20 • Vigilancia nocturna

En contra de lo habitual, la sala artillera estaba tranquila. Con tres jóvenes tenientes embutidos entre seis guardiamarinas, solía ser un caos. Potter suspiró feliz al ver que todos dormían salvo Whitbread. Pese a sus burlas, Whitbread era uno de los amigos que Potter tenía a bordo de la MacArthur.

—¿Cómo está la astronomía? —preguntó suavemente Whitbread; el guardiamarina estaba tendido en su hamaca—. Páseme una botella de cerveza, Gavin, ¿quiere?

Potter cogió también otra para él.

—Abajo parece una casa de locos, Jonathon. Pensé que las cosas mejorarían cuando encontrasen Paja Uno, pero no es así.

—Bueno, trazar el mapa de un planeta es para la Marina algo rutinario —dijo Whitbread.

—Puede que sea rutinario para la Marina, pero éste es mi primer viaje en un crucero espacial. He tenido que hacer yo la mayor parte del trabajo, mientras ellos discuten nuevas teorías que no soy capaz de entender. Supongo que usted lo considerará un buen entrenamiento…

—Lo es.

—Gracias. —Potter bebió un trago de cerveza.

—Y tampoco es que sea más divertido. ¿Qué ha conseguido usted hasta ahora?

—Muy poco. Hay una luna, como sabe, así que calcular la masa fue fácil. La gravedad superficial es de unos ochocientos setenta centímetros por segundo al cuadrado.

—Cero ochenta y siete como media. Exactamente lo que acelera la sonda pajeña. Era de esperar, no es ninguna sorpresa.

—Pero sí hay sorpresas en la atmósfera —dijo Potter con insistencia—. Y hemos localizado ya los centros de civilización. Neutrinos, columnas de aire sobre la plantas de fusión, electromagnetismo… están por todas partes, en todos los continentes e incluso en el mar. El planeta está atestado.

Potter decía esto sobrecogido. Estaba acostumbrado a la amplitud de espacio de Nueva Escocia.

—Tenemos también un mapa —continuó—. Estaban terminando un mapa total del planeta cuando me fui. ¿Le gustaría verlo?

—Desde luego.

Whitbread desató la red de su hamaca. Bajaron las dos cubiertas hasta la zona de los científicos. La mayoría de los civiles trabajaban en las zonas de gravedad relativamente alta próximas a la superficie exterior de la MacArthur, pero dormían más cerca del núcleo central de la nave.

El globo, de unos ciento veinte centímetros, estaba instalado en un pequeño vestíbulo que utilizaba la sección astronómica. Durante los combates el comportamiento lo ocupaban los grupos de control de daños y lo utilizaban para piezas de reparaciones de emergencia. Ahora estaba vacío. Un repiqueteo anunció la última guardia.

Había ya un mapa completo del planeta en el que sólo faltaba el polo sur, y el globo indicaba la inclinación axial del astro. Los telescopios amplificadores de luz de la MacArthur habían proporcionado una imagen muy semejante a la de cualquier planeta tipo Tierra: profundos y variados azules difuminados por escarcha blanca, desiertos rojos y las blancas cimas de las montañas. Las películas se habían tomado en varios períodos y diversas longitudes de onda para que las nubes no oscureciesen demasiado la superficie. Los centros industriales, marcados con una señal dorada, salpicaban el planeta.

Whitbread estudió el mapa cuidadosamente mientras Potter servía café del termo del doctor Buckman. Buckman, por alguna razón, tenía siempre el mejor café de la nave… al menos el mejor al que tenían acceso los guardiamarinas.

—Señor Potter, no sé por qué, pero tengo la impresión de que se parece a Marte.

—No sé por qué será, señor Whitbread. ¿Qué es un Marte?

—El cuarto planeta del Sol. ¿Nunca ha estado usted en Nueva Anápolis?

—Recuerde que yo soy del sector Trans-Saco de Carbón.

—Bueno, ya irá usted allí. Aunque supongo que eliminan parte del entrenamiento en el caso de los reclutas coloniales. Es una lástima. Puede que el capitán consiga arreglárselo. Lo más curioso es la última misión de entrenamiento, cuando te hacen calcular el mínimo de combustible para hacer un aterrizaje de emergencia en Marte, y luego hacerlo con tanques sellados. Hay que utilizar la atmósfera como freno, y como hay muy poca, tiene uno casi que rozar el suelo para conseguir algo.

