31 • Derrota

La MacArthur se balanceó bruscamente. Rod accionó el intercomunicador y gritó:

—¡Teniente Sinclair! ¿Qué demonios está haciendo?

La respuesta era casi inaudible.

—Eso no lo estoy haciendo yo, capitán. No tengo el menor control de los propulsores de situación y apenas del resto.

—Oh, Dios mío —exclamó Blaine.

La imagen de Sinclair se desvaneció de las pantallas. Se apagaron también otras pantallas. De pronto el puente quedó a oscuras. Rod probó los circuitos alternos. Nada.

—Computadora desactivada —informó Crawford—. No recibo nada.

—Intente por la línea directa. Póngame con Cargill —dijo Rod.

—Está en línea, capitán.

—Jack, ¿cuál es la situación ahí atrás?

—Mala, capitán. Estoy cercado aquí dentro, y no tengo comunicaciones más que por líneas directas… y no todas.

La MacArthur se balanceó de nuevo al suceder algo en la parte posterior.

—¡Capitán! —informó nervioso Cargill—. ¡Según informa el teniente Piper los Marrones están luchando entre sí en la cocina principal! ¡Una verdadera batalla campal!

—Demonios, ¿cuántos monstruos de ésos tenemos a bordo?

—¡No lo sé, capitán! Puede que centenares. Deben de haber vaciado todos los cañones de la nave, y además se han propagado por todas partes. Están… —la voz de Cargill se cortó.

—¡Jack! —gritó Rod—. Operador, ¿tenemos una línea alternativa con el primer teniente?

Antes de que pudieran contestarle, volvió a aparecer Cargill.

—Están muy cerca, capitán. Han salido dos miniaturas armadas de la computadora auxiliar de control de fuego. Los matamos.

Blaine pensaba con vertiginosa rapidez. Estaba perdiendo todos sus circuitos de mando, y no sabía cuántos hombres le quedaban. La computadora estaba embrujada. Aunque recuperasen el control de la MacArthur, era muy posible que no pudiese utilizarse en el espacio.

—¿Aún sigue usted ahí, Número Uno?

—Aquí sigo, señor.

—Voy a bajar a la cámara neumática a hablar con el almirante. Si no le llamo en el plazo de quince minutos, abandone la nave. Quince minutos, Jack. No lo olvide.

—No lo olvidaré, señor.

—Y puede usted empezar a reunir a la tripulación. Sólo las escotillas de estribor, Jack… es decir, si la nave sigue orientada en la misma posición. Los oficiales de las cámaras tienen órdenes de cerrar los agujeros del Campo si la posición cambia.

Rod avanzó hacia su tripulación del puente y comenzó a abrirse camino hacia las cámaras neumáticas. Reinaba gran confusión en los pasillos. Algunos estaban llenos de nubes amarillas… cifógeno. Había tenido la esperanza de acabar con los pajeños utilizando gases, pero no había resultado y no sabía por qué.

Los infantes de marina habían arrancado una serie de mamparos y habían construido barricadas con ellos. Parapetados tras ellas, esperaban atentos, con las armas listas.

—¿Han salido ya los civiles? —preguntó Rod al oficial que estaba al cargo de la cámara.

—Sí, señor. Eso creo. Capitán, mandé a los hombres que hiciesen una pasada por esa zona, pero no me gustaría arriesgarme a enviar más. Los Marrones se han concentrado en el sector de los civiles… como si estuviesen viviendo allí o algo parecido.

—Puede que así fuese, Piper —dijo Blaine.

Avanzó hasta la cámara neumática y orientó su traje hacia la Lenin. El láser de comunicación parpadeó y Rod colgó en el espacio, sujetándose firmemente para mantener abierto el circuito de seguridad.

—¿Cuál es su posición? —preguntó Kutuzov. A regañadientes, sabiendo lo que significaría, Rod se lo explicó.

—¿Qué acción me recomienda? —preguntó el almirante.

—La MacArthur quizás no pueda volver nunca a navegar, señor. Creo que tendré que abandonarla en cuanto haga una incursión para rescatar a los tripulantes que hayan podido quedar atrapados.

—¿Dónde estará usted?

—Al mando del grupo de rescate, señor.

—No —la voz era tranquila—. Acepto su recomendación, capitán, pero le ordeno que abandone su nave. Reseñe esta orden, comandante Borman —añadió dirigiéndose a alguien de su puente—. Debe usted dar la orden de abandonar la nave, ceder el mando a su primer teniente e informar a bordo del transborbador Número 2 de la Lenin. Inmediatamente.

—Señor… Señor, solicito permiso para permanecer en mi nave hasta que mi tripulación esté segura.

—Solicitud denegada, capitán —respondió implacable el almirante—. Aprecio su valor, capitán. ¿Tiene usted el suficiente para vivir cuando pierda su mando?

