Tres pequeños conos, cayendo. En cada uno de ellos anida un hombre, como un huevo en una copa.
Horst Staley iba a la cabeza. Podía ver delante una pequeña pantalla cuadrada, pero la visión posterior dependía exclusivamente de él. Estaba desprotegido para el espacio salvo por el traje de presión. Se volvió y vio que otros dos conos con una llama en el vértice le seguían. En algún punto situado muy lejos, detrás del horizonte, estaba la MacArthur y la Lenin. No había ninguna posibilidad de que la radio de su traje alcanzase tan lejos, pero de todos modos la activó y habló.
No hubo respuesta.
Todo había sucedido muy deprisa. Los conos habían disparado retrocohetes, y cuando llamó a la Lenin era ya demasiado tarde. Quizás el personal de comunicaciones estuviese ocupado en otra cosa, quizás él hubiese sido lento… Horst se sintió de pronto solo.
Seguía cayendo. Los cohetes iban apagándose.
—¡Horst! —era la voz de Whitbread. Staley contestó.
—¡Horst, estos vehículos descienden hacia el planeta!
—Sí. No hay modo de evitarlo. ¿Qué podemos hacer?
En el fondo, no esperaba una respuesta. En solitario silencio, tres pequeños conos caían hacia el planeta verde claro. Luego: reentrada.
No era para ninguno de ellos la primera vez. Conocían los colores del campo plasmático que se crea delante del morro de la nave. Los colores difieren según la composición química del casco ablativo. Pero esta vez estaban prácticamente desnudos. ¿Habría radiación? ¿Calor?
La voz de Whitbread llegó hasta Staley por encima de las interferencias.
—Estoy intentando pensar como un pajeño, y no es fácil. Ellos conocen nuestros trajes. Saben cuántas radiaciones evitan. ¿Cuántas creen que podemos soportar? ¿Y el calor?
—He cambiado de idea —oyó decir Staley a Potter—. No voy a bajar.
Staley intentó ignorar su risa. Estaba al cargo de tres vidas, y se lo tomaba muy en serio. Intentó relajar sus músculos y esperó calor, turbulencias, radiaciones indetectables, movimientos del cono, incomodidad y muerte.
El paisaje se extendía bajo él difuminado por las distorsiones plasmáticas. Mares redondos y arcos de ríos. Vastas extensiones urbanas. Montañas coronadas de hielo y rascacielos; la ciudad seguía llenando las lomas hasta los picos nevados. Una gran extensión de océano… ¿flotarían aquellos condenados conos? Más tierra. Los conos iban reduciendo la velocidad, los perfiles del terreno eran cada vez más claros. Ahora azotaba el viento a su alrededor. Barcas en un lago, pequeñas manchas, hordas de ellas. Una extensión de bosque verde, rodeado y cruzado por carreteras.
El borde del cono de Staley se abrió y brotó una especie de paracaídas. Staley se hundió profundamente en el asiento modificado. Durante un instante no vio más que cielo azul. Luego hubo un «zump» estremecedor. Lanzó mentalmente una maldición. El cono se tambaleó y se derrumbó de lado.
En los oídos de Staley sonó la voz de Potter.
—He encontrado los controles de vuelo. Mire a ver si encuentra una manilla deslizante que hay hacia el centro, si es que estos animales la han hecho igual. Ése es el control de propulsión, y moviendo todo el tablero de control sobre su apoyo, el cohete se inclina.
Lástima que no lo hubiese descubierto antes, pensó Staley.
—Acérquese a la superficie y manténgase volando sobre ella. Quizás se acabe el combustible. ¿Encontró usted el mecanismo que acciona el paracaídas, Potter?
—No. Cuelga debajo de mí. La llama del cohete debe de haber quemado el suyo ya. ¿Dónde está usted?
—Estoy debajo. Déjeme librarme de esto…
Staley abrió la red de choque y se levantó. Sacó sus armas y abrió un agujero en la pared para examinar el espacio de abajo. Una espuma extraña llenó el compartimiento.
—Cuando descienda, asegúrese de que no hay Marrones a bordo del bote salvavidas —ordenó ásperamente.
—¡Maldita sea! Casi lo estropeo todo —dijo la voz de Whitbread—. Estas cosas son tan…
—¡Le veo, Jonathon! —gritó Potter—. Manténgase en el aire e iré por usted.
—Luego busque mi paracaídas —ordenó Staley.
—No le veo. Podemos estar a veinte kilómetros de distancia. Su señal es muy débil —contestó Whitbread.
