La sala de guardia de la MacArthur estaba llena de gente. Los asientos de la mesa principal los ocupaban oficiales y científicos y había otros por la periferia. En un mamparo la gente de comunicaciones había instalado una gran pantalla, pero los camareros obstruían las tareas de los técnicos llevando el café a los reunidos. Todos charlaban despreocupadamente, salvo Sally. Sally recordaba la expresión preocupada de Rod Blaine y no podía integrarse en aquella feliz reunión.
Los oficiales se pusieron de pie cuando entró Rod. Algunos civiles se levantaron también; otros fingieron no ver al capitán; y unos cuantos le miraron y luego desviaron la vista, explotando su condición de civiles. Rod, al ocupar su puesto en la cabecera de la mesa, murmuró «Calma», y luego se sentó lentamente. A Sally le pareció aún más preocupado que antes.
—Kelley.
—¡Señor!
—¿Es segura esta habitación?
—En la medida en que podemos saberlo, lo es, señor. He revisado todas las instalaciones.
—¿Qué es esto? —exigió Horvath—. ¿Contra quién está usted protegiéndose?
—Es necesario tomar medidas de precaución, doctor. —Rod miró al Ministro de Ciencias con una expresión que indicaba al tiempo súplica y mandato—. Debo decirles que todo lo que se discuta aquí se clasificará como sumo secreto. ¿Han leído ustedes las normas imperiales sobre revelación de datos secretos?
Hubo un murmullo de asentimiento. La atmósfera alegre y despreocupada se desvaneció de pronto.
—¿Alguna discrepancia? Permitan que la grabadora muestre que no hubo ninguna. Doctor Horvath, tengo entendido que hace tres horas descubrió usted que las miniaturas son animales muy especializados capaces de realizar trabajos técnicos bajo control. ¿Es correcto eso?
—Sí. Desde luego. ¡Fue una gran sorpresa, se lo aseguro! Las implicaciones son enormes. Si podemos aprender a dirigirlos, serían un suplemento fabuloso de nuestra capacidad.
Rod asintió con aire ausente.
—¿Hay alguna posibilidad de que pudiéramos haber sabido esto antes? —preguntó—. ¿Lo sabía alguien? ¿Nadie?
Hubo una confusa algarabía, pero nadie contestó. Rod dijo cuidadosamente y con voz clara:
—Dejen que la grabadora muestre que no hubo ninguna.
—¿Qué grabadora es ésa de la que habla usted? —preguntó Horvath—. ¿Y por qué le preocupa tanto?
—Doctor Horvath, esta conversación quedará registrada porque puede servir como prueba ante un tribunal militar. Un tribunal que puede juzgarme a mí. ¿Está claro?
—Que… ¡Dios mío! —balbuceó Sally—. ¿Un tribunal militar? ¿A usted? ¿Por qué?
—La acusación puede ser alta traición —dijo Rod—. Veo que la mayoría de mis oficiales están sorprendidos. Señora, caballeros, tenemos órdenes estrictas del propio Virrey de no comprometer ningún elemento de la tecnología militar del Imperio, y, en particular, de proteger el Campo Langston y el Impulsor Alderson de la inspección de los pajeños. En las últimas semanas, animales capaces de aprender esa tecnología y muy posiblemente de transmitirla a otros pajeños han recorrido mi nave a su antojo. ¿Comprenden ahora?
—Ya veo —Horvath no dio muestra alguna de alarma, pero se había quedado pensativo—. Y ha asegurado usted esta habitación… ¿Cree realmente que las miniaturas pueden entender lo que decimos?
—Creo posible que memoricen conversaciones y las repitan. Pero, Kelley ¿están aún vivas las criaturas?
—Señor, llevan semanas sin dar señales de vida. No han hecho ninguna incursión en los depósitos de alimentos. Los hurones no han encontrado más que ratas. Creo que los animales están muertos, capitán.
Blaine se rascó la nariz, y luego retiró la mano rápidamente.
