—Aprecio su interés por la seguridad del Imperio, almirante —dijo Horvath; hizo un gesto cauteloso frente a la imagen de la pantalla del puente de la MacArthur—. Se lo aseguro. Sin embargo, no hay duda de que si no aceptamos la invitación de los pajeños lo mejor es que nos volvamos a casa. Aquí no tenemos ya nada que aprender.
—Dígame usted, Blaine. ¿Está de acuerdo con esto? —la expresión del almirante Kutuzov era impenetrable.
—Señor —dijo Rod—, tengo que seguir el consejo de los científicos. Dicen que tenemos todos los datos que pueden obtenerse a esta distancia.
—¿Quiere situar usted entonces la MacArthur en órbita alrededor del planeta pajeño? ¿Es eso lo que aconseja usted? ¿Es su posición oficial?
—Lo es, señor. Eso o volver a casa, y no creo que sepamos lo suficiente sobre los pajeños para irnos ya.
Kutuzov respiró lenta y prolongadamente. Apretó los labios.
—Almirante, usted tiene su trabajo, yo tengo el mío —le recordó Horvath—. Está muy bien proteger el Imperio contra cualquier improbable amenaza que planteen los pajeños, pero debemos aprovechar los conocimientos científicos y tecnológicos que puedan proporcionarnos. Le aseguro que no se trata de algo insignificante. Están tan adelantados en muchos aspectos que yo… bueno, no encuentro palabras para describirlo, eso es todo…
—Exactamente. —Kutuzov remarcó la palabra golpeando los brazos de su silla de mando con los puños cerrados—. Tienen una tecnología superior a la nuestra. Hablan nuestro idioma y usted dice que nosotros jamás llegaremos a hablar el suyo. Conocen el efecto Alderson y ahora saben que existen Campos Langston. Quizás debiéramos volver a casa, doctor Horvath. Inmediatamente.
—Pero… —comenzó Horvath.
—Y sin embargo —siguió Kutuzov—, no me gustaría luchar con esos pajeños sin saber más de ellos. ¿Qué defensas planetarias tienen? ¿Cómo se gobiernan? Pese a todos los datos que han recogido ustedes veo que no son capaces de responder a estos interrogantes. No saben siquiera quién manda su nave embajadora.
—Cierto —dijo Horvath enérgicamente—. Es una situación muy extraña. Francamente a veces pienso que no tienen jefe, pero por otra parte acuden siempre a su nave para solicitar instrucciones cuando lo necesitan… y luego está la cuestión del sexo.
—Hable usted claro, doctor.
—De acuerdo —dijo Horvath, irritado—. Es muy simple. Todos los Marrones-y-blancos han sido hembras desde su llegada. Además, la hembra marrón ha quedado embarazada y ha dado a luz una cría marrón y blanca. Ahora es macho.
—Sé de casos de cambios de sexo en alienígenas. ¿Cree usted que una Marrón-y-blanca era macho hasta poco antes de que llegase la nave embajadora?
—Eso pensamos. Pero parece más probable que las Marrones-y-blancas no hayan criado debido a la presión demográfica. Todas ellas siguen siendo hembras… pueden ser incluso híbridos, pues una Marrón es madre de uno. ¿Cruce entre los Marrones y otros? Esto indicaría que había algo distinto a bordo de la nave embajadora.
—Ellos tienen un almirante a bordo de su nave —dijo Kutuzov con firmeza—. Lo mismo que nosotros. Estoy seguro. ¿Qué les dijeron ustedes cuando preguntaron sobre mí?
Rod oyó un resoplido detrás y supuso que se trataba de Kevin Renner.
—Lo menos posible, señor —dijo Rod—. Sólo que estábamos sometidos a las órdenes de la Lenin. No creo que conozcan su nombre, ni si hay un hombre o un grupo, un consejo, a bordo.