—Señor… —¡Oh, maldita sea! Rod se volvió hacia la MacArthur, rompiendo el circuito de seguridad. Había lucha en la cámara neumática. Varias miniaturas habían disuelto el mamparo que había frente a la barricada de los infantes de marina y éstos disparaban por el hueco. Blaine rechinó los dientes y apartó la vista del combate—. ¡Almirante, no puede usted ordenarme que abandone a mi tripulación y huya!

—¿Que no puedo? ¿Le cuesta trabajo admitirlo, capitán? ¿Cree que murmurarán de usted durante el resto de su vida, tiene miedo a eso? ¿Y me dice usted eso a mí? Cumpla las órdenes, capitán Blaine.

—No las cumpliré, señor.

—¿Desobedece usted una orden directa, capitán?

—No puedo aceptar esa orden, señor. La MacArthur es aún mi nave.

Hubo una larga pausa.

—Su respeto a la tradición de la Marina es admirable, capitán, pero estúpido. Es posible que sea usted el único oficial del Imperio que pueda idear una defensa contra esta amenaza. Sabe usted más sobre los alienígenas que ningún otro oficial de la flota. Ese conocimiento vale más que su nave. Vale más que todos los hombres que hay a bordo de su nave, ahora que han sido evacuados ya los civiles. No puedo permitirle morir, capitán. Tendrá usted que abandonar esa nave aunque para ello tenga que enviar un nuevo oficial para hacerse cargo del mando.

—Nunca me encontraría, almirante. Excúseme, señor, tengo que hacer.

—¡Un momento! —hubo otra pausa—. Está bien, capitán. Haré un trato con usted. Si se mantiene en comunicación conmigo, le permitiré que se quede a bordo de la MacArthur hasta que decida usted abandonarla y destruirla. En el instante en que pierda usted la comunicación conmigo dejará de estar al mando de la MacArthur. ¿Será necesario que envíe ahí al teniente Borman?

Lo malo, pensó Rod, es que tiene razón. La MacArthur está condenada. Cargill puede sacar a la tripulación igual que yo. Puede que yo sepa algo importante. Pero ¡es mi nave!

—Aceptaré su proposición, señor. De todos modos, puedo dirigir las operaciones mucho mejor desde aquí. No hay comunicaciones en el puente.

—Está bien. Entonces tengo su palabra, —El circuito se apagó. Rod se volvió a la cámara neumática. Los infantes de marina habían triunfado en su escaramuza, y Piper le hacía señas. Rod subió a bordo.

—Aquí el teniente Cargill —dijo el intercomunicador—. ¿Capitán?

—Sí, Jack…

—Estamos abriéndonos paso hasta el lado de estribor, capitán. Sinclair tiene a sus hombres preparados para salir. Dice que no puede defender las salas de motores sin refuerzos. Y un mensajero me dice que hay civiles atrapados en la sala de suboficiales de estribor. Hay con ellos un escuadrón de infantes de marina, pero la lucha es muy dura.

—Hemos recibido órdenes de abandonar la nave y destruirla, Número Uno.

—Está bien, señor.

—Tenemos que rescatar a esos civiles. ¿Puede usted mantener una ruta desde el mamparo 160 hacia adelante? Quizás yo pueda ayudar a que los científicos lleguen hasta allí.

—Creo que podremos, señor. Pero, capitán, ¡no puedo llegar a la sala del generador del Campo! ¿Cómo destruiremos la nave?

—Me cuidaré también de eso. Haga lo que le digo, Número Uno, deprisa.

—De acuerdo, capitán.

Destruir la nave. Le parecía irreal. Inspiró vigorosamente. El aire del traje tenía un agudo sabor metálico. O quizás no fuese el aire.

Transcurrió casi una hora hasta que uno de los botes de la Lenin se situó junto al transbordador. Le oyeron aproximarse en silencio.

—Retransmisión desde la MacArthur a través de la Lenin, señor —dijo el piloto. La pantalla se iluminó.

La cara de la pantalla tenía los rasgos de Rod Blaine, pero no era su cara. Sally no le reconoció. Parecía más viejo y tenía los ojos… muertos. Les miró fijamente y ellos le miraron también. Por último, Sally dijo:

—Pero ¿qué pasa, Rod?

Blaine la miró a los ojos y luego desvió la vista. Su expresión no había cambiado. A Sally le recordó algo encerrado en una botella en el Museo Imperial.

—Señor Renner —dijo la imagen—, envíe a todo el personal a través del cable al bote de la Lenin. Deben abandonar el transbordador. Recibirán órdenes del piloto del bote. Obedezcan al pie de la letra. No tendrán una segunda oportunidad, así que no discutan. Hagan lo que les diga.

—Un momento —gritó Horvath—. Yo…

Pero Rod le cortó.

