38 • Solución final

La pajeña de Whitbread volvió a su asiento.

—Ha empezado —dijo; ahora no hablaba como Whitbread; su voz era de alienígena—. La guerra.

—¿Quiénes la iniciaron? —preguntó Staley.

—Mi Amo y el Rey Pedro. Los otros aún no se han unido a la lucha, pero lo harán.

—¿Por nosotros? —preguntó incrédulo Whitbread. Estaba a punto de gritar. Aquella transformación de su Fyunch(click) le resultaba insoportable.

—Por la jurisdicción sobre ustedes —corrigió la pajeña; se estremeció, se relajó luego y súbitamente la voz de Whitbread habló desde unos semisonrientes labios alienígenas—. Todavía no es muy grave. Sólo Guerreros e incursiones. Todos quieren demostrar lo que pueden hacer, sin destruir nada realmente importante. Habrá muchas presiones de los otros decisores para que las cosas sigan así. No desean que se produzca el desastre.

—Demonios —dijo Whitbread, carraspeando—. Pero… Bienvenido a casa, hermano.

—¿Y en qué posición quedamos nosotros? —preguntó Staley—. ¿Adonde vamos, ahora?

—A un sitio neutral. El Castillo.

—¿El Castillo? —exclamó Horst—. ¡Es territorio de su Amo! —su mano estaba de nuevo muy cerca de la pistola.

—No. ¿Acaso creen que los otros iban a dar a mi Amo tanto control sobre ustedes? Los Mediadores que conocieron formaban todos parte de mi clan, pero el Castillo, concretamente, pertenece a un decisor que es estéril. Un Encargado.

Staley parecía desconfiar.

—¿Y qué haremos allí?

La pajeña se encogió de hombros.

—Esperar y ver quién gana. Si gana el Rey Pedro, les enviará de vuelta a la Lenin. Quizás esta guerra convenza al Imperio de que es mejor dejaros sólos. Quizás puedan ayudarnos ustedes, incluso. —La pajeña hizo un gesto de repugnancia—. Ayudarnos. Él es también Eddie el Loco. Nunca acabarán los Ciclos.

—¿Esperar? —murmuró Staley—. Yo no, desde luego. ¿Dónde está ese Amo suyo?

¡No! —gritó la pajeña—. Horst, no puedo ayudarle en algo así. Además, nunca lograrían pasar, se lo impedirían los Guerreros. Son muy hábiles, Horst, mucho más que sus infantes de marina y ¿qué son ustedes? Tres oficiales jóvenes sin apenas experiencia y con armas de un viejo museo.

Staley bajó los ojos. Frente a ellos estaba Ciudad Castillo. Vio el espaciopuerto, un espacio abierto entre muchos, pero gris, no verde. Más allá estaba el Castillo, una aguja rodeada de un balcón. Aunque pequeño, destacaba entre la fealdad industrial del interminable paisaje urbano.

En su equipaje había material de comunicación. Cuando Renner y los otros habían subido, el piloto jefe había dejado todo salvo sus notas y archivos en el Castillo. No había dicho por qué, pero ahora lo sabían: quería que los pajeños pensaran que iban a volver.

Quizás hubiese materiales suficientes para construir un buen transmisor. Algo que alcanzase a la Lenin.

—¿Podemos aterrizar en la calle? —preguntó Staley.

—¿En la calle? —la pajeña pestañeó—. ¿Por qué no? Si Charlie acepta. El aparato es suyo.

La pajeña de Whitbread gorjeó. Hubo ronroneos y clicks de respuesta desde la cabina.

—¿Está convencida de que el Castillo es seguro? —preguntó Staley—. Whitbread, ¿confía usted en los pajeños?

—Confío en ésta. Pero quizás tenga algunos prejuicios, Hor… señor Staley. Tendrá que utilizar su propio criterio.

