Las cosas se torcieron enseguida. Los gigantes desaparecieron en dos nubes de humo idénticas. Volvieron a aparecer en mitad de la sala, cada uno en un lugar distinto. Percy echó a correr hacia Efialtes, pero se abrieron unas ranuras bajo sus pies, y unas paredes metálicas subieron disparadas a cada lado y lo separaron de sus amigos.
Las paredes empezaron a acercarse a él como los lados de unos alicates. Percy saltó y se cogió a la parte inferior de la jaula de la hidra. Atisbó fugazmente a Piper saltando a través de una rayuela de fosos en llamas en dirección a Nico, que seguía aturdido e indefenso y estaba siendo acechado por un par de leopardos.
Mientras tanto, Jason embistió contra Oto, quien cogió su lanza y lanzó un gran suspiro, como si prefiriera bailar El baile de los cisnes a matar a otro semidiós.
Percy captó todo eso en una fracción de segundo, pero no podía hacer gran cosa. La hidra de la jaula intentó morderle las manos. Él se balanceó y se dejó caer en un bosquecillo de árboles de madera contrachapada pintados que salieron de la nada. Los árboles cambiaban de posición cuando él intentaba correr entre ellos, de modo que taló todo el bosque con Contracorriente.
—¡Maravilloso! —gritó Efialtes, exultante. Estaba ante su tablero de control a unos veinte metros a la izquierda de Percy—. Lo consideraremos un ensayo de vestuario. ¿Suelto a la hidra en la plaza de España?
Movió una palanca, y Percy miró detrás de él. La jaula de la que había estado colgado se elevó hacia una compuerta en el techo. En tres segundos desaparecería. Si Percy atacaba al gigante, la hidra asolaría la ciudad.
Soltando un juramento, lanzó a Contracorriente como si fuera un bumerán. La espada no estaba diseñada para ese uso, pero el bronce celestial cortó las cadenas que suspendían a la hidra. La jaula se cayó de lado. La puerta se abrió rompiéndose, y el monstruo salió justo delante de Percy.
—¡Eres un aguafiestas, Jackson! —gritó Efialtes—. Muy bien. Lucha aquí, si quieres, pero tu muerte no será ni de lejos tan espectacular sin las masas aclamando.
Percy avanzó para enfrentarse al monstruo… y entonces se dio cuenta de que había tirado su arma. No había planificado muy bien las cosas.
Rodó a un lado mientras las ocho cabezas de la hidra escupían ácido y convertían el suelo que él había pisado en un cráter humeante de piedra derretida. Percy odiaba con toda su alma a las hidras. Casi era preferible haber perdido la espada, porque su instinto le habría empujado a cortar las cabezas de la criatura, y a una hidra le salían dos cabezas nuevas por cada una de las que perdía.
La última vez que se había enfrentado a una hidra se había salvado gracias a una batalla naval con cañones de bronce que habían volado en pedazos al monstruo. Esa estrategia no podía servirle de nuevo… ¿o sí?
La hidra empezó a repartir golpes a diestro y siniestro. Percy se escondió detrás de una gigantesca rueda de hámster y escudriñó la sala, buscando las cajas que había visto en su sueño. Se acordaba de algo relacionado con unos lanzacohetes.
En el estrado, Piper montaba guardia al lado de Nico mientras los leopardos avanzaban. Apuntó con la cornucopia y disparó una carne asada a la cazuela por encima de las cabezas de los felinos. Debía de oler muy bien, porque los leopardos echaron a correr tras ella.
A unos cinco metros a la derecha de Piper, Jason luchaba contra Oto espada contra lanza. Oto había perdido la diadema de diamantes y parecía enfadado. Seguramente podría haber empalado a Jason varias veces, pero el gigante insistía en hacer una pirueta en cada ataque, lo que reducía su velocidad.
Mientras tanto, Efialtes se reía pulsando botones en su tablero de control, acelerando las cintas transportadoras y abriendo al azar jaulas de animales.
La hidra rodeó la rueda de hámster. Percy se ocultó detrás de una columna, cogió una bolsa de basura llena de pan de molde y se la lanzó al monstruo. La hidra cometió el error de escupir ácido. La bolsa y los envoltorios se disolvieron en el aire. El pan de molde absorbió el ácido como la espuma de un extintor, salpicó a la hidra y la cubrió de una capa pegajosa y humeante de sustancia venenosa rica en calorías.
Mientras el monstruo se tambaleaba, sacudiendo la cabeza y parpadeando para evitar que el ácido del pan le entrara en los ojos, Percy miró a su alrededor desesperadamente. No veía las cajas de lanzacohetes, pero contra la pared del fondo había un extraño artilugio, como un caballete de pintor, equipado con filas de lanzamisiles. Percy vio una bazuca, un lanzagranadas, una gigantesca bengala y otra docena de armas de aspecto temible. Todas parecían estar acopladas entre sí, apuntando en la misma dirección y conectadas a una palanca de bronce que había al lado. Encima del caballete, escritas con tinta encarnada, figuraban las palabras: ¡FELIZ DESTRUCCIÓN, ROMA!
Percy echó a correr hacia el aparato. La hidra siseó y fue tras él.
—¡Ya lo sé! —gritó Efialtes alegremente—. ¡Podemos empezar por las explosiones a lo largo de la Via Labicana! No podemos hacer esperar eternamente a nuestro público.
Percy se situó con dificultad detrás del caballete y lo giró hacia Efialtes. Él no tenía la destreza de Leo con las máquinas, pero sabía apuntar con un arma.
La hidra se dirigía hacia él a toda velocidad y le tapaba al gigante. Percy esperaba que ese artilugio tuviera suficiente potencia para derribar a dos objetivos al mismo tiempo. Tiró de la palanca. No se movió.
Las ocho cabezas de la hidra se cernieron sobre él, dispuestas a derretirlo en un charco de residuos. Tiró otra vez de la palanca. Esa vez el caballete se sacudió y las armas empezaron a zumbar.
—¡Poneos a cubierto! —gritó Percy, con la esperanza de que sus amigos captaran el mensaje.
Percy saltó a un lado cuando el caballete disparó. El sonido fue como el de una fiesta en medio de una fábrica de pólvora haciendo explosión. La hidra se volatilizó en el acto. Lamentablemente, el retroceso lanzó el caballete de lado y envió más proyectiles por toda la sala. Un pedazo de techo se desplomó y aplastó una rueda hidráulica. Más jaulas se desprendieron de sus cadenas y dejaron en libertad a dos cebras y una manada de hienas. Una granada explotó por encima de la cabeza de Efialtes, pero solo lo derribó. El tablero de control ni siquiera parecía dañado.
Al otro lado de la sala, cayeron sacos de arena alrededor de Piper y Nico. Piper intentó poner a Nico a cubierto, pero uno de los sacos le dio en el hombro y la abatió.
—¡Piper! —gritó Jason.
Echó a correr hacia ella, olvidándose por completo de Oto, quien apuntó con su lanza a Jason por la espalda.
—¡Cuidado! —gritó Percy.
Jason era rápido de reflejos. Cuando Oto arrojó la lanza, Jason rodó por el suelo. La punta pasó por encima de él, y Jason agitó la mano e invocó una ráfaga de viento que cambió la dirección de la lanza. El proyectil voló a través de la sala y perforó el costado de Efialtes cuando se estaba poniendo en pie.
—¡Oto! —Efialtes se desplomó del tablero de control, aferrando la lanza al tiempo que empezaba a convertirse en polvo de monstruo—. ¿Quieres hacer el favor de no matarme?
—¡No ha sido culpa mía!
Oto apenas había terminado de hablar cuando el artilugio lanzamisiles de Percy expulsó el último disparo con la bengala. La abrasadora bola mortal de color rosa (naturalmente, tenía que ser rosa) impactó en el techo encima de Oto y estalló en una bonita lluvia de luz. Chispas de colores saltaron grácilmente alrededor del gigante. A continuación, una sección del techo de unos tres metros se hundió y lo aplastó.
Jