48 • Civiles

Pasaron a un vehículo de aterrizaje en cuanto la Hermes se situó en órbita alrededor de Nueva Escocia. Sally apenas tuvo tiempo de despedirse de los tripulantes de la nave correo.

—VISITANTES DESPEJEN BOTE ATERRIZAJE. PASAJEROS PREPÁRENSE PARA ATERRIZAJE.

Se oyó el estruendo de las compuertas neumáticas al cerrarse.

—¿Preparado, señor? —preguntó el piloto.

—Sí…

Se activaron los retros. No fue ni mucho menos un aterrizaje fácil; el piloto tenía demasiada prisa. Descendieron sobre las melladas rocas y los geiseres de Nueva Escocia. Cuando llegaron a la ciudad aún llevaban demasiada velocidad y el piloto hubo de rodearla dos veces; luego la nave descendió lentamente, planeó y aterrizó en el techo-aeropuerto de la Casa del Almirantazgo.

—¡Ahí está tío Ben! —gritó Sally. Y corrió a sus brazos.

Benjamin Bright Fowler tenía ochenta años normales y los aparentaba; antes de la terapia de regeneración había parecido tener cincuenta y hallarse en el período de madurez intelectual de su vida. Esto último no dejaba de ser cierto.

Medía uno setenta y cuatro y pesaba noventa kilos: era un hombre corpulento, casi calvo, con una aureola de pelo negro que encanecía alrededor de una brillante coronilla. Sólo llevaba sombrero en la estación más fría, e incluso entonces solía olvidárselo.

El senador Fowler vestía de forma extravagante, con unos pantalones llenos de arrugas sobre unas botas de cuero suaves y pulidas. Un chaquetón muy gastado de pelo de camello que le llegaba a la rodilla cubría la parte superior de su cuerpo. Eran ropas muy caras, y muy cuidadas. Sus ojos soñolientos, que tendían a lagrimear, y su voluminosa apariencia no le convertían en una figura impresionante, y sus enemigos políticos habían cometido más de una vez el error de juzgar su capacidad por su aspecto. A veces, cuando la ocasión era lo suficientemente importante, dejaba que su criado eligiese la ropa y le vistiese adecuadamente, y entonces, al menos por unas horas, su aspecto era el adecuado; era, después de todo, uno de los hombres más poderosos del Imperio. Pero normalmente se ponía lo primero que encontraba en su guardarropa y, como los criados nunca tiraban nada que a él le gustase, a veces vestía prendas muy viejas.

Dio a Sally un abrazo de oso y la besó en la frente. Sally era más alta que su tío y estuvo a punto de plantar un beso en su brillante calva, pero se lo pensó mejor. Benjamin Fowler no se ocupaba de su propia apariencia y se enfurecía si alguien le hacía comentarios al respecto, pero era muy sensible en lo relativo a su calvicie. Se negaba además en redondo a permitir que los especialistas en cosmética interviniesen.

—¡Tío Ben, qué alegría verte! —Sally se apartó de él antes de que le aplastase una costilla; luego añadió con falsa cólera—: ¡Quién te manda organizar mi vida! ¿Sabes que aquel radiograma obligó a Rod a hacerme una proposición?

El senador Fowler miró desconcertado a su sobrina.

—¿Quieres decir que no la había hecho ya? —Fingió examinar a Rod con meticulosidad microscópica—. Parece bastante normal. Debe de ser un mal interno. ¿Cómo estás, Rod? Tienes buen aspecto, muchacho.

Dio la mano a Rod, apretando la suficiente para hacer daño. Con la mano izquierda Fowler extrajo su computadora de bolsillo de debajo de los heterodoxos pliegues de su grueso chaquetón.

—Lamento tener que daros prisa, muchachos, pero vamos retrasados. Venid… —se volvió y caminó rápidamente hacia el ascensor, dejándoles seguirle.

Bajaron doce pisos y Fowler les condujo por laberintos de pasillos. Había infantes de marina haciendo guardia ante una puerta.

—Entrad, entrad —urgió el senador—. No podemos hacer esperar a esos almirantes y capitanes. ¡Vamos, Rod!