—Charlie dice que el Castillo está vacío, y aún sigue la prohibición contra los Guerreros en Ciudad Castillo —dijo la pajeña de Whitbread—. Dice también que el Rey Pedro está ganando, pero escucha únicamente informes de su bando.

—¿Aterrizará junto al Castillo? —preguntó Staley.

—¿Por qué no? Tenemos que enviar primero una señal a la calle para que los Marrones miren arriba. —La pajeña gorjeó de nuevo.

El estruendo de los motores se redujo a un susurro. El avión descendió casi en vertical abriendo de nuevo las alas. Pasó zumbando ante el Castillo, permitiéndoles ver sus balcones. Abajo bullía el tráfico, y Staley vio un Blanco en el paso de peatones en frente del Castillo. El Amo se perdió rápidamente en un edificio.

—No se ven Demonios —dijo Staley—. ¿Alguien ve Guerreros?

—No.

—No se ven.

—Yo tampoco veo.

El avión efectuó un brusco giro y descendió de nuevo. Whitbread miraba con ojos desorbitados las duras paredes de hormigón de los rascacielos. Buscaban todos Blancos (y Guerreros), pero no los veían.

El avión redujo la velocidad y cambió de posición a dos metros del suelo. Se deslizaron hacia el Castillo como una gaviota sobre el mar. Staley, pegado a la ventana, esperaba. Los coches avanzaron hacia ellos y les rodearon.

Comprendió que iban a chocar contra el Castillo. ¿Intentaba el Marrón abrirse paso embistiendo contra él como el transbordador de la MacArthur? El aparato se detuvo bruscamente entre rechinar de frenos y estruendos de inversores de impulsión. Estaban exactamente al pie del muro del Castillo.

—Vamos Potter, ayúdeme. —Staley cogió el láser de rayos X—. Vamos. —No podía abrir la puerta e hizo una seña a la pajeña.

La pajeña abrió la puerta. Había un espacio de dos metros entre la punta del ala y el muro, veinticinco metros en total. Aquella ala del aparato se había plegado un poco. La pajeña saltó a la calle.

Los humanos se lanzaron tras ella, Whitbread con la espada mágica en la mano izquierda. La puerta podía estar cerrada, pero no se resistiría a algo como aquello.

La puerta estaba cerrada. Whitbread esgrimió la espada, dispuesto a abrirse paso, pero su pajeña le hizo señas de que no lo hiciera. Examinó un par de marcadores instalados en la puerta, posó una mano derecha en cada uno de ellos, y mientras los manipulaba giró una palanca con el brazo izquierdo. La puerta se abrió suavemente.

—Es para que no entren los humanos —dijo. La zona de entrada estaba vacía.

—¿Hay medio de impedir que se abra esa maldita puerta? —preguntó Staley.

Su voz sonaba hueca; se dio cuenta de que habían desaparecido los muebles de la habitación. Al ver que no había respuesta, Staley pasó a Potter el láser de rayos X.

—Quédese de guardia aquí. Necesitará usted a los pajeños para que le digan si el que llega es enemigo o no. Vamos, Whitbread. —Se volvió y corrió hacia las escaleras.

Whitbread le seguía a regañadientes. Horst subía muy deprisa, y cuando llegaron a la planta donde estaban sus habitaciones Whitbread estaba sin aliento.

—¿Qué tiene usted contra los ascensores? —preguntó Whitbread. Staley no contestó. La puerta de la habitación de Renner estaba abierta, y Horst se lanzó al interior.

—¡Maldita sea!

—¿Qué pasa? —Whitbread, jadeante, entró en la habitación. Vacía. Hasta las literas habían desaparecido. No había rastro del equipo que había dejado Renner.

—Esperaba encontrar algo para hablar con la Lenin —gruñó Staley—. Ayúdeme a mirar. Quizás almacenasen nuestro material por aquí.

Buscaron, pero no encontraron nada. En todas las plantas era igual: camas, muebles, todo lo habían retirado.