—Doctor, por razones que ya entenderá usted más tarde, no le explicaremos nada. Debe hacer simplemente lo que le dicen.

Volvió a mirar a Sally. Sus ojos cambiaron, sólo un poco. Quizás hubiese en ellos preocupación. Algo, una pequeña chispa de vida, brilló un instante en ellos. Ella intentó sonreír, pero fracasó.

—Por favor, Sally —dijo él—. Siga exactamente las instrucciones del piloto de la Lenin. Nada más. Salgan. Inmediatamente.

Todos permanecieron inmóviles. Sally se volvió con un suspiro hacia la cámara neumática.

—Vamos —dijo. Intentó sonreír de nuevo, pero sólo consiguió parecer más nerviosa.

La cámara neumática de estribor había sido conectada de nuevo a la nave embajadora. Salieron por la escotilla de babor. La tripulación del bote de la Lenin había tendido ya cables hasta el transbordador. El bote era casi un hermano gemelo del transbordador de la MacArthur, un vehículo de techo liso con un escudo delantero como una pala cargadora colgando por debajo del morro.

Sally se deslizó grácilmente por el cable hasta el transbordador de la Lenin y luego cruzó cautelosamente la escotilla. Cuando entró en la cámara neumática, se detuvo. El mecanismo cicló, y ella sintió de nuevo la presión. Su traje era de un tejido que se ajustaba como una piel suplementaria. Lo cubría una prenda amplia y protectora. El único espacio que había dentro del traje que no llenaba ella era el casco que se unía al tejido en el cuello.

—Será necesario hacer una inspección, señor —dijo un oficial de voz gutural. Miró a su alrededor: en la cabina neumática, junto a ella, había dos infantes de marina armados. No la apuntaban con sus armas… al menos claramente. Permanecían alerta, y tenían miedo.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Todo a su tiempo, señora —dijo el oficial.

La ayudó a soltarse el estuche de las botellas de aire de su traje. Era un recipiente de plástico transparente. El oficial miró el interior del casco de ella después de quitárselo y lo colocó con las demás cosas.

—Gracias —murmuró—. Ahora continúe, por favor. Los otros vendrán después.

Renner y el resto del personal militar fueron tratados de otro modo.

—Desnúdense —dijo el oficial—. Del todo, por favor.

Los infantes de marina ni siquiera tuvieron el detalle de desviar sus armas. Sólo les permitieron seguir adelante cuando se desnudaron del todo; Renner tuvo incluso que poner su anillo en el recipiente de plástico. Otro oficial le indicó la armadura de combate, y dos soldados le ayudaron a ponérsela. Ahora no había ya armas a la vista.

—Es el striptease más idiota que he visto —dijo Renner al piloto; éste asintió—. ¿Le importaría decirme qué es lo que pasa?

—Ya se lo explicará su capitán, señor —dijo el piloto.

—¡Más Marrones! —exclamó Renner.

—¿Es eso, señor Renner? —le preguntó Whitbread, que estaba detrás de él. El guardiamarina se ponía la armadura de combate de acuerdo con las instrucciones. No se atrevía a preguntar a ningún otro, pero con Renner le resultaba más fácil hablar.

Renner se encogió de hombros. La situación tenía un aire irreal. El transbordador estaba lleno de infantes de marina y de armaduras… muchos eran infantes de marina de la MacArthur, El artillero Kelley miraba impasible junto a la cámara neumática, apuntando con su arma a la puerta.

—Ya están todos —proclamó una voz.

—¿Dónde está el capellán Hardy? —preguntó Renner.

—Con los civiles, señor —contestó el piloto—. Un momento, por favor. —Accionó el tablero de comunicaciones. La pantalla se iluminó con la cara de Blaine.

—Circuito seguro, señor —comunicó el piloto.

—Gracias, Staley.

—¿Sí, capitán? —contestó el guardiamarina.

—Señor Staley, este transbordador pronto volverá a la Lenin. Los civiles y la tripulación del transbordador, salvo el piloto Lafferty, pasarán al crucero de combate, donde serán inspeccionados por seguridad personal. Después de que ellos se hayan ido, se hará usted cargo del mando del transbordador Número 1 de la Lenin y se dirigirá hacia la MacArthur. Debe usted abordar la MacArthur por el lado de estribor, inmediatamente después de la sala de suboficiales de estribor. Su misión será crear un conflicto que distraiga al enemigo y que le haga concentrar todas las fuerzas que tenga en esa zona, con el fin de ayudar a un grupo de civiles y de infantes de marina atrapados en la sala de suboficiales para que puedan escapar. Enviará usted a Kelley y a sus hombres a la sala de oficiales con traje de presión y armaduras de combate para veinticinco hombres. El equipo está ya a bordo. Envíe, pues, a ese grupo. El teniente Cargill ha asegurado el camino a partir del mamparo 160.