Los infantes de marina saludaron y Rod respondió con aire ausente. Entró desconcertado: un gran salón, revestido de madera oscura, con una enorme mesa de mármol que ocupaba casi toda su longitud. A la mesa se sentaban cinco capitanes y dos almirantes. En un pequeño escritorio había un funcionario, y había sitio para un transcriptor y más escribientes. Tan pronto como entró Rod alguien dijo:

—Este Tribunal Investigador entra en sesión. Adelántese y jure. Diga su nombre.

—¿Cómo?

—Su nombre, capitán.

Hablaba el almirante que ocupaba el centro de la mesa. Rod no le reconoció. Sólo conocía a la mitad de los oficiales que había allí.

—Sabe usted su nombre, ¿verdad?

—Desde luego, señor… Almirante, nadie me dijo que venía directamente a un tribunal investigador.

—Pues ahora ya lo sabe. Por favor, diga su nombre.

—Roderick Harold, Lord Blaine, Capitán, Marina Espacial del Emperador; antes al mando de la nave MacArthur.

—Gracias.

Comenzaron a hacerle preguntas.

—Capitán, ¿cuándo supo usted por primera vez que los pequeños alienígenas eran capaces de utilizar herramientas y realizar trabajo útil?

—Capitán, describa por favor los procedimientos de esterilización que utilizó.

—Capitán, ¿cree usted que los alienígenas que estaban fuera de la nave sabían que tenía usted miniaturas sueltas a bordo?

Contestó lo mejor que pudo. A veces un oficial le hacía una pregunta y otro le interrumpía diciendo:

—Maldita sea, pero si eso está en el informe. ¿Es que no oyó usted las cintas?

La investigación avanzaba a velocidad vertiginosa. Y de pronto terminó.

—Puede retirarse por el momento, capitán —dijo el almirante que presidía.

En el vestíbulo esperaban Sally y el senador Fowler. Había una joven que vestía una falda escocesa junto a ellos con una especie de cartera de hombre de negocios.

—La señorita McPherson. Mi nueva secretaria social —dijo Sally, presentándola.

—Encantada de conocerle, señor. Señorita, sería mejor que…

—Desde luego. Gracias. —McPherson se fue con un tintineo de tacones sobre suelo de mármol; tenía un bonito caminar—. Rod —dijo Sally—. Rod, ¿sabes a cuántas fiestas tendremos que ir?

—¡Fiestas! Por Dios, mujer, están decidiendo mi destino ahí dentro… y te pones a hablarme de fiestas.

—No digas tonterías —intervino el senador Fowler—. Eso ya se decidió hace semanas. Cuando Merill, Cranston, Armstrong y yo escuchamos el informe de Kutuzov. ¡Allí estaba yo, con tu nombramiento de Su Majestad en el bolsillo, y tú vas y pierdes la nave! Tienes suerte de que tu almirante sea un hombre honrado, muchacho. Mucha suerte.

Se abrió la puerta.

—¿Capitán Blaine? —llamó un funcionario.

Entró y se situó frente a la mesa. El almirante alzó un papel y carraspeó.

—Es opinión unánime del Tribunal Especial de Investigación reunido para examinar las circunstancias de la pérdida del crucero de combate clase general de Su Majestad Imperial MacArthur. Primero, este Tribunal considera que la nave se perdió por infección accidental de formas de vida alienígena y que fue acertado destruirla para impedir la contaminación de otras naves. Segundo, este Tribunal exime a su comandante, el capitán Roderick Blaine, de cualquier acusación de negligencia. Tercero, este Tribunal ordena a los oficiales supervivientes de la MacArthur que preparen un informe detallado de los procedimientos a seguir para que no se den en el futuro más pérdidas similares. Cuarto, este Tribunal considera que la inspección y esterilización de la MacArthur resultaron difíciles por la presencia de gran número de científicos civiles y de su equipo e instrumentos a bordo, y que el ministro Anthony Horvath, jefe científico de la expedición, se opuso a la esterilización y exigió que la búsqueda de los alienígenas no obstaculizase los experimentos de los civiles. Quinto, este Tribunal considera que el capitán Blaine habría sido más diligente en la inspección de su navío sin las dificultades que se exponen en la cuarta consideración; y este Tribunal no recomienda que se le reprenda por ello. Siendo unánime el criterio del Tribunal, se da por concluida la sesión. Capitán, puede irse.