Staley se puso de pie trabajosamente.
—Lo primero es lo primero —murmuró.
Examinó cuidadosamente el bote salvavidas. No había ningún lugar donde pudiera ocultarse una miniatura y sobrevivir a la penetración en el planeta, pero lo examinó de nuevo todo para asegurarse. Luego cambió de frecuencia e intentó llamar a la Lenin… no esperaba respuesta y no llegó. Las radios de los trajes sólo operaban en la línea visual y eran por diseño poco potentes, porque si no el espacio se llenaría con la charla de los hombres de los trajes. Los botes salvavidas rediseñados no tenían nada que pudiese parecer una radio. ¿Cómo pretendían los Marrones que llamasen los supervivientes pidiendo ayuda?
Staley se levantó titubeante, aún no adaptado a la gravedad. A su alrededor todo eran campos cultivados, alternando hileras de matas color púrpura de un fruto parecido a la berenjena con coronas de hojas oscuras que le llegaban hasta el pecho, y matas bajas llenas de semillas. Las hileras continuaban hasta el infinito en todas direcciones.
—Aún no le hemos localizado, Horst —informó Whitbread—. Esto no nos lleva a ninguna parte. Horst, ¿ve usted un edificio grande y bajo que brilla como un espejo? Es el único edificio que se ve.
Staley lo localizó; era un objeto metálico y brillante más allá del horizonte. Quedaba bastante lejos, pero era el único hito que destacaba.
—Ya lo veo.
—Iremos hacia él y nos reuniremos allí.
—Está bien. Espérenme.
—Vamos hacia allá, Gavin —dijo Whitbread.
—De acuerdo —fue la respuesta.
Hubo más conversación entre los otros dos, y Horst Staley se sintió solo, muy solo.
—¡Ay! ¡Mi cohete se ha apagado! —gritó Potter. Whitbread vio cómo el cono de Potter caía hacia tierra. Cayó invertido, vaciló unos instantes y luego se derrumbó sobre las plantas.
—¿Todo bien, Gavin?
Una serie de sonidos desconcertantes. Luego Whitbread oyó:
—Bueno, a veces me duele el codo derecho cuando hace mal tiempo… Es una lesión del fútbol. Llegue hasta donde pueda, Jonathon. Me reuniré con los dos en el edificio.
—De acuerdo. —Whitbread lanzó el cono hacia adelante, impulsado por el cohete. El edificio estaba aún lejos de él.
Era grande. Al principio no tenía ninguna referencia que le permitiese establecer una escala; ahora llevaba diez minutos o más volando hacia él.
Era una cúpula con los costados rectos que se fundían en un techo bajo y redondeado. No tenía ventanas, y ningún otro rasgo salvo un hueco rectangular que podía haber sido una puerta, ridiculamente pequeña en aquella inmensa estructura. El brillo de la luz del día en el techo era más potente; tenía una luminosidad de espejo.
Whitbread fue descendiendo lentamente. Había algo sobrecogedor en aquel edificio asentado en mitad de campos de cultivo interminables. Sentía esto con más intensidad que el temor a que su motor pudiese arder, y su primer impulso de situarse sobre aquella estructura se debilitó.
El cohete se mantenía en marcha. Las miniaturas quizás hubiesen cambiado la composición química del combustible sólido. Los pajeños jamás construían dos cosas idénticas. Whitbread aterrizó junto a la entrada rectangular. Allí la puerta se elevaba acechante sobre él. El edificio le había convertido en un enano. Le había empequeñecido.
—Aquí estoy —dijo en un susurro, y luego se echó a reír—. Hay una puerta. Es muy grande y está cerrada. Es raro… no hay ningún camino que llegue aquí, y los cultivos crecen hasta el borde mismo de la cúpula.
—Quizás aterricen los aviones en el techo —dijo Staley.
—No lo creo, Horst. El techo es redondo. No creo que haya muchos visitantes. Debe de ser una especie de almacén. O quizás haya dentro una máquina que funcione sola.
—Será mejor tener cuidado con eso. Gavin, ¿está usted bien también?
—Sí, Horst. Llegaré al edificio en media hora. Allí le veré.
Staley se preparó para una larga caminata. No pudo encontrar ninguna ración de emergencia en el bote salvavidas. Se lo pensó un rato antes de quitarse la armadura de combate y el traje de presión que llevaba debajo. Allí no había ningún secreto. Cogió el casco y se lo fijó en el cuello, sellándolo; luego lo dispuso como filtro de aire. Después quitó la radio del traje y se la colgó del cinturón, haciendo antes un intento de conectar con la Lenin.
