Cuando la nave pajeña hizo su aproximación final, todos los detalles de su estructura quedaron ocultos por el relumbrante propulsor. La MacArthur enfocó sus pantallas sobre ella y, a cien kilómetros de distancia, también la Lenin se puso a observar.
—Todos a sus puestos de combate, señor Staley —ordenó suavemente Blaine.
Staley hizo girar completamente, en el sentido de las agujas del reloj, la gran palanca roja que ahora marcaba Condición Dos. Sonaron las alarmas, y luego un toque de trompeta grabado entonó «¡A las armas!», y sus rápidas notas resonaron por los pasillos de acero.
—ATENCIÓN. ESCUCHEN. TODOS A SUS PUESTOS DE COMBATE. TODOS A SUS PUESTOS DE COMBATE. SITUACIÓN ROJO UNO.
Oficiales y tripulación se apresuraron a ocupar sus puestos: artilleros, torpederos, infantes de marina. Cocineros, personal de limpieza y almaceneros se convirtieron inmediatamente en supervisores de los posibles daños. Cirujanos y personal médico montaron estaciones sanitarias de emergencia en diversos puntos de la nave. Todo rápida y silenciosamente. Rod se sentía orgulloso. Cziller le había entregado una nave muy bien organizada, y aún seguía estándolo.
—SALA DE COMUNICACIÓN INFORMA SITUACIÓN ROJO UNO —anunció el transmisor del puente.
El tercer piloto comunicó la orden que le transmitió otro miembro de la tripulación, y todos se apresuraron a obedecer; pero no daba ninguna orden propia. Transmitía palabras que podían lanzar a la MacArthur a través del espacio, hacerla disparar su cañón láser, lanzar sus torpedos, atacar o retirarse, e informaba de resultados que Blaine probablemente ya conocería gracias a sus pantallas e instrumentos. No tomaba ninguna iniciativa ni nunca lo haría, pero a través de él se mandaba la nave. Era un robot, sin mente y todopoderoso.
—PUESTOS ARTILLEROS INFORMAN SITUACIÓN ROJO UNO.
—OFICIAL AL MANDO DE LOS INFANTES DE MARINA INFORMA SITUACIÓN ROJO UNO.
—Staley, que los soldados que no tengan que ocupar puestos de vigilancia prosigan la búsqueda de esos alienígenas perdidos —ordenó Blaine.
—Está bien, señor.
—CONTROL DE DAÑOS INFORMA SITUACIÓN ROJO UNO.
La nave pajeña desaceleró hacia la MacArthur; la llama de fusión del propulsor era una llamarada en las pantallas de la nave de combate. Rod miraba nervioso.
—Sandy, ¿qué datos podemos obtener de ese impulsor?
—No desprende demasiado calor, capitán —informó Sinclair por el intercomunicador—. El Campo puede aguantar perfectamente durante veinte minutos o más. Y el calor no se centra, capitán; no habrá puntos calientes.
Blaine asintió. Había llegado a la misma conclusión, pero era prudente comprobar cuándo podía hacerse. Observó que la luz crecía constantemente.
—Parece bastante pacífica —dijo Rod a Renner—. A pesar de que quizás sea una nave de guerra.
—Estoy seguro de que lo es, capitán. —Renner parecía muy tranquilo; aunque los pajeños atacasen, él sería más espectador que participante—. Al menos no han dirigido contra nosotros la llama de su impulsor. Es una cortesía.
—Diablos con la cortesía. Esas llamas se extienden. Algunas caen sobre nuestro Campo Langston, y ellos pueden observar los efectos que producen.
—No había pensado en eso.
—INFANTES DE MARINA INFORMAN DE LA PRESENCIA DE CIVILES EN LOS PASILLOS, CUBIERTA B, MAMPARO VEINTE.
—¡Maldita sea! —gritó Blaine—. Eso es astronomía. ¡Que despejen esos pasillos!
—Debe de ser Buckman —dijo Renner riendo—. Tendrán problemas para sacarle de allí…
—Desde luego. Señor Staley, diga a los soldados que metan a Buckman en su camarote aunque tengan que llevarle a rastras.
