47 • Camino de casa

Kutuzov y Mijailov se volcaron en la preparación del banquete de despedida de Rod y Sally. Los cocineros de la Lenin trabajaron todo el día preparando un banquete ekateriano tradicional: docenas de platos, sopas, pastas, asados, hojas de parra prensadas en la granja hidropónica, kebab; un río interminable de comida, y entre plato y plato vasitos de vodka. Era imposible hablar durante la comida, pues tan pronto como se acaba un plato, los camareros de la MacArthur traían otro, o, para dar un respiro a la digestión, los infantes de la Lenin ejecutaban danzas llevadas de las estepas rusas a las colinas de St. Ekaterina y conservadas durante novecientos años por fanáticos como Kutuzov.

Por último, los músicos se fueron y los camareros retiraron los platos, dejando a los comensales con el té y con más vodka. El guardiamarina más joven de la Lenin brindó por el Emperador y el capitán Mijailov por el zarevich Alejandro, mientras el almirante resplandecía.

—Es capaz de montar todo un gran espectáculo cuando está tranquilo murmuro Renner a Cargill—. Nunca imaginé que pudiera decir… Aquí viene lo bueno. El propio Zar va a hacer un brindis.

El almirante se levantó y alzó su vaso.

—Reservaré mi brindis por un rato —dijo pesadamente; era posible que los interminables vasos de vodka le hubieran afectado, pero nadie podía estar seguro.

—Capitán Blaine, la próxima vez que nos encontremos los papeles estarán invertidos. Entonces deberá decirme usted cómo tratar con los pajeños. No le envidio esa tarea.

—¿Por qué frunce el ceño, Horvath? —murmuró Cargill—. Parece como si le hubiesen metido una rana por el cuello de la camisa.

—Sí. ¿Querrá un puesto en la comisión? —preguntó Sinclair.

—Apuesto a que es eso —dijo Renner—. A mí no me importaría tampoco figurar en ella.

—Ni a usted ni a nadie —dijo Cargill—. Calle ahora y escuche.

—Hay más motivos para felicitar al señor Blaine —decía Kutuzov—, y por eso me reservo el brindis. El capellán Hardy tiene algo que comunicarnos.

David Hardy se levantó. Sonreía alegre y feliz.

—La señorita Sandra me ha hecho el honor de pedirme que anunciase formalmente su compromiso con el señor Roderick Blaine, miembro de la Comisión Imperial —dijo—. Ya les he dado mi felicitación en privado… permítanme que sea el primero que les felicite públicamente.

Todos empezaron a hablar a la vez, pero el almirante impuso silencio.

—Y ahora mi brindis —dijo Kutuzov—. Por el futuro marqués de Crucis.

Sally enrojeció y se sentó mientras los demás seguían de pie y alzaban los vasos. Bueno, ahora esto es ya oficial, pensó. No habría modo de eludirlo aunque quisiese… No es que quiera, pero es ya tan inevitable…

—También por la señora Sandra, miembro de la Comisión Imperial —añadió Kutuzov; todos bebieron de nuevo—. Y por el señor Roderick Blaine, consejero imperial. Larga vida y muchos hijos. Porque pueda proteger a nuestro Imperio cuando negocien con los pajeños.

—Les damos las gracias —dijo Rod—. Haremos lo posible; y, por supuesto, debo decirles que soy el más feliz de los mortales.

—Quizás su prometida quiera hablar —instó Kutuzov. Ella se levantó, pero no se le ocurría nada.

—Gracias a todos —balbució, y se sentó de nuevo.

—¿Otra vez te faltan las palabras? —preguntó malévolamente Rod—. Y con toda esta gente alrededor… ¡Has perdido una rara oportunidad!

Después el protocolo desapareció. Todos se agruparon a su alrededor.

—Toda la felicidad del mundo —dijo Cargill; estrechó vigorosamente la mano de Rod—. De veras, señor. Y el Imperio no podría haber elegido mejor para la Comisión.

—¿No se casarán antes de que lleguemos? —preguntó Sinclair—. No sería justo que se casaran en mi ciudad sin estar yo presente.

—No sabemos exactamente cuándo —le dijo Sally—. Pero desde luego no antes de que llegue la Lenin. Todos ustedes están invitados a la boda, por supuesto.

Y también los pajeños, añadió para sí. Y me pregunto qué les parecerá.

