43 • Lamento de comerciante

Horace Bury no era un hombre feliz.

Si había sido difícil tratar con la tripulación de la MacArthur, aún lo era más tratar con la de la Lenin. Eran ekaterianos, fanáticos imperiales, y se trataba además de una tripulación escogida a las órdenes de un almirante y un capitán de su mundo natal. Hubiese sido más fácil influir en las Hermandades Espartanas.

Bury sabía todo esto de antemano, pero tenía aquella desdichada necesidad de dominar y controlar su medio en cualquier circunstancia; y apenas si tenía con qué trabajar.

Su situación a bordo era aún más ambigua que antes. El capitán Mijailov y el almirante sabían que tenía que permanecer bajo el control personal de Blaine, sin que pesase sobre él ninguna acusación oficial, pero sin poder disfrutar tampoco de libertad plena. Mijailov resolvió el problema asignando como criados de Bury a varios infantes de marina y poniendo a un hombre de Blaine, Kelley, al cargo de estos soldados. Así que siempre que Bury abandonaba su camarote los soldados le seguían por toda la nave.

Intentó hablar con los tripulantes de la Lenin. Pocos le escucharon. Quizás hubiesen oído rumores de lo que podía ofrecer y temiesen que los infantes de marina de la MacArthur les denunciasen. Quizás le considerasen sospechoso de traición y le odiasen.

Un comerciante necesita paciencia, y Bury tenía más que la mayoría. Aun así, le resultaba difícil controlarse cuando no podía controlar nada más; cuando no había nada que hacer más que sentarse y esperar, su inquieto temperamento le sumía en solitarios ataques de cólera. En público, sin embargo, era capaz de controlarse siempre. Fuera de su camarote, Bury se mostraba tranquilo, relajado, resultaba un conversador hábil, agradable incluso para el almirante Kutuzov. Y quizás especialmente para él…

Esto le dio acceso a los oficiales de la Lenin, pero éstos eran muy formalistas, y cuando él quería hablarles solían decir que estaban muy ocupados. Bury pronto descubrió que sólo había tres temas seguros: los juegos de cartas, los pajeños y el té. Si la MacArthur utilizaba como combustible el café, la Lenin se servía del té; y los bebedores de té suelen hablar más del tema, y conocerlo mejor, que los bebedores de café. Las naves de Bury comerciaban en té lo mismo que en todo lo demás que pudiese reportarles beneficios, pero él no llevaba té, ni lo bebía.

En consecuencia, Bury pasaba interminables horas jugando a las cartas: los oficiales de la Lenin y de la MacArthur se alegraban de poder sentarse con él en su camarote, siempre más despejado que la sala de oficiales. Resultaba también fácil hablar de los pajeños con los oficiales de la Lenin… siempre hablaban en grupo, pero sentían curiosidad. Después de diez meses en el sistema pajeño, la mayoría no habían visto nunca un pajeño. Todos querían oír hablar de los alienígenas, y Bury estaba dispuesto a contar cosas.

Los intervalos entre los servicios se animaban cuando Bury hablaba del mundo pajeño, de los Mediadores capaces de leer el pensamiento aunque dijesen que no podían, del zoo, del Castillo, de las fincas feudales con su aspecto de fortalezas… Bury se había dado cuenta de esto. Y la conversación pasaba a los peligros. Los pajeños no les habían vendido armas, ni siquiera se las habían mostrado, porque planeaban un ataque y pretendían sorprenderles. Habían sembrado la MacArthur con miniaturas (fue casi el primer acto del primer pajeño con quien se encontraron) y aquellos animales insidiosos y hábiles se habían apoderado de la nave y habían estado a punto de escapar con todos los secretos militares del Imperio. Sólo la vigilancia del almirante Kutuzov había impedido el desastre total.

Y los pajeños se consideraban más inteligentes que los humanos. Consideraban a los humanos animales a los que tenían que domesticar, con suavidad a ser posible, pero domesticar, convertirlos en otra casta al servicio de aquellos amos casi invisibles.

Hablaba de los pajeños y los odiaba. En su mente parpadeaban imágenes, a veces ante el simple pensamiento de un pajeño, y siempre de noche, cuando intentaba dormir. Tenía pesadillas con un traje espacial y una armadura de combate de la Marina. Se aproximaba por detrás, y a través de la placa facial, brillaban tres pares de diminutos ojos. A veces el sueño terminaba en una nube de alienígenas de seis extremidades agonizando en el vacío, flotando alrededor de una cabeza humana; y Bury se dormía. Pero a veces la pesadilla le dejaba llamando a gritos a los soldados de la Lenin, mientras las miniaturas encerradas en el traje espacial penetraban en la nave, y Bury se despertaba sudando en frío. Tenía que advertir a los ekaterinianos.

Éstos le escuchaban, pero no le creían. Bury se daba cuenta. Le habían oído antes de subir a bordo, y habían oído sus gritos por la noche. Y creían que estaba loco.

Bury dio las gracias a Alá por Buckman más de una vez. El astrofísico era una persona extraña, pero Bury podía hablar con él. Al principio, la «guardia de honor» de infantes de marina que permanecía a la puerta de Bury había desconcertado a Buckman, pero al poco tiempo el científico la ignoraba como ignoraba la mayoría de las actividades inexplicables de sus semejantes.

Buckman había estudiado el trabajo de los pajeños en el Ojo de Murcheson y en el Saco de Carbón.

—¡Excelente trabajo! Hay cosas que quiero comprobar personalmente, no estoy seguro de algunas de sus hipótesis… pero ese condenado Kutuzov no me deja utilizar los telescopios de la Lenin.

—Buckman, ¿es posible que los pajeños sean más inteligentes que nosotros?

—Bueno, los que yo traté son más inteligentes que la mayoría de la gente que conozco. Por ejemplo mi cuñado… Pero usted quiere decir en general, ¿no? —Buckman se rascó la barbilla, pensando—. Podrían ser más listos que yo. Han hecho un trabajo excelente. Pero están más limitados de lo que creen. En todos sus millones de años sólo han podido examinar de cerca dos estrellas.

La definición de inteligencia de Buckman era bastante limitada.

Bury renunció en seguida a intentar convencer a Buckman de que los pajeños eran una amenaza. También Buckman pensaba que Bury estaba loco; pero para él estaban locos todos.

Gracias, Alá, por Buckman.

Los dos científicos civiles eran bastante cordiales pero, con la excepción de Buckman, sólo querían una cosa de Bury: un análisis de las posibilidades de comercio con los pajeños. Bury lo daba en seis palabras: ¡Cazarlos antes de que nos cacen! Hasta Kutuzov consideraba prematuro este juicio.

El almirante le escuchaba con bastante cortesía, y Bury creía que le había convencido de que había que dejar atrás a los embajadores pajeños, que sólo idiotas como Horvath subirían a un enemigo a bordo de la única nave capaz de advertir al Imperio sobre los alienígenas; pero ni siquiera esto era seguro.

En resumen, era una espléndida oportunidad para que Horace Bury practicara la paciencia. Si a veces la paciencia le abandonaba, sólo Nabil lo sabía; y Nabil estaba más allá de las sorpresas.