Whitbread sonrió. La MacArthur estaba en caída libre, sin giro. ¿Cómo podrían los soldados llevar a rastras al astrofísico?
—SALAS DE TORPEDOS INFORMAN SITUACIÓN ROJO UNO. TORPEDOS ARMADOS Y DISPUESTOS.
—Uno de los jefes de cocina cree haber visto a uno de los pajeños huidos —dijo Staley—. Los soldados van hacia allá.
La nave alienígena se acercó más; su propulsor era un resplandor de un blanco firme. Todo se desarrolla perfectamente, pensó Blaine. La desaceleración se mantenía. Evidentemente ellos confiaban en todo… sus propulsores, sus computadoras, sus sensores…
—SALA DE MOTORES INFORMA SITUACIÓN ROJO UNO. CAMPO A MÁXIMA POTENCIA.
—Los soldados han llevado al doctor Buckman a su camarote —dijo Staley—. Tiene usted al doctor Horvath en el intercomunicador. Quiere quejarse.
—Escúchele usted, Staley. Pero no mucho tiempo.
—SECCIÓN ARTILLERA INFORMA. TODAS LAS BATERÍAS APUNTANDO A LA NAVE ALIENÍGENA.
La MacArthur estaba en situación de alerta total. La tripulación esperaba en su puesto. Todo el equipo no esencial localizado cerca del casco de la nave había sido enviado abajo.
La torre en que estaba la cabina de control de Blaine sobresalía como una protuberancia del casco del crucero. Por razones de gravedad de giro estaba convenientemente situada lejos del eje de la nave, pero en caso de combate era lo primero que sobresalía. La cabina de Blaine era ahora una cáscara hueca, y su mesa y el engranaje más importante se había elevado, automáticamente, desde hacía mucho hacia una de las zonas de recreo de gravedad nula.
Todos los compartimentos del núcleo central de la nave estaban atestados, mientras que las cubiertas exteriores estaban vacías, despejadas para permitir a los grupos de control de daños trabajar libremente.
La nave pajeña se aproximaba muy deprisa. Aún no era más que una luz deslumbradora, cuyo propulsor de fusión desprendía un abanico luminoso sobre el Campo Langston de la MacArthur.
—SECCIÓN ARTILLERA INFORMA. NAVE ALIENÍGENA DESACELERANDO A CERO OCHO SIETE CERO GRAVEDADES.
—Ninguna sorpresa —dijo Renner con voz apagada.
La luz se amplió hasta llenar la pantalla… y luego se hizo más difusa. Al instante siguiente la nave alienígena se deslizaba al costado del crucero de combate, y la llama de su impulsor se había apagado.
Era como si la nave hubiese entrado en un muelle invisible prefijado seis días atrás. La nave había quedado en posición de descanso respecto a la MacArthur. Rod vio sombras moverse dentro de los anillos hinchados de su extremo frontal.
Renner lanzó un bufido, y dijo muy alterado:
—¡Demonios!
—Señor Renner, contrólese.
—Disculpe, señor. Es la hazaña más asombrosa de pilotaje espacial que he visto. Si alguien me lo contase, le llamaría mentiroso. ¿Quiénes se creen que son? —Renner estaba realmente furioso—. Cualquier aprendiz de astrogador que intentase una locura como ésta sería degradado, si es que sobrevivía.
Blaine asintió. El piloto pajeño no había calculado ningún margen de error. Y…
—Estaba equivocado. No puede ser una nave de guerra. Mírela.
—Sí. Es frágil como una mariposa. Podría aplastarla con la mano. Rod caviló un momento y luego dio órdenes.
—Pida voluntarios. Establezca un primer contacto con esa nave, utilizando sólo un taxi sin armas. Y… mantenga Situación Rojo Uno.
Hubo muchos voluntarios.
Uno de ellos fue el guardiamarina Whitbread. Y Whitbread ya había hecho lo mismo antes.