—Entendido, señor —Staley parecía no creerlo. Se quedó casi rígido, muy atento, pese a la ausencia de gravedad del transbordador.

Blaine casi sonrió. Al menos hubo un leve movimiento en sus labios.

—El enemigo, señor, son varios centenares de miniaturas de pajeños. Tienen armas manuales. Algunos tienen máscaras antigás. No están bien organizados, pero son muy peligrosos. Debe usted comprobar que no quedan pasajeros ni tripulantes en la sección de estribor de la MacArthur. Cumplida esta misión, conducirá usted a un grupo hasta la cocina de la tripulación para rescatar la cafetera. Pero asegúrese de que está vacía, señor Staley.

—¿La cafetera? —preguntó Renner, asombrado. Whitbread movió la cabeza tras él y murmuró algo a Potter.

—La cafetera, señor Renner. Ha sido modificada por los alienígenas y la técnica utilizada puede ser de un gran valor para el Imperio. Verá usted otros objetos extraños, señor Staley. Utilice su criterio y elija los que le parezcan más adecuados… pero en ningún caso seleccione usted algo que pudiese contener un alienígena vivo. Y vigile a sus hombres. Las miniaturas han matado a varias personas y, utilizando sus cabezas como camuflaje, se han introducido en armaduras de combate. Asegúrese de que un hombre con la armadura es un hombre, señor Staley. No les hemos visto intentarlo hasta ahora con un traje de presión ajustado, pero tengan mucho cuidado.

—Lo tendré, señor —aseguró Staley—. ¿Podemos recuperar el control de la nave?

—No. —Blaine luchaba claramente por controlarse—. No tiene usted mucho tiempo, señor. Cuarenta minutos después de que entre usted en la MacArthur, active todos los sistemas de destrucción convencionales, luego conecte el cronometrador de aquel torpedo que preparamos. Pase a informarme una vez hecho esto en la entrada principal de babor. Cincuenta y cinco minutos después de que entre usted, la Lenin comenzará a disparar contra la MacArthur irremisiblemente. ¿Ha entendido?

—Perfectamente, señor —contestó Horst Staley. Miró a los otros. Potter y Whitbread le miraron inseguros.

—Capitán —dijo Renner—. Señor, le recuerdo que yo soy aquí el oficial más veterano.

—Lo sé, Renner. También tengo una misión para usted. Debe volver con el capellán Hardy al transbordador de la MacArthur y ayudarle a recuperar el equipo y las notas que necesite. Irá otro de los botes de la Lenin con ese objeto, y encargúese de que todo quede empaquetado en un recipiente sellado que llevará el bote.

—Pero… señor, ¡yo debería dirigir el grupo de abordaje!

—Usted no es un oficial de combate. ¿Recuerda lo que me dijo ayer?

Renner lo recordaba.

—No le dije que fuese un cobarde —replicó.

—Lo sé perfectamente. También sé que probablemente sea usted el oficial más impredecible que tenemos. Al capellán se le ha dicho únicamente que hay una epidemia a bordo de la MacArthur, y que volvemos al Imperio antes de que se extienda. Ésa será la versión oficial para los pajeños. Quizás no la crean, pero Hardy tendrá más posibilidades de convencerles si está convencido él mismo. Pero, de todos modos, tiene que estar con él alguien que conozca la verdadera situación.

—Uno de los guardiamarinas…

—Señor Renner, vuelva a bordo del transbordador de la MacArthur. Staley, tiene usted ya sus órdenes.

—Entendido, señor.

Renner se fue, fuera de sí.

Tres guardiamarinas y una docena de soldados colgaban de las redes de choque en la cabina principal del transbordador de la Lenin. Se habían ido los civiles y la tripulación regular, y el bote se apartaba de la masa negra de la Lenin.

—Muy bien, Lafferty —dijo Staley—. Vamos al lado de estribor de la MacArthur. Si no nos atacan, se colocará en posición para el abordaje, junto a los depósitos situados después del mamparo 185.

—De acuerdo, señor.

Lafferty no reaccionó de forma apreciable. Era un hombre huesudo, un sencillo habitante de Tabletop. Tenía el pelo rubio ceniza y lo llevaba muy corto, y su cara era toda planos y ángulos.

La red de choque estaba diseñada para grandes impactos. Los guardiamarinas colgaban como moscas en una monstruosa tela de araña. Staley miró a Whitbread. Whitbread miraba a Potter. Ambos apartaron la vista de los soldados que había tras ellos.

—De acuerdo. Vamos —ordenó Staley. El vehículo arrancó.