—Muy bien. —El almirante casi sonreía—. Exactamente lo que ustedes saben sobre su comandante, ¿verdad? Ahora bien, no hay duda de que a bordo de esa nave hay un almirante y que ha decidido que es mucho mejor tenerles más cerca de su planeta. Ahora bien, mi problema es: ¿sabré yo más dejándoles ir de lo que descubrirá él teniéndoles allí?
Horvath se apartó de las pantallas y lanzó una mirada suplicante al cielo y a todos los santos. ¿Cómo podía ponerse de acuerdo con un hombre como aquél…?
—¿Alguna señal de los pequeños pajeños? —preguntó Kutuzov—. ¿Tienen ustedes aún marrones a bordo del crucero de batalla de Su Majestad Imperial MacArthur?
Rod se estremeció ante el tono sarcástico.
—No, señor. Evacuamos la bodega hangar y lo abrimos todo al espacio. Y luego coloqué a todos los pasajeros y a la tripulación de la MacArthur en la cubierta hangar y abrí el resto de la nave. Fumigamos con cifógeno, echamos monóxido de carbono en todos los sistemas de ventilación, abrimos de nuevo al espacio y después salimos de la bodega hangar e hicimos lo mismo allí. Las miniaturas están muertas, almirante. Tenemos los cuerpos. Veinticuatro, exactamente, aunque a una de ellas no la encontramos hasta ayer; estaba bastante descompuesta después de tres semanas…
—¿Y no hay rastro alguno de Marrones? ¿Ni de ratones?
—No, señor. Tanto las ratas y los ratones como los pajeños… están muertos. La otra miniatura, la que teníamos enjaulada, ha muerto también, señor. El veterinario cree que de vejez.
—Así que el problema está resuelto —dijo Kutuzov—. ¿Y qué me dicen de la alienígena adulta que tienen a bordo?
—Está enferma —dijo Blaine—. Tiene los mismos síntomas que la miniatura.
—Sí, ése es otro asunto —dijo rápidamente Horvath—. Quiero preguntarles a los pajeños qué puede hacerse con la minera enferma, pero Blaine no quiere permitírmelo si no da usted permiso.
El almirante buscó algo fuera de la pantalla. Luego, cuando apareció otra vez, llevaba en la mano un vaso de té del que bebió ruidosamente.
—¿Los otros saben que está a bordo esa minera?
—Sí —dijo Horvath, el Ministro de Ciencias; al ver que Kutuzov le miraba irritado, siguió rápidamente—. Al parecer lo saben desde el principio. Nadie se lo dijo. De eso estoy seguro.
—Así que lo saben. ¿Han pedido que les entregasen a la minera? ¿O han querido verla?
—No. —Horvath frunció de nuevo el ceño; había un tono incrédulo en su voz—. No, no lo han hecho. En realidad, no han mostrado ningún interés por la minera, ni tampoco por las miniaturas… ¿Ha visto usted las fotografías de los pajeños evacuando su nave, almirante? También ellos tienen que matar a los pequeños. Se reproducen como ratas colmeneras. —Horvath hizo una pausa, su ceño se frunció aún más; luego dijo, bruscamente—: De todos modos, quiero preguntarles a los otros qué puede hacerse con la minera enferma. No podemos dejarla morir así.
—Quizás fuese mejor para todos —musitó Kutuzov—. Está bien, doctor, pregúnteles. En realidad, el hecho de que desconozcamos la dieta adecuada de los pajeños no va a revelarles nada sobre el Imperio. Pero si pregunta usted y ellos insisten en ver a esa minera, Blaine, debe negarse. Si es necesario, la minera debe morir… trágica y súbitamente, por accidente, pero debe morir. ¿Está claro? No debe hablar con los otros pajeños, ni ahora ni nunca.
—Entendido, señor.
Rod permanecía impasible en su silla de mando. ¿Estoy de acuerdo con esto?, se preguntaba. Debería estar impresionado, desconcertado, pero…
—¿Aún desea preguntar, dadas las circunstancias, doctor? —preguntó Kutuzov.