—Eso parece bastante divertido, señor Whitbread. Lo lamento, pero tengo una cita con el dentista ese día.

Whitbread continuó contemplando el globo mientras bebían el café.

—Me inquieta la idea, Gavin. De veras. Preguntémosle a alguien.

—El teniente Cargill aún está fuera, en la Colmena.

Como primer teniente, Cargill era quien estaba oficialmente al cargo del entrenamiento de los guardiamarinas. Era también paciente con los jóvenes, mientras que otros muchos oficiales no lo eran.

—Puede que esté levantado alguien aún —sugirió Whitbread.

Avanzaron hacia el puente, y vieron a Renner con jabón en la barbilla. No le oyeron maldecir porque tenía que compartir ahora su camarote con otros nueve oficiales.

Whitbread explicó su problema.

—Y me parece como si fuese Marte, señor Renner. Pero no sé por qué.

—Yo tampoco —dijo Renner—. Nunca he estado cerca del Sol.

No había motivo alguno para que las naves mercantes pasasen de la órbita de Neptuno, aunque, como hogar original de la Humanidad, el Sol quedaba emplazado en una posición central como punto de comunicación con otros sistemas más prósperos.

—Nunca oí nada bueno sobre Marte. ¿Por qué es importante?

—No lo sé. Probablemente no lo sea.

—Pero usted parece pensar que lo es. —Whitbread no contestó.

—Hay algo extraño en Paja Uno, sin embargo. Parece cualquier otro planeta del Imperio, salvo… ¿O será sólo porque sé que está lleno de monstruos alienígenas? Bueno, tengo que tomar un vaso de vino con el capitán dentro de cinco minutos. Permítame que coja mi capote y continúe hacia allí. Se lo preguntaremos.

Renner entró rápidamente en su cabina antes de que Whitbread y Potter pudiesen protestar. Potter miró a su compañero acusadoramente. ¿En qué clase de lío le había metido ahora?

Renner les condujo escaleras abajo a la torre de alta gravedad donde estaba la cabina de control del capitán. Un aburrido soldado que se sentaba a la mesa que había junto a la puerta. Whitbread le reconoció… era del dominio público que el alambique de vacío del sargento Maloney, localizado en algún punto situado delante de la sala de torpedos de estribor, hacía el mejor whisky irlandés de la Flota. A Maloney le interesaba sobre todo la calidad, no la cantidad.

—Bien, que pasen los guardiamarinas —dijo Blaine—. No hay apenas nada que hacer hasta que regrese el transbordador. Entren, caballeros. ¿Vino, café o algo más fuerte?

Whitbread y Potter pidieron jerez, aunque Potter hubiese preferido whisky. Lo bebía desde los once años. Se sentaron en pequeñas sillas plegables que se ajustaban en trinquetes esparcidos alrededor de la cubierta de la cabina de Blaine. Las escotillas de observación estaban abiertas y el Campo de la nave desconectado, de modo que la masa de la MacArthur colgaba sobre ellos. Blaine advirtió las miradas nerviosas de los guardiamarinas y sonrió. A todos les pasaba igual al principio.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Blaine. Whitbread se lo explicó.

—Comprendo, señor Potter. ¿Podría emplazar el globo en mi intercomunicador? Gracias. —Rod estudió la imagen en la pantalla—. Bueno, es un mundo de aspecto normal. Sin embargo, los colores parecen un poco apagados. Las nubes parecen… sucias, diría yo. No es raro. Hay todo tipo de crudos en la atmósfera. Debería usted saber eso, señor Whitbread.

—Sí, señor —Whitbread arrugó la nariz—. Materia sucia.

—Exactamente. Pero es el helio lo que preocupa al señor Buckman. Me pregunto si lo habrá calculado ya. Hace ya varios días… Maldita sea, Whitbread, se parece mucho a Marte. Pero ¿por qué?

Whitbread se encogió de hombros. Ahora lamentaba haber planteado la cuestión.

—Es difícil distinguir los contornos. Siempre lo es.