El auténtico casco defensivo de toda nave de guerra es el Campo Langston. Ningún objeto material podía soportar el calor calcinante de las bombas de fusión y de los láser de alta energía. Dado que nada puede traspasar el Campo, y que el fuego defensivo de la nave evapora cualquier cosa que esté debajo, el casco de una nave de guerra es una piel relativamente fina. Es, sin embargo, sólo relativamente fina. Una nave debe ser lo suficientemente rígida para soportar la alta aceleración y el salto.

Pero algunos compartimientos y depósitos son grandes, y en teoría pueden ser aplastados por un choque, si es bastante fuerte. En la práctica… Que Staley, que hurgaba frenéticamente en su memoria, pudiese recordar, nadie había llevado nunca a un grupo de combate a bordo de una nave de aquel modo. Estaba en el Libro, sin embargo. Se podía llegar a bordo de una nave averiada con el Campo intacto embistiendo de frente. Staley se preguntó qué loco condenado lo habría intentado por primera vez.

La gran burbuja negra que cerraba la MacArthur se convirtió en una sólida pared negra sin movimiento visible. Luego, el escudo en forma de palas cargadoras se alzó. Horst observó cómo el negror crecía en la pantalla visual delantera por encima del hombro de Lafferty.

El transbordador se lanzó hacia atrás. Un instante de frío cuando pasaron a través del Campo, luego el rechinar del metal. Se detuvieron.

Staley soltó su red de choque.

—Actuemos —ordenó—. Kelley, tenemos que abrirnos camino a través de esos depósitos.

—De acuerdo, señor.

Los soldados pasaron rápidamente. Dos apuntaron con un gran cortador de láser al metal que había sido en tiempos pared interior de un depósito de hidrógeno. Unos cables unían el arma con el transbordador.

La pared del depósito cayó, y parte de ella estuvo a punto de aplastar a los soldados. Brotó más aire, en un silbido, y fueron cayendo, como hojas otoñales, miniaturas de pajeños muertas.

Las paredes del pasillo habían desaparecido. Donde había habido una serie de compartimentos, no había ahora más que un montón de ruinas, mamparos destrozados, maquinaria surrealista, y miniaturas muertas por todas partes. Parecía que ninguno tuviese traje de presión.

—Dios mío —murmuró Staley—. Bueno, Kelley, adelante con esos trajes. Vamos.

Se lanzó hacia delante por encima de las ruinas, hasta llegar a la puerta del siguiente compartimiento de atmósfera aislada.

—¿Cuál es la presión al otro lado? —preguntó; cogió la caja de comunicaciones del mamparo y conectó el micrófono de su traje—. ¿Hay alguien ahí?

—Aquí el cabo Hasner, señor —contestó rápidamente una voz—. Tenga cuidado ahí, esa zona está llena de miniaturas.

—Ya no —contestó Staley—. ¿En qué situación se encuentra usted ahí?

—Aquí hay nueve civiles sin traje, señor. Quedan tres soldados vivos. No sabemos cómo sacar a los científicos sin trajes.

—Nosotros traemos trajes —dijo Staley—. ¿Podrá usted proteger a los civiles hasta que traspasemos esta puerta? Estamos en vacío.

—Sí, señor. Espere un minuto.

Algo giró. Los instrumentos mostraban que la presión disminuía al otro lado del mamparo. Luego giraron las abrazaderas. La puerta se abrió y apareció una figura cubierta de armadura de combate dentro de la sala de suboficiales. Detrás de Hasner, otros soldados enfilaron sus armas hacia Staley cuando entró. Tras ellos… Staley lanzó un gemido.

Los civiles estaban al otro lado del compartimiento. Llevaban las batas blancas habituales del equipo científico: Staley reconoció al doctor Blevins, el veterinario. Los civiles hablaban entre ellos…

—¡Pero aquí dentro no hay aire! —gritó Staley.

—Aquí no, señor —dijo Hasner—. Una especie de caja establece como una cortina allí, señor Staley. El aire no puede atravesarla, pero nosotros sí.

Kelley lanzó un gruñido y dirigió a su escuadrón hacia la sala de suboficiales. Entregaron los trajes a los civiles.

Staley hizo un gesto de asombro.

—Kelley, hágase cargo aquí. Que siga adelante todo el mundo… ¡Y llévese con usted esa caja si puede moverla!

—Se mueve —dijo Blevins; hablaba por el micrófono del casco que Kelley le había entregado, pero aún no se lo había puesto—. Puede conectarse y desconectarse, además. El cabo Hasner mató algunas miniaturas que estaban manipulándola.

—Muy bien. Nos la llevaremos —dijo Staley—. Que vayan saliendo, Kelley.

—¡Señor! —el soldado cruzó apresuradamente a través de la barrera invisible; tuvo que empujar—. Es igual que… como una especie de Campo, señor Staley. Sólo que no tan denso.

Staley carraspeó y se acercó a los otros guardiamarinas.

