XLVIII
Percy

Percy había librado muchas batallas. Incluso había luchado en un par de estadios, pero en ninguno como ese. En el enorme Coliseo, donde miles de fantasmas vitoreaban, el dios Baco lo miraba atentamente y los dos gigantes de tres metros se alzaban de forma amenazadora sobre él, Percy se sentía pequeño e insignificante como un insecto. Y también muy furioso.

Luchar contra gigantes era una cosa, pero que Baco lo convirtiera en un juego era otra muy distinta.

Percy recordó lo que Luke Castellan le había dicho hacía años, cuando Percy había vuelto de su primera misión: «¿No te has dado cuenta de lo inútil que es todo? ¿Todas nuestras hazañas…, ser los peones de los dioses del Olimpo?».

Percy tenía ya casi la misma edad que Luke en aquel entonces. Entendía por qué Luke se había vuelto tan rencoroso. Durante los últimos cinco años, Percy había sido un peón en demasiadas ocasiones. Los dioses del Olimpo parecían turnarse para utilizarlo en sus planes.

Puede que los dioses fueran mejores que los titanes, los gigantes o Gaia, pero eso no implicaba que fueran buenos ni sabios. Ni que a Percy le gustara aquella estúpida batalla.

Lamentablemente, no tenía muchas opciones. Si quería salvar a sus amigos, tenía que vencer a esos gigantes. Tenía que sobrevivir y encontrar a Annabeth.

Efialtes y Oto le ayudaron a tomar la decisión atacando. Los gigantes cogieron entre los dos una montaña falsa del tamaño del piso de Percy en Nueva York y se la arrojaron a los semidioses.

Percy y Jason echaron a correr. Se lanzaron juntos a la trinchera más cercana, y la montaña se hizo añicos encima de ellos y los salpicó de esquirlas de yeso. No era mortal, pero picaba como el demonio.

La muchedumbre abucheó y pidió sangre a gritos.

—¿Me vuelvo a ocupar yo de Oto? —gritó Jason por encima del ruido—. ¿O lo quieres para ti esta vez?

Percy trató de pensar. Lo normal era dividirse, luchar contra los gigantes uno contra otro, pero ese método no había dado resultado la última vez. Cayó en la cuenta de que necesitaban otra estrategia.

Durante todo aquel viaje, Percy se había sentido responsable de guiar y proteger a sus amigos. Estaba seguro de que Jason se sentía igual. Habían trabajado en pequeños grupos con la esperanza de correr menos peligro. Habían luchado de forma individual; cada semidiós había hecho lo que mejor se le daba. Pero Hera los había convertido en miembros de un grupo de siete por un motivo. Las pocas veces que Percy y Jason habían colaborado —invocando la tormenta en el fuerte Sumter, ayudando al Argo II a escapar de las Columnas de Hércules o llenando el ninfeo—, Percy se había sentido más seguro, más capaz de resolver problemas, como si durante toda su vida hubiera sido un cíclope y de repente se hubiera despertado con dos ojos.

—Atacaremos juntos —dijo—. Primero a Oto, que es el más débil. Lo eliminaremos rápido y pasaremos a Efialtes. Bronce y oro juntos; tal vez así tarden un poco más en volver a formarse.

Jason sonrió irónicamente, como si acabara de descubrir que moriría de una forma vergonzosa.

—¿Por qué no? —dijo—. Pero Efialtes no se quedará quieto esperando a que matemos a su hermano. A menos…

—Que haya mucho viento —propuso Percy—. Y debajo de la palestra hay tuberías de agua.

Jason lo entendió enseguida. Se rió, y Percy sintió que brotaba una chispa de amistad. Ese chico pensaba igual que él en muchos aspectos.

—¿A la de tres? —dijo Jason.

—¿Por qué esperar?

Salieron disparados de la trinchera. Como Percy sospechaba, los gemelos habían levantado otra montaña de yeso y estaban esperando para tenerlos a tiro. Los gigantes la elevaron por encima de sus cabezas, preparándose para lanzarla, pero Percy hizo que una tubería de agua estallara a sus pies y sacudiera el suelo. Jason lanzó una ráfaga de viento contra el pecho de Efialtes. El gigante del pelo morado se cayó hacia atrás, y a Oto se le escapó de las manos la montaña, que inmediatamente se desplomó sobre su hermano. Solo las serpientes de Efialtes sobresalían de la montaña, girando rápidamente sus cabezas, como si se estuvieran preguntando adónde había ido a parar el resto del cuerpo.