El Castillo era una cáscara hueca. Volvieron escaleras abajo hacia la entrada.

—¿Estamos solos? —preguntó Gavin Potter.

—Sí —contestó Staley—. Y nos moriremos de hambre muy pronto si no sucede algo peor. Está todo vacío.

Las pajeñas se encogieron de hombros.

—Me sorprende un poco —dijo la pajeña de Whitbread; cuchicheó un momento con su compañera—. Tampoco ella sabe el motivo. Parece que el lugar no volverá a utilizarse…

—Bueno, desde luego deben de saber muy bien dónde estamos —gruñó Staley; cogió su casco del cinturón y conectó los conductores a su radio. Luego se puso el casco—. Aquí Staley llamando a Lenin. Lenin, Lenin, Lenin, aquí el guardiamarina Staley.

—Señor Staley, ¿dónde demonios está usted? —era el capitán Blaine.

—¡Capitán! ¡Gracias a Dios! Capitán, estamos atrapados en… Un momento, señor.

Las pajeñas cuchicheaban entre sí. La pajeña de Whitbread intentó decir algo, pero Staley no oía. Oía a una pajeña que hablaba con la voz de Whitbread…

—Capitán Blaine, ¿dónde consigue usted su whisky irlandés?

—¡Déjese de bromas e informe, Staley!

—Lo siento, señor. Tengo que saberlo. Ya entenderá usted por qué se lo pregunto. ¿Dónde consigue usted su whisky? Corto.

—¡Staley! ¡Estoy harto de chistes!

Horst se quitó el casco.

—No es el capitán —dijo—. Es un pajeño con la voz del capitán. ¿De la especie de ustedes? —preguntó a la pajeña de Whitbread.

—Probablemente. Un truco estúpido. El Fyunch(click) de usted lo habría hecho mejor. Eso significa que no coopera demasiado con mi Amo.

—Hay un medio de defender este lugar —dijo Staley. Miró la entrada. Era de unos veinte metros por treinta, y sin nada especial. Los cortinajes y los cuadros que adornaban las paredes habían desaparecido.

—Vamos arriba —añadió—. Allí tendremos más posibilidades. Les condujo hasta la planta de las habitaciones, y tomaron posiciones al final del vestíbulo, desde donde podían cubrir la escalera y el ascensor.

—¿Y ahora qué? —preguntó Whitbread.

—Ahora a esperar —dijeron ambas pajeñas al unísono. Pasó una hora larga.

Se apagaron los rumores del tráfico. Tardaron un minuto en advertirlo; luego se hizo evidente. Nada se movía fuera.

—Echaré una ojeada —dijo Staley. Fue a otra habitación y atisbo cauteloso por la ventana, muy desde dentro para que no le vieran.

Abajo, por la calle, pasaban Demonios. Avanzaban con paso rápido y ágil. De pronto esgrimieron sus armas y dispararon hacia el fondo de la calle. Horst se volvió y vio otro grupo que buscaba protección; un tercio de ellos quedaba muerto en la calle. A través de las gruesas ventanas se filtraba el rumor del combate.

—¿Qué pasa? —preguntó Whitbread—. Parecen disparos.

—Lo son. Dos grupos de Guerreros combatiendo. ¿Por nosotros?

—Desde luego —contestó la pajeña de Whitbread—. Se dan cuenta de lo que significa esto, ¿no? —La pajeña parecía muy resignada. Al ver que no había respuesta, dijo—: Significa que los humanos no regresarán. Se han ido.

—¡No lo creo! —gritó Staley—. ¡El almirante no nos abandonaría! Tomaría todo el planeta…

—No, no lo haría, Horst —dijo Whitbread—. Usted conoce sus órdenes. Horst sabía perfectamente que Whitbread tenía razón.

—¡Pajeña de Whitbread! —llamó—. Venga aquí y dígame de qué bando son los que combaten.

—No.