—Gracias, señor.

—Bien. Aquello fue una chapuza, Blaine. ¿Lo sabe, verdad?

—Sí, señor. —Dios mío, ¿cuántas veces habré pensado en ello?

—Pero dudo que hubiese alguien en la Marina que pudiera haberlo hecho mejor. La nave debía de ser una casa de locos con todos aquellos civiles a bordo. Está bien, senador, es todo suyo. Están ya preparados en la sala 675.

—Bien. Gracias, almirante. —Fowler sacó a Blaine del salón de audiencias y le llevó pasillo abajo al ascensor. Un suboficial lo tenía abierto, esperando.

—¿Y adonde vamos ahora? —preguntó Rod—. ¿Seis setenta y cinco? ¡Eso es el retiro!

—Por supuesto —dijo el senador; entraron en el ascensor—. No pensarás que vas a poder estar en la Marina y en la Comisión al mismo tiempo. Por eso teníamos que acelerar los trámites del Tribunal de Investigación. Hasta que no se archivase el resultado no podías pasar al retiro.

—Pero, senador…

—Ben. Llámame Ben.

—Sí, señor. Ben, ¡yo no quiero pasar a la reserva! La Marina es mi carrera…

—Ya no. —El ascensor se detuvo y Fowler empujó a Rod delante—. Habrías tenido que abandonarla de todos modos. La familia es demasiado importante. Los pares no pueden abandonar el gobierno para dedicarse a andar por ahí en esas naves toda la vida. Sabías que tendrías que retirarte pronto.

—Sí, lo sabía. Después de que murieron mis hermanos no había otra posibilidad. ¡Pero aún no! ¿No podrían darme simplemente un permiso?

—No seas tonto. La cuestión pajeña se prolongará mucho tiempo. Esparta está demasiado lejos para manejarla. Ya hemos llegado —Fowler le indicó una puerta.

Los documentos del retiro estaban ya redactados. Roderick Harold Lord Blaine: será ascendido a almirante e incluido en la lista de inactivos por orden de Su Majestad Imperial.

—¿Adonde quiere que le enviemos la paga, señor?

—¿Cómo dice?

—Que tiene usted derecho a una paga. ¿Dónde quiere que se la enviemos? —Para el funcionario, Rod era ya un civil.

—¿Puedo donarla al fondo de ayuda a la Marina?

—Desde luego, señor.

—Hágalo.

El funcionario escribió rápidamente. Hubo otras preguntas, todas triviales. Rellenados los formularios, el funcionario se los pasó y le ofreció una pluma.

—Firme aquí, señor.

Sintió la pluma fría en la mano. No quería tocarla.

—Vamos, hay una docena de personas esperando —urgió el senador Fowler—. Esperándote a ti y esperando a Sally. ¡Vamos, muchacho, firma!

—De acuerdo, señor. —No tenía sentido demorarlo. Es algo que no puedo discutir. Si el propio Emperador me nombró para esa maldita Comisión… garrapateó rápidamente y luego posó un pulgar entintado en los documentos.

Un taxi les conducía por las estrechas calles de Nueva Escocia. El tráfico era lento y el taxi no tenía distintivos oficiales que le diesen preferencia de paso. Para Rod era una experiencia insólita viajar así; normalmente tenía vehículos aéreos de la Marina que le llevaban de terraza en terraza, y la última vez en Nueva Escocia había tenido un vehículo aéreo propio con la tripulación esperando. Pero ya no, nunca más.

—Tendré que comprar un vehículo aéreo y buscarme un conductor —dijo Rod—. ¿Se concederá una licencia de transporte aéreo a los miembros de la Comisión?

—Sin duda. Puedes pedir lo que quieras —dijo el senador Fowler—. En realidad el nombramiento trae consigo una baronía titular; no es que lo necesites, pero es otro de los motivos de que nos hayamos hecho tan populares últimamente.

—¿Cuántos comisionados habrá?

—En eso también he de tener discreción. No pueden ser demasiados.