La multitud rugió en señal de aprobación, pero Percy sospechaba que Efialtes solo estaba aturdido. Disponían de unos segundos en el mejor de los casos.

—¡Eh, Oto! —gritó—. ¡El cascanueces es un asco!

—¡Ahhhhhh!

Oto recogió su lanza y la arrojó, pero estaba demasiado furioso para apuntar bien. Jason la desvió por encima de la cabeza de Percy y la envió al lago.

Los semidioses retrocedieron hacia el agua gritando improperios relacionados con el ballet, lo que suponía todo un desafío, ya que Percy no sabía mucho sobre el tema.

Oto se precipitó hacia ellos, desarmado, antes de darse cuenta de que a) estaba desarmado, y b) embestir contra una gran masa de agua para enfrentarse a un hijo de Poseidón tal vez no fuese buena idea.

Intentó detenerse demasiado tarde. Los semidioses rodaron a cada lado de él, y Jason invocó el viento y aprovechó el impulso del gigante para lanzarlo al agua. Mientras Oto luchaba por salir a la superficie, Percy y Jason atacaron como uno solo. Se abalanzaron sobre el gigante y clavaron sus armas en la cabeza de Oto.

El pobre ni siquiera tuvo ocasión de hacer una pirueta. Estalló en un montón de polvo sobre la superficie del agua como un enorme envase de bebida instantánea.

Percy revolvió el lago hasta transformarlo en un remolino. La esencia de Oto trató de cobrar forma otra vez, pero cuando su cabeza asomó del agua, Jason invocó un rayo y lo convirtió otra vez en polvo.

De momento, todo iba bien, pero no podían contener eternamente a Oto. Percy estaba cansado tras la pelea que había mantenido bajo tierra. El estómago todavía le dolía después de haber sido golpeado con el astil de una lanza. Notaba que sus fuerzas estaban decayendo, y todavía tenían que ocuparse de otro gigante.

En ese preciso instante, la montaña de yeso explotó detrás de ellos. Efialtes se alzó rugiendo airadamente.

Percy y Jason aguardaron mientras el monstruo avanzaba pesadamente hacia ellos con la lanza en la mano. Al parecer, ser aplastado por una montaña de yeso no había hecho más que darle renovada energía. En sus ojos había un brillo asesino. El sol de la tarde relucía en su cabello trenzado con monedas. Hasta las serpientes de sus pies parecían enfadadas, enseñando los colmillos y siseando.

Jason invocó otro rayo, pero Efialtes lo atrapó con su lanza, desvió la explosión y derritió una vaca de plástico de tamaño real. Apartó de un golpe una columna de piedra como si fuera un montón de bloques de construcción de juguete.

Percy trató de mantener el lago agitado. No quería que Oto saliera a la superficie y se uniera a la pelea, pero cuando Efialtes recorrió la escasa distancia que los separaba, tuvo que cambiar de objetivo.

Jason y él hicieron frente al ataque del gigante. Se abalanzaron alrededor de Efialtes, lanzando tajos y estocadas en un remolino de oro y bronce, pero el gigante paraba cada uno de sus golpes.

—¡No me rendiré! —rugió Efialtes—. ¡Habéis arruinado mi espectáculo, pero Gaia destruirá vuestro mundo!

Percy dio un espadazo y cortó la lanza del gigante por la mitad. Efialtes ni se inmutó. El gigante hizo un barrido por el suelo con el extremo romo del arma y derribó a Percy. El chico cayó con fuerza sobre la mano con la que sostenía la espada, y Contracorriente se le escapó con gran estruendo.

Jason trató de aprovechar la oportunidad. Se situó al alcance del gigante y le lanzó una estocada al pecho, pero Efialtes consiguió parar el golpe y dirigir su lanza al pecho de Jason. Con la punta le rasgó la camiseta morada hasta convertirla en un chaleco. Jason se tambaleó, mirando el hilo de sangre que le caía por el esternón. Efialtes le dio una patada hacia atrás.

En el palco del emperador, Piper lanzó un grito, pero su voz quedó ahogada en medio del rugido de la muchedumbre. Baco siguió mirando con una sonrisa de diversión, masticando Doritos de una bolsa.

Efialtes se elevaba por encima de Percy y Jason, balanceando las dos mitades de su lanza rota sobre sus cabezas. Percy tenía entumecido el brazo con el que manejaba la espada. A Jason se le había escapado el gladius, que se había deslizado por el suelo de la palestra. Su plan había fracasado.

Percy miró a Baco, pensando en la maldición final que dedicaría al dios del vino, cuando vio una figura en el cielo sobre el Coliseo: un gran óvalo oscuro que descendía rápidamente.

Oto gritó desde el lago, tratando de avisar a su hermano, pero su rostro medio disuelto solo conseguía pronunciar:

—¡Ah-am-muuu!

—¡No te preocupes, hermano! —dijo Efialtes, con la mirada fija en los semidioses—. ¡Les haré sufrir!

El Argo II giró en el cielo, ofreciendo su costado de babor, y en sus ballestas brilló fuego verde.

—Oye —dijo Percy—. Mira detrás de ti.

Él y Jason se apartaron rodando por el suelo mientras Efialtes se volvía y rugía con incredulidad.

Percy cayó en una trinchera cuando la explosión sacudió el Coliseo.

Cuando volvió a salir, el Argo II estaba aterrizando. Jason asomó la cabeza por detrás del caballo de plástico que le había servido de refugio antiaéreo improvisado. Efialtes yacía carbonizado y gemía en el suelo; el calor del fuego griego había quemado la arena de alrededor y había formado un halo de cristal. Oto se revolcaba en el lago, tratando de recuperar su forma, pero de los brazos para abajo parecía un charco de avena quemada.

Percy se acercó a Jason dando traspiés y le dio una palmada en el hombro. La multitud fantasmal los ovacionó mientras el Argo II desplegaba su tren de aterrizaje y se posaba en el suelo de la palestra. Leo se hallaba al timón, y Hazel y Frank sonreían a su lado. El entrenador Hedge bailaba por la plataforma de disparo, dando puñetazos al aire y gritando:

—¡Así se hace!

Percy se volvió hacia el palco del emperador.

—¡¿Y bien?! —gritó a Baco—. ¿Le ha parecido lo bastante entretenido, borrachuzo…?

—No hace falta que te pongas así —de repente, el dios apareció justo a su lado en la arena. Se quitó con la mano los restos de Doritos de su túnica morada—. He decidido que sois unos socios dignos para el combate.

—¿Socios? —gruñó Jason—. ¡Pero si usted no ha hecho absolutamente nada!

Baco se dirigió a la orilla del lago. El agua se vació en el acto y dejó un montón de gachas con la forma de la cabeza de Oto. Baco se dirigió cuidadosamente al fondo y alzó la vista al gentío. Levantó su tirso.

La multitud abucheó, chilló y apuntó hacia abajo con los pulgares. Percy nunca había sabido si eso significaba vivir o morir. Había oído las dos versiones.

Baco eligió la opción más divertida. Golpeó la cabeza de Oto con su bastón de piña, y el gigantesco montón de Otoavena se desintegró por completo.

El público se volvió loco. Baco salió del lago y se acercó a Efialtes pavoneándose. El gigante seguía tumbado con los brazos y las piernas extendidos, requemado y humeante.

Baco volvió a levantar su tirso.

—¡HAZLO! —rugió la muchedumbre.

—¡NO LO HAGAS! —dijo Efialtes, gimiendo.

Baco dio un golpecito al gigante en la nariz, y Efialtes se deshizo en cenizas.

Los fantasmas prorrumpieron en vítores y lanzaron confeti espectral mientras Baco se paseaba por el estadio con los brazos levantados triunfalmente, regocijándose por la veneración que le dedicaban. Sonrió a los semidioses.

—¡Eso es espectáculo, amigos míos! Y desde luego que he hecho algo. ¡He matado a dos gigantes!

Mientras los amigos de Percy desembarcaban de la nave, los fantasmas relucieron y desaparecieron. Piper y Nico bajaron con dificultad del palco del emperador al tiempo que las reformas mágicas del Coliseo empezaban a convertirse en bruma. El suelo de la arena se mantuvo sólido, pero por lo demás el estadio no parecía haber albergado una buena masacre durante mucho tiempo.