Ahora esperaba en el taxi. Observaba cómo las puertas del hangar se desplegaban a través de su placa facial plástica polarizada.
Había hecho aquello antes. La minera pajeña no le había matado. El negror se agitó. Súbitas estrellas aparecieron a través de un vacío del Campo Langston.
—Es bastante grande —dijo la voz de Cargill en su oído derecho—. Puede usted salir ya, señor Whitbread. Deprisa.
Whitbread accionó los racimos impulsores. El taxi se elevó, pasó flotando a través de la abertura y llegó a un espacio estrellado en el que se divisaba a lo lejos el resplandor del Ojo de Murcheson. Tras él se cerró el Campo Langston. Whitbread quedaba aislado allí fuera.
La MacArthur era una zona claramente delimitada de negror sobrenatural. Whitbread la rodeó tranquilamente. Brilló la Paja sobre el borde negro; luego apareció la nave alienígena.
Whitbread avanzaba lento. La nave iba creciendo poco a poco. Su núcleo central era delgado como una lanza. En sus costados aparecían indicaciones funcionales: las cubiertas de las escotillas, las antenas. Cerca del punto central destacaba un cuadrado negro y único: posiblemente la superficie de un radiador.
Dentro de los anchos anillos translúcidos que rodeaban el extremo frontal Whitbread veía moverse formas. Se perfilaban con claridad suficiente para despertar su horror; sombras vagamente humanas pero retorcidas hasta la irrealidad.
Cuatro toroides, y sombras dentro de todos ellos. Whitbread informó:
—Están utilizando todos sus tanques de combustible como espacio vital. No podrán volver a casa sin nuestra ayuda.
—¿Está usted seguro? —preguntó el capitán.
—Lo estoy, señor. Quizás haya un tanque interior, pero no puede ser muy grande.
Ya casi había llegado a la nave alienígena. Paró suavemente en el costado de los tanques de combustible habitados. Abrió la puerta de su cámara neumática.
Inmediatamente se abrió una puerta junto al extremo frontal del núcleo metálico central de la nave alienígena. Un pajeño apareció en la abertura oval; llevaba un sobre transparente. El alienígena esperaba.
—Solicito permiso para abandonar el… —dijo Whitbread.
—Concedido. Informe siempre que lo juzgue oportuno. Por lo demás, utilice su propio criterio. Los soldados están preparados, Whitbread, así que no pida ayuda a menos que realmente la necesite. Llegarán muy rápido. Buena suerte.
Cuando la voz de Cargill se esfumó, volvió la del capitán.
—No corra ningún riesgo grave, Whitbread. Recuerde que queremos que vuelva a informar.
—De acuerdo, capitán.
El pajeño se apartó grácilmente al aproximarse Whitbread a la cámara neumática. Quedó cómicamente en el vacío, con su gran mano izquierda sujeta a un anillo que sobresalía del casco.
—Hay materiales que sobresalen por todas partes —dijo Whitbread por su micrófono—. Esta nave no pudieron lanzarla desde el interior de una atmósfera.
Se detuvo en la abertura oval y saludó al alienígena que sonreía cortésmente. Sólo a medias fue sardónica su protocolaria pregunta:
—¿Me permite subir a bordo?
El alienígena se dobló por la cintura… ¿o era un cabeceo exagerado? La articulación de la espalda quedaba por debajo de los hombros. Señaló hacia la nave con los dos brazos derechos.
La cámara neumática era del tamaño adecuado para el pajeño. Whitbread vio tres botones empotrados en una red de flámulas de plata. Circuitos. El pajeño advirtió su admiración, luego se adelantó pulsando primero uno, luego otro.
La cámara se cerró tras ellos.
La Mediadora permanecía en el vacío, esperando a que la escotilla realizase su ciclo, asombrada de la extraña estructura del intruso, su simetría, la extraña articulación de sus huesos. Desde luego aquel ser no estaba relacionado con las formas de vida conocidas. Y su nave había aparecido en lo que para la Mediadora era el punto de Eddie el Loco.