Con aire ausente Rod llevó su café y su whisky irlandés junto a la pantalla del intercomunicador. Oficialmente no sabía de dónde procedía aquel whisky. Kelley y sus infantes de marina velaban siempre, sin embargo, porque el capitán tuviese cantidad suficiente. A Cziller le gustaba el slivovitz, y esto había puesto a prueba el ingenio de Maloney.

Blaine trazó el perfil de un pequeño mar.

—Es difícil diferenciar la tierra del mar, pero las nubes parecen siempre formaciones permanentes… —trazó el perfil de nuevo—. Ese mar es casi un círculo.

—Sí. Y ése también. —Renner marcó un fino anillo de islas mucho mayores que el mar que Blaine había estudiado—. Y esto… sólo puede verse una parte del arco. —Aquello estaba en tierra, un arco de colinas bajas.

—Son todo círculos —proclamó Blaine—. Lo mismo que en Marte. Ésa es la cuestión. Marte ha estado girando a través del cinturón asteroidal del Sol cuatro millones de años. Pero no hay tantos asteroides en este sistema, y además están todos en los puntos troyanos.

—Señor, ¿no son la mayoría de los círculos un poco más pequeños, en realidad? —preguntó Potter.

—Lo son, señor Potter. Lo son.

—¿Y qué puede significar eso? —preguntó Whitbread en voz alta, aunque había querido en realidad hablar sólo para sí.

—Otro misterio para Buckman —dijo Blaine—. Le encantará. Ahora, utilicemos el tiempo más constructivamente. Me alegro de que hayan traído consigo a este joven, señor Renner. ¿Saben jugar ustedes dos al bridge?

Sabían, pero Whitbread tuvo una racha de mala suerte. Perdió casi la paga de un día.

El juego terminó con el regreso del transbordador. Cargill fue inmediatamente a la cabina del capitán para hablarle de la expedición. Traía información, estaban descargando un par de mecanismos pajeños incomprensibles en aquel momento en la cubierta hangar, y una plancha rota y retorcida de material metálico dorado que llevaba él mismo en las manos, protegidas con gruesos guantes. Blaine dio las gracias a Renner y a los guardiamarinas por la partida y éstos entendieron la velada indirecta, aunque a Whitbread le hubiese gustado quedarse.

—Yo me voy a mi litera —dijo Potter—. A menos que…

—¿Sí? —instó Whitbread.

—¿No sería un magnífico espectáculo si el señor Crawford fuese ahora a ver su cabina? —dijo Potter maliciosamente. Jonathon Whitbread esbozó una suave sonrisa.

—Lo sería, realmente, señor Potter. Desde luego que sí. ¡Démonos prisa!

Merecía la pena. Los guardiamarinas no estaban solos en las salas de órdenes, fuera de la cubierta hangar, cuando un soldado de comunicaciones, por orden de Whitbread, conectó con el camarote.

Crawford no les desilusionó. Habría cometido xenocidio, el primer crimen de este género en la historia humana, si sus amigos no le hubiesen contenido. Tanto se enfureció que se enteró de ello el capitán, y como resultado Crawford fue directamente de ronda a la guardia siguiente.

Buckman cogió a Potter y se lo llevó al laboratorio de astronomía, seguro de que el joven guardiamarina era el organizador de aquel caos. Le sorprendió agradablemente el trabajo realizado. Le agradó también el café que estaba esperándole. Aquel termo estaba siempre lleno, y Buckman había llegado a acostumbrarse. Sabía que era obra de Horace Bury.

A la media hora de llegar el transbordador, Bury supo de la plancha de metal dorado. Aquello era algo extraño… y, potencialmente, muy valioso. También podían serlo las máquinas pajeñas de aspecto antiguo… ¡Si pudiese tener acceso a la computadora del transbordador! Pero las habitaciones de Nabil no incluían esto.