—El taxi frenó bruscamente para no atropellar a un peatón; Fowler sacó su computadora de bolsillo—. Otra vez tarde. Nombramientos en palacio. Tendrás que estar allí, por supuesto. Las habitaciones de los criados deben de estar atestadas, pero podemos meter al tuyo en… búscate uno, ¿o quieres que lo haga mi secretaria?

—Kelley está en la Lenin. Supongo que querrá quedarse conmigo.

Otro buen elemento que perdía la Marina.

—¡Kelley! ¿Cómo está ese viejo zorro?

—Muy bien.

—Me alegro. Por cierto que tu padre me dijo que te preguntara por él. ¿Sabes que es de mi edad? Me acuerdo de verle con uniforme cuando tu padre era un teniente, y hace mucho tiempo de eso.

—¿Dónde está Sally?

Cuando él había salido de la 675, ella se había ido. Él lo había preferido así, pues con los papeles del retiro abultando bajo el capote no se sentía con ánimo de hablar.

—Se ha ido de compras. Tú no tendrás que hacer eso. Uno de mis empleados tomó tu talla de los archivos de la Marina y te encargó un par de trajes. Están en Palacio.

—Ben… te mueves demasiado aprisa, Ben —dijo Rod.

—Qué remedio. Cuando la Lenin entre en órbita necesitaremos algunas respuestas. Entretanto tendrás que estudiar la situación política de aquí. Todo está muy confuso. La Asociación Imperial de Comerciantes quiere comerciar, cuanto antes. La Liga de la Humanidad quiere intercambios culturales. Armstrong quiere que su flota trate con los exteriores, pero los pajeños le dan miedo. Esto tiene que resolverse antes de que Merrill pueda seguir con la reconquista de Transacocarbón. La Bolsa, desde aquí hasta Esparta, está en ascuas… ¿Qué significará la tecnología pajeña desde el punto de vista económico? ¿Qué empresas se arruinarán? ¿Quién se hará rico? Y todo esto está en nuestras manos, muchacho. Somos nosotros quienes hemos de marcar la política.

—Uf. —El pleno impacto iba alcanzándole—. ¿Y Sally? ¿Y el resto de los miembros de la Comisión?

—No seas tonto. La Comisión somos tú y yo. Sally hará lo que queramos que haga.

—Quieres decir lo que tú quieras que haga. No estoy muy seguro de eso… ella tiene ideas propias.

—¿Crees que yo no sé eso? He vivido con ella mucho tiempo. Demonios, también tú eres independiente. No creo que vaya a poder imponerte lo que quiera.

Hasta ahora has estado haciendo un trabajo bastante bueno, pensó Rod.

—Supongo que puedes hacerte cargo del asunto de la Comisión —dijo Ben—. El Parlamento está preocupado por las prerrogativas imperiales. Si hay algo que sea pura prerrogativa es la defensa contra alienígenas. Pero si son pacíficos, el Parlamento quiere intervenir en los tratos comerciales. El Emperador no está dispuesto a pasar la cuestión pajeña al gobierno mientras no estemos seguros de lo que significan los alienígenas. Pero no puede manejar esto desde Esparta. No puede tampoco venir hasta aquí… Muchacho, eso traería problemas en la capital. El Parlamento no podría impedirle que se hiciese cargo del poder el príncipe heredero Lisandro, pero el muchacho es demasiado joven. Callejón sin salida. Su Majestad es una cosa, y los agentes con poderes imperiales otra. Demonios, yo no quiero dar autoridad imperial a nadie más que a la familia real. Un hombre, una familia, no pueden ejercer personalmente demasiado poder pese a todo el que acumulen en teoría, pero a través de agentes nombrados la cosa cambia.

—¿Y Merrill? Éste es su sector.

—¿Y qué? Las mismas objeciones se aplican a él que a cualquier otro. Más. El trabajo de Virrey está muy claramente definido. No incluye trato con alienígenas. Merrill no intentaría establecer un pequeño imperio propio aquí, pero la historia indica claramente que hay que vigilar de todos modos. Así que tenía que ser una comisión. El Parlamento no estaría dispuesto además a conceder tanto poder a un solo hombre, ni siquiera a mí. Hacerme presidente era preferible. Incluir a mi sobrina en la Comisión… Mi hermano era más popular que yo, necesitábamos una mujer y aquí está Sally recién venida de la Paja. Estupendo. Pero no puedo quedarme aquí mucho tiempo, Rod. Tiene que ser otro. Tendrás que ser tú.