La Mediadora estaba aún más asombrada de su fracaso al intentar accionar el circuito de la escotilla sin ayuda.
Aquel ser venía sin duda como Mediador. Tenía que ser una criatura inteligente. ¿O enviarían primero a un animal? No, no harían eso. Sería un terrible insulto a cualquier cultura.
La escotilla se abrió. La Mediadora penetró y activó el ciclo. El intruso esperaba en el pasillo, tapándolo como un corcho una botella. La Mediadora se quitó lentamente su cobertura depresión, quedando desnuda. Siendo alienígena, aquella criatura podría fácilmente suponerla un Guerrero. Debía convencerla de que estaba desarmada.
La condujo hacia las secciones hinchadas, más espaciosas. Aquella criatura grande y torpe se movía con dificultad. No se adaptaba bien a la caída libre. Se detenía para atisbar por los paneles-ventanas de las secciones de la nave, y examinaba mecanismos que los Marrones habían instalado en el pasillo. ¿Por qué haría eso un ser inteligente?
A la Mediadora le habría gustado remolcar a la criatura, pero ésta quizás pudiese interpretarlo como un ataque. Y eso debía evitarlo a toda costa.
De momento la trataría como a un Amo.
Había una cámara de aceleración: veintiséis retorcidas literas dispuestas en tres columnas, todas similares en apariencia a la litera transformada de Crawford; sin embargo no eran idénticas. El pajeño seguía avanzando delante de él, grácil como un delfín. Su piel era una compleja estructura de curvadas fajas marrones y blancas, salpicadas de cuatro matas de tupido pelo blanco en el pubis y en los sobacos. A Whitbread le parecía una criatura hermosa. Ahora se había detenido para esperar por él… con impaciencia, pensó Whitbread.
Intentó no pensar hasta qué punto estaba atrapado. El pasillo, a oscuras, resultaba claustrofóbicamente estrecho. Miró una hilera de tanques conectados por bombas, posiblemente un sistema de refrigeración del combustible de hidrógeno. Se comunicaría con aquel tanque negro exterior.
La luz iluminó al pajeño.
Era una gran abertura, grande incluso para Whitbread. Tras ella: luz solar difusa, como la de una tormenta. Whitbread siguió al pajeño hacia lo que tenía que ser uno de los toroides. Se vio inmediatamente rodeado de alienígenas.
Eran todos idénticos. Los colores del pelo, aparentemente caprichosos, se repetían en todos ellos. Por lo menos una docena de caras ladeadas y sonrientes le rodearon a cortés distancia. Hablaban entre sí con voces rápidas y vibrantes.
De pronto la charla se interrumpió. Uno de los pajeños se aproximó a Whitbread y le habló con varias frases cortas que debían de ser idiomas distintos, aunque para Whitbread nada significaba ninguna de ellas.
Whitbread se encogió de hombros, ostentosamente, agitando las manos.
El pajeño repitió el gesto, instantáneamente, con increíble exactitud. Whitbread se elevó. Braceó desesperadamente en caída libre, cacareando como un pollo.
Blaine habló en su oído, con voz serena y metálica:
—Está bien, Whitbread, todos se están riendo también aquí. El asunto es…
—¡Oh, no! Señor, ¿estoy otra vez en el intercomunicador?
—Lo importante es lo que puedan pensar los pajeños que está haciendo usted, señor Whitbread.
—Está bien, señor. Lo hice sin darme cuenta. —Whitbread se había calmado—. Es el momento de mi strip-tease, capitán. Por favor, apague ese intercomunicador…
El indicador de su barbilla estaba en amarillo, por supuesto. Veneno lento; pero esta vez no iba a respirarlo. Inspiró profundamente y levantó su casco. Reteniendo la respiración, cogió el mecanismo respiratorio de la sección exterior de su traje y se ajustó la boquilla entre los dientes. Abrió la espita de aire; funcionaba.
