Rody y Sally estaban solos, sentados en la cabina de control del capitán. Las pantallas de intercomunicación estaban apagadas, y el tablero de situación que había sobre el escritorio de Rod mostraba un limpio esquema de luces verdes. Rod estiró sus largas piernas y bebió un trago de su bebida.
—¿Se da cuenta de que es casi la primera vez que estamos solos desde que salimos de Nueva Caledonia? Es magnífico.
Ella sonrió, insegura.
—Pero no tenemos mucho tiempo… los pajeños esperan que regresemos, y además tengo que dictar mis notas… ¿Hasta cuándo estaremos en el sistema pajeño, Rod?
—Eso depende del almirante —dijo Blaine, encogiéndose de hombros—. El Virrey Merrill quería que regresáramos lo más pronto posible, pero el doctor Horvath quiere saber más, reunir más datos. Y yo también. Sally, aún no tenemos nada significativo que comunicar. Ni siquiera sabemos si los pajeños constituyen o no una amenaza para el Imperio.
—¿Por qué no deja de actuar como un oficial de la Marina y vuelve a ser usted mismo, Rod Blaine? No hay el menor indicio de que los pajeños sean hostiles. No hemos visto signo alguno de armas, ni de guerra, ni nada parecido…
—Lo sé —dijo Rod agriamente—. Y eso me preocupa. Sally, ¿ha oído hablar de alguna civilización humana que no tuviera soldados?
—No, pero los pajeños no son humanos.
—Ni lo son las hormigas, pero tienen soldados… Quizás tenga razón, quizás sea la influencia de Kutuzov. Por cierto, quiere más informes. ¿Sabe que todos los datos se transmiten tal como llegan a la Lenin en una hora? Hemos enviado hasta muestras de artefactos pajeños, y algunas de las cosas modificadas por los Marrones…
Sally se echó a reír. Por unos instantes, esto pareció molestar a Rod, pero luego se rió también.
—Lo siento, Rod. Sé que ha debido de ser doloroso decirle al Zar que tenía Marrones en su nave… ¡pero era divertido!
—Sí. Divertido. De todos modos, enviamos todo lo que podemos a la Lenin… ¡Y usted me cree a mí paranoico! Kutuzov lo inspecciona todo en el espacio, ¡Y luego lo sella en recipientes llenos de cifógino y los aparca fuera de su nave! Creo que tiene miedo a la contaminación. Oh, maldita sea —Rod se volvió a la pantalla cuyo timbre sonaba—. Aquí el capitán —dijo.
—El capellán Hardy quiere verle, capitán —dijo el centinela—. Vienen con él el señor Renner y los científicos.
Rod suspiró y lanzó una mirada desesperada a Sally.
—Mándeles pasar y avise a mi camarero. Supongo que querrán tomar algo.
Lo hicieron. Por último, se sentaron todos y la cabina se llenó a rebosar. Rod saludó al personal de la expedición pajeña y luego cogió unas hojas que tenía sobre la mesa.
—Primera pregunta: ¿necesitan tener con ustedes soldados de la Marina? Tengo entendido que no tienen nada que hacer.
—Bueno, no importa que estén allí —contestó el doctor Horvath—. Pero ocupan un espacio que podrían utilizar con más provecho los miembros del equipo científico.
—En otras palabras, no —dijo Rod—. Muy bien. Les dejaré decidir qué miembros del equipo científico deben reemplazarles, doctor Horvath. Punto siguiente: ¿necesitan ustedes infantes de marina?
—Cielo santo, ninguno —protestó Sally. Miró rápidamente a Horvath, que asintió—. Capitán, los pajeños no tienen nada de hostiles; hasta nos han construido un castillo. ¡Es maravilloso! ¿Por qué no baja usted a verlo?
Rod rió ásperamente.