—Artillero, ¿ha oído usted que hubiese «Marrones» a bordo de esta nave?
La cara de Kelley no reflejó sorpresa alguna. En realidad no reflejó nada.
—¿Marrones, capitán?
—Rod, ¿ha perdido usted el juicio? —exclamó Sally; todos la miraron, algunos no demasiado amistosamente. Oh, demonios, pensó ella, he metido la pata. Al parecer algunos saben de lo que habla. Demonios.
—Dije Marrones, artillero. ¿Ha oído hablar de ellos?
—Bueno, oficialmente no, capitán. Puedo decir que algunos de los técnicos espaciales parecen creer últimamente en duendes. No veo que haya nada malo en ello. —Kelley parecía confuso. Había oído aquello y no había informado, y ahora el capitán, su capitán, podría verse envuelto en problemas…
—¿Alguien más? —preguntó Rod.
—Bueno, señor…
Rod tuvo que esforzarse para ver quién hablaba. El guardiamarina Potter estaba junto a la pared del fondo, casi oculto entre dos biólogos.
—¿Sí, señor Potter?
—Algunos de los hombres de mi sección de observación, capitán, dicen que si se deja algo de comida, semillas, cereales, sobras, cualquier cosa en los pasillos o debajo de la litera, junto con algo que haya que arreglar, lo arreglan. —Potter parecía incómodo; era evidente que creía que aquello era un cuento—. Uno de los hombres les puso de nombre «Marrones». Yo pensé que era una broma.
Una vez que habló Potter lo hicieron una docena más. Incluso algunos de los científicos. Microscopios que habían quedado en mejores condiciones que los más perfectos que hubiese hecho nunca Leica Optical. Una lámpara hecha a mano de la sección de biología. Botas y zapatos adaptados a pies individuales. Rod alzó los ojos en esta ocasión.
—Kelley, ¿cuántos de sus soldados tienen armas individualizadas como las de usted y las del señor Renner?
—Bueno… no lo sé, señor.
—Puedo ver uno desde aquí. Usted, Polizawsky, ¿cómo consiguió ese arma?
El soldado tartamudeó. No estaba acostumbrado a hablar con los oficiales, y menos con el capitán, y aún menos con el capitán irritado.
—Bueno, señor, yo dejé mi arma y una bolsa de palomitas de maíz bajo mi litera y a la mañana siguiente estaba hecho, señor. Como dijeron los otros, capitán.
—¿Y no le pareció esto lo suficientemente raro como para informar al artillero Kelley?
—Bueno… señor… Otros compañeros, pensamos que quizás, bueno, el cirujano ha hablado de alucinaciones del espacio, capitán, y nosotros…
—Además, si informaban ustedes se acabaría todo —concluyó Rod por él. Oh, ¡maldita sea! ¿Cómo iba a explicar aquello? Estaba ocupado, demasiado ocupado resolviendo disputas entre los científicos… Pero el hecho era innegable. Había desatendido sus deberes de capitán, con resultados imprevisibles…
—¿No está tomándose todo esto demasiado en serio? —preguntó Horvath—. Después de todo, capitán, el Virrey dio sus órdenes mucho antes de saber algo sobre los pajeños. Ahora es evidente que no son peligrosos, y desde luego que no son hostiles.
—¿Sugiere usted acaso, doctor, que desobedezcamos las órdenes de un dirigente imperial?
A Horvath pareció divertirle esto. Su sonrisa fue extendiéndose lentamente por su cara.
—Ah, no —contestó—. Ni mucho menos. Quiero decir, únicamente, que si esa política se modificase, cuando realmente sea inevitable, todo esto parecerá una tontería, capitán Blaine. Una chiquillada.
—¿Qué se ha creído usted? —explicó Sinclair—. ¡Ésa no es forma de hablar al capitán!