Lentamente, empezó a desvestirse. Primero se quitó la cubierta general que contenía la instalación electrónica y los instrumentos de apoyo. Luego desabotonó las cintas protectoras de las cremalleras y abrió la tupida tela del traje de presión propiamente dicho. Las cremalleras corrían a lo largo de cada uno de los miembros y del pecho; sin ellas costaría horas entrar y salir de un traje, que parecía una media que cubriese todo el cuerpo o unos leotardos. Las fibras elásticas se adaptaban a cada curva de su musculatura, y así había de ser para que no explotase en el vacío; con su auxilio, su propia piel era en cierto modo su traje de presión, y sus glándulas sudoríparas el sistema regulador de temperatura.
Los tanques flotaban libres frente a él mientras se afanaba con el traje. Los pajeños se movían lentamente, y uno de ellos —marrón, sin fajas, idéntico a la minera que estaba a bordo de la MacArthur— se acercó a ayudarle.
Utilizó un instrumento de su caja de herramientas para fijar el casco a la pared de plástico translúcido. Sorprendentemente, no pudo hacerlo. El pajeño marrón advirtió instantáneamente sus dificultades. Él (o ella o ello) sacó un tubo de algún material desconocido y frotó con él el casco de Whitbread; tras esto pudo fijarlo. Jonathon dirigió la cámara hacia él, y fijó el resto de su traje al lado.
Los humanos se habrían alineado con las cabezas en la misma dirección, como si hubiesen de definir una ruta hacia arriba antes de poder hablar cómodamente. Los pajeños estaban situados en todos los ángulos. Evidentemente no les importaba gran cosa la posición. Esperaban, sonriendo.
Whitbread se quitó el resto de su traje, hasta quedar sin nada.
Los pajeños se acercaron a examinarle.
El Marrón destacaba entre todos los demás. Era más bajo que los otros, con las manos algo más grandes, y tenía algo extraño en la cabeza; a Whitbread le parecía exactamente igual que la minera. Los otros se parecían al que había muerto en la sonda de vela de luz pajeña.
El Marrón examinaba ahora su traje, parecía hurgar en la caja de herramientas; pero los demás examinaban detenidamente a Whitbread, tanteando su musculatura y localizando las articulaciones de su cuerpo, buscando puntos donde la presión provocase reflejos.
Dos examinaron sus dientes, que Whitbread mantenía firmemente apretados. Otros rastrearon sus huesos con los dedos; sus costillas, su espina dorsal, el contorno del cráneo, la pelvis, los huesos de los pies. Palparon sus manos y movieron los dedos en sentidos distintos a su articulación normal. Aunque actuaban con bastante delicadeza, resultaba desagradable.
Su charla aumentó de volumen. Algunos de los sonidos eran tan agudos que resultaban casi chillidos y silbidos inaudibles, pero tras ellos había tonos melodiosos de intensidad media. Parecían repetir constantemente una frase en tono agudo. Luego se situaron todos detrás de él, mostrándose unos a otros el perfil de su columna vertebral. La columna vertebral de Whitbread parecía interesarles mucho. Un pajeño le hizo una señal, cerrando un ojo inclinándose luego hacia adelante y hacia atrás. Las articulaciones restallaron como si tuviese rota la espalda en dos puntos. A Whitbread le resultaba incómodo ver aquello, pero entendió la idea. Se encogió en posición fetal, se incorporó y se encogió de nuevo. Una docena de pequeñas manos alienígenas tantearon su espalda.
De pronto retrocedieron. Uno se aproximó y pareció invitarle a explorar su propia anatomía. Whitbread hizo un gesto negativo con la cabeza y apartó ostentosamente la vista. Aquello era para los científicos.
Recogió su casco y habló por el micrófono.
—Preparado para informar, señor. No estoy seguro de lo que debo hacer ahora. ¿Debo intentar llevar conmigo a la MacArthur a algunos de ellos? La voz del capitán Blaine parecía tensa.
—Desde luego que no. ¿Puede usted salir de su nave?
—Puedo, señor, si tengo que hacerlo.
—Preferiríamos que lo hiciese. Informe por una línea segura, Whitbread.
—De acuerdo, señor.
