57 • Todas las artes de la traición

Llevaban largo rato en el balcón de la suite de Rod. Llegaban flotando hasta ellos ruidos apagados de una ciudad después del oscurecer. El Hombre Encapuchado se elevaba en lo alto del cielo, mirándoles con indiferencia con su ojo rojizo: dos amantes humanos, que enviarían escuadrones de naves al propio Ojo y las mantendrían allí, hasta que murieran también…

—No parece muy grande —murmuró Sally. Apoyó la cabeza en el hombro de Rod y sintió que los brazos de éste la rodeaban—. Sólo una mancha amarilla en el Ojo de Murcheson. ¿Resultará, Rod?

—¿El bloqueo? Seguro. Estudiamos el plan en el cuartel de operaciones de la flota. Lo proyectó Jack Cargill: un escuadrón dentro del Ojo mismo para aprovechar el momento de desconcierto después del salto. Los pajeños no saben de eso, y en el mejor de los casos sus naves tardarán minutos en volver a estar bajo control. Si intentasen enviarlas con control automático, sería peor incluso.

Sally se estremeció de nuevo.

—Eso no era realmente lo que yo quería decir. ¿Crees que resultará… todo el plan?

—¿Qué alternativa tenemos?

—Ninguna. Me alegro de que estemos de acuerdo. No podría vivir contigo si… no podría, eso es todo.

—Sí. Y esto me hace agradecer a los pajeños que nos hayan sugerido este plan, porque no podemos dejarles salir de allí. Sería una plaga galáctica…

Y sólo hay dos remedios para este tipo de plagas. Cuarentena y exterminio. Al menos tenemos una elección.

—Ellos… —se detuvo y le miró—. Me da miedo hablar contigo de ello. Rod, no podría vivir conmigo misma si tuviéramos que… si el bloqueo no funcionase.

Él no dijo nada. De los terrenos de Palacio brotó una risa. Parecía la risa de un niño.

—Ellos podrán vencer a ese escuadrón de la estrella —dijo Sally. Su voz parecía rígidamente controlada.

—Seguro. Y pasar las minas que ha proyectado Sandy Sinclair también. Pero ¿adonde pueden ir, Sally? Sólo hay una salida del sistema del Ojo, no saben dónde está, y habrá allí un grupo de combate esperando si lo encuentran. Entre tanto, estarán dentro de una estrella. No podrán descargar energía. Probablemente sufran daños en la nave. Lo hemos pensado todo detenidamente. El bloqueo es seguro. Si no, no lo aprobaría.

Ella se tranquilizó de nuevo reclinando la cabeza sobre el pecho de él. Él la rodeó con sus brazos. Contemplaron al Hombre Encapuchado y su ojo imperfecto.

—No saldrán —dijo Rod.

—Y aún seguirán atrapados. Después de un millón de años… ¿Cómo seremos nosotros dentro de un millón de años? —se preguntó—. ¿Como ellos? Hay algo esencial que no entendemos en los pajeños. Una idea fatalista que ni siquiera puedo comprender. Después de unos cuantos fracasos pueden incluso simplemente… ceder.

Rod se encogió de hombros y dijo:

—De todos modos, mantendremos el bloqueo. Luego, dentro de unos cincuenta años, entraremos a ver cómo están las cosas. Si han sufrido un colapso tal como predice Charlie, podremos integrarles en el Imperio.

—¿Y luego qué?

—No sé. Tendremos que pensar algo.

—Sí. —Se apartó de él y se volvió nerviosa—. ¡Ya sé! Rod, tenemos que considerar realmente el problema. Por los pajeños. Podemos ayudarles. —Él la miró interrogante.

—Creo que es probable que los mejores cerebros del Imperio estén trabajando ya en eso.

—Sí, pero para el Imperio. No para los pajeños. Necesitamos… un Instituto. Algo controlado por gente que conozca a los pajeños. Algo ajeno a la política. Y nosotros podemos hacerlo. Somos lo suficientemente ricos…

—¿Eh?

—No podemos gastar ni la mitad de lo que tenemos entre los dos.

Pasó por delante de él y entró en la suite, la cruzó y luego cruzó el pasillo hasta la suya. Rod la siguió y vio que buscaba entre los regalos de boda que llenaban la gran mesa de teca rosa que había en el vestíbulo. Lanzó un gruñido de satisfacción al encontrar su computadora de bolsillo.

Ahora, ¿debería estar irritado?, pensó Rod. Creo que sería mejor aprender a ser feliz cuando ella lo es. Tendré mucho tiempo para hacerlo.

—Los pajeños han estado trabajando en su problema mucho tiempo sin poder resolverlo —le recordó. Ella le miró con leve irritación.

—Bah. Ellos no ven las cosas como nosotros. Fatalismo, ¿recuerdas? Y nadie les ha obligado a adoptar soluciones que no inventen ellos. —Se echó hacia atrás y garrapateó unas notas—. Necesitaremos a Horowitz, desde luego. Y él dice que hay un tipo muy bueno en Esparta; tendremos que enviar por él, y el doctor Hardy. También le aceptaremos.

La miró con asombro.

—Cuando te pones a andar, sabes hacerlo. —Y será mejor que lo haga también contigo si he de tenerte a mi lado toda la vida, dando vueltas. Me pregunto cómo será vivir con un torbellino—. Tendrás al padre Hardy si quieres. El cardenal lo ha asignado al problema pajeño… y creo que Su Eminencia tiene pensado algo aún más importante para él. Hardy podría haber sido obispo hace mucho, pero no tiene la cuota normal de mitrosis. Pero no creo que tenga elección. Es el primer delegado apostólico ante una raza alienígena, o algo parecido.

—Entonces la dirección seremos tú y yo, el doctor Horvath, el padre Hardy e Ivan.

—¿Ivan? —¿Por qué no? Ya que hacemos esto, bien podemos hacerlo bien. Necesitaremos un buen director ejecutivo. Sally no sirve como administradora, y yo no tendré tiempo. Horvath quizás—. Sally, ¿tú sabes en qué situación estamos? Me refiero al problema biológico: como convertir una hembra en macho sin preñez o esterilidad permanente. Pero aunque encontrases algo, ¿cómo convencer a los pajeños de que lo usen?

En realidad ella no le escuchaba.

—Encontraremos un medio. Somos muy buenos gobernando…

—¡Si apenas somos capaces de gobernar un Imperio humano!

—Pero lo hacemos, ¿no es cierto? De un modo u otro lo hacemos.

Empujó a un lado unos paquetes para hacer más sitio. Casi se cae una caja grande y Rod tuvo que cogerla mientras Sally continuaba escribiendo notas en el banco de memoria de su computadora.

—Ahora dime, ¿cuál es el código de Hombres imperiales y mujeres científicas? —preguntó—. Hay un hombre de Beiji que ha hecho algo muy bueno en ingeniería genética, y no recuerdo su nombre…

—Yo te lo miraré. Pero con una condición.

—¿Cuál? —le miró curiosa.

—Que acabes con esto la semana próxima, porque, Sally, si llevas la computadora de bolsillo en nuestra luna de miel, tiraré ese maldito chisme al convertidor de masa.

Ella se rió, pero Rod no se quedó nada tranquilo. Oh. En fin. Las computadoras no eran caras. Podía comprarle una nueva cuando volvieran. Podía hacer un trato con Bury; podría necesitar computadoras en cantidades industriales si pretendían tener una familia…

Horace Bury siguió a los infantes de marina a través del palacio, ignorando ostentosamente a los otros infantes de marina que le seguían. Su expresión era tranquila, y sólo un estudio detenido de sus ojos podía indicar la desesperación que lo acongojaba.

Sea la voluntad de Alá, suspiró, y se preguntó por qué ya no rezaba aquel conjuro. Quizás allí hubiese consuelo en la sumisión… nada más había que le consolase. Los infantes de marina llevaron también a su criado y todo su equipaje a la nave de desembarco, y luego le separaron de Nabil en el tejado de Palacio. Antes de que lo hicieran, Nabil le había susurrado el mensaje: la confesión de Jonas Stone estaba a punto de llegar a Palacio.

Stone aún seguía en Nueva Chicago, pero lo que les había contado a los del servicio secreto de la Marina era lo suficientemente grave como para enviar un mensaje especial. El que había informado a Nabil no sabía lo que había dicho el dirigente rebelde, pero Bury sí, era como si conociese ya el contenido del mensaje. Sería un mensaje breve, con la orden de condenar a la horca a Horace Bury.

Así que esto es el fin. Contra la traición el Imperio actúa de prisa: unos cuantos días, unas semanas. No más. No hay posibilidad de escapar. Los infantes de marina son correctos, pero están muy alerta. Les han avisado, y hay muchos, demasiados. Podría sobornar a uno, pero no cuando están mirando sus compañeros.

Sea la voluntad de Alá. Pero es una lástima. Si yo no hubiese tenido tanta relación con los alienígenas, si no hubiese hecho el trabajo del Imperio con los mercaderes, habría podido escapar fácilmente. Levante es grande. Pero tendría que haber abandonado Nueva Escocia, y es aquí donde se tomarán las decisiones… ¿Qué sentido tiene escapar cuando los alienígenas pueden destruirnos a todos?

El sargento le condujo a una elegante sala de conferencias y abrió la puerta para dejarle pasar. Luego, incomprensiblemente los guardias se retiraron. Quedaron con él en la habitación sólo dos hombres.

—Buenos días, señor —dijo Bury a Rod Blaine. Sus palabras fueron lisas y suaves, pero sentía la boca seca y un picor al fondo de la garganta al inclinarse ante otro hombre.

—No he sido presentado al senador Fowler, pero su cara es conocida en todo el Imperio. Buenos días, senador.

Fowler cabeceó sin levantarse de su asiento en la gran mesa de conferencias.

—Buenos días, Excelencia. Me alegro de que haya venido. Siéntese, ¿quiere? —señaló un lugar frente a él.

—Gracias. —Bury ocupó la silla indicada. Luego se asombró aún más cuando Blaine trajo café. Bury olisqueó detenidamente y reconoció que se trataba de una muestra que él había enviado al chef de Palacio para Blaine. En el nombre de Alá. Están jugando conmigo, pero ¿con qué fin? Sintió rabia y miedo, pero ninguna esperanza. Y una risa burbujeante y salvaje se alzó en su pecho.

—Bueno, creo que podemos empezar, Excelencia —dijo Fowler.

Hizo una seña y Blaine activó una pantalla. Aparecieron los rasgos voluminosos de Jonas Stone perfilados en la elegante sala de conferencias. Le corría el sudor por la frente y por las mejillas, y la voz de Stone atronaba y suplicaba alternativamente.

Bury escuchaba impasible, con un gesto de desprecio hacia Stone por su debilidad. No había ninguna duda: la Marina tenía pruebas de sobra para que le dieran muerte por traidor. Aun así, la sonrisa no se retiraba de los labios de Bury. No les daría ninguna satisfacción. Él no suplicaría.

Por fin la proyección terminó. Fowler hizo una seña y el dirigente rebelde desapareció de la pantalla.

—Nadie más que nosotros tres ha visto esto, Excelencia —dijo Fowler. ¿Cómo que no? Pero ¿qué quieren? ¿Es que me queda alguna esperanza?

—No creo que haya nada que discutir —continuó el senador—. Yo preferiría hablar de los pajeños.

—Ah —dijo Bury.

La exclamación casi se le quedó clavada en la garganta. ¿Y deseas pactar, o estoy definitivamente condenado a morir? Tragó unos sorbos de café para humedecerse la garganta antes de hablar.

—Estoy seguro de que el senador comprende mi punto de vista. Considero a los pajeños la mayor amenaza con que se haya enfrentado la Humanidad. —Miró a los dos hombres que estaban frente a él, pero nada podía leer en sus caras.

—Estamos de acuerdo —dijo Blaine.

Rápidamente, mientras la esperanza comenzaba a brillar en los ojos de Bury, Fowler añadió:

—No hay mucho que discutir al respecto. Están atrapados en un estado permanente de explosión demográfica seguida de guerra total. Si alguna vez logran salir de su sistema… Bury, han desarrollado una subespecie de soldado que dejaría chiquitos a los saurones. Demonios, usted los ha visto.

Blaine accionó su computadora de bolsillo y apareció otra imagen: la escultura de la máquina del tiempo.

—¿Ésos? Pero mi pajeña dijo que… —Bury se paró como comprendiendo de pronto algo. Luego se echó a reír: la risa de un hombre que no tiene nada que perder—. Mi pajeña.

—Exactamente —dijo el senador—. No puedo decir que tengamos mucha confianza en su pajeña. Bury, con que salieran de allí las miniaturas, podríamos perder mundos enteros. Se reproducen como bacterias. Sería imposible detenerlas. Pero usted ya lo sabe.

—Sí.

Bury se tranquilizó con dificultad. Se le suavizó la cara, pero detrás de sus ojos había miríadas de resplandecientes ojillos. ¡Esplendor de Alá! ¡Estuve a punto de traerlos yo mismo! Alabanza y gloria al Misericordioso…

—Maldita sea, deje de temblar —ordenó Fowler.

—Disculpe. Supongo que sabrá de mi encuentro con las miniaturas.

Miró a Blaine y envidió su calma externa. Las miniaturas no debían resultarle menos desagradables que a él al capitán de la MacArthur—. Me complace saber que el Imperio reconoce los peligros.

—Sí. Vamos a bloquear a los pajeños. A embotellarlos en su propio sistema.

—¿No sería preferible exterminarlos mientras podamos? —preguntó Bury quedamente. Su voz era tranquila, pero sus ojos relampagueaban.

—¿Cómo?

—Habría dificultades políticas, desde luego. Pero yo podría encontrar hombres que organizasen una expedición a Paja Uno, y si se les diesen las órdenes adecuadas…

Fowler hizo un gesto de rechazo.

—Si fuese necesario yo también dispongo de agentes provocadores propios.

—Los míos serían de mucho menos valor.

Bury miró significativamente a Blaine.

—Sí. —Fowler calló por un momento, y Blaine se puso visiblemente rígido; luego, el senador continuó—: De cualquier modo, comerciante, hemos decidido utilizar el bloqueo. El gobierno ya tiene bastantes problemas sin necesidad de exponerse a que le acusen ahora de genocidio. Además, no me gusta mucho la idea de realizar un ataque contra seres inteligentes sin que medie provocación. Lo haremos así.

—Pero ¡y la amenaza! —Bury se inclinó hacia adelante, sin reprimir el fanático brillo de sus ojos. Sabía que estaba cerca de la locura, pero ya no le preocupaba—. ¿Piensa usted que ha encerrado al djinn porque el corcho vuelve a estar en la botella? ¿Y si otra generación no ve a los pajeños como nosotros? ¿Y si dejan suelto al genio otra vez? ¡Loado sea Alá! Imagínense que vengan. Que se extiendan por el Imperio, mandados por cosas como ésas y que piensen como el almirante Kutuzov… Guerreros especializados, semejantes a los hijos de la muerte de Saurón… ¿y quieren dejarles vivos? Les digo que debemos destruirlos…

¡No! Los hombres nunca se dejan convencer simplemente porque deban creer. No escuchan cuando… Se relajó visiblemente.

—Veo que han tomado una decisión. ¿En qué puedo ayudarles?

—Creo que ya nos ha ayudado —dijo Blaine; alzó su café y bebió—. Y gracias por el regalo.

—El bloqueo es una de las operaciones navales más caras que existen —musitó Fowler—. Nunca ha sido muy popular.

—Ah —Bury sintió que la tensión se apagaba en su interior; le dejarían con vida, pero le necesitaban… quizás pudiese conservar mucho más que la vida—. Están preocupados por la Asociación de Comerciantes Imperiales.

—Exactamente. —La expresión de Fowler era sincera.

Alivio. Por esto construiré una mezquita. Haría a mi padre inmensamente feliz, y ¿quién sabe? Quizás exista Alá después de todo. Aquella risa burbujeante aún seguía en el interior de su garganta, pues sabía que si empezaba a reír nunca podría parar.

—He indicado ya a mis colegas las desventajas de un mercado libre con los pajeños. He tenido cierto éxito en esto, aunque hay demasiados comerciantes que son como el vecino que siguió a Aladino a la cueva del Mago. El sueño de riquezas sin límites brilla más que el pozo negro de la amenaza y del peligro.

—Sí. Pero ¿puede usted controlarlos? ¿Descubrir a los que intenten sabotearnos y desbaratar sus planes?

Bury se encogió de hombros.

—Con cierta ayuda. Será muy caro. Supongo que tendré que utilizar fondos secretos…

Fowler sonrió malévolamente.

—Rod, ¿qué más dijo Stone? ¿No dijo algo sobre…?

—No será necesario sacar a colación otra vez a ese hombre —dijo Bury—. Creo que tengo riquezas suficientes.

Se estremeció. ¿Qué sacaría él en limpio de aquello? Fowler quizás se propusiese arruinarle.

—Si algo exigiese recursos superiores a los míos…

—Hablaremos luego de eso —dijo Fowler—. Habrá casos en que sea así. Por ejemplo, este bloqueo va a absorber muchos de los recursos que Merrill pensaba aplicar a la unificación de Trans-Saco de Carbón. Ahora bien, me parece que un comerciante listo podría tener contactos entre los rebeldes. Podría incluso convencerles de nuestro punto de vista. Yo no sé cómo resultaría el asunto, claro.

—Comprendo.

—Pensé que usted podría hacerlo. Rod, coge esa cinta de Stone y colócala en un lugar seguro. No creo que volvamos a necesitarla.

—De acuerdo. —Rod manipuló su computadora de bolsillo. La máquina ronroneó: una música que inauguraba un nuevo tipo de vida para Horace Bury.

No habrá evasiones, pensó Bury. Fowler aceptará sólo resultados, no excusas; y mi vida estará en juego en esta aventura. No será fácil cumplir el papel de agente político de este hombre. Sin embargo, ¿qué elección tengo? En Levante no podría más que esperar lleno de miedo. Al menos así sabré lo que se trata con los pajeños… y quizás cambie su política también.

—Una cosa más —dijo el senador. Hizo un gesto y Rod Blaine fue a la puerta de la oficina. Entro Kevin Renner.

Era la primera vez que veían todos ellos al piloto jefe vestido de civil. Renner había elegido unos pantalones a cuadros escoceses y una túnica aún más chillona. Su faja era de un material parecido a la seda que parecía natural pero probablemente fuese sintético. Botas blandas, joyas; en suma, parecía uno de los capitanes mercantes de éxito de Bury. Comerciante y piloto se miraron asombrados.

—A sus órdenes, señor —dijo Renner.

—Un poco prematuro, ¿no es cierto, Kevin? —preguntó Rod—. No cesa usted en la Marina oficialmente hasta esta tarde.

Renner sonrió.

—Pensé que no les importaría. Y no creo que tenga importancia. Buenos días, Excelencia.

—Ah, conoce usted al comerciante Bury —dijo Fowler—. Me alegro de ello, pues van a verse mucho a partir de ahora.

—¿Qué? —Renner se puso muy nervioso.

—El senador quiere decir —explicó Rod— que debe pedirle un favor. Kevin, ¿recuerda usted los términos de su alistamiento?

—Desde luego.

—Cuatro años, o la duración de una emergencia imperial de primera clase, o la duración de una guerra oficial —dijo Rod—. Ah, por cierto, el senador ha declarado la situación pajeña emergencia de primera clase.

—¡Un momento! —gritó Renner—. ¡No pueden hacerme esto!

—Claro que puedo —dijo Fowler.

Renner se hundió en la silla.

—Oh, Dios mío. Bueno, ustedes saben más que yo de todo esto.

—Aún no lo hemos hecho público —dijo el senador Fowler—. No queríamos asustar a nadie. Pero a usted se lo notificamos ahora oficialmente. —Fowler esperó a que Renner lo asimilara—. Por supuesto, podríamos tener una alternativa para usted.

—Gracias.

—Le incomoda mucho, ¿verdad? —dijo Rod. Estaba contento. Renner le odiaba.

—Nos hizo usted un buen trabajo, Renner —dijo Fowler—. El Imperio está agradecido. Yo estoy agradecido. Sabe, yo traje un puñado de nombramientos imperiales en blanco cuando vine… ¿Le gustaría a usted ser Barón en el próximo aniversario?

—¡Ni hablar! ¡Yo no! ¡Yo no quiero ser un aristócrata!

—Pero supongo que los privilegios le resultarían atractivos —dijo Rod.

—¡Maldita sea! Debería haber esperado hasta mañana para traer al senador a su habitación. Sabía que habría sido mejor esperar. No, señor, no convertirá usted a Kevin Renner en un aristócrata. Aún me queda mucho universo que explorar. Necesito tiempo para trabajar…

—Podría estropear su vida despreocupada —dijo el senador Fowler—. De todos modos, no sería tan fácil de arreglar. Envidia y cosas parecidas.

—Pero usted es demasiado útil, señor Renner, y estamos en una emergencia de primera clase.

—Pero… pero…

—Capitán de una nave civil —dijo Fowler—. Con un título de nobleza. Y que tiene experiencia del problema pajeño. No hay duda, es usted exactamente lo que necesitamos.

—Yo no tengo ningún título de nobleza.

—Lo tendrá. Eso no podrá rechazarlo. El señor Bury insistirá en que su piloto personal tenga al menos la San Miguel y la San Jorge. ¿No es así, Excelencia?

Bury pestañeó. Era inevitable que el Imperio asignara hombres para vigilarle, y querían a un hombre que pudiese hablar con los capitanes mercantes. Pero aquel… ¿Arlequín? Por las barbas del profeta, aquel tipo sería insufrible… Horace suspiró ante lo inevitable. Al menos era un Arlequín inteligente. Quizás le fuese útil, incluso.

—Creo que Sir Kevin sería un hombre admirable para dirigir mi nave personal —dijo Bury suavemente; había sólo un levísimo rastro de disgusto en su voz—. Bienvenido a Autonética Imperial, Sir Kevin.

—Pero…

Renner miró a su alrededor como pidiendo ayuda, pero no había nadie. Rod Blaine tenía en la mano un papel… ¿Qué era? ¡El licénciamiento de Renner! Mientras Kevin observaba, Blaine fue rompiendo el documento.

—¡Está bien, maldita sea! —Renner no podía esperar piedad de ellos—. ¡Pero como civil!

—Por supuesto —aceptó Fowler—. Bueno, desempeñará usted una misión del servicio secreto de la Marina, pero no se sabrá.

—¡Por el ombligo de Dios! —la frase sorprendió a Bury. Renner rió entre dientes—. ¿Qué pasa, Excelencia? ¿Dios no tiene ombligo?

—Preveo un futuro interesante —dijo suavemente Bury—. Para ambos.