—Órdenes del almirante. Además, no puedo dejar bajar a ningún oficial que sepa construir un Campo Langston. —Se señaló a sí mismo—. El almirante y yo estamos de acuerdo en un punto: si ustedes necesitan ayuda, dos infantes de marina de nada servirán… y no me parece una buena idea dar a los pajeños la oportunidad de convertir a esos Fyunch(click) en un par de guerreros. Esto se relaciona con el punto siguiente. Doctor Horvath, ¿le parece satisfactorio el comportamiento del señor Renner? Quizás deba pedirle que abandone el camarote mientras usted habla.
—Por Dios, el señor Renner ha sido un gran colaborador. Capitán, ¿se aplica su restricción a mi gente? ¿Se me prohibe llevar, por ejemplo, un físico a Paja Uno?
—Sí.
—Pero el doctor Buckman cuenta con ir. Los pajeños llevan mucho tiempo estudiando el Ojo de Murcheson y el Saco de Carbón… ¿Cuánto, señor Potter?
El guardiamarina se agitó incómodo antes de contestar.
—Miles de años, señor —respondió por último—. Sólo que…
—¿Qué, señor? —instó Rod. Potter era un poco tímido, y tenía que superarlo—. Hable.
—Sí, señor. Hay vacíos en sus observaciones, capitán. Los pajeños nunca han mencionado el hecho, pero el doctor Buckman dice que es evidente. Se diría que a veces pierden el interés por la astronomía, y el doctor Buckman no puede entenderlo.
—No me extraña —rió Rod—. ¿Hasta qué punto son importantes esas observaciones, señor Potter?
—Para la astrofísica, quizás muy importantes, capitán. Han estado observando la supergigante durante toda su historia mientras pasaba a lo largo del Saco de Carbón. Se convertirá en supernova y luego en agujero negro, y los pajeños dicen que saben cuándo.
El guardiamarina Whitbread rompió a reír. Todos se volvieron a mirarle. Whitbread apenas si podía controlarse.
—Perdón, señor… Pero yo estaba allí cuando Gavin le habló a Buckman de ellos. El Ojo estallará el 27 de abril del año 2774020 d. C, entre las cuatro y las cuatro y media de la mañana, según dicen. Creí que el doctor Buckman se iba a morir del susto. Inmediatamente comenzó a hacer comprobaciones. Estuvo treinta horas…
Sally se echó a reír también.
—Y su Fyunch(click) estuvo a punto de morir con ese régimen —añadió—. Cuando su propia pajeña se fue, hizo que la pajeña del doctor Horvath le tradujese.
—Sí, pero descubrió que tenían razón —les dijo Whitbread; el guardiamarina carraspeó e imitó la seca voz de Buckman—: Han acertado, señor Potter. Tengo observaciones y cálculos que lo demuestran.
—Se está convirtiendo usted en un gran actor, señor Whitbread —dijo el primer teniente Cargill—. Lástima que sus trabajos en astrogación no muestren esos progresos. Capitán, me parece que el doctor Buckman puede obtener aquí todo lo que necesita. No hay razón alguna para que vaya al planeta pajeño.
—De acuerdo. Doctor Horvath, la respuesta es no. Además… ¿quiere usted realmente pasarse una semana con Buckman? No hace falta que me conteste —añadió—. ¿A quién elegirá?
Horvath caviló un momento.
—De Vandalia, supongo.
—Sí, por favor —dijo enseguida Sally—. Necesitamos un geólogo. He intentado extraer muestras minerales, y no pude aclarar nada sobre la composición de Paja Uno. No hay más que ruinas sobre ruinas.
—¿Quiere decir usted que no tienen rocas? —preguntó Cargill.
—Tienen rocas, teniente —contestó ella—. Granito y lava y varios tipos de basalto, pero no están donde estaban cuando se formó el planeta. Todas han sido utilizadas para hacer paredes o losas o techos. Encontré muestras originales en un museo. Pero no saqué gran cosa de ellas.
—Un momento —dijo Rod—. ¿Quieren decir que salen ustedes y cavan al azar, y que dondequiera que excaven no encuentran más que restos de una ciudad? ¿Incluso en las tierras de cultivo?