Jonathon hizo una señal a los pajeños, indicando su casco y luego la cámara neumática. El que le había conducido hasta allí asintió. Whitbread se colocó de nuevo el traje con ayuda del Marrón, ajustó las cremalleras y fijó su casco. Un Marrón-y-blanco le condujo hasta la cámara neumática.
No había ningún lugar conveniente fuera para fijar la línea de seguridad, pero después de una ojeada su acompañante pajeño fijó un gancho en la superficie de la nave. Aquel gancho no parecía esencial. Jonathon se preguntó qué podría ser. Luego frunció el ceño. ¿Dónde estaba el anillo en que se apoyó el pajeño cuando Whitbread penetró en la nave? Había desaparecido. ¿Por qué?
Bueno, la MacArthur estaba cerca. Si se rompía el gancho podrían salir a cogerle. Cautelosamente se separó de la nave pajeña hasta colgar en el espacio vacío. Utilizó el visor de su casco para alinearse exactamente con las antenas que sobresalían de la superficie totalmente negra de la MacArthur. Luego tocó con la lengua el mecanismo de seguridad.
Un fino rayo de luz concentrada brotó de su casco. Brotó otro de la MacArthur, tras el suyo, y fue a dar en un pequeño receptáculo instalado en el casco. El anillo que rodeaba aquel receptáculo permanecía en la oscuridad; si la luz se desbordaba, el sistema de control que había en la MacArthur la corregiría; si la luz alcanzaba un tercer anillo que rodeaba las antenas receptoras de Whitbread, cortaría totalmente la comunicación.
—Seguro, señor —informó. Dejó que una nota irritada pero desconcertada asomara en su voz. Después de todo, pensó, tengo derecho a una pequeña manifestación de mis opiniones.
Blaine contestó inmediatamente.
—Señor Whitbread, la razón de esta medida de seguridad no es hacerle sentirse incómodo. Los pajeños aún no entienden nuestro idioma, pero pueden hacer grabaciones; luego acabarán entendiendo el ánglico. ¿Me comprende?
—Sí, señor, perfectamente. —Demonios, el capitán es previsor.
—Bueno, señor Whitbread, no podemos permitir que ningún pajeño suba a bordo de la MacArthur hasta que quede resuelto el problema de las miniaturas, y no podemos permitir que los pajeños sepan que tenemos este problema. ¿Ha comprendido?
—Perfectamente, señor.
—Muy bien. Voy a enviar a un equipo de científicos a su encuentro… ahora que ha roto usted el hielo, como si dijésemos. Por cierto, le felicito. Antes de que envíe a los científicos, ¿quiere usted hacer algún comentario?
—Bueno. Sí, señor. Primero, que hay dos pequeños a bordo. Los vi colgados a la espalda de dos adultos. Son mayores que las miniaturas y del mismo color que los adultos.
—Más prueba de sus propósitos pacíficos —dijo Blaine—. ¿Qué más?
—Bueno, no tuve oportunidad de contarlos, pero debe de haber unos veintitrés Marrones-y-blancos y dos Marrones como la minera del asteroide. Los dos niños estaban con los Marrones. No sé por qué.
—Pronto podremos preguntárselo. De acuerdo, Whitbread, ahora enviaremos a los científicos. Ellos ocuparán el transbordador. Renner, ¿me escucha?
—Le escucho, señor.
—Establezca un rumbo. Quiero que la MacArthur se sitúe a cincuenta kilómetros de la nave pajeña. No sé lo que harán los pajeños cuando nos acerquemos, pero el transbordador estará allí antes.
—¿Vamos a poner en marcha la nave, señor? —preguntó Renner incrédulo. Whitbread sintió ganas de reír, pero se contuvo.
—Sí.
Nadie dijo nada durante largo rato.
—Está bien —capituló Blaine—. Lo explicaré. El almirante está muy preocupado por las miniaturas. Cree que podrían comunicarse con esa nave. Tenemos orden de no dar a las miniaturas huidas oportunidad de comunicarse con un pajeño adulto, y está muy cerca un klick.