—Sí. No esperaba otra cosa de usted, de todos modos. —Horvath apretó los labios con firmeza contra los dientes—. Tenemos ahora lo más importante: los pajeños nos han invitado a colocarnos en órbita alrededor de su planeta. No podemos saber exactamente qué es lo que pretenden. Mi opinión es que quieren iniciar, sinceramente, relaciones comerciales y diplomáticas con nosotros, y éste es el medio lógico de conseguirlo. No hay nada que nos lleve a pensar lo contrario. Usted, claro está, tiene sus propias teorías…
Kutuzov se echó a reír. Era una risa sonora y saludable.
—En realidad, doctor, quizás piense lo mismo que usted. ¿Qué tiene que ver eso, sin embargo? Mi deber es preservar la seguridad del Imperio. Lo que yo crea no tiene importancia. —El almirante les miró fríamente a todos desde las pantallas—. En fin, capitán, dejo a su criterio el desenlace de esta situación. Sin embargo, debe usted ante todo armar su nave con una instalación de torpedos destructores. Comprenderá que no podemos permitir que la MacArthur caiga en manos pajeñas.
—Desde luego, señor.
—Muy bien. Puede usted ir, capitán. Le seguiremos. Debe transmitir toda la información que obtenga, hora a hora… y quede entendido que si su nave se ve amenazada, yo no intentaré rescatarle si hay posibilidad de que corra peligro la Lenin. Mi deber es ante todo regresar con información, incluyendo cómo murieron ustedes, si es que eso llega a suceder. —El almirante se volvió para mirar directamente a Horvath—. Bien, doctor, ¿aún sigue queriendo ir a Paja Uno?
—Por supuesto.
Kutuzov se encogió de hombros.
—Adelante, capitán Blaine —dijo—. Adelante.
Los remolcadores de la MacArthur habían recogido un cilindro en forma de bidón de aceite de la mitad del tamaño de la nave embajadora pajeña. Era muy sencillo: un casco grueso y duro de algún material espumoso, lleno de hidrógeno líquido, que giraba lentamente, con una válvula reductora en el eje. Ahora estaba ligado a la nave embajadora detrás de los espacios vitales toroidales. La delgada espina destinada a guiar el fluido plasmático del impulsor de fusión había sido también modificada, doblada hacia un lado para dirigir el impulso a través del nuevo centro de masa. La nave embajadora permanecía desequilibrada, como una mujer aparatosamente embarazada que intentase caminar.
Los pajeños (los Marrones-y-blancos, guiados por uno de los Marrones) estaban dedicados a desmontar el puente de cámara neumática, fundiéndolo y remodelando el material en plataformas de soporte anulares para los frágiles toroides. Otros trabajaban dentro de la nave, y tres pequeñas formas Marrón-y-blanco jugueteaban entre ellos. El interior cambiaba otra vez como en sueños. Los muebles e instrumentos especiales para la caída libre habían sido remodelados. Los suelos estaban inclinados, en posición vertical respecto a la nueva línea de empuje.
No había ya pajeños a bordo del transbordador; estaban todos trabajando; pero se mantenía el contacto. Algunos de los guardiamarinas cumplían su servicio haciendo simple trabajo muscular a bordo de la nave embajadora.
Whitbread y Potter trabajaban en la cámara de aceleración, desplazando las literas para dejar espacio a dos literas más pequeñas. Era un trabajo sencillo de soldadura, pero exigía músculos. Se amontonaba el sudor bajo los cascos filtradores y les empapaba los sobacos.
—¿Cómo olemos los hombres para un pajeño? —preguntó Potter—. No conteste a la pregunta si le parece impropia —añadió.