La fiesta se disolvió en un caleidoscopio de pequeños grupos con Rod y Sally en el centro. La mesa de la sala de oficiales la bajaron a cubierta para dejar más espacio, mientras circulaban camareros con café y té.

—Me permitirán, por supuesto, que les felicite —dijo suavemente Bury—. Espero que no pensarán que intentaba sobornarles cuando les envié mi regalo de boda.

—¿Por qué íbamos a pensar eso? —preguntó inocente Sally—. Gracias, señor Bury.

Si su primera observación había sido ambigua, su sonrisa fue lo bastante cálida para ocultarlo. A Sally no le preocupaba la reputación de Bury, y él había sido muy afable con ella en la relación que habían mantenido; ¡si pudiese librarse de aquel absurdo miedo a los pajeños!

Al final Rod pudo salir del centro de la fiesta. Encontró al doctor Horvath en un rincón de la sala.

—Ha estado usted eludiéndome toda la noche, doctor —dijo Rod afablemente—. Me gustaría saber por qué.

Horvath intentó sonreír pero comprendió que no podía. Frunció el ceño un instante y luego se relajó. Parecía haber tomado una decisión.

—No tiene sentido que le diga otra cosa que la verdad. Blaine, yo no le quería a usted en esta expedición. Sabe por qué. Muy bien, su hombre, Renner, me convenció de que usted no podía haber hecho otra cosa con la sonda. Hemos tenido nuestras diferencias, pero en conjunto tengo que aprobar cómo ha llevado usted el mando. Con su rango y experiencia era inevitable que le diesen un puesto de autoridad en la Comisión.

—Yo no lo esperaba —contestó Rod—. Aunque pensándolo bien, y desde el punto de vista de Esparta, supongo que tiene razón. ¿Por eso está usted raro conmigo?

—No —contestó Horvath con franqueza—. Como dije, era inevitable, y no dejo que las leyes de la naturaleza me incomoden. Pero espero un puesto en esa Comisión, Blaine. Fui el jefe científico de esta expedición. Tuve que luchar por cada migaja de información que obtuvimos. Dios mío, si hay dos puestos para miembros de la expedición, creo que me he ganado uno.

—Y Sally no —dijo fríamente Rod.

—Ella fue muy útil —admitió Horvath—. Y es encantadora y muy inteligente, y por supuesto es difícil que sea usted objetivo al juzgarla… pero, honradamente, Blaine, ¿compara usted su capacidad con la mía?

El ceño de Rod se desvaneció. Sonrió ampliamente, y estuvo a punto de echarse a reír. Los celos profesionales de Horvath no eran ni cómicos ni patéticos, eran simplemente inevitables; tan inevitables como su creencia en que el nombramiento ponía en entredicho su competencia como científico.

—Cálmese, doctor —dijo Rod—. Sally no está en esa Comisión por su capacidad científica, ni yo tampoco. Al Emperador no le preocupa la capacidad, sino el interés. —Estuvo a punto de decir lealtad, pero no hubiese servido—. En cierto modo, el que no se le haya nombrado a usted inmediatamente —Rod subrayó esta palabra— es un cumplido.

Horvath enarcó las cejas.

—¿Cómo dice?

—Usted es un científico, doctor. Toda su formación y en realidad toda su filosofía de la vida es la objetividad, ¿verdad?

—Más o menos —aceptó Horvath—. Aunque desde que dejé el laboratorio…

—Ha tenido usted que luchar por sus presupuestos. Además se ha metido usted en política sólo para ayudar a sus colegas a hacer lo que usted haría si se viera libre de deberes administrativos.

—Bueno, sí. Gracias. Pocos comprenden eso.

—En consecuencia, sus tratos con los pajeños serían igual. Objetivos, no políticos. Pero eso podría no ser la mejor vía para el Imperio. No es que le falte a usted lealtad, doctor, pero su Majestad sabe que Sally y yo anteponemos el Imperio a todo. Nos educaron para pensar así desde que nacimos. Y ni siquiera podemos pretender una objetividad científica en lo que atañe a los intereses imperiales. —Y si esto no le sirve que se vaya al diablo.

Pero sirvió. Horvath aún no se sentía del todo feliz, y evidentemente no iba a dejar de luchar por un puesto en la Comisión; pero sonrió y deseó a Rod y a Sally un feliz matrimonio. Rod le escuchó y se volvió a Sally con una sensación de triunfo.

—Pero ¿ni siquiera podemos decir adiós a los pajeños? —preguntó ella suplicante—. Rod, ¿no puedes convencerles? Rod miró sin esperanza al almirante.

—Señora —dijo Kutuzov—, no deseo contrariarla. Cuando los pajeños lleguen a Nueva Escocia serán responsabilidad suya, no mía. Y entonces me dirá usted lo que debo hacer con ellos. Hasta entonces, los pajeños son responsabilidad mía, y no pienso cambiar de política. El doctor Hardy puede entregarles el mensaje que quieran.

¿Qué haría si Rod y yo le ordenásemos que nos dejara verlos, pensó, como miembros de la Comisión? Pero eso significaría hacer una escena y Rod consideraba sin duda al almirante un hombre valioso y útil. Si hacían aquello, quizás no pudiesen volver a trabajar juntos. Además, Rod no podría hacerlo ni aunque se lo pidiesen.

—No se trata de que esos pajeños sean amigos especiales —recordó Hardy a Sally—. Han tenido tan poco contacto con seres humanos que apenas si les conozco. Estoy seguro de que cambiarán cuando lleguemos a Nueva Escocia. —Sonrió y cambió de tema—. Confío en que mantengan su promesa y esperen a que llegue la Lenin para casarse.

—Quiero que nos case usted —dijo Sally rápidamente—. ¡Tendremos que esperarle!

—Gracias. —Hardy iba a decir algo más, pero Kelley se acercó cruzando el salón y saludó.

—Capitán, he enviado sus cosas a la Mermes y también las de la señorita Sally, y dicen que están preparados.

—Mi conciencia —Rod se echó a reír—. Pero tiene razón. Sally, mejor será que nos preparemos. Va a ser duro soportar tres gravedades después de esta cena…

—Yo he de dejarles también —dijo Kutuzov—. Tengo que enviar despachos por la Hermes. —Sonrió torpemente—. Adiós, señora. Y a usted también, capitán. Suerte. Ha sido usted un buen oficial.

—Bueno… Gracias, señor.

Rod miró a su alrededor y localizó a Bury al otro lado del compartimiento.

—Kelley, el almirante asumirá la responsabilidad del cuidado de Su Excelencia.

—Con su permiso, haré que el artillero Kelley continúe al mando de los infantes de marina de guardia —dijo Kutuzov.

—Desde luego, señor. Kelley, mucho cuidado cuando lleguemos a Nueva Escocia. Puede que intente escapar y puede que no. No tengo idea de lo que le espera cuando llegue allí, pero las órdenes son bastante claras. Tenemos que mantenerle bajo custodia. Puede que intente sobornar a alguno de sus hombres.

Kelley soltó un bufido.

—Será mejor que no lo haga.

—Sí. Bueno, adiós, Kelley. No permita que Nabil le clave una daga en las costillas. Espero tenerlo conmigo en Nueva Escocia.

—De acuerdo, señor. Tendré cuidado, capitán. El marqués me mataría si le sucediese algo a usted. Eso me dijo cuando salimos de Crucis Court. Kutuzov carraspeó sonoramente.

—Nuestros huéspedes deben irse inmediatamente —anunció—. Con nuestras felicitaciones finales.

Rod y Sally abandonaron la sala de oficiales entre un coro de aclamaciones.

La fiesta parecía destinada a durar mucho.

La chalupa correo Hermes era pequeña. Su espacio vital no era mayor que el transbordador de la MacArthur, aunque en conjunto la nave era mucho mayor. Después de los sistemas de apoyo de vida iban los depósitos y los motores y poco más que las escalerillas de acceso. Apenas llegaron a bordo, la nave partió.

Había poco que hacer, y la pesada aceleración hacía imposible de todos modos un verdadero trabajo. El médico examinó a sus pasajeros a intervalos de ocho horas para asegurarse de que podían soportar las tres gravedades de la Hermes, y aprobó la petición de Rod de aumentar a tres gravedades y media para llegar antes. Bajo aquel peso era mejor dormir el máximo posible y limitar las actividades mentales a una conversación ligera.

Tras ellos, cuando alcanzaron el Punto Alderson, brillaba enorme el Ojo de Murcheson. Un instante después, el Ojo era sólo una estrella roja brillante frente al Saco de Carbón. Tenía una pequeña mota amarillenta.