis en contacto. Me he enterado de la creación de la Espada Arcana…

Saryon sofocó un grito.

—… Y ahora no podemos demorarnos más. El peligro que representa para nosotros el muchacho es demasiado grande. —La voz de Vanya se volvió desapasionada—. Debes traer a Joram a El Manantial lo antes posible, y necesitarás la ayuda de mi colaborador. Ve a ver a Blachloch. Infórmale de que yo…

—¡Blachloch! —Saryon se dejó caer sobre el camastro, el corazón latiéndole en los oídos con el mismo estruendo que el martillo de Joram—. ¿Vuestro colaborador? —El catalista se cogió la cabeza con manos temblorosas—. ¡Divinidad, no podéis estaros refiriendo a Blachloch!

—Te aseguro, Saryon…

—Es un renegado, ¡un proscrito de los Duuk–tsarith! Es…

—¿Un proscrito? ¡Tiene tanto de Señor de la Guerra proscrito como tú de sacerdote proscrito, Saryon! Es uno de los Duuk–tsarith, es un miembro destacado de su organización, escogido con sumo cuidado para esta delicada tarea, igual que lo fuiste tú.

Saryon se oprimió la cabeza con las manos, como si quisiera evitar que los pensamientos se agitaran en su cerebro. Blachloch, el cruel y sanguinario brujo, era un Duuk–tsarith, un miembro de aquella sociedad secreta que tenía como deber hacer cumplir las leyes en Thimhallan. ¡Era un agente de la Iglesia! Y era también responsable de haber cometido un asesinato a sangre fría, de haber asaltado un pueblo y robado todas sus provisiones, de haber dejado que sus habitantes murieran de hambre aquel invierno…

—Divinidad —Saryon se pasó la lengua por los labios resecos y agrietados—, este Señor de la Guerra era… ¡un hombre malvado! ¡Un ser perverso! Él… Yo lo vi matar a un joven Diácono de nuestra Orden en el pueblo de…

El Patriarca lo interrumpió.

—¿No conoces el antiguo dicho: «Las sombras de la noche son más oscuras aún para aquellos que se mueven a plena luz»? No nos precipitemos al juzgar al ordinario mortal, Padre. Si reflexionas con calma en el incidente del que hablas, estoy seguro de que descubrirás que el asesinato fue motivado por la necesidad, o tal vez adviertas que sólo fue accidental.

Saryon vio de nuevo al brujo convocando al viento, vio cómo la brutal ráfaga de aire levantaba al indefenso Diácono como si fuera una hoja y lo arrojaba contra la pared de la casa. Vio aquel cuerpo joven derrumbarse sin vida sobre el suelo.

—Divinidad —se aventuró a decir Saryon, estremeciéndose.

—¡Ya es suficiente, Padre! —lo interrumpió con severidad el Patriarca—. No tengo tiempo para lloriqueos mojigatos. Blachloch hace lo que sea necesario para mantener su disfraz de Señor de la Guerra renegado. Lleva a cabo un juego muy peligroso entre esos Hechiceros de las Artes Arcanas que lo rodean, Saryon. ¡Qué es una vida, después de todo, comparada con las vidas de miles o las almas de millones! Y es eso lo que depende de él.

—No comprendo…

—¡Entonces dame una oportunidad de explicarlo! Te cuento esto en el más estricto secreto. Antes de que partieras, ya te conté los problemas que tenemos en el reino septentrional de Sharakan. La situación empeora día a día. Los catalistas que abandonan los preceptos de nuestra Orden aumentan en popularidad y en número; además facilitan Vida indiscriminadamente a cualquiera que lo solicita. Debido a esto, el rey de Sharakan cree que puede tratarnos como le parezca. Ha confiscado los bienes de la Iglesia y los ha anexionado a su tesoro; también ha enviado al Cardinal al exilio y lo ha reemplazado por uno de esos catalistas renegados. Planea invadir y conquistar Merilon y se ha aliado con los Hechiceros de la Tecnología entre los que vivís para que le suministren sus demoníacas armas…

—Sí, Divinidad —murmuró Saryon, escuchándolo sólo a medias, intentando desesperadamente pensar en lo que debía hacer.

—El rey de Sharakan planea utilizar las armas de los Hechiceros para que lo ayuden en su conquista. Aunque parezca que Blachloch secunda las ambiciones de Sharakan y ayuda a los Hechiceros, se dispone, en realidad, a conducirlos a una trampa mortal. De esta forma podremos derrotar a Sharakan y aplastar a los Hechiceros por completo, desterrándolos finalmente de este mundo. Blachloch lo tiene todo bajo control o, al menos, lo tenía hasta que ese joven, ese Joram, descubrió la piedra–oscura.

A medida que crecía el enojo de Vanya, sus pensamientos se volvían gradualmente más incoherentes y confusos. Saryon ya no podía seguirlos. Dándose cuenta de ello, se produjo un instante de tenso silencio mientras Vanya intentaba recuperar el control de sí mismo; luego reanudó su contacto, de forma algo más calmada.

—¡El descubrimiento de la piedra–oscura es catastrófico, Padre! Seguramente te das cuenta de ello. ¡Puede darle a Sharakan el poder para vencer! Por eso es esencial que, con la ayuda de Blachloch, me traigas al joven, y a esa terrible fuerza que ha vuelto a traer al mundo, a El Manantial inmediatamente, antes de que el reino de Sharakan la descubra.

La cabeza empezó a dolerle a Saryon a causa de la tensión a que se veía sometido. Afortunadamente, sus pensamientos eran tan desordenados que debía de transmitir únicamente fragmentos confusos y dispersos de los mismos: Blachloch, un agente doble…; la piedra–oscura, una amenaza para el mundo…; los Hechiceros cayendo en una trampa…

Joram… Joram… Joram…

Saryon empezó a calmarse. Ahora ya sabía lo que debía hacer. No había ninguna otra cosa que importara. Guerras entre reinos. Las vidas de miles. Era demasiado enorme para comprenderlo. Pero ¿la vida de uno?

«¿Cómo puedo llevarlo de vuelta, sabiendo el destino que le espera? Y ahora lo —admitió Saryon para sí—. No lo vi antes, pero fue porque cerré los ojos deliberadamente».

El catalista alzó la cabeza, mirando fijamente hacia la oscuridad.

—Divinidad —dijo en voz alta, interrumpiendo la invectiva del Patriarca—, sé quién es Joram.

Vanya enmudeció. Saryon percibió dudas, precaución, miedo; pero desaparecieron casi de inmediato. Contando cerca de ochenta años de edad, el Patriarca del Reino de Thimhallan había ocupado su cargo durante cuarenta años. Era un experto en su trabajo.

—¿Qué quieres decir… —los pensamientos del Patriarca le llegaron confusos— con eso de que sabes quién es? Es Joram, hijo de una loca llamada Anja…

Saryon se sintió fortalecido. Por fin, era capaz de enfrentarse a la verdad.

—Es Joram —dijo el catalista en voz baja—, hijo del Emperador de Merilon.