—Es una pregunta difícil —contestó la pajeña de Potter—. Mi deber, señor Potter, es comprender todo lo de mi Fyunch(click). Quizás me ajuste demasiado bien a mi papel. El olor del sudor limpio no me ofendería aunque no estuviese usted trabajando para nosotros. ¿Qué es lo que le parece divertido, señor Whitbread?
—Disculpe. Es el acento.
—¿A qué acento se refiere? —preguntó Potter. Whitbread y su pajeña se echaron a reír.
—Bueno, es divertido —dijo la pajeña de Whitbread—. Antes no tenía usted dificultades para distinguirnos.
—Ahora es al revés —dijo Whitbread—. Ahora tengo que contar las manos para saber si estoy hablando con Renner o con su pajeña. Échame una mano aquí, ¿quieres, Gavin…? Y la pajeña del capitán Blaine. Tengo que hacer un esfuerzo para no colocarme en posición de firme cuando dice algo. Habla en el mismo tono en el que da las órdenes el capitán.
—Aun así —dijo la pajeña de Whitbread—, a veces me pregunto si captamos realmente las cosas. El que podamos imitarles no significa que podamos entender…
—Ésta es nuestra técnica habitual, vieja como el mundo. Funciona. ¿Qué otra cosa podemos hacer, Fyunch(click) de Jonathon Whitbread?
—Me lo preguntaba, eso es todo. Son ustedes tan versátiles. No podemos adaptarnos a todas las condiciones de ustedes, Whitbread. Para ustedes es fácil mandar y fácil obedecer; ¿cómo pueden hacer ambas cosas? Son muy buenos con las herramientas…
—También ustedes —dijo Whitbread, sabiendo que era decir poco.
—Pero nos cansamos enseguida. En cambio ustedes pueden seguir trabajando, ¿no es cierto? Nosotros no.
—Hum.
—Y nosotros no sabemos luchar… bueno, basta ya. Nosotros jugamos nuestro papel con el fin de comprenderles, pero ustedes parecen desempeñar todos miles de papeles. Eso resulta muy difícil para un honrado y laborioso monstruo de ojos saltones.
—¿Quién le ha hablado de los monstruos de ojos saltones? —exclamó Whitbread.
—El señor Renner, ¿quién si no? Lo consideré un cumplido… el que confiase en mi sentido del humor, quiero decir.
—El doctor Horvath le mataría si se enterase. Tenemos órdenes de andar con pies de plomo en nuestras relaciones con los alienígenas. No violar sus tabúes y todo eso.
—El doctor Horvath —dijo Potter—. Ahora recuerdo que el doctor Horvath quería que les preguntásemos una cosa. Ya saben que tenemos a un Marrón a bordo de la MacArthur.
—Sí, claro. Una minera. Su nave visitó a la MacArthur y luego volvió a casa vacía. Era evidente que se había quedado con ustedes.
—Está enferma —dijo Potter—. Y últimamente ha empeorado. Según el doctor Blevins tiene todos los síntomas de una enfermedad alimentaria, pero no ha podido hacer nada por ella. ¿Tienen idea de lo que puede faltarle?
Whitbread creyó saber por qué Horvath no le había preguntado a su pajeña lo de la Marrón; si los pajeños exigían verla, había que decirles que no, siguiendo las órdenes del propio almirante. Al doctor Horvath aquella orden le parecía absurda; nunca sería capaz de defenderla. Pero para Whitbread y para Potter no existía tal problema. Para ellos una orden era una orden.
Al ver que las pajeñas no respondían inmediatamente, Jonathon dijo:
—Los biólogos han probado muchas cosas. Nuevos alimentos, análisis de los flujos digestivos de la Marrón, rayos X por si existía un tumor. Llegaron incluso a cambiar la atmósfera del camarote para que fuese igual a la atmósfera de Paja Uno. Todo sin resultado. Cada día está peor y apenas se mueve ya. Ha adelgazado mucho. Se le está cayendo el pelo.
La pajeña de Whitbread habló con una voz extrañamente átona.