—Lo veía venir. ¿Por qué yo?

—Es lo más natural. Necesitaba el apoyo de tu padre para que se aprobase la Comisión, de todos modos. El marqués es muy popular en este momento. Hizo una gran tarea consolidando su sector. Tiene un buen historial de guerra. Además, tú eres casi de la familia real. Estás emparentado con el trono…

—La relación es muy lejana. El hijo de mi hermana tiene más derecho que yo a alegar ese parentesco.

—Sí, pero eso significa no ampliar excesivamente la prerrogativa. Los padres confían en ti. A los barones les gusta tu padre. También a los comunes, y nadie va a pensar que tú quieras proclamarte rey aquí; perderías Crucis Court. Así que ahora el problema es encontrar un par de tipos de aquí que acepten las baronías y te ayuden cuando yo me vaya. Tendrás que buscarte un sustituto si quieres volver a casa, pero ya conseguirás resolver eso. Yo lo conseguí. —Fowler sonrió beatíficamente.

Frente a ellos se alzaba el palacio. Guardas con faldas escocesas vigilaban fuera en uniformes de gala. Pero el oficial que comprobó sus credenciales en su lista de fichas antes de dejarles pasar era un infante de marina.

—Deprisa —dijo el senador Fowler mientras recorrían el camino circular hacia las escaleras de roca roja y amarilla—. Rod, si esos pajeños son una amenaza, ¿podríamos enviar allí a Kutuzov con una flota de combate?

—¿Cómo?

—Ya me oíste. ¿De qué te ríes?

—De una conversación que tuve con uno de mis oficiales allá en Paja Uno. Sólo que yo me sentaba en tu asiento. Sí, señor. No querría, pero podría. Y puedo decírtelo tan rápido porque decidí el asunto en el viaje de vuelta, de otro modo habría tenido que decirte que buscases a otro para tu comisión. —Se detuvo un momento—. Sally no lo admitiría, sin embargo.

—No esperaba que lo admitiese. Pero tampoco se opondrá. Cualquier prueba o acontecimiento que nos obligase a ti o a mí a ordenar algo así la haría dimitir. Mira, he leído esos informes una y otra vez, y no puedo encontrar muchas cosas malas… Sin embargo, hay algunas. Como lo de vuestros guardiamarinas. Me cuesta trabajo creerlo.

El vehículo llegó hasta las escaleras de palacio y se detuvo allí y el conductor se bajó a abrirles la puerta. Rod buscó dinero para pagar la carrera, y dio una propina demasiado grande porque no estaba acostumbrado a ir en taxi.

—¿Eso es todo, señor? —preguntó el camarero.

Rod miró su computadora de bolsillo.

—Sí, gracias. Llegaremos tarde, Sally. —No hizo ninguna tentativa de levantarse—. Angus… tomaremos café. Con coñac.

—De acuerdo, señor.

—Rod, llegaremos tarde realmente —Sally tampoco se levantaba; se miraron y rieron—. ¿Cuándo fue la última vez que comimos juntos? —preguntó.

—¿Hace una semana? ¿Dos? No recuerdo. Sally, en mi vida he tenido tanto trabajo. En este momento unas maniobras en la Flota serían un descanso. Y esta noche otra fiesta. Lady Riordan. ¿Tenemos que ir?

—Tío Ben dice que el Barón Riordan es muy influyente en Nueva Irlanda, y que podemos necesitar su apoyo allí.

—Entonces imagino que tendremos que ir. —Angus llegó con el café; Rod lo probó y lanzó un supiro satisfecho—. Angus, es el mejor café con coñac que he tomado en mi vida. La calidad ha venido mejorando notablemente en esta última semana.

—Gracias, señor. Está reservado para usted.

—¿Para mí? ¿Sally, es éste tu…?

—No. —Ella estaba tan desconcertada como él.— ¿Dónde lo conseguiste, Angus?

—Un capitán mercante lo trajo personalmente a la casa del gobierno, señora. Dijo que era para Lord Blaine. El chef lo probó y dijo que podía servirlo.