—Cálmate, Sandy —intervino el primer teniente Cargill—. Doctor Horvath, supongo que nunca se ha relacionado con el servicio secreto militar. En los servicios secretos lo que cuenta es la capacidad, no la intención. Si un enemigo potencial puede hacerte algo, tienes que prepararte para ello, sin tener en cuenta lo que pienses que él quiere hacer.
—Exactamente —convino Rod.
Estaba contento de las interrupciones. Sinclair aún bufaba a un extremo de la mesa, y costaría poco hacerle estallar de nuevo.
—Así que lo primero que tenemos que descubrir es la posible capacidad de las miniaturas. Por lo que he visto en la construcción de la cámara neumática, y por lo que hemos descubierto sobre los «Marrones», es bastante considerable.
—Pero son sólo animales —insistió Sally; miró al enfurecido Sinclair, a Horvath, que sonreía sardónicamente, y a Rod, que seguía preocupado—. Ustedes no parecen entenderlo. Su manejo de las herramientas… Bien, sí, son muy buenos con las herramientas, pero eso no es inteligencia. Tienen la cabeza demasiado pequeña. Cuanto más tejido cerebral utilizan al servicio de ese instinto para sus tareas mecánicas, más tienen que perder. Carecen prácticamente del olfato y el gusto. Son terriblemente miopes. Tienen menos capacidad lingüística que un chimpancé. Su percepción del espacio es buena, y se les puede adiestrar, pero no hacen herramientas, sólo arreglan o modifican cosas. ¡Inteligencia! —explotó—. ¿Qué ser inteligente hubiese adaptado el mango del cepillo de dientes de señor Battson?
»En cuanto a lo de espiarnos, ¿cómo iban a hacerlo? Nadie pudo enseñarles eso. En primer lugar, fueron seleccionados al azar.
Miró a su alrededor, a todas sus caras, intentando comprobar el efecto de sus palabras.
—¿Es seguro que las miniaturas escapadas estén aún vivas? —la voz tenía un fuerte acento de Nueva Escocia. Rod miró al doctor Blevins, un veterinario colonial incorporado a la expedición—. Mi propia miniatura está muriendo, capitán. No puedo hacer nada. Envenenamiento interno, degeneración glandular… los síntomas parecen similares a los de la vejez.
Blaine movió la cabeza lentamente.
—Me gustaría creer eso, doctor, pero corren demasiadas historias sobre los Marrones en esta nave. Antes de esta reunión hablé con algunos de los otros jefes, y pasa lo mismo en las cubiertas inferiores. Nadie quería informar, porque, en primer lugar, creen que les tomaremos por locos y, en segundo, porque los Marrones eran demasiado útiles para arriesgarse a perderlos. Ahora bien, nunca ha habido, pese a todos los cuentos irlandeses del artillero Kelley, duendes en las naves de la Marina… tienen que ser las miniaturas.
Hubo un largo silencio.
—Pero ¿qué mal están haciendo, después de todo? —preguntó Horvath—. A mi juicio sería muy útil tener algunos Marrones, capitán.
—Vaya. —Aquello no necesitaba comentarios en opinión de Rod—. Malo o bueno, inmediatamente después de esta reunión, esterilizaremos la nave. Sinclair, ¿ha dispuesto lo necesario para evacuar la cubierta hangar?
—Sí, capitán.
—Entonces hágalo. Ábrala, y compruebe que todos los compartimentos que tiene quedan abiertos al espacio. Quiero la cubierta hangar muerta. Teniente Cargill, encárguese de que el grupo especial de vigilancia esté con la armadura de combate. Sólo con su armadura de combate, Número Uno. El resto de ustedes piensen en el equipo que tienen que pueda soportar el vacío absoluto. Cuando se termine con la cubierta hangar, los soldados de Kelley les ayudarán a llevar todo ese equipo hasta allí; y luego despresurizaremos el resto de la nave. Vamos a acabar de una vez por todas con los Marrones.
—Pero… —Eso es una tontería… —Mis cultivos morirán… —Siempre pasa lo mismo con la Marina… —¿Puede hacer eso en realidad?… —De acuerdo, capitán… —Quién demonios se creerá que es…
—¡Silencio! —La voz de Kelley atronó por encima de la algarabía general.
—Capitán, ¿tiene usted que llegar a este extremo? —preguntó Sally.
—Yo creo que son demasiado peligrosos —respondió Rod—. Si no hago esto, el almirante lo hará de todos modos. Ahora, díganme, ¿están todos ustedes de acuerdo en que las miniaturas no son espías?
—No deliberados —dijo Renner—. Pero, capitán, ¿sabe usted lo de la computadora de bolsillo?
—No.
—La pajeña grande desmontó la computadora de bolsillo de la señorita Fowler. Y luego volvió a montarla. Y funciona.
—Vaya —Rod hizo un gesto hosco—. Pero eso fue la pajeña marrón grande.
—Que puede hablar con los pequeños. Fue ella quien hizo que le devolviesen el reloj al señor Bury —dijo Renner.
—He dado órdenes a la tripulación, capitán —informó Cargill; se encontraba junto al intercomunicador de la sala de guardia—. No he dicho nada a nadie. La tripulación cree que se trata de una maniobra.
—Bien pensado, Jack. Ahora, díganme, ¿qué objeciones tienen ustedes a que matemos a esos animales? La pajeña grande hizo lo mismo, y si, como dicen ustedes, son sólo animales, debe de haber muchísimos más. Los pajeños grandes no se incomodarán por eso. ¿Por qué habríamos de hacerlo nosotros?
—Bueno, no —dijo Sally—. Pero…
Rod hizo un gesto definitivo.
—Hay suficientes razones para matarlos, y aún no hemos oído ninguna que justifique dejarlos libres por ahí. Así que podemos dar por zanjada la cuestión.
Horvath hizo un gesto negativo.
—Me parece una medida demasiado drástica, capitán. ¿Qué cree usted que está protegiendo exactamente?
—De forma directa el Impulsor Alderson. Indirectamente, todo el Imperio, pero sobre todo el Impulsor —dijo con voz grave Cargill—. Y no me pregunte por qué pienso que el Imperio necesita protegerse de los pajeños. No lo sé, pero… creo que lo necesita.
—No podrá proteger el Impulsor. Lo han descubierto ya —proclamó Renner. Sonrió malévolamente al ver que todos se volvían hacia él.
—¿Qué? —exigió Rod—. ¿Cómo?
—¿Quién es el maldito traidor? —clamó Sinclair—. ¡Nombra a esa basura!
—¡Vamos! ¡Calma! —insistió Renner—. Ellos tenían ya el Impulsor, capitán. Hace sólo una hora que lo sé. Todo está registrado, permítanme que se lo muestre.
Se levantó y se acercó a la gran pantalla. Parpadearon imágenes en ella hasta que Renner encontró lo que deseaba. Se volvió a los demás.
—Es agradable ser el centro de la atención… —Renner se interrumpió ante la mirada furiosa de Rod—. Esto es una conversación entre, bueno, mi pajeño y yo. Utilizaré una pantalla dividida para mostrar las dos partes.
Accionó los controles y la pantalla cobró vida: Renner en el puente de la MacArthur, su Fyunch(click) en la nave embajadora pajeña. Renner pasó las imágenes deprisa hasta dar exactamente con la que quería.
—Podrían haber venido ustedes de cualquier parte —decía la pajeña de Renner—. Aunque lo más probable es que procedan de una estrella próxima, como por ejemplo… bueno, puedo señalarla.
Aparecieron imágenes estelares en una pantalla detrás de la pajeña; pantallas dentro de pantallas. La pajeña señaló con su brazo derecho superior. La estrella era Nueva Caledonia.
—Sabemos que tienen ustedes un impulsor instantáneo, por la zona donde aparecieron.
La imagen de Renner se adelantó.
—¿Dónde aparecimos?
—Aparecieron ustedes exactamente en el… —La pajeña de Renner parecía buscar una palabra; renunció claramente—. Renner, he de hablarle de una criatura legendaria.
—Diga. —La imagen de Renner hizo una señal pidiendo café. El café y las leyendas iban juntos.
—Le llamaremos Eddie el Loco, si no le importa. Es un… es como yo, a veces, y es un Marrón, una especie de sabio idiota, otras veces. Siempre hace las cosas al revés por excelentes razones. Hace las mismas cosas una y otra vez, siempre con resultados desastrosos, y nunca aprende.
Hubo unos murmullos en la sala de oficiales de la MacArthur.
—¿Por ejemplo? —preguntó la imagen de Renner. La imagen de la pajeña de Renner se paró a pensar.
—Cuando una ciudad —dijo— se ha hecho tan grande y tan densa que corre peligro inmediato de colapso… cuando los alimentos y el agua potable afluyen a la ciudad en una cuantía sólo suficiente para alimentar todas las bocas, y todos deben trabajar constantemente para que las cosas sigan así… cuando el transporte está dedicado todo él a desplazar suministros vitales, y no queda transporte libre para que los habitantes de la ciudad salgan de ella si surge la necesidad… entonces es cuando Eddie el Loco induce a los encargados de la basura a declararse en huelga exigiendo mejores condiciones de trabajo.
Renner sonrió y dijo:
—Creo que conozco a ese caballero. Continúe.
—Existe el Impulsor de Eddie el Loco. Hace desaparecer las naves.
—Comprendo.
—Teóricamente debería ser un impulsor instantáneo, una llave que permitiría abrir de par en par el universo. En la práctica su resultado es que las naves desaparecen para siempre. El Impulsor ha sido descubierto, construido y probado varias veces, y siempre hace desaparecer las naves con todos sus tripulantes, pero sólo si se usa correctamente. La nave debe encontrarse en el punto exacto, una posición difícil de localizar exactamente, y la maquinaria debe hacer justamente lo que los teóricos postulan que deben hacer, porque si no, no pasa nada.
Ambos Renner reían ahora.
—Comprendo. Y nosotros aparecimos en ese punto exacto, el punto de Eddie el Loco. De lo que deducen ustedes que hemos resuelto el enigma del Impulsor de Eddie el Loco.
—Así es.
—¿Y qué significa eso?
La alienígena separó sus labios en una sonrisa inquietantemente tiburonesca, desconcertantemente humana… Renner les permitió que contemplasen detenidamente aquella sonrisa antes de desconectar.
Hubo un largo silencio, luego habló Sinclair.
—Bueno, está bastante claro, ¿no? Saben del Impulsor Alderson, pero no del Campo Langston.
—¿Por qué dice usted eso, teniente Sinclair? —preguntó Horvath. Todos intentaban explicárselo a la vez, pero la voz del ingeniero jefe se abrió paso entre la algarabía.
—Sus naves se desvanecen, pero sólo en el punto correcto, ¿no? Por lo tanto conocen el Impulsor. Pero ninguna de sus naves ha vuelto, porque pasan a espacio normal en la estrella roja. Es evidente.
—Oh —dijo Horvath, tristemente—. Sin ninguna protección… después de todo, se trata del interior de una estrella, ¿no? Sally se estremeció.
—Y su pajeña dijo que lo habían intentado muchas veces. —Se estremeció de nuevo—. Pero, señor Renner… ninguno de los otros pajeños habló nunca de astronáutica ni de nada parecido. La mía me habló de «Eddie el Loco» como si fuese algo de una época primitiva… una leyenda olvidada.
—Y la mía habló de Eddie el Loco como un ingeniero que utilizaba siempre capital de mañana para resolver los problemas de hoy —intervino Sinclair.
—¿Alguno más tiene algo que decir? —preguntó Rod.
—Bueno… —El capellán David Hardy parecía nervioso, tenía la cara gordinflona de un color rojo remolacha—. Mi pajeña dice que Eddie el Loco funda religiones. Religiones extrañas, muy lógicas y singularmente inadecuadas.
—Basta —exclamó Rod—. Al parecer, yo soy el único cuya pajeña no ha mencionado nunca a Eddie el Loco. —Se quedó pensativo—. ¿Estamos todos de acuerdo en que los pajeños conocen el Impulsor pero no el Campo?
Todos asintieron. Horvath se rascó la oreja un instante y luego dijo:
—Ahora que me acuerdo de la historia del descubrimiento de Langston, no tiene nada de sorprendente que los pajeños no tengan el Campo. Me asombra que tengan el Impulsor mismo, aunque sus principios puedan deducirse de la investigación astrofísica. Pero el Campo fue un invento puramente accidental.
—Dado que saben que existe, ¿qué cree usted? —preguntó Rod.
—Bueno… no sé —dijo Horvath.
Se hizo un silencio absoluto en la habitación. Un silencio lúgubre. Por último, todos empezaron a hablar. Sally reía.
—Están ustedes tan mortalmente serios —protestó—. Supongamos que tuviesen el Impulsor y el Campo… Sólo hay un planeta lleno de pajeños. No son hostiles, pero aunque lo fuesen, ¿creen ustedes realmente que iban a significar una amenaza para el Imperio? Capitán, ¿qué podría hacer la Lenin con el planeta pajeño ahora mismo, ella sola, si el almirante Kutuzov diese la orden?
La tensión desapareció. Todos sonrieron. Ella tenía razón, no había duda. Los pajeños no tenían siquiera naves de guerra. No tenían una flota, y si la inventasen, ¿cómo aprenderían las tácticas de la guerra espacial? ¿Qué amenaza podrían significar los infelices y pacíficos pajeños para el imperio del hombre?
Todo el mundo se calmó, salvo Cargill. No sonreía, ni mucho menos, cuando dijo, muy serio:
—No sé, señorita. Y realmente me gustaría saberlo.
Horace Bury no había sido invitado a la conferencia, aunque sabía de ella. Ahora, mientras la reunión continuaba, un soldado llegó a su camarote y educadamente, pero con firmeza, le sacó de él. El soldado no dijo adonde llevaba a Bury, y al cabo de un rato se hizo evidente que no lo sabía.
—El artillero jefe dice que debo permanecer con usted y estar preparado para llevarle adonde están todos los demás, señor Bury.
Bury examinó de reojo a aquel hombre. ¿Qué haría aquel tipo por cien mil coronas? Pero en realidad no era necesario. De momento. Era indudable que Blaine no se proponía fusilarle. Hubo un momento en que Bury se asustó. ¿Habría hablado Stone, allá en Nueva Chicago?
Por Alá, nadie estaba seguro… Absurdo. Aunque Stone lo hubiese dicho todo, no había ninguna posibilidad de que la MacArthur recibiese mensajes del Imperio. Estaban tan absolutamente aislados como los pajeños.
—Así que tiene que quedarse usted conmigo. ¿No le dijo su oficial adonde tengo que ir?
—Todavía no, señor Bury.
—Entonces lléveme al laboratorio del doctor Buckman. Estaremos los dos más cómodos.
El soldado lo pensó y por fin dijo:
—Esta bien, vamos.
Bury encontró a su amigo de mal humor.
—Empaquetar todo lo que no puede soportar el vacío —murmuraba Buckman—. Trasladar todo lo que pueda soportarlo. Sin ninguna razón. Simplemente porque sí. —Había empaquetado ya gran número de cajas y de bolsas de plástico.
La tensión de Bury se manifestaba claramente. Órdenes absurdas, un guardia a la puerta… comenzaba a sentirse de nuevo un prisionero. Tardó un rato en calmar a Buckman. Por fin el astrofísico se sentó en una silla y alzó una taza de café.
—Le he visto muy poco últimamente —dijo—. ¿Muy ocupado?