Hubo más silencio.
—Eso es todo, señores. Gracias, señor Whitbread —dijo Rod—. Señor Staley, informe al doctor Hardy de que puede subir a bordo del transbordador cuando quiera.
Bueno, ya está, pensó el capellán Hardy. Era un hombre grueso y lento, de ojos soñadores, y pelo rojizo que empezaba a encanecer. Salvo los domingos, que salía a celebrar los oficios religiosos, se había mantenido voluntariamente encerrado en su camarote durante la mayor parte del viaje.
No es que David Hardy fuese antipático. Cualquiera podía ir a su camarote a tomar café, a echar un trago, a jugar al ajedrez o a charlar; lo hacían muchos. Simplemente le desagradaba la gente en gran número. Era incapaz de comunicarse con los demás en un grupo grande.
Conservaba también su inclinación profesional a no discutir su trabajo con aficionados y a no publicar resultados hasta tener pruebas suficientes. Esto, se decía, sería imposible ahora. Y ¿qué eran los alienígenas? Desde luego eran seres inteligentes. Y desde luego ocupaban un puesto en el plan divino del universo. Pero ¿cuál?
Varios miembros de la tripulación trasladaron el equipo de Hardy al transbordador. Una biblioteca de cintas grabadas, libros para niños, obras de referencia (no muchas, pues la computadora del transbordador podía utilizar la biblioteca de la nave; pero a David aún le gustaban los libros, por muy poco prácticos que fuesen). Había más equipo: dos pantallas de proyección de transductores de sonido, registros de tono, filtros electrónicos para moldear sonidos orales, para elevar o bajar el tono, y para cambiar el timbre y la fase. Había intentado cargar él mismo los instrumentos, pero el primer teniente Cargill le había convencido de que no lo hiciese. Los infantes de marina eran especialistas en aquella tarea, y las preocupaciones de Hardy por el posible deterioro no eran nada comparadas con las suyas; si rompían algo tenían que vérselas con Kelley.
Hardy se encontró con Sally en la cámara neumática. Tampoco ella viajaba con las manos vacías. Por su gusto, se lo habría llevado todo, hasta los huesos de las momias de la Colmena de Piedra; pero el capitán sólo le permitía llevar holografías, e incluso éstas quedarían ocultas hasta que pudiese determinarse la actitud de los pajeños hacia los ladrones de tumbas. Por la descripción que Cargill había hecho de la Colmena, los pajeños no tenían costumbres funerarias especiales, pero eso era absurdo. Todo el mundo tenía costumbres funerarias, hasta los humanos más primitivos.
Tampoco podía disponer de la minera pajeña, ni de la miniatura que quedaba, que se había hecho hembra de nuevo. Y los hurones y los infantes de marina seguían buscando a la otra miniatura y a la cría (y, ¿por qué se había escapado con la otra miniatura y no con su madre?). Sally se preguntaba si el escándalo que había organizado por las órdenes que había dado Rod a los infantes de marina sería la causa de que hubiese podido conseguir tan fácilmente un puesto en el transbordador. Sabía que no estaba siendo realmente justa con Rod. Rod cumplía órdenes del almirante. ¡Pero era un error! Las miniaturas no iban a hacer daño a nadie. Se necesitaba ser un paranoico para temerlas.
Siguió al capellán Hardy al interior del transbordador. El doctor Horvath estaba ya allí. Ellos tres serían los primeros científicos que subirían a bordo de la nave alienígena, y Sally estaba emocionada. ¡Había tanto que aprender!
Una antropóloga (se consideraba ya plenamente cualificada y, desde luego, nadie podría discutírselo), un lingüista y Horvath, que había sido un físico muy competente antes de incorporarse a la administración. Era el único del grupo que no tenía utilidad, pero su cargo le permitía ocupar aquel puesto si lo exigía. Sally no creía que esto pudiese aplicarse también a ella, aunque sí lo creyesen la mitad de los científicos que iban a bordo de la MacArthur.