—La cafetera —dijo; parecía como si no lo creyera—. Lafferty. Kruppman. Janowith. Ustedes vendrán con nosotros. —Volvió de nuevo a las ruinas que había más allá.

Al otro extremo había una puerta doble aislante en el pasillo, y Staley indicó a Whitbread que la abriera. Los cierres cedieron fácilmente, y se amontonaron en la pequeña cámara neumática para atisbar a través del grueso cristal el principal pasillo de conexión de estribor.

—Parece bastante normal —murmuró Whitbread.

Lo parecía. Cruzaron la cámara neumática en dos ciclos y siguieron impulsándose con las abrazaderas de las paredes del pasillo hasta la entrada del comedor principal de la tripulación.

Staley miró a través del grueso cristal el compartimiento comedor.

—¡Dios mío!

—¿Qué pasa, Horst? —preguntó Whitbread. Pegó su casco al de Staley. En el compartimiento había docenas de miniaturas. La mayoría llevaban armas láser y estaban disparándose entre sí. No había orden de ningún tipo en aquella batalla. Parecía como si cada una de las miniaturas disparase contra todas las demás, aunque quizás se tratase sólo de una primera impresión. El compartimiento estaba lleno de una niebla rosada: sangre pajeña. Pajeños muertos y heridos flotaban en una danza loca mientras la habitación parpadeaba con líneas de luz verdeazulada.

—No entremos —murmuró Staley; recordó que hablaba a través de la radio de su traje y alzó la voz—. Nunca saldríamos vivos de ahí. Olvidemos la cafetera. —Siguieron a través del pasillo buscando más supervivientes humanos.

No había ninguno. Staley les condujo de vuelta hacia el comedor de la tripulación.

—Kruppman —aulló—, coja a Hanowith y sitúe este pasillo en vacío. Queme los mamparos, utilice granadas… cualquier cosa, pero déjelo todo en vacío. Y luego salga rápidamente de esta nave.

—De acuerdo, señor.

Cuando los soldados doblaron una esquina del pasillo de acero, los guardiamarinas perdieron contacto con ellos. Las radios de los trajes sólo funcionaban en la línea de visión. Sin embargo, aún podían oírse. La MacArthur resonaba por todas partes. Agudos chillidos, repiqueteo de metal roto, zumbidos… todo aquello resultaba extraño.

—Ya no es nuestra —murmuró Potter.

Hubo un silbido. El pasillo estaba en vacío. Staley arrojó una granada contra el mamparo del comedor y retrocedió doblando una esquina. Relampagueó la luz un instante, y Staley volvió de nuevo a disparar su láser manual en el punto aún llameante del mamparo. Los otros dispararon con él.

La pared comenzó a hincharse y luego reventó. El aire silbó en el pasillo, con una nube de pajeños muertos. Staley giró los cierres de la entrada de la cámara, pero no pasó nada. Implacablemente, quemaron el mamparo hasta que el agujero fue lo bastante grande para permitirles entrar.

No había huella de miniaturas vivas.

—¿Por qué no hacemos lo mismo en toda la nave? —preguntó Whitbread—. Podríamos recuperar el control.

—Quizás —convino Staley—. Lafferty, coja la cafetera y llévela por el lado de babor. Deprisa, le cubriremos.

Lafferty se lanzó pasillo adelante en la misma dirección por la que habían desaparecido los soldados.

—¿No sería mejor que fuésemos con él? —preguntó Potter.

—El torpedo —aulló Staley—. Tenemos que detonar el torpedo.

—Pero, Horst —protestó Whitbread—. ¿No podemos hacernos con el control de la nave? No he visto miniaturas con trajes de vacío.

—Pueden construir esas cortinas de presión mágicas —le recordó Staley—. Además, tenemos órdenes.

Indicó que siguieran, y ellos se lanzaron por delante de él. Ahora que la MacArthur estaba vacía de humanos, se apresuraban, abriéndose paso con granadas y rayos láser. Potter y Whitbread se estremecían al pensar los daños que estaba sufriendo la nave. Sus armas no estaban destinadas a destrozar una nave espacial en perfecto funcionamiento.

Los torpedos estaban en el lugar previsto: Staley y Whitbread habían formado parte del grupo que los había soldado al otro lado del generador del Campo. Pero… el generador había desaparecido. Una cubierta hueca ocupaba su lugar.

Potter buscaba los cronómetros que debían disparar el torpedo.

—Espere —ordenó Staley; encontró un cable de intercomunicación y conectó a él su traje.

—Aquí el guardiamarina Horst Staley en el compartimiento del generador del Campo. ¿Hay alguien ahí?

—Sí, señor Staley —contestó una voz—. Un momento, señor, aquí está el capitán —el capitán Blaine tomó la palabra. Staley explicó la situación.