—Tengo muy poco que hacer, en realidad, en esta nave. No se me dice apenas nada —respondió Bury pausadamente… y esto le exigió un gran control—. ¿Por qué debe prepararse usted para vacío intenso aquí?
—¡Ah!, no lo sé. Simplemente tengo que hacerlo. Si intenta usted ver al capitán, está en la conferencia. Si uno no puede tratar con ellos cuando los necesita, ¿qué es lo que debe hacer?
Llegaban rumores del pasillo exterior: estaban arrastrando y cambiando de sitio objetos pesados. ¿Qué podía ser? A veces evacuaban las naves para librarse de las ratas.
¡Era eso! ¡Querían matar a las miniaturas! Alabado sea Alá, había actuado a tiempo. Bury sonrió aliviado. Tenía una idea mucho más clara del valor de las criaturas desde la noche en que había dejado una caja de bhaklavah junto a la placa facial de su traje de presión. Casi lo había perdido todo.
—¿Qué tal le fue en los asteroides de los puntos troyanos? —preguntó a Buckman.
Buckman pareció sorprenderse. Luego se echó a reír.
—Bury, no había pensado en ese problema desde hace un mes. Hemos estado estudiando el Saco de Carbón.
—Ah.
—Hemos encontrado allí una masa… probablemente una protoestrella. Y una fuente infrarroja. Las pautas móviles que se localizan en el Saco de Carbón son fantásticas. Como si el gas y el polvo fuesen viscosos… por supuesto son los campos magnéticos los que provocan esto. Estamos aprendiendo cosas maravillosas sobre la dinámica de una nube de polvo. Cuando pienso en el tiempo que perdí en esas rocas de los puntos troyanos… ¡siendo tan simple el problema!
—Bueno, siga, Buckman. No me deje colgado.
—¿Cómo? Ah, sí, se lo mostraré. —Buckman se acercó al intercomunicador y leyó una hilera de números. No pasó nada.
—Qué extraño. Algún idiota debe de haberlo clasificado como RESERVADO. —Buckman cerró los ojos, recitó otra serie de números, aparecieron fotografías en la pantalla—. Ah. ¡Aquí!
En la pantalla aparecieron asteroides, las imágenes eran borrosas. Algunos de los asteroides eran irregulares, otros casi esféricos, muchos tenían cráteres…
—Siento que las imágenes sean tan poco claras. Los puntos troyanos están bastante lejos… pero todo se arregló con tiempo y con los telescopios de la MacArthur. ¿Ve usted lo que encontramos?
—Pues no, la verdad. A menos que…
Todos ellos tenían cráteres. Al menos un cráter. Tres asteroides largos y estrechos en sucesión… y cada uno con un profundo cráter en un extremo. Una roca, retorcida hasta parecer casi un caracol; y el cráter estaba en el interior de la curva. Todos los asteroides que aparecían tenían un cráter grande y profundo; y la línea que atravesaba el centro del cráter atravesaba siempre el centro de la masa de la roca.
Bury sintió miedo y ganas de reír al mismo tiempo.
—Sí, comprendo. Descubrieron ustedes que todos esos asteroides han sido colocados artificialmente. En consecuencia, dejaron de interesarles.
—Naturalmente. Cuando pienso que esperaba descubrir algún nuevo principio cósmico… —Buckman se encogió de hombros. Bebió otro trago de café.
—Supongo que no se lo habrá dicho a nadie…
—Se lo dije al doctor Horvath. Por cierto, ¿cree usted que pondría él el material en la sección reservada?
—Quizás. Buckman, ¿cuánta energía cree usted necesaria para mover una masa de rocas como ésa?
—Bueno, no sé. Supongo que mucha. En realidad… —los ojos de Buckman relumbraron—. Un problema interesante. Le daré el resultado cuando acabe con esa estupidez. —Se volvió a sus aparatos.
Bury se quedó sentado donde estaba, mirando al vacío. De pronto empezó a temblar.