—Desde luego que sí —dijo Rod entusiasmado—. ¿Quién era ese capitán?

—Me enteraré, señor.

—Debe de buscar algún favor —dijo Rod pensativo después de irse el camarero—. Aunque lo lógico entonces hubiese sido hacerme saber… —miró de nuevo su computadora—. No podemos demorarnos más. No podemos hacer esperar al Virrey toda la tarde.

—Podríamos. Tú y el tío Ben no estáis de acuerdo con mi propuesta, y…

—¿Por qué no dejas eso para la conferencia, querida?

El Virrey exigía a la Comisión una decisión inmediata sobre la actitud a adoptar con los pajeños. Él era sólo uno entre muchos. Armstrong, Ministro de Guerra, quería saber qué tamaño debía tener la flota de combate capaz de desarmar a los pajeños… Por si acaso, decía, para que la sección planificadora del almirante Cranston pudiera ponerse a trabajar.

La Asociación de Comerciantes Imperiales insistía en que lo que Bury supiese sobre posibilidades mercantiles se comunicase a todos lo miembros. El Gran Diácono de la Iglesia de Él quería pruebas de que los pajeños eran ángeles. Otra facción eliana estaba segura de que eran diablos y de que el Imperio no facilitaría información auténtica. El cardenal Randolf, de la Iglesia Imperial, quería que se pasasen en televisión películas de los pajeños para acabar de una vez por todas con los elianos.

Y no había nadie en doscientos parsecs a la redonda que no quisiese un puesto en la Comisión.

—Al menos estaremos en la misma reunión —dijo Sally.

—Sí. —Sus cuartos de palacio estaban en el mismo pasillo, pero sólo se veían en las fiestas. En la vorágine de las últimas semanas habían estado pocas veces en las mismas conferencias.

Angus volvió e hizo una inclinación.

—Capitán Anderson, Ragnarok, señor.

—Comprendo. Gracias, Angus. Es una nave de Autonética Imperial, Sally.

—¡Entonces fue el señor Bury el que envió el café y el coñac! Qué detalle…

—Sí —dijo Rod, suspirando—. Realmente tendremos que irnos.

Subieron las escaleras desde el comedor a la oficina del Virrey Merrill. El senador Fowler, el Ministro de Guerra Armstrong y Cranston, almirante de la Flota, les esperaban impacientes.

—Es la primera vez que comemos juntos en dos semanas —explicó Rod—. Disculpen.

—Será mejor cuando llegue la Lenin —dijo el senador Fowler—. Los científicos de Horvath podrán hacer entonces la mayor parte de las apariciones en público. Ellos se prestarán gustosos a eso.

—Suponiendo que usted les permita hacerlo —dijo el príncipe Merrill—. No ha dejado decir gran cosa a sus protegidos pese a todo lo que han hablado.

—Disculpe, alteza —dijo el almirante Cranston—. Tengo prisa. ¿Qué he de hacer cuando llegue la Lenin? La nave entrará en órbita de aquí a sesenta horas, y tengo que enviar órdenes a Kutuzov.

—Estaría ya resuelto si hubieses aceptado mi sugerencia, tío Ben —dijo Sally—. Démosles habitaciones en Palacio, asignémosles criados y guardianes, y dejemos que los propios pajeños decidan a quién quieren ver.

—En cierto modo tiene razón —convino Merrill—. Después de todo; son representantes de una potencia soberana. Sería difícil de justificar si los detuviésemos, ¿no? Sería un paso decisivo y ¿para qué?

—El almirante Kutuzov está convencido de que los pajeños son una amenaza —dijo el Ministro de Guerra—. Dice que son muy persuasivos. Que si se les da ocasión de hablar con quien quieran, Dios sabe de lo que pueden ser capaces. Podrían plantearnos problemas políticos, Alteza, y eso no sería nada conveniente.

—No creerá que tres pajeños puedan constituir una amenaza militar —insistió Sally.

Benjamin Fowler suspiró pesadamente.

—Ya hemos discutido eso antes. ¡No es la amenaza militar lo que me preocupa! Si dejamos libres a los pajeños podrán establecer acuerdos. El informe de Bury me convence de eso. Los pajeños pueden llegar a formar grupos de interés que les apoyen. Negociar acuerdos comerciales.