No hubo respuesta. ¿Qué más? La radio, la bolsa de agua, el arma. Con eso tendría suficiente.
Staley miró detenidamente hacia el horizonte. Sólo se veía aquel edificio, no había pérdida. Empezó a andar hacia él, animado por la baja gravedad, y pronto comenzó a dar grandes zancadas.
Media hora después vio al primer pajeño. Estaba prácticamente a su lado cuando se dio cuenta: era una criatura diferente a todas las que había visto hasta entonces, y su altura era la misma de las plantas. Trabajaba entre los surcos, desmenuzando la tierra con las manos, arrancando hierbas que iba colocando cuidadosamente en montones. Le vio aproximarse. Cuando llegó a su lado, el pajeño volvió a su trabajo.
No era exactamente un Marrón. Las manchas de la piel eran más densas, y tenía mucho más pelo en los tres brazos y en las piernas. La mano izquierda era más o menos igual que la de un Marrón, pero las derechas tenían cinco dedos cada una, más una pequeña protuberancia, y los dedos eran cuadrados y cortos. Las piernas eran gruesas y los pies grandes y planos. La cabeza, como la de un Marrón, con la frente inclinada bruscamente hacia atrás.
Si Sally Fowler tenía razón, aquello significaba que el área parietal era casi nula.
—Hola —dijo de todos modos Horst. El pajeño volvió la vista hacia él un segundo y luego arrancó una hierba.
Luego vio más. Le miraban sólo lo suficiente para asegurarse de que no pretendía destruir plantas; comprobado esto perdían todo interés por él. Horst siguió caminando bajo la luminosa claridad del día hacia el edificio de brillo espejeante. Estaba mucho más lejos de lo que había pensado.
El guardiamarina Jonathon Whitbread esperaba. Había esperado mucho y muchas veces desde su ingreso en la Marina; pero sólo tenía diecisiete años normales, y esperar nunca resulta fácil a esa edad.
Se sentó junto a la punta del cono, lo bastante alto como para que la cabeza sobresaliera por encima de las plantas. En la ciudad los edificios habían bloqueado su visión de aquel mundo. Ahora divisaba bien el horizonte. El cielo era marrón en toda su extensión, con algunos matices azules directamente arriba. Las nubes volaban hacia el este en formaciones cerradas, y sobre él se extendían unos cuantos cúmulos de un blanco sucio.
El sol estaba también exactamente sobre él. Pensó que debía de estar cerca del ecuador, y recordó que Ciudad Castillo estaba mucho más al norte. No podía apreciar el mayor tamaño del disco solar, porque no podía mirarlo directamente; pero era mejor para mirar de cerca que el pequeño sol de Nueva Escocia.
Le dominaba la sensación de encontrarse en un mundo ajeno, pero no veía nada notable a su alrededor. Sus ojos se fijaron en el edificio de superficie especular. Se acercó a examinar la puerta.
Tenía sus buenos diez metros de altura. Si para Whitbread resultaba impresionante, debía de ser algo gigantesco para un pajeño. Pero ¿les impresionaba a los pajeños el tamaño? Whitbread creía que no. La puerta debía de tener alguna función… ¿Qué objeto podía tener diez metros de altura? ¿Maquinaria pesada? Aplicó su micrófono registrador a la suave superficie metálica. No se percibía ningún sonido.
A un lado del entrante que contenía la puerta había un tablero montado sobre un sólido muelle. Tras el panel había lo que parecía ser un cierre de combinación. Y nada más… Salvo que los pajeños suponían que cualquiera podía resolver sus enigmas con una ojeada. Una cerradura habría sido una señal de PROHIBIDO EL PASO. Aquello no lo era.
Probablemente se concebía para mantener fuera… que no entraran ¿Quiénes? ¿Marrones? ¿Blancos? ¿Trabajadores y clases no inteligentes? Probablemente todo. Un cierre de combinación podía considerarse una forma de comunicación.
Potter llegó jadeando, con el casco casi empapado de sudor y una bolsa de agua colgando del cinturón. Giró el micrófono de su casco y desconectó la radio.
—Tuve que probar el aire de Paja Uno —dijo—. Ahora ya lo conozco. Bueno, ¿qué ha encontrado?
Whitbread se lo enseñó. Ajustó también su propio micrófono. No tenía objeto transmitir todo lo que decían.