—Bueno, no tuvimos tiempo de hacer muchas excavaciones. Pero donde yo cavé siempre había otra cosa debajo. ¡No había modo de llegar al final! Capitán, había una ciudad como la de Nueva York del año 2000 bajo un montón de cabañas de adobe sin instalaciones sanitarias. Creo que tuvieron una civilización que se desmoronó, quizás hace dos mil años.
—Eso explicaría los lapsos en las observaciones —dijo Rod—. Pero… parecen más adelantados que eso. ¿Por qué se desmonoraría aquella civilización? ¿Por qué lo permitirían ellos? —Miró a Horvath, que se encogió de hombros.
—Yo tengo una idea —dijo Sally—. Los contaminantes del aire… ¿No hubo un problema con la contaminación de los motores de combustión interna en la Tierra durante el Condominio? ¿Y si los pajeños tenían una civilización basada en combustibles fósiles y se les agotaron? ¿No retrocederían entonces a la edad de hierro hasta crear de nuevo energía de fusión y física plasmática? Parecen andar terriblemente escasos de yacimientos radiactivos.
Rod se encogió de hombros.
—Un geólogo ayudaría mucho, no hay duda… y es mucho más necesario que esté allí que el que lo esté el doctor Buckman. ¿Quedamos de acuerdo entonces, doctor Horvath?
El Ministro de Ciencias asintió hoscamente.
—Aun así, he de decir que no me gusta que la Marina interfiera en nuestro trabajo. Dígaselo, doctor Hardy. Esto debe acabar.
El capellán lingüista pareció sorprenderse. Estaba sentado al fondo de la habitación y escuchaba atento y silencioso.
—Bueno, estoy de acuerdo en que un geólogo será más útil en la superficie del planeta que un astrofísico, Horvath. Y… capitán, me encuentro en una posición única. Como científico, no puedo aprobar en absoluto las restricciones que se nos imponen en nuestras relaciones con los pajeños. Como representante de la Iglesia, tengo una tarea imposible. Y como oficial de la Marina… no puedo evitar dar la razón al almirante.
Todos se volvieron sorprendidos hacia el capellán.
—Estoy asombrado, doctor Hardy —dijo Horvath—. ¿Ha visto usted la más leve prueba de actividades bélicas en Paja Uno?
Hardy juntó las manos cuidadosamente y habló por encima de las puntas de los dedos.
—No. Y eso, Anthony, es lo que me preocupa. Nosotros sabemos que los pajeños han tenido guerras: la clase de los Mediadores se creó evolutivamente, puede que con la intención de ponerles fin. No creo que lo lograran siempre. Entonces, ¿por qué los pajeños nos ocultan sus armas? Es evidente que por la misma razón que nosotros ocultamos las nuestras; pero consideremos lo siguiente: nosotros no ocultamos el hecho de que tenemos armas, ni siquiera su naturaleza general. ¿Por qué lo hacen ellos?
—Probablemente les avergüence —contestó Sally; pestañeó al sentir la mirada de Rod—. No quiero decir exactamente eso, pero están civilizados desde antes que nosotros, y tal vez les avergüence su pasado violento.
—Posiblemente —advirtió Hardy; olisqueó pensativo su brandy—. Y posiblemente no, Sally. Tengo la impresión de que los pajeños ocultan algo importante… y nos lo ocultan delante de nuestras propias narices, como si dijéramos.
Hubo un largo silencio. Horvath resopló sonoramente. Por último, el Ministro de Ciencias dijo:
—¿Y cómo podrían hacerlo, doctor Hardy? Su gobierno es un conglomerado de negociaciones informales de los representantes de la clase que da órdenes. Al parecer cada ciudad es autónoma. Paja Uno no tiene apenas gobierno planetario… ¿Creen que pueden conspirar contra nosotros así? No parece muy fácil.
Hardy volvió a encogerse de hombros.
—Por lo que hemos visto, doctor Horvath, tiene razón sin duda. Y sin embargo, yo tengo la impresión de que nos ocultan algo.
—Nos lo han enseñado todo —insistió Horvath—. Incluso las casas de los que dan órdenes, en las que normalmente no hay visitas.