Después tendrían que tomar café y charlar con Buckman, pero eso podía esperar, desde luego. Y al día siguiente llegaría la nave pajeña. No había duda, iba a ser una expedición muy importante… ¡y la Marina creía estar castigándole por apartarle de sus negocios! Desde luego, no aumentarían los negocios sin la supervisión de Bury, pero el daño no sería muy grave tampoco; y, además, con lo que podría aprender allí, quizás Autonética Imperial se convirtiese en la empresa más poderosa de la Asociación de Comerciantes Imperiales. Si la Marina pensaba que la Asociación les causaba problemas ahora, ya verían lo que iba a ser cuando Horace Bury la controlase… Sonrió levemente para sí. Nabil, al ver sonreír a su amo, se encogió nervioso, intentando pasar desapercibido.

Abajo, en la cubierta hangar, Whitbread se vio obligado a trabajar junto con todos los demás que andaban por allí. Cargill había traído una serie de objetos de la Colmena de Piedra, y tenían que desempaquetarlos. Whitbread fue lo bastante hábil para ofrecerse voluntario como ayudante de Sally antes de que Cargill le diese otro trabajo.

Descargaron esqueletos y momias para el laboratorio de antropología. Eran miniaturas del tamaño de muñecas, muy frágiles, similares a las miniaturas vivas que había en la nave. Otros esqueletos, que según Staley eran muy numerosos en la Colmena, eran similares a la minera pajeña que se alojaba ahora en el camarote de Crawford.

—¡Vaya! —gritó Sally. Estaba sacando otra momia.

—¿Qué pasa? —preguntó Whitbread.

—Esta, Jonathon. Es igual que el pajeño de la cápsula. Aunque la inclinación de la frente… pero, claro está, tuvieron que escoger a la persona más inteligente para que hiciera de emisario en Nueva Caledonia. Éste es el primer contacto con alienígenas también para ellos.

Había una momia pequeña de cabeza diminuta, sólo un metro de longitud y manos largas y frágiles. Los largos dedos de las tres manos estaban rotos. Había una mano seca que Cargill había encontrado flotando libremente, y que era distinta a lo que habían visto hasta entonces: los huesos fuertes, rectos y gruesos, las articulaciones grandes. ¿Artritis?, se preguntó Sally. La colocaron cuidadosamente y pasaron a la caja siguiente, los restos de un pie que también flotaba libre. Tenía una espina pequeña y aguda en el talón, y la parte delantera del pie era tan dura como el casco de un caballo, muy aguda y afilada, a diferencia de las estructuras de los otros pies de los pajeños.

—¿Mutaciones? —dijo Sally; se volvió al guardiamarina Staley, que había sido reclutado también para descargar—. ¿Dice usted que la radiación había desaparecido?

—Por completo —contestó Staley—. Pero en otros tiempos tuvo que haber allí una radiación infernal.

—Me pregunto —dijo Sally— de qué época estaremos hablando. ¿Hace miles de años? Dependería de lo limpias que fuesen esas bombas que utilizaron para impulsar el asteroide.

—No había modo de determinarlo —dijo Staley—. Pero el lugar parecía viejo, Sally. Muy viejo. Lo más viejo con que puedo compararlo es la Gran Pirámide de la Tierra. Parecía más viejo aún.

—Bueno —dijo ella—. Pero no hay ninguna prueba, Horst.

—No. Pero aquel lugar era viejo. Lo sé.

El análisis de los hallazgos tendría que esperar. Sólo descargarlos y almacenarlos les llevó hasta bien entrada la primera guardia, y todos estaban cansados. Eran las 0130, tres campanadas en el primer reloj, cuando Sally fue a su cabina y Staley a la sala artillera. Jonathon Whitbread se quedó solo.

Había tomado demasiado café en la cabina del capitán y no estaba cansado. Ya dormiría más tarde. De hecho tenía que hacerlo, pues la nave pajeña se situaría a la altura de la MacArthur durante la guardia de mediodía. Pero eso quedaba a nueve horas de distancia, y Whitbread era joven.

Los pasillos de la MacArthur brillaban con la mitad de las luces de día de la nave. Estaban casi vacíos y las puertas de los camarotes cerradas. Las voces humanas, siempre presentes durante el día de la MacArthur en todos los pasillos, interfiriendo unas con otras hasta el punto de no poder distinguirse ninguna voz aislada, habían dejado paso… al silencio.