—El generador del Campo ha desaparecido, señor, pero el Campo parece tan fuerte como siempre…

Hubo una larga pausa. Luego, Blaine lanzó un juramento, pero se controló.

—Llevan ustedes retraso ya, señor Staley. Tenemos órdenes de cerrar los agujeros del Campo y subir a bordo de los botes de la Lenin en el plazo de cinco minutos. Jamás conseguirán salir antes de que la Lenin abra fuego.

—No, señor. ¿Y qué debemos hacer?

Blaine vaciló un momento.

—Tendré que comunicar esto al almirante. Quédense donde están.

Un súbito estruendo les lanzó al aire. Luego hubo un silencio y Potter dijo innecesariamente:

—Estamos bajo presión. Los Marrones deben de haber reparado alguna puerta.

—Entonces pronto estarán aquí —dijo Whitbread—. Ya verán lo que es bueno —esperaron—. ¿Qué hará el capitán? —añadió Whitbread.

No había respuesta posible y se quedaron esperando, tensos e inquietos, con las armas preparadas, mientras oían que a su alrededor la MacArthur volvía a la vida. Sus nuevos amos se aproximaban.

—No me iré sin los guardiamarinas —decía Rod al almirante.

—¿Esta usted seguro de que no pueden llegar a la cámara neumática de babor? —preguntó Kutuzov.

—Tardarían más de diez minutos, almirante. Los Marrones controlan esa parte de la nave. Tendrían que abrirse camino luchando.

—¿Qué sugiere entonces?

—Déjeles utilizar los botes salvavidas, señor —contestó Rod.

Había botes salvavidas en varias partes de la nave, y una docena de ellos estaban situados a menos de veinte metros del compartimiento del generador del Campo. Eran esencialmente motores de combustible sólido con cabinas hinchables, proyectados para permitir a un refugiado sobrevivir unas cuantas horas en el caso de que la nave sufriese daños imposibles de reparar… o estuviese a punto de explotar. Ambas cosas podían aplicarse a la situación de la MacArthur.

—Las miniaturas deben de haber instalado instrumentos de registro y transmisiones en los botes salvavidas —dijo Kutuzov—. Un medio de proporcionar a los pajeños grandes todos los secretos de la MacArthur. —Habló con algún otro—. ¿Cree usted posible eso, capellán?

Blaine oyó hablar al fondo al capellán Hardy.

—No, señor. Las miniaturas son animales. Siempre me lo han parecido. Y eso dicen los pajeños adultos. Y todas las pruebas justifican la hipótesis. Sólo serían capaces de eso si los dirigiesen adecuadamente… Y, almirante, si hubiesen estado tan ansiosos por comunicarse con los pajeños, puede usted estar seguro de que ya lo habrían hecho.

Da —murmuró Kutuzov—. No merece la pena sacrificar a esos oficiales por nada. Capitán Blaine, deles orden de que utilicen los botes salvavidas. Pero adviértales que no debe salir con ellos ninguna miniatura. En cuanto salgan, vendrá usted inmediatamente a bordo de la Lenin.

—Entendido, señor —Rod suspiró aliviado y conectó el intercomunicador con la línea del compartimiento del generador.

—Staley, el almirante dice que pueden utilizar ustedes los botes salvavidas. Procuren que no haya en ellos miniaturas, les registrarán a ustedes antes de que suban a bordo de uno de los botes de la Lenin. Conecten los detonadores de los torpedos y salgan de ahí. ¿Entendido?

—De acuerdo, señor. —Staley se volvió a los otros guardiamarinas—. Los botes salvavidas —gritó—. Rápido…

Alrededor de ellos parpadeó una luz verde.

—¡Bajen los visores! —gritó Whitbread.

Se lanzaron detrás de los torpedos mientras el rayo escudriñaba el compartimiento. Abrió agujeros en los mamparos; luego atravesó las paredes del compartimiento, y por último el propio casco. Salió silbando el aire y el rayo dejó de moverse, pero permaneció fijo allí, arrojando energía a través del casco contra el Campo que se extendía más allá.

Staley alzó su visor solar. Estaba oscurecido con depósitos metálicos de plata. Siguió cuidadosamente el rayo para localizar su origen.

Era una gran arma manual de láser. Para manejarla debían de hacer falta doce miniaturas por lo menos. Algunas de ellas, muertas y secas, colgaban de las abrazaderas manuales dobles.

—Vamonos —ordenó Staley. Insertó una llave en el cierre del panel del torpedo. Potter hizo lo mismo a su lado. Giraron las llaves… les quedaban diez minutos para escapar. Staley comunicó por el intercom:

—Misión cumplida, señor.

Cruzaron la puerta abierta del compartimiento y pasaron al pasillo posterior principal dirigiéndose a popa, impulsándose en las agarraderas de las paredes. Las carreras con gravedad nula eran un juego muy popular, aunque un tanto ilegal, entre los guardiamarinas, y en aquel momento se alegraron de la práctica que habían adquirido. Tras ellos, el cronómetro continuaría su tic-tac…

—Debe de ser aquí —dijo Staley.