—¿No tienen ustedes ni idea de lo que pueda pasarle?
—No —respondió Whitbread.
Resultaba extraño e inquietante aquel modo de mirar de las pajeñas. Ahora parecían idénticas, flotando, medio encogidas, sujetas en las agarraderas manuales: idéntica postura, idénticas marcas, idénticas sonrisas. Ahora no se distinguían las individualidades de cada una. Quizás fuese todo una pose…
—Les daremos algunos alimentos —dijo de pronto la pajeña de Potter—. El diagnóstico parece correcto. Es probable que sea su dieta.
Pero las pajeñas se fueron. Al cabo de un rato regresó la de Whitbread con un saco de presión que contenía cereales, frutos del tamaño de albaricoques y un trozo de carne cruda.
—Hiervan la carne, humedezcan el grano y denle la fruta cruda —dijo—. Y comprueben la ionización del aire de su cabina. —Luego les acompañó hasta fuera.
Los muchachos volvieron al transbordador.
—Actuaban de modo muy extraño —dijo Potter—. Tengo la impresión de que ha sucedido algo importante hace un minuto.
—Sí…
—¿Qué sería?
—Quizá piensen que hemos tratado mal a la Marrón. Quizás se pregunten por qué no la traemos aquí. Y quizás sea todo lo contrario, que se asombren de que nos preocupemos tanto por una simple Marrón.
—Y puede también que estén simplemente cansados y nosotros nos imaginemos todo lo demás. —Potter activó los racimos de empuje para aminorar la marcha de su vehículo.
—Gavin. Mira atrás.
—Ahora no. Tengo que ocuparme de la seguridad de mi vehículo. —Potter situó adecuadamente el vehículo y luego volvió la vista.
Fuera de la nave habían estado trabajando más de una docena de pajeños. La abrazadera de los toroides estaba claramente inconclusa… pero los pajeños penetraban todos en la cámara neumática.
Los Mediadores penetraban en el toroide, saltando suavemente por las paredes, evitando cuidadosamente chocar unos con otros. La mayoría mostraban de un modo u otro que eran Fyunch(click) de los alienígenas. Tendían a ocultar los brazos derechos inferiores. Querían alinearse con todas las cabezas apuntando en la misma dirección.
El Amo era blanco, con las matas de pelo de los sobacos y el pubis largas y sedosas, como el pelo de un gato de angora. Cuando estuvieron todos allí, el Amo se volvió a la pajeña de Whitbread y dijo:
—Hable.
La pajeña de Whitbread explicó el incidente con los guardiamarinas.
—Estoy segura de que hablaban sinceramente —concluyó. El Amo se dirigió a la pajeña de Potter y le dijo:
—¿Está usted de acuerdo?
—Sí, completamente.
Hubo un murmullo asustado, en parte en lengua pajeña y en parte en ánglico. Cesó cuando el Amo dijo:
—¿Y qué les dijeron?
—Les dijimos que la enfermedad podría ser muy bien una deficiencia vitamínica…
Surgieron entre los Mediadores risas de sorpresa, que casi parecían humanas, pero no entre los pocos que aún no tenían Fyunch(click) asignados.
—…y les dimos alimentos para la Ingeniera. No servirá de nada, claro.
—¿Y cree usted que se lo creyeron?
—Es difícil saberlo. No se nos da bien lo de mentir directamente. No es nuestra especialidad —dijo la pajeña de Potter.
Se alzó un rumor de cuchicheos en el toroide. El Amo permitió que se mantuviera durante un rato. Y luego dijo:
—¿Qué puede significar eso? Hablen.
—No pueden ser tan distintos de nosotros —contestó uno—. Tienen guerras. Hemos oído cosas que indican que tienen planetas completos inhabitables debido a las guerras.
Interrumpió otra. Había algo grácil, humano y femenino en sus movimientos. Resultaba grotesca frente al Amo.