Sin embargo, persistía la tensión del día. La MacArthur no volvería a descansar mientras siguiese dentro del sistema alienígena. Y allí fuera, invisible, las pantallas alzadas y la tripulación haciendo guardias dobles, estaba la gran masa cilíndrica de la Lenin. Whitbread pensó en el inmenso cañón láser de la nave de combate: en aquel momento debía de estar apuntando a la MacArthur.

A Whitbread le encantaban las guardias nocturnas. Había espacio para respirar y para estar solo. Había además compañía, los demás miembros de la tripulación de guardia, los científicos que trabajaban hasta muy tarde… Sólo entonces parecía que todos se hubiesen ido a dormir. Bueno, siempre podía mirar a las miniaturas por el intercomunicador, tomar un último trago, leer un poco e irse a dormir después. Lo agradable de la primera guardia era que habría laboratorios desocupados en que sentarse.

La pantalla del intercomunicador siguió en blanco cuando marcó la clave de los pajeños. Whitbread frunció el ceño por un segundo… Luego sonrió y se dirigió hacia la sala de oficiales.

No había duda: Whitbread esperaba encontrar a las dos miniaturas consagradas a sus prácticas sexuales. Después de todo un guardiamarina debía buscarse su propia diversión.

Abrió la puerta… y algo chocó con sus pies y desapareció, un resplandor amarillo y marrón. La familia de Whitbread había tenido perros. Esto le había proporcionado ciertos reflejos. Saltó hacia atrás muy rápido, cerró la puerta de golpe para impedir que saliese algo más, y luego miró hacia el pasillo.

Lo vio claramente un instante antes de que se escabullese en la cocina de la tripulación. Uno de los pequeños pajeños; y su contorno no tenía que ser la cría.

El otro adulto debía de seguir en la sala de oficiales. Whitbread vaciló un instante. Estaba acostumbrado a coger perros siguiéndoles inmediatamente. Estaba en las cocinas… pero no le conocía, no estaba acostumbrado a su voz y, maldita sea, no era un perro. Whitbread frunció el ceño. Aquello no iba a resultar divertido. Acudió al intercomunicador y llamó al oficial de guardia.

—Demonios, John —dijo Crawford—. Está bien, ¿así que dice usted que uno de esos condenados seres sigue aún en la sala de oficiales? ¿Está usted seguro?

—No, señor. En realidad no he mirado dentro. Pero sólo localicé a uno fuera.

No mire dentro —ordenó Crawford—. Permanezca junto a la puerta y no deje entrar a nadie. Tendré que llamar al capitán.

La idea no le gustaba nada a Crawford. El capitán podía enfadarse si le despertaban sólo por una escapada sin importancia de uno de aquellos animalejos, pero las órdenes decían terminantemente que debía informarse de modo inmediato al capitán de cualquier actividad de los alienígenas.

Blaine era una de esas personas afortunadas que son capaces de despertar inmediatamente sin transición. Escuchó el informe de Crawford.

—Muy bien, Crawford, vaya con un par de soldados a relevar a Whitbread y dígale al guardiamarina que venga. Quiero que me explique lo que vio. Coja otros dos soldados y despierte a los cocineros. Tienen que buscar en las cocinas hasta localizarlo. —Cerró los ojos para pensar—. Mantenga cerrada la sala de oficiales hasta que llegue allí el doctor Horvath.

Apagó el intercomunicador. Debo llamar a Horvath, pensó.

Y debo llamar al almirante. Mejor aplazar eso hasta que sepa lo que ha sucedido. Pero eso podía ser demasiado tiempo. Se puso el capote antes de llamar al Ministro de Ciencias.

—¿Que se escaparon? ¿Cómo? —exigió Horvath.

El Ministro de Ciencias no era una de esas personas afortunadas. Tenía los ojos enrojecidos, el pelo revuelto. Movía la boca, evidentemente poco satisfecho con su gusto.

—No sabemos —explicó pacientemente Rod—. La cámara estaba desconectada. Uno de los oficiales fue a investigar.

Esto bastará para los científicos, pensó. No permitiré que un puñado de civiles machaquen al muchacho. Si hay que castigarle, lo haré yo mismo.

—Doctor —continuó—, ahorraremos tiempo si baja usted inmediatamente allí.