—Vaya. Me gustaría que estuviese aquí el doctor Buckman. Ésos son números pajeños… sí, y el sistema solar pajeño, con el marcador donde debería estar la Paja. Déjeme ver…
Whitbread observó muy interesado mientras Potter examinaba el marcador. El neoescocés apretó los labios y luego dijo:
—Sí. La gigante gaseosa está 3,72 veces más lejos de la Paja que Paja Uno. Vaya, vaya. —Buscó en el bolsillo de la camisa y sacó la inevitable computadora de bolsillo—. Veamos… 3,88, base 12. ¿En qué sentido corre el marcador?
—Bueno, podría ser el nacimiento de alguien —dijo Whitbread.
Estaba contento de ver a Potter. Le alegraba ver a un ser humano allí. Pero sus manejos con los marcadores resultaban… inquietantes. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, el neoescocés giraba los marcadores…
—Me parece recordar que Horst nos dio órdenes respecto a este edificio. —Whitbread estaba inquieto.
—«Es mejor no jugar con eso.» Casi una orden. Tenemos que aprender el máximo posible sobre los pajeños, ¿no es así?
—Bueno… —Era un problema interesante—. Pruebe otra vez a la izquierda —sugirió Whitbread—. Pare ahí. —Whitbread accionó el símbolo que representaba Paja Uno. Se hundió con un clic—. Siga hacia la izquierda.
—De acuerdo. Los mapas astronómicos pajeños muestran los planetas girando en sentido contrario a las agujas del reloj.
En la tercera cifra la puerta comenzó a deslizarse hacia arriba.
—¡Es así! —gritó Whitbread.
La puerta se alzó hasta una altura de un metro y medio. Potter miró a Whitbread.
—¿Ahora qué? —preguntó.
—Está usted bromeando, supongo.
—Tenemos nuestras órdenes —dijo Potter lentamente.
Se sentaron entre las plantas y se miraron y luego miraron la cúpula. Dentro había luz, y podían ver fácilmente por debajo de la puerta. Allí dentro había edificios…
Staley llevaba tres horas caminando cuando vio el avión. Iba a mucha altura y a gran velocidad; hizo señas, sin esperanza de que le viese. No le vieron y continuó caminando.
Luego vio otra vez el avión. Estaba detrás, volaba, mucho más bajo, y tuvo la impresión de que había abierto las alas. Bajó aún más y se perdió tras las colinas redondeadas y bajas por las que había desaparecido antes. Staley se encogió de hombros. Encontrarían su paracaídas y su bote salvavidas si le seguían la pista. La dirección sería evidente. No había otro lugar donde ir.
A los pocos minutos apareció de nuevo el avión, a más altura. Parecía dirigirse en línea recta hacia él. Volaba ahora más despacio, buscando sin duda. Hizo de nuevo señas, aunque tuvo un impulso momentáneo de ocultarse, lo que era sencillamente absurdo. Necesitaba que le encontraran, aunque no tenía idea de lo que iba a decirles a los pajeños.
El avión pasó sobre él y luego quedó colgando en el cielo. Los tubos de los propulsores se curvaron hacia abajo y hacia adelante, y el aparato descendió con peligrosa rapidez y se posó entre las plantas. Dentro había tres pajeños, y salió rápidamente un Marrón-y-blanco.
—¡Horst! —dijo con la misma voz de Whitbread—. ¿Dónde están los demás?
Staley señaló hacia la cúpula redondeada. Aún quedaba a una hora de camino.
La pajeña de Whitbread pareció desmoronarse.
—Eso es terrible. Horst, ¿están aún allí?
—Desde luego. Estarán esperándome. Debe de llevar allí unas tres horas.
—Oh, Dios mío. Ojalá no hayan podido entrar. Whitbread no puede entrar allí. Vamos, Horst. —Señaló al avión—. Tendrá usted que ir un poco apretado.
Dentro había otro Marrón-y-blanco y el piloto, que era un Marrón. La pajeña de Whitbread canturreó algo que cubría cinco octavas, utilizando por lo menos nueve tonos. El otro Marrón-y-blanco hacía gestos frenéticos.
Dejaron sitio a Staley entre los intrincados asientos, y el Marrón accionó los controles. El aparato se elevó y se lanzó hacia el edificio.
—Quizás no hayan entrado —repitió la pajeña de Whitbread—. Ojalá.
Horst, incómodamente acuclillado, se preguntaba qué significaría aquello. No le gustaba nada.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó.
La pajeña de Whitbread le miró de un modo extraño.
—Quizás nada.
Los otros dos pajeños guardaban silencio.