Lanzó un rayo contra la puerta, luego abrió un hueco del tamaño de un hombre en el casco exterior. Silbó el aire… las miniaturas les habían encerrado de nuevo en la hedionda atmósfera de Paja Uno, pese a haber llegado después. Colgaban en el vacío agujas de hielo.

Potter localizó los controles de hinchado del bote salvavidas y rompió el cristal que lo cubría con la culata de la pistola. Se apartaron esperando que se hincharan los botes salvavidas. Pero en vez de hincharse se alzó el suelo. Detrás de la cubierta se almacenaba una hilera de conos, de dos metros de diámetro de base cada uno y de unos ocho metros de longitud.

—El Marrón asesino ataca de nuevo —dijo Whitbread.

Los conos eran todos idénticos y parecían recién fabricados. Las miniaturas parecían haber trabajado durante semanas bajo la cubierta, destrozando los botes salvavidas y el resto del equipo para reemplazarlos por… aquellas cosas. Todos los conos tenían una silla de choque retorcida en el extremo mayor y una especie de cohete en la punta.

—Examina esos chimes, Potter —dijo Staley—. Comprueba si hay algún Marrón oculto en ellas.

No parecía haberlos. Salvo el casco cónico, que era sólido, todo lo demás era estructura abierta. Potter estuvo tanteando y mirando mientras sus amigos hacían guardia.

Buscaban una abertura en el cono cuando captó un movimiento con el rabillo del ojo. Cogió una granada de su cinturón y se volvió. Un traje espacial flotaba… junto a la pared del pasillo. Sostenía un pesado láser con ambas manos.

El nerviosismo de Staley se reveló en su voz.

—¡Eh! ¡Identifíquese!

El otro alzó el arma. Potter lanzó una granada.

La explosión se vio taladrada por una intensa luz verde que iluminó espectralmente el pasillo y atravesó uno de los botes salvavidas cónicos.

—¿Era un hombre? —gritó Potter— ¿Qué era? ¡Los brazos se doblaban al revés! Las piernas se proyectaban hacia adelante… ¿Qué era?

—Un enemigo —dijo Staley—. Creo que lo mejor será que salgamos de aquí. Que subamos a bordo de los botes mientras podamos.

Y se subió en el extraño asiento de uno de los conos intactos. Los otros eligieron inmediatamente un asiento cada uno.

Horst descubrió un tablero de control sobre una barra y lo hizo girar hasta situarlo frente a él. No había indicadores por ninguna parte. Inteligentes o no, parecía que todos los pajeños pudiesen descubrir el funcionamiento de una máquina sólo con mirarla.

—Probaré con el botón cuadrado grande —dijo Staley con firmeza. Su voz parecía extrañamente hueca a través de la radio del traje. Pulsó el botón.

Una sección del casco se desprendió bajo él. El cono se balanceó como una honda. Los cohetes llamearon un instante. Frío y negror… y luego salió del Campo.

Salieron del Mar Negro otros dos conos. Horst dirigió frenéticamente la radio de su traje hacia la acechante masa negra de la Lenin situada a no más de un kilómetro de distancia.

—¡Aquí el guardiamarina Staley! Los botes salvavidas han sido modificados. Somos tres, y estamos solos a bordo de ellos…

Un cuarto cono brotó de la negrura. Staley se volvió en su asiento. Parecía un hombre…

Tres armas manuales dispararon simultáneamente. El cuarto cono relampagueó y se fundió, pero ellos siguieron disparando largo rato.

—Uno de los… —Staley no sabía qué informar. Su circuito quizá no fuese seguro.

—Le tenemos a usted en las pantallas, guardiamarina —dijo una voz de fuerte acento—. Apártense de la MacArthur y esperen a que los recojan. ¿Han completado su misión?

—Sí, señor —Staley miró su reloj—. Faltan cuatro minutos, señor.

—Entonces dense prisa —ordenó la voz.

Pero ¿cómo? se preguntaba Staley. Los controles no tenían ninguna función obvia. Mientras buscaba frenéticamente, se encendió su cohete. Pero… él no había tocado nada.

—Mi cohete funciona de nuevo —dijo la voz de Whitbread. Parecía tranquilo… mucho más tranquilo de lo que estaba Staley.

—También el mío —añadió Potter—. A caballo regalado no le mires el diente. Estamos separándonos de la nave.

El rumor continuaba. Aceleraban todos casi a gravedad normal, con Paja Uno en un inmenso y creciente verde a un lado. Al otro, el negro profundo del Saco de Carbón, y el negro aún más intenso de la Lenin. Los botes aceleraron durante largo rato.