—Bueno —dijo Baco—. Ha sido divertido. Tenéis mi permiso para continuar vuestro viaje.

—¿Su permiso? —gruñó Percy.

—Sí —Baco arqueó una ceja—. Aunque puede que tu viaje sea un poco más movido de lo que esperas, hijo de Neptuno.

—Poseidón —lo corrigió Percy automáticamente—. ¿A qué se refiere con «mi» viaje?

—Puedes probar en el aparcamiento de detrás del monumento a Víctor Manuel II —dijo Baco—. Es el mejor sitio para abrirse paso. Bueno, adiós, amigos. Ah, y buena suerte con el otro asuntillo.

El dios se evaporó en una nube de bruma que desprendía un ligero olor a zumo de uva. Jason corrió al encuentro de Piper y Nico.

El entrenador Hedge se acercó a Percy trotando, seguido de Hazel, Frank y Leo.

—¿Ese era Dioniso? —preguntó Hedge—. ¡Adoro a ese tío!

—¡Estáis vivos! —dijo Percy a los demás—. Los gigantes dijeron que estabais presos. ¿Qué ha pasado?

Leo se encogió de hombros.

—Otro plan brillante de Leo Valdez. Te sorprendería lo que se puede hacer con una esfera de Arquímedes, una chica que puede detectar cosas bajo tierra y una comadreja.

—Yo era la comadreja —dijo Frank con aire taciturno.

—Básicamente, activé un tornillo hidráulico con el artilugio de Arquímedes —explicó Leo—, que va a quedar espectacular cuando lo instale en el barco, por cierto. Hazel detectó el camino más fácil para salir a la superficie. Hicimos un túnel lo bastante grande para que pasara una comadreja, y Frank trepó con un sencillo transmisor que yo hice deprisa y corriendo. Después, solo hubo que conectar con los canales por satélite favoritos del entrenador Hedge y decirle que viniera con el barco a rescatarnos. Una vez que nos tuvo a bordo, encontraros fue fácil, gracias al espectáculo de luces divino del Coliseo.

Percy entendió un diez por ciento de la historia de Leo, pero le pareció suficiente, ya que tenía una pregunta más acuciante.

—¿Dónde está Annabeth?

Leo hizo una mueca.

—Sí, respecto a eso… Sigue en apuros, creo. Herida, con la pierna rota, tal vez… al menos, según la visión que Gaia nos mostró. El siguiente paso es rescatarla.

Dos segundos antes, Percy había estado a punto de caerse redondo. Pero en ese momento un subidón de adrenalina recorría su cuerpo. Quería estrangular a Leo y preguntarle por qué el Argo II no había ido primero a rescatar a Annabeth, pero pensó que sonaría un poco desagradecido por su parte.

—Explícame en qué consistía la visión —dijo—. Cuéntamelo todo.

El suelo tembló. Las tablas de madera empezaron a desaparecer, y la arena comenzó a caer a los fosos del hipogeo que había debajo.

—Hablemos a bordo —propuso Hazel—. Será mejor que despeguemos mientras podamos.

Partieron del Coliseo y viraron hacia el sur por encima de los tejados de Roma.

Alrededor de la Piazza del Colosseo, el tráfico estaba paralizado. En el lugar se había congregado una multitud de mortales, que debían de estar preguntándose por las extrañas luces y sonidos procedentes de las ruinas. Por lo que Percy pudo apreciar, ninguno de los espectaculares planes de destrucción de los gigantes había tenido éxito. La ciudad lucía el mismo aspecto que antes. Nadie parecía reparar en el enorme trirreme griego que se elevaba en el cielo.

Los semidioses se reunieron alrededor del timón. Jason vendó el hombro torcido de Piper mientras Hazel permanecía en popa, dando de comer ambrosía a Nico. El hijo de Hades apenas podía levantar la cabeza. Su voz era tan débil que Hazel tenía que inclinarse cada vez que hablaba.