—Sally estaba llegando precisamente a eso cuando ustedes llegaron —dijo rápidamente Rod—. Me parece fascinante… ¿Cómo vive la clase oficial pajeña? ¿Como la aristocracia imperial?
—Es una suposición bastante acertada —exclamó Horvath: dos martinis secos le habían animado considerablemente—. Había muchas similitudes… aunque los pajeños tienen una idea del lujo totalmente distinta a la nuestra. Algunas cosas en común había, sin embargo. Tierra. Criados. Ese tipo de cosas. —Horvath tomó otro trago y siguió con el tema:
»En realidad, visitamos las casas de dos individuos. Uno vivía en un rascacielos cerca del Castillo. Parecía controlar todo el edificio: tiendas, industria eléctrica, centenares de Marrones y Rojos y Obreros y… bueno, docenas de otras castas. El otro, sin embargo, el agricultor, era muy parecido a un noble rural. La fuerza de trabajo vivía en largas hileras de casas, y entre las hileras de casas había campos. El «noble» vivía en el centro de todo aquello.
Rod pensó en su propia casa familiar.
—Crucis Court estaba rodeada de aldeas y campos… pero, por supuesto, todas las aldeas se fortificaron después de las Guerras Separatistas. Y lo mismo la Corte, en realidad.
—Curioso que diga usted eso —musitó Horvath—. Había también una especie de edificio fortificado rectangular junto a la casa del noble. Con un gran atrio en medio. En realidad, los rascacielos residenciales no tenían ventanas en las plantas bajas y tenían grandes jardines en las terrazas. Eran autosuficientes. Parece muy militar. No tendremos que informar de esta impresión al almirante, ¿verdad? Seguro que le parecería un indicio de tendencias militaristas.
—¿Está usted seguro de que no es así? —pregunto Jack Cargill—. Por lo que he oído, todos los de la clase que da órdenes tienen una fortaleza autosuficiente. Huertos en las terrazas. Marrones para arreglar toda la maquinaria… lástima que no podamos traer a algunos para que ayuden a Sinclair.
Cargill percibió la hosca mirada de su capitán y añadió rápidamente—: Bueno, lo cierto es que el agricultor podría haber corrido mejor suerte en un combate, pero los dos lugares parecían fortines. Y lo mismo todos los demás palacios residenciales de que tengo noticia.
El doctor Horvath había estado luchando por controlarse, mientras Sally Fowler intentaba sin éxito ocultar lo mucho que le divertía la escena. Por fin, rompió a reír.
—Teniente Cargill, los pajeños dominan la navegación espacial y la energía de fusión desde hace siglos. Si sus edificios tienen aún aspecto de fortaleza, debe de ser la tradición… Usted es el especialista militar, ¿qué protección podría significar frente a armas modernas convertir las casas en fortines como ésos?
Cargill hubo de guardar silencio, pero su expresión mostraba que no le habían convencido.
—¿Decía usted que procuraban que sus casas fuesen autosuficientes? —preguntó Rod—. ¿Incluso en la ciudad? ¡Qué tontería! ¿Y el agua?
—Llovía mucho —dijo Renner—. Tres días de cada seis.
Rod miró al piloto jefe. ¿Hablaba en serio?
—¿Sabía usted que hay pajeños zurdos? —continuó Renner—. Todo invertido. Dos manos izquierdas de seis dedos, un gran brazo derecho, y la protuberancia del cráneo a la derecha.
—Tardé una media hora en darme cuenta —dijo Whitbread riéndose—. Aquel pajeño actuaba como el antiguo de Jackson. Debía de tener instrucciones.
—Zurdos —dijo Rod—. ¿Por qué no?
Al menos habían cambiado de tema. Los camareros trajeron la comida y todos callaron. Cuando acabaron de comer era hora de bajar a Paja Uno.