—Queremos saber por qué luchan los humanos. La mayoría de los animales de nuestro mundo y del suyo tienen un reflejo de rendición que impide a un miembro de una especie matar a otro. Los humanos utilizan las armas instintivamente. Esto hace que el reflejo de rendición sea demasiado lento.
—Pero es lo mismo que nos pasaba a nosotros en otros tiempos —dijo un tercero—. La evolución de los híbridos de Mediadores puso fin a eso. ¿Dicen ustedes que los humanos no tienen Mediadores?
—No crían a ninguna especie concreta para la tarea de negociación y comunicación entre potencias enemigas —dijo la pajeña de Sally Fowler—. Son aficionados en casi todo. De segunda fila en todo lo que hacen. Y los que realizan las negociaciones son también aficionados. Cuando las negociaciones se rompen, luchan.
—También son simples aficionados en la cuestión del mando —dijo uno; se frotó nervioso el centro de la cara—. Desempeñan el papel de amos por turno. En sus naves de guerra sitúan soldados en el centro, por si las secciones posteriores intentan apoderarse de la nave y dominarla. Sin embargo, cuando habla la Lenin, el capitán Blaine obedece como un Marrón. Es difícil ser Fyunch(click) de un individuo que es Amo a ratos.
—Estoy de acuerdo —dijo la pajeña de Whitbread—. El mío no es Amo, pero lo será algún día.
—Nuestra Ingeniera —dijo otro— ha descubierto muchas cosas que deben perfeccionarse en sus herramientas. Tendríamos que…
—Dejemos eso —dijo el Amo—. Tenemos un objetivo más concreto. ¿Qué han descubierto ustedes sobre sus hábitos de apareamiento?
—Amo, no nos hablan de eso. Será difícil descubrirlo. Al parecer sólo hay una hembra a bordo.
—¿UNA HEMBRA?
—Que sepamos…
—¿Y el resto son neutros, o son neutros la mayoría?
—Da la sensación de que no. Sin embargo la hembra no está preñada, ni lo ha estado en ningún momento desde nuestra llegada.
—Hemos de enterarnos —dijo el Amo—, Pero obrad con cautela. Como si fuese una pregunta casual. Debéis formularla con mucho cuidado, para revelar lo menos posible… Si lo que sospechamos es cierto… ¿Puede serlo?
—Todos los principios de la evolución lo contradicen —dijo uno—. Los individuos que sobreviven para procrear deben llevar los genes para la próxima generación. ¿Cómo, si no…?
—Son alienígenas. Recuérdenlo, son alienígenas —dijo la pajeña de Whitbread.
—Tenemos que descubrirlo. Elijan uno entre ustedes y que ése formule la pregunta al humano que les parezca. El resto debe evitar el tema, a menos que lo plantee el alienígena.
—Yo creo que no debemos ocultar nada —dijo uno frotándose el centro de la cara como para subrayar lo que decía—. Son alienígenas. Pueden ser la mejor esperanza de toda nuestra historia. Con su ayuda quizás podamos romper la vieja maldición de los Ciclos.
El Amo pareció sorprenderse.
—Prescinde usted de la diferencia crucial que existe entre el hombre y nosotros. Ellos no aprenderán de esto.
—¡Yo sostengo que no debemos hacerlo!—gritó la otra—. ¡Escúchenme! Ellos tienen sus propios métodos… ellos resuelven problemas, siempre… —los otros se acercaron a ella—. ¡No, escúchenme!¡Tienen que escucharme!
—Eddie el Loco —dijo el Amo—. Confínenla en una situación cómoda. Necesitaremos de sus conocimientos. No debe asignarse ninguna otra a su Fyunch(click); la tensión la ha vuelto loca.