El pasillo de la sala de oficiales estaba atestado. Horvath vestía una bata de seda roja; había cuatro infantes de marina, y estaban también Leyton, el segundo oficial de guardia, Whitbread y Sally Fowler con bata pero con el pelo recogido y sin huellas de sueño en la cara. Estaban también dos de los cocineros y un oficial de cocina, murmurando todos mientras apartaban cacerolas, buscando al pajeño, mientras otros soldados buscaban también desesperadamente.

—Cerré la puerta de golpe —decía Whitbread— y miré hacia el pasillo. El otro quizás escapase en la otra dirección…

—Pero usted cree que aún sigue ahí dentro.

—Sí, señor.

—Está bien, veamos si podemos entrar ahí sin dejarle salir.

—Capitán… ¿sabe usted si muerden? —preguntó un cabo—. Podríamos dar a los hombres guanteletes.

—No hará falta —aseguró Horvarth—. No han mordido nunca a nadie.

—Está bien, señor —dijo el cabo.

—Eso mismo dicen de las ratas colmeneras —murmuró uno de sus hombres, pero nadie le hizo caso.

Seis hombres y una mujer formaban un semicírculo alrededor de Horvath, que se disponía a abrir la puerta. Estaban todos tensos y ceñudos, los soldados con las armas dispuestas, preparados para cualquier cosa. Rod sintió por primera vez grandes deseos de reír. Los reprimió. Por aquel pobre y diminuto ser…

Horvath entró rápidamente. No salió nada.

Esperaron.

—Está bien —dijo el Ministro de Ciencias—. Ya lo veo. Entren, uno a uno. Está debajo de la mesa.

La miniatura les observaba mientras se deslizaban al interior, uno a uno, y la rodeaban. Si estaba esperando una vía de escape, nunca llegó a verla. Cuando se cerró la puerta y siete hombres y una mujer rodearon su refugio, se rindió. Sally la cogió en brazos.

—Pobrecilla —dijo. La pajeña miró a su alrededor, evidentemente asustada.

Whitbread examinó lo que quedaba de la cámara. Estaba cortocircuitada. Se había mantenido el cortocircuito el tiempo suficiente para que metal y plástico se fundieran y gotearan, dejando un hedor que aún no había eliminado la planta aérea de la MacArthur. También se había fundido, dejando un gran agujero, la alambrada que había detrás de la cámara. Blaine se acercó a examinar el desastre.

—Sally —preguntó—, ¿podrían ser tan inteligentes como para planear esto?

—¡No! —respondieron inmediatamente y a coro Sally y Horvath.

—El cerebro es demasiado pequeño —amplió el doctor Horvath.

—Ah —dijo para sí Whitbread. Pero no olvidaba que la cámara estaba dentro de la alambrada.

Llamaron inmediatamente a los técnicos de la sección de telecomunicaciones para que repararan el agujero. Soldaron encima una red nueva, y Sally volvió a meter a las miniaturas en su jaula. Los técnicos instalaron otra videocámara, que montaron fuera de la red. Nadie hizo ningún comentario. La búsqueda continuó durante toda la guardia. Nadie encontró a la hembra ni a la cría. Intentaron que les ayudase la pajeña grande, pero evidentemente no comprendió lo que le dijeron o no se interesó. Por último, Blaine volvió a su cabina a dormir un par de horas. Cuando despertó aún no habían aparecido las miniaturas.

—Podríamos echar a los hurones tras ellas —sugirió Cargill durante el desayuno en la sala de guardia. Un torpedero tenía un par de roedores del tamaño de gatos y los utilizaba para mantener libre de ratas y ratones el castillo de proa. Los hurones eran sumamente eficaces en esta tarea.

—Matarían a las pajeñas —protestó Sally—. No son peligrosas. Desde luego, no son más peligrosas que las ratas. ¡No podemos matarlas!

—Si no las encontramos rápidamente, el almirante me matará a —gruñó Rod, pero aceptó la objeción. La búsqueda continuaba cuando Blaine acudió al puente.

—Póngame con el almirante —dijo a Staley.

—De acuerdo, señor. —El guardiamarina habló por el circuito de comunicación.