Frank y Leo relataron lo que había ocurrido con las esferas de Arquímedes y las visiones que Gaia les había mostrado en el espejo de bronce. Rápidamente decidieron que la mejor pista con la que contaban para encontrar a Annabeth era el críptico consejo que Baco les había dado: el monumento a Víctor Manuel II, fuera lo que fuese. Frank empezó a teclear en el ordenador del timón mientras Leo pulsaba furiosamente los botones de los mandos murmurando: «Monumento a Víctor Manuel II. Monumento a Víctor Manuel II». El entrenador Hedge intentó ayudar peleándose con un plano callejero de Roma boca abajo.

Percy se arrodilló junto a Jason y Piper.

—¿Qué tal el hombro?

Piper sonrió.

—Se curará. Los dos lo habéis hecho estupendamente.

Jason dio un codazo a Percy.

—No formamos un mal equipo, tú y yo.

—Mejor que luchar en un maizal en Kansas —convino Percy.

—¡Aquí está! —gritó Leo, señalando su monitor—. ¡Frank, eres increíble! Estoy poniendo rumbo.

Frank se encogió de hombros.

—Yo solo he leído el nombre en la pantalla. Un turista chino lo incluyó en Google Maps.

Leo sonrió a los demás.

—Sabe leer chino.

—Solo un poco —dijo Frank.

—¿A que mola?

—Chicos —terció Hazel—. Siento interrumpir vuestra sesión de peloteo, pero deberíais oír esto.

Ayudó a Nico a levantarse. El chico siempre había sido pálido, pero entonces su piel parecía leche en polvo. Sus ojos hundidos y oscuros le recordaron a Percy unas fotos que había visto de prisioneros de guerra liberados, que en esencia es en lo que Nico se había convertido.

—Gracias —dijo Nico con voz ronca. Sus ojos se movieron con nerviosismo alrededor del grupo—. Había perdido la esperanza.

Durante la última semana, día más, día menos, a Percy se le habían ocurrido muchos comentarios mordaces que podría hacerle a Nico cuando volvieran a coincidir, pero el chico parecía tan frágil y tan triste que Percy fue incapaz de indignarse.

—Sabías que los dos campamentos existían desde el principio —dijo Percy—. Podrías haberme dicho quién era el primer día que llegué al Campamento Júpiter, pero no lo hiciste.

Nico se desplomó contra el timón.

—Lo siento, Percy. Descubrí el Campamento Júpiter el año pasado. Mi padre me llevó allí, aunque no estaba seguro del motivo. Me dijo que los dioses habían mantenido los campamentos separados durante siglos y que no podía decírselo a nadie. No era el momento oportuno. Pero dijo que sería importante para mí que supiera…

Se dobló, presa de un ataque de tos.

Hazel le sujetó los hombros hasta que pudo levantarse de nuevo.

—Yo… yo pensaba que mi padre se refería a Hazel —continuó Nico—. Yo necesitaría un lugar seguro al que llevarla. Pero ahora… creo que quería que supiera de la existencia de los dos campamentos para poder entender lo importante que era vuestra misión, y por eso busqué las Puertas de la Muerte.

El aire se cargó de electricidad: literalmente, ya que Jason empezó a echar chispas.

—¿Encontraste las puertas? —preguntó Percy.

Nico asintió.

—Fui tonto. Pensé que podría ir a cualquier parte en el inframundo, pero caí de lleno en la trampa de Gaia. Era como intentar escapar de un agujero negro.

—Ejem… —Frank se mordió el labio—. ¿A qué clase de agujero negro te refieres?

Nico empezó a hablar, pero lo que tenía que decir debía de ser demasiado terrible. Se volvió hacia Hazel.

Ella posó la mano en el brazo de su hermano.

—Nico me ha dicho que las Puertas de la Muerte tienen dos lados: uno en el mundo de los mortales y otro en el inframundo. El lado mortal del portal está en Grecia. Se encuentra muy bien vigilado por las fuerzas de Gaia. Allí es donde llevaron a Nico al mundo de arriba. Luego lo trasladaron a Roma.

Piper debía de estar nerviosa, porque su cornucopia expulsó una hamburguesa con queso.

—¿En qué parte de Grecia exactamente está esa puerta?

Nico respiró de forma ruidosa.

—En la Casa de Hades. Es un templo subterráneo que está en Epiro. Puedo señalarlo en un mapa, pero… el lado mortal del portal no es el problema. En el inframundo, las Puertas de la Muerte están en… en…

Una sensación de frío recorrió la espalda de Percy como una araña.

«Un agujero negro». Una parte del inframundo de la que no se podía escapar y a la que ni siquiera Nico di Angelo podía ir. ¿Por qué no se le había ocurrido a Percy antes? Él había estado en el límite mismo de ese sitio, y todavía le producía pesadillas.

—El Tártaro —aventuró—. La parte más profunda del inframundo.

Nico asintió con la cabeza.

—Me arrastraron al pozo, Percy. Allí abajo vi cosas…

La voz se le quebró.

Hazel frunció los labios.

—Ningún mortal ha estado en el Tártaro —explicó—. Al menos, nadie ha entrado y ha vuelto con vida. Es la cárcel de máxima seguridad de Hades, donde están encerrados los antiguos titanes y los demás enemigos de los dioses. Es adonde van a parar todos los monstruos cuando mueren en la tierra. Es… bueno, nadie sabe exactamente cómo es.

Su mirada se desvió hacia su hermano. No hizo falta que expresara con palabras lo que estaba pensando: «Nadie menos Nico».

Hazel le dio su espada negra.

Nico se apoyó en ella como si fuera el bastón de un anciano.

—Ahora entiendo por qué Hades no ha podido cerrar las puertas —dijo—. Ni siquiera los dioses entran en el Tártaro. Ni siquiera el dios de la muerte, el mismísimo Tánatos, se acercaría a ese sitio.

Leo miró desde el timón.

—A ver si lo adivino. Tenemos que ir allí.

Nico negó con la cabeza.

—Es imposible. Yo soy hijo de Hades, y he sobrevivido por poco. Las fuerzas de Gaia me superaron enseguida. Son tan poderosas allí abajo… que ningún semidiós tendría posibilidades. Yo casi me volví loco.

Los ojos de Nico parecían de cristal hecho añicos. Percy se preguntó con tristeza si algo se habría roto para siempre dentro de él.

—Entonces iremos a Epiro —dijo Percy—. Cerraremos las puertas por ese lado.

—Ojalá fuera tan fácil —dijo Nico—. Hay que controlar las puertas por los dos lados para que se cierren. Es como un doble sello. Quizá, y solo quizá, si los siete combatierais juntos podríais vencer a las fuerzas de Gaia en el lado de los mortales, en la Casa de Hades. Pero a menos que luchéis a la vez como un equipo, un equipo lo bastante fuerte para vencer a una legión de monstruos en su territorio…

—Tiene que haber una forma —dijo Jason.

Nadie propuso ninguna idea brillante.

Percy notó que se le estaba revolviendo el estómago. Entonces se dio cuenta de que el barco entero estaba descendiendo hacia un gran edificio parecido a un palacio.

«Annabeth». Las noticias de Nico eran tan terribles que Percy se había olvidado por un momento de que ella seguía en peligro, cosa que le hizo sentirse increíblemente culpable.

—Ya resolveremos más tarde el problema del Tártaro —dijo—. ¿Es ese el monumento a Víctor Manuel II?

Leo asintió con la cabeza.

—¿No dijo Baco algo sobre el aparcamiento de la parte de atrás? Pues allí está. Y ahora, ¿qué?

Percy se acordó del sueño sobre la sala oscura y la voz susurrante del monstruo al que llamaban «su señoría». Recordó lo afectada que Annabeth había vuelto del fuerte Sumter después de su encuentro con las arañas. Percy había empezado a sospechar lo que podía haber en aquel templo: literalmente, la madre de todas las arañas. Si estaba en lo cierto, y Annabeth había estado sola allí abajo, atrapada con esa criatura durante horas, con la pierna rota… Llegados a ese punto, a Percy le daba igual si Annabeth debía completar su misión en solitario o no.

—Tenemos que sacarla —dijo.

—Pues sí —convino Leo—. Pero… ejem…

Parecía que quisiera decir: «¿Y si llegamos tarde?».

Cambió de tema sabiamente.

—Hay un aparcamiento en el camino.

Percy miró al entrenador Hedge.

—Baco dijo algo sobre «abrirse paso». Entrenador, ¿le queda munición para las ballestas?

El sátiro sonrió como una cabra loca.

—Pensaba que no me lo ibas a preguntar nunca.