—La Comisión pone un veto a cualquier acuerdo, tío Ben.

—Difícil será oponerse a un acuerdo que puede sernos desconocido. Si los pajeños son, como Horvath cree, gentes pacíficas que sólo desean vendernos o regalarnos su tecnología, que no pretenden competir por el territorio habitable (¿cómo demonios podemos saberlo?), que no constituyen ninguna amenaza militar, ni van a aliarse jamás con los exteriores…

El almirante Cranston carraspeó sonoramente.

—Y todo lo demás; aunque fuesen todo eso y más, aún constituyen un problema. Por una parte, su tecnología hará tambalearse todo el Imperio. No podemos limitarnos a aceptar las innovaciones sin un plan de reajuste.

—El departamento de trabajo se ocupa actualmente de eso —dijo secamente Merrill—. El presidente del instituto de trabajo estuvo aquí hace menos de una hora exigiendo que mantengamos aislados a los pajeños hasta que su equipo pueda estudiar los problemas de desempleo. No es que se opongan a la nueva tecnología, pero quieren que seamos cautos. Y no puedo reprochárselo.

—Tampoco la Asociación de Comerciantes del Imperio se muestra unánimemente favorable —añadió Rod—. Anoche, en casa de Lady Malcolm, dos comerciantes me dijeron que desconfiaban de los pajeños.

Rod se acarició las solapas de su capote de brillantes colores. Las ropas civiles ajustaban mejor y deberían resultarle más cómodas que el uniforme de la Marina, pero no se lo parecían.

—Maldita sea —continuó—. ¡No sé qué decir! He estado tan ocupado con charlas y conferencias sin sentido y con esas malditas fiestas que no he tenido posibilidad de pensar con calma.

—Lo comprendo —dijo Merrill—. Aun así, señor, las órdenes que tengo de Su Majestad son claras. He de seguir el consejo de la Comisión. Y aún sigo esperando ese consejo. Lady Sandra…

—Sally, por favor. —No le gustaba su nombre, aunque no supiese por qué.

—Lady Sally ha propuesto por lo menos algo. ¡Senador, usted y Blaine no han hecho más que decir que no sabían bastante!

—Hay un pequeño problema con mi flota —intervino Armstrong—. Debo saber si los cruceros de combate de Cranston pueden volver a luchar contra los exteriores o deben permanecer en este rincón del sector. ¡Si no aparece la flota en las provincias distantes pronto tendremos más rebeliones!

—¿Las mismas exigencias? —preguntó Rod.

—Sí. Quieren naves propias. Más participación en la política imperial, también. Pero sobre todo naves ¡Para volverme loco! Tienen ya control de sus asuntos internos. No pagan más impuestos que nosotros. Cuando aparecen los exteriores, llaman a la Marina y acudimos. Pero esto no es problema suyo, señor. Si realmente necesitamos naves para defender a la Humanidad de monstruos alienígenas, las encontraré aunque tenga que ir yo mismo a trabajar a los astilleros.

—Casi sería mejor que los pajeños fuesen hostiles —dijo pensativo Merrill—. Una auténtica amenaza contra el Imperio uniría a las provincias… Me pregunto si podría convencer de esto a los barones.

—¡Alteza! —protestó Sally.

—Era sólo una idea. Nada más.

—Podemos hacerlo indirectamente —gruñó Fowler; todos se volvieron a mirarle—. Es evidente. Dejemos que la prensa haga su trabajo. Cuando llegue la Lenin, organizaremos un espectáculo insólito en Nueva Escocia. Gran recepción a los pajeños. Con todos los honores. Con mucho protocolo, muchos desfiles, etcétera. Conferencias con el cuerpo diplomático. Nadie podrá poner objeciones a que las apariciones en público de los pajeños sean ceremoniales de protocolo y que el Ministro de Asuntos Exteriores monopolice el resto de su tiempo. Y entretanto, podríamos trabajar. Alteza, le aconsejaremos lo más pronto posible, pero Leoni… Su Majestad no me envió aquí para hacer juicios precipitados. Hasta que sepa más, no llegaré a una conclusión definitiva.