Unos instantes después aparecieron en la pantalla los ásperos rasgos barbudos del almirante Kutuzov. El almirante estaba en su puente, tomando té de un vaso. Rod cayó en la cuenta de que nunca había hablado con Kutuzov sin que éste estuviese en el puente. ¿Cuándo dormía? Blaine informó sobre la desaparición de los pajeños.

—¿Aún no tiene ni idea de lo que son esas miniaturas, capitán? —preguntó Kutuzov.

—Así es, señor. Hay varias teorías. La más popular es que están relacionados con los pajeños lo mismo que los monos con los humanos.

—Eso es interesante, capitán. Supongo que esas teorías explicarán también por qué ese minero llevaba dos monos en su nave. Y por qué llevó dos monos a bordo de la MacArthur. Nosotros no acostumbramos a llevar monos, ¿verdad, capitán Blaine?

—No, señor.

—La sonda pajeña llegará en tres horas —murmuró Kutuzov—, y las criaturas escaparon la noche pasada. Esta relación me parece interesante, capitán. Creo que esas miniaturas son espías.

—¿Espías, señor?

—Espías. Le han dicho a usted que no son inteligentes. Quizás sea verdad, pero ¿pueden memorizar? No me parece imposible que puedan. Usted me ha hablado de las habilidades mecánicas de la alienígena grande. Ella ordenó a las miniaturas que devolviesen su reloj al comerciante. Capitán, no puede permitirse bajo ninguna circunstancia que la alienígena adulta establezca contacto con las miniaturas que han escapado. No debe permitírsele a ningún alienígena grande. ¿Ha comprendido?

—Sí, señor…

—¿Quiere saber el motivo? —preguntó al almirante—. Si hay alguna posibilidad de que esos seres descubran los secretos del Impulsor y el Campo, capitán…

—Comprendido, señor. Tomaré las medidas necesarias.

—Así lo espero, capitán.

Blaine se quedó un momento contemplando la pantalla en blanco, y luego volvió la vista hacia Cargill.

—Jack, usted viajó una vez con el almirante, ¿verdad? ¿Cómo es realmente por detrás de toda esa imagen legendaria?

Cargill ocupaba un asiento próximo a la silla de mando de Blaine.

—Yo sólo era guardiamarina cuando él era capitán, señor. La relación era demasiado distante. Lo cierto es que todos le respetábamos. Quizás sea el oficial más duro del Cuerpo y no excusa a nadie, y menos aún a sí mismo. Pero si hay que combatir, las posibilidades de regresar con vida son mucho mayores si es el Zar quien está al mando.

—Eso he oído. Ha ganado más combates que ningún otro oficial en servicio; pero, demonios, qué duro es el maldito.

—Desde luego que sí, señor.

Cargill estudió detenidamente a su capitán. No llevaban juntos mucho tiempo, y era más fácil hablar con Blaine de lo que habría sido con un capitán más viejo.

—No ha estado usted nunca en St. Ekaterina, ¿verdad, capitán? —preguntó.

—No.

—Pero tenemos a varios miembros de la tripulación que son de allí. En la Lenin hay más, claro. Hay un porcentaje muy alto de katerinenses en la Marina, capitán. ¿Sabe usted por qué?

—Sólo vagamente.

—Fueron introducidos por los elementos rusos de la antigua flota del Condominio —dijo Cargill—. Cuando la flota del Condominio salió del sistema solar, los rusos establecieron a sus mujeres e hijos en Ekaterina. En las Guerras de Formación sufrieron muchos ataques. Luego comenzaron las Guerras Separatistas, cuando Sauron atacó St. Ekaterina sin previo aviso. St. Ekaterina permaneció leal, pero…

—Como Nueva Escocia —dijo Rod. Cargill asintió con entusiasmo.

—Exactamente, señor. Fanáticos leales al Imperio. Con buenas razones, dada su historia. La única paz que han visto ha sido la impuesta por un Imperio fuerte.

Rod asintió y luego volvió a sus pantallas. Había un medio de hacer feliz al almirante.

—Staley —dijo—. Que el artillero Kelley ordene a todos los infantes de Marina que busquen a los pajeños escapados. Que disparen sobre ellos si es necesario. Si es posible sólo para inmovilizarlos, pero que disparen. Y suelten a esos hurones en la zona de cocinar.