Horst se volvió.

—¿Qué significa ese no? ¡Necesito saber contra quién debo disparar!

—No quiero que me maten.

¡La pajeña de Whitbread era una cobarde!

—A mí no me han alcanzado los disparos, ¿verdad? No correrá ningún riesgo.

—Horst —dijo la voz de Whitbread—, si asoma usted un ojo cualquier Guerrero puede alcanzarle. Nadie desea que muera usted ahora. No han utilizado hasta ahora artillería, ¿verdad? Pero dispararían sobre .

—Está bien. ¡Charlie! Venga aquí y…

—No.

Horst ni siquiera maldijo. No cobardes, sino Marrones-y-blancos. ¿Le habría ayudado su propia pajeña?

Los Demonios se habían puesto todos a cubierto tras coches aparcados o abandonados, en portales, en las estrías de los laterales de un edificio. Pasaban de un escondrijo a otro rápidos como moscas. Pero siempre que un Guerrero disparaba, moría otro. No había habido demasiados disparos y sin embargo dos tercios de los Guerreros habían muerto. La pajeña de Whitbread conocía bien su puntería. Era inhumanamente certera.

Casi debajo de la ventana de Horst, yacía un Guerrero muerto que había perdido los brazos. Otro vivo, que esperaba un momento de calma, se lanzó de pronto a un lugar protegido más próximo… y el caído revivió. Luego todo sucedió demasiado deprisa para poder captarlo: el arma volando, los dos Guerreros chocando y luego desplomándose, muñecos rotos pateando aún y salpicando sangre.

Algo resonó abajo. Se oyó ruido en la escalera. En los escalones de mármol repiquetearon pezuñas. Gorjearon las pajeñas. Charlie silbó sonoramente, repitió el silbido. De abajo llegó una respuesta, luego una voz dijo en el ánglico perfecto de David Hardy:

—Serán bien tratados. Ríndanse inmediatamente.

—Hemos perdido —dijo Charlie.

—Tropas de mi Amo. ¿Qué hará usted, Horst?

Por toda respuesta Staley se acuclilló en un rincón con el rifle de rayos X dirigido a la escalera, e indicó frenéticamente a los otros guardiamarinas que se cubrieran.

Un pajeño Marrón-y-blanco apareció en la entrada. Tenía la voz del capellán Hardy, pero en modo alguno sus maneras. Sólo el ánglico perfecto y el tono retumbante. El Mediador iba desarmado.

—Vamos, sean razonables. Su nave se ha ido. Sus oficiales les creen muertos. No tenemos ningún motivo para hacerles daño. No nos obliguen a matarles por nada, salgan y acepten nuestra amistad.

—¡Vete al infierno!

—¿Qué adelantáis con eso? —preguntó el pajeño—. No pretendemos haceros ningún daño…

Se oían tiros abajo. Su estruendo retumbaba en las habitaciones vacías y en los vestíbulos del pasillo. El Mediador que tenía la voz de Hardy silbó y gorjeó dirigiéndose a los otros pajeños.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó Staley; miró a su alrededor: la pajeña de Whitbread estaba acuclillada contra la pared, absolutamente inmóvil—. Dios mío, ¿y ahora qué?

—¡Déjala en paz! —gritó Whitbread; abandonó su puesto para situarse junto a la pajeña y le echó el brazo por encima del hombro—. ¿Qué haremos ahora?

Los ruidos del combate iban aproximándose, y de pronto aparecieron en el vestíbulo dos Demonios. Staley apuntó y disparó, abatiendo a un Guerrero. Comenzó a desplazar el rayo hacia el otro. Disparó el Demonio, y Staley se vio lanzado contra la pared del fondo del pasillo. Aparecieron en el vestíbulo más Demonios, y hubo un estruendo de disparos que mantuvo erguido a Staley durante un segundo. Su cuerpo parecía como mascado por dientes de dragón, y cayó, y quedó muy quieto.