—Quiero hablar un momento con usted, señor Renner —dijo Rod cuando el piloto jefe iba a marcharse. Esperó hasta que se fueron todos, salvo Cargill—. Necesito un oficial ahí abajo, y usted es el único del que puedo desprenderme que cumple las condiciones del almirante. Pero aunque no tenga usted armas, más que las personales, y no disponga de ningún infante de marina, esto es una expedición militar, y si llega el momento, está usted al cargo.
—De acuerdo, señor —dijo Renner; parecía desconcertado.
—Si tuviese usted que disparar contra un hombre, o contra un pajeño, ¿lo haría?
—Lo haría, señor.
—Ha contestado usted muy deprisa, señor Renner.
—Lo pensé con mucha calma, hace tiempo, cuando decidí incorporarme a la Marina. Si me hubiera considerado entonces incapaz de disparar contra otro, no habría ingresado en el cuerpo.
Blaine asintió.
—Siguiente pregunta: ¿puede usted apreciar la necesidad de una acción militar a tiempo para hacer algo? ¿Aunque lo que hiciese fuese desesperado?
—Eso creo, capitán. ¿Puedo decir algo? Deseo volver, y…
—Diga lo que sea, señor Renner.
—Capitán, el Fyunch(click) que tenía usted se volvió loco.
—Tuve conocimiento de ello —dijo fríamente el capitán Blaine.
—Creo que el hipotético Fyunch(click) del Zar se volvería loco mucho más deprisa. Lo que usted quiere es el oficial a bordo de esta nave menos inclinado a la forma militar de pensar.
—Suba a bordo, señor Renner. Y buena suerte.
—Gracias, capitán. —Renner no hizo el menor intento de ocultar su sonrisa mientras salía del camarote.
—Lo hará bien, capitán —dijo Cargill.
—Eso espero, Número Uno. Jack, ¿cree usted que fue nuestra actividad militar lo que volvió loca a la pajeña?
—No lo creo, señor. —Cargill parecía seguro.
—¿Qué fue entonces?
—No lo sé, capitán. No sé demasiado sobre esos monstruos de ojos saltones. Sólo hay una cosa de la que estoy seguro, y es que están aprendiendo más sobre nosotros que nosotros sobre ellos.
—Oh, vamos, Número Uno. Llevan a los nuestros adonde los nuestros dicen. Según Sally les hacen reverencias… pero en fin, para ellos eso no es tan difícil… Bueno, lo cierto es que dice que son muy amables y que siempre cooperan. No ocultan nada. A usted siempre le han dado miedo los pajeños, ¿verdad? ¿Tiene idea de por qué?
—No, capitán —Cargill miró fijamente a Blaine y decidió que su jefe no estaba acusándole de burlarse—. Simplemente todo esto no me huele bien. —Miró su computadora de bolsillo para saber la hora—. Tengo que darme prisa, capitán. Debo ayudar al señor Bury en ese asunto del café.
—Bury… Jack, tenía ganas de hablar con usted sobre esto. Su pajeño vive ahora en la nave embajadora. Bury se ha trasladado al transbordador. ¿De qué demonios hablan?
—¿Qué quiere decir, señor? Están negociando acuerdos comerciales…
—Ya, pero Bury sabe mucho sobre el Imperio. Economía, industria, tamaño general de la flota, cuántos enemigos tenemos; Bury sabe todo eso y mucho más.
Cargill rió entre dientes.
—Él no dejaría que su mano derecha supiese cuántos dedos hay en la izquierda, capitán. ¿Cree usted que iba a darle algo gratis el pajeño? Además, estoy casi seguro de que no dirá nada que usted no aprobase.
—¿Por qué está tan seguro?
—Le dije que habíamos puesto micrófonos en todos los rincones del transbordador, señor —la sonrisa de Cargill creció aún más—. Sabe, claro, que no podemos escuchar todas las grabaciones simultáneamente, pero… —Rod volvió a reír.
—Espero que resulte. Está bien, es mejor que se vaya usted a la Tertulia de Café… ¿Seguro que no le importa ayudarme en esto?
—Capitán, la idea fue mía. Si Bury puede enseñar a los cocineros a hacer mejor café en las alertas de combate, podría hasta modificar la opinión que tengo de él. ¿Por qué se le mantiene prisionero en esta nave? No lo sé exactamente…
—¿Prisionero? Teniente Cargill…
—Capitán, no hay miembro de la tripulación que no se dé cuenta de que resulta extraño que ese hombre esté a bordo. Según los rumores está implicado en la rebelión de Nueva Chicago, y usted tiene que llevarle ante el Almirantazgo. ¿Es así, verdad?
—Alguien anda hablando demasiado, Jack. No quiero hablar de este asunto.
—Por supuesto, capitán. Tiene usted órdenes, capitán. Pero me he dado cuenta de que no lo desmiente. En fin, comprendo. Su familia es más rica que el propio Bury… Me pregunto cuántos hombres de la Marina se venderían… Me daría miedo tener prisionero a un tipo que puede comprar un planeta entero.
Y dicho esto, Cargill salió rápidamente por el pasillo que conducía a la cocina principal de la nave.
La noche anterior la conversación que había seguido a la cena había desembocado en el tema del café, y Bury había perdido su distanciamiento aburrido habitual para hablar por extenso sobre el tema. Les había hablado de la histórica especie cafetera Moka-Java, que aún se daba en lugares como Makasar, y la feliz mezcla de Java puro y el grúa que se destilaba en el Mundo del Príncipe Samuel. Conocía la historia del Blue Mountain jamaicano, aunque, según dijo, nunca lo había probado. Cuando terminaron el postre, sugirió que «catasen café» a la manera que se cataba el vino.
Había sido una culminación magnífica de un banquete excelente, con Bury y Nabil moviéndose como nigromantes entre filtros y agua hirviendo y etiquetas escritas a mano. Los huéspedes se divirtieron mucho, y esto convirtió a Bury en un hombre distinto; nadie había pensado que pudiese tener una afición como aquélla.
—Pero el secreto básico es mantener el equipo muy limpio —había dicho—. Los aceites amargos del café de ayer se acumularán en la cafetera, sobre todo en el filtro.
Al final Bury se ofreció a inspeccionar al día siguiente los servicios de elaboración de café de la MacArthur. Cargill, que consideraba vital el café en una nave de guerra, tanto como los torpedos, aceptó la colaboración muy gustoso. Mientras observaba al barbudo comerciante examinar el gran filtro, se sirvió una taza.
—Desde luego la máquina está bien conservada —dijo—. Muy bien conservada. Está absolutamente limpia y no se recalienta el café demasiado a menudo. Para café normal es excelente, teniente.
Desconcertado, Jack Cargill se sirvió una taza y lo probó.
—Vaya, esto es mejor que el brebaje que tomamos en la sala de oficiales.
Hubo entre los cocineros miradas de reojo. Cargill las advirtió. Advirtió también otra cosa. Pasó un dedo por un lado del colador y descubrió una capa marrón y oleosa.
Bury repitió el gesto, olisqueó el dedo y se tocó con él la punta de la lengua. Cargill probó el aceite en la mano. Era como todo el mal café que había tragado por miedo a caer dormido de guardia. Volvió a examinar el filtro y la manecilla de la espita.
—Las miniaturas —gruñó Cargill—. Hay que desmontarla.
Vaciaron la máquina y la desmontaron… en la medida en que pudieron. Piezas hechas para atornillarse estaban ahora fundidas en una sola unidad. Pero el secreto del filtro mágico parecía ser la permeabilidad selectiva. Dejaba pasar los aceites más viejos.
—A mi empresa le gustaría comprar este secreto a la Marina —dijo Bury.
—Nos gustaría tenerlo para vendérselo. Está bien, Ziffren, ¿cuánto tiempo lleva esto así?
—¿Señor? —el cocinero parecía pensarlo—. No sé, señor. Puede que dos meses.
—¿Estaba así antes de que esterilizásemos la nave y acabásemos con las miniaturas? —preguntó Cargill.
—Oh, sí, señor —contestó el cocinero. Pero lo dijo vacilando, y Cargill abandonó la cocina con el ceño fruncido.