Tres científicos, un piloto, dos técnicos espaciales expertos y Jonathon Whitbread. Ningún soldado y ningún arma a bordo. La emoción casi disolvía el miedo que brotaba de un punto indeterminado de su interior. Por supuesto, tenían que ir desarmados; pero aun así se habría sentido mejor si hubiese ido también Rod Blaine. Y eso era imposible.
Luego habría más gente en el transbordador. Buckman con un millón de preguntas después de que Hardy resolvió el problema de la comunicación. Los biólogos tenían que ir forzosamente. Un oficial de la Marina, probablemente Crawford, para estudiar las armas pajeñas. Un oficial de ingeniería. Cualquiera, salvo el capitán. Era improbable que Kutuzov permitiese a Rod Blaine abandonar su nave para ir a comprobar si eran o no pacíficos los pajeños.
De pronto Sally sintió nostalgia. Su hogar estaba en Esparta, en Charing Cióse, a unos minutos de la Capital. Esparta era el centro de la civilización; pero ella parecía estar viviendo en una serie de vehículos espaciales de tamaño decreciente, con el campo de concentración como un intermedio para dar mayor variedad al espectáculo. Al licenciarse en la Universidad había tomado una decisión: sería una persona, no un simple adorno, especialmente si se trataba del hombre adecuado, aunque… No. Ella debía ser la mujer de sí misma.
Había un sillón de choque y un tablero de instrumentos circular a un lado de la sala del transbordador. Era el puente de control de fuego. Pero había también sofás y mesas abatibles para juegos y para comer.
—¿Ha recorrido usted esta nave? —le preguntaba Horvath.
—Perdone, ¿qué decía?
—Le decía si había recorrido usted esta nave. Hay emplazamientos de cañones por todas partes. Los han retirado, pero han dejado suficientes pruebas de que había armas. Lo mismo digo de los torpedos. No están, pero aún siguen ahí las rampas de lanzamiento. ¿Que clase de nave embajadora es ésta?
Hardy salió de un ensueño privado.
—¿Qué habría hecho usted si hubiese sido el capitán?
—Habría utilizado un vehículo desarmado.
—No hay —contestó suavemente Hardy—. No hay ninguno que pueda hacer esta misión, y lo sabría usted si hubiese recorrido la cubierta hangar.
La capilla estaba en la cubierta hangar, y Horvath no había asistido a ninguna ceremonia religiosa. Eso era cuestión suya, pero no tenía nada de malo recordárselo.
—¡Pero está tan claro que se trata de una nave de guerra desmantelada! —Hardy asintió.
—Los pajeños descubrirán nuestro terrible secreto tarde o temprano. Somos una especie guerrera, Anthony. Es algo que forma parte de nuestra naturaleza. Aun así, llegamos en una nave de combate totalmente desarmada. ¿No cree que eso es un mensaje significativo para los pajeños?
—¡Pero esto es tan importante para el Imperio!
David Hardy asintió con un gesto. El Ministro de Ciencias tenía razón, aunque el capellán sospechaba que por motivos equivocados.
Hubo un leve ronroneo y el transbordador inició su viaje. Rod observaba desde las pantallas del puente y sentía una gran frustración. En cuanto el transbordador se situase junto a la nave pajeña, una de las baterías de Crawford apuntaría hacia él… y Sally Fowler iba a bordo de la frágil y desarmada embarcación.
El plan original era que los pajeños subiesen a la MacArthur, pero mientras no encontrasen a las miniaturas eso era imposible. Rod se alegraba de que su nave no tuviese que hospedar a los alienígenas. Estoy aprendiendo a pensar como un paranoico, se dijo. Como el almirante.
Por el momento seguía sin haber rastro alguno de las miniaturas, Sally no hablaba con él, y todo el mundo parecía nervioso.
—Dispuesto a hacerme cargo, capitán —dijo Renner—. Le relevaré, señor.
—Está bien. Adelante, piloto jefe.
Sonaron las alarmas de aceleración, y la MacArthur se alejó suavemente de la nave alienígena… y también del transbordador, y de Sally.