Potter disparó el lanzacohetes. La bomba explotó al fondo del vestíbulo. Parte de las paredes cayeron, llenando el suelo de escombros y enterrando parcialmente al Mediador y a los Guerreros.

—Me parece que gane quien gane abajo, sabemos demasiado sobre el Campo Langston —dijo Potter lentamente—. ¿Qué piensa usted, señor Whitbread? Es usted el que manda ahora.

Jonathon despertó de su ensueño. Su pajeña seguía quieta e inmóvil…

Potter sacó la pistola y esperó. Se oyeron nuevos ruidos en el vestíbulo. Cesó el rumor del combate.

—Su amigo tiene razón, hermano —dijo la pajeña de Whitbread; miró la figura inmóvil de Fyunch(click) de Hardy—. Ése era un hermano también…

Potter lanzó un grito. Whitbread dio la vuelta.

Potter seguía de pie, como incrédulo, sin pistola, el brazo destrozado de la muñeca al codo. Miró a Whitbread con ojos empañados de un dolor apenas percibido y dijo:

—Uno de los muertos tiró una piedra.

Había más Guerreros en el vestíbulo, y otro Mediador. Avanzaban lentamente.

Whitbread enarboló la espada mágica que era capaz de cortar piedra y metal, y blandiéndola en arco cercenó el cuello de Potter… Potter, al que su religión prohibía el suicidio, como la de Whitbread. Se oyó un disparo cuando dirigía la hoja hacia su propio cuello, y dos proyectiles aplastaron sus hombros. Jonathon Whitbread se desplomó y quedó inmóvil.

No le tocaron al principio, salvo para retirarle las armas del cinturón. Esperaron a un Médico, mientras el resto rechazaba a las fuerzas atacantes del Rey Pedro. Un Mediador habló enseguida con Charlie y ofreció un comunicador……. no había ya por qué luchar. La pajeña de Whitbread permanecía junto a su Fyunch(click).

El Médico tanteó los hombros de Whitbread. Aunque nunca había tenido un humano para diseccionarlo, sabía todo cuanto sabía un pajeño de fisiología humana, y sus manos estaban perfectamente formadas para hacer uso de un millar de Ciclos de instintos. Los dedos se movían suavemente sobre las pulverizadas articulaciones de los hombros, los ojos percibían que no había derrame de sangre. Las manos tanteaban la espina dorsal, aquel órgano maravilloso que el Médico sólo conocía por una reproducción.

Las frágiles vértebras del cuello habían estallado.

Proyectiles de alta velocidad —dijo al Mediador que esperaba—. El impacto ha destruido el notocordio. Esta criatura está muerta.

El Médico y dos Marrones trabajaron frenéticamente para construir una bomba sanguínea que regase el cerebro. Fue inútil. La comunicación entre Ingeniero y Médico fue demasiado lenta, el cuerpo era demasiado extraño y apenas había equipo a mano.

Llevaron el cadáver y la pajeña de Whitbread con él al espaciopuerto controlado por su Amo. A Charlie la devolverían al Rey Pedro, ahora que la guerra había acabado. Había que efectuar pagos, repararlo todo después del combate, indemnizar a todos los Amos perjudicados; tenía que haber unidad entre los pajeños cuando llegasen los próximos humanos.

El Amo nunca supo, ni sus hijas blancas lo sospecharon jamás. Pero entre sus otras hijas, las Mediadoras marrón-y-blanco que la servían, se murmuraba que una de sus hijas había hecho lo que ningún Mediador en todos los Ciclos. Cuando los Guerreros se lanzaban sobre aquel extraño humano, la pajeña de Whitbread le había tocado, no con las suaves manos derechas, sino con la poderosa mano izquierda.

Fue ejecutada por desobediencia y murió sola. Sus hermanas no la odiaban, pero no podían hablar con alguien que había matado a su propio Fyunch(click).