Blaine dejó que el transbordador guiase a la MacArthur hasta Paja Uno a 0,780 gravedades. Tenía plena conciencia de que la MacArthur era una nave de guerra capaz de arrasar la mitad del planeta pajeño y no le agradaba pensar en las armas que los inquietos pajeños podrían utilizar contra ella. Quería que primero llegase la nave embajadora… No porque eso fuese a ayudar realmente, aunque podría.
Ahora el transbordador estaba casi vacío. El personal científico vivía y trabajaba a bordo de la MacArthur, leyendo una serie interminable de datos de los bancos de la computadora, comparando y codificando e informando de sus hallazgos al capitán para que los transmitiese a la Lenin. Podrían haber informado directamente, desde luego, pero el rango tiene sus privilegios. Las cenas y las partidas de cartas de la MacArthur tendían a convertirse en tertulias y debates.
Todos estaban preocupados por la minera. Seguía empeorando y comía tan poco de los alimentos proporcionados por los pajeños como de las provisiones de la MacArthur. Resultaba descorazonador, y el doctor Blevins hizo infinidad de pruebas sin resultado. Las miniaturas habían engordado y procreado mientras permanecían ocultas a bordo de la MacArthur, y Blevins se preguntaba si no habría comido algo insólito, como propulsor de proyectiles o el aislamiento de los cables. Le ofreció una variedad de sustancias extrañas, pero los ojos de la Marrón estaban cada vez más mustios, se le caía el pelo y gemía. Un día dejó de comer. Al siguiente murió.
Horvath se puso furioso.
Blaine creyó prudente llamar a la nave embajadora. El sonriente y cortés Marrón-y-blanco que contestó no podía ser otro que la pajeña de Horvath, aunque Blaine no sabía muy bien cómo lo había descubierto.
—¿Está disponible mi Fyunch(click)? —preguntó Rod. La pajeña de Horvath le inquietaba.
—Me temo que no, capitán.
—Está bien. Llamo para informar de que la Marrón que estaba a bordo de nuestra nave ha muerto. No sé lo que puede significar esto para ustedes, pero hicimos cuanto pudimos. Todo el equipo científico de la MacArthur ha trabajado intentando curarla.
—Estoy seguro de ello, capitán. No importa. ¿Pueden entregarnos el cuerpo?
Rod lo pensó un instante.
—Me temo que no.
No creía que los pajeños pudiesen aprender mucho del cadáver de una alienígena con la que no se habían comunicado cuando estaba viva; pero quizás fuese influencia de Kutuzov. Podrían haberle hecho un microtatuaje por debajo del pelo… Y ¿por qué se preocupaban tan poco los pajeños de la Marrón? Desde luego esto no podía preguntarlo. Y de todos modos era preferible que así fuese.
—Dele recuerdos a mi Fyunch(click).
—Yo también tengo malas noticias —dijo la pajeña de Horvath—. Capitán, ya no tiene usted Fyunch(click). Se ha vuelto loca.
—¿Cómo? —dijo Rod, le impresionaba más de lo que hubiera creído—. ¿Loca? ¿Por qué? ¿Cómo?
—Capitán, no creo que pueda usted comprender lo terrible que ha sido para ella esta tensión. Hay pajeños que dan órdenes y hay pajeños que construyen y reparan herramientas. Nosotros no pertenecemos a ninguno de estos dos grupos: nosotros comunicamos. Podemos identificarnos con uno que dé órdenes sin ninguna tensión, pero un alienígena que da órdenes… Eso es demasiado. Ella… ¿cómo le diría? Se amotinó. Ésa sería la palabra de ustedes. Nosotros no tenemos. Está ya a salvo y encerrada, y es mejor para ella que no vuelva a hablar con alienígenas.
—Gracias —dijo Rod.
Vio cómo la imagen de suave sonrisa se borraba de la pantalla y no hizo otra cosa durante cinco minutos. Por último, suspiró y empezó a dictar informes para la Lenin. Trabajó solo y era como si hubiese perdido una parte de sí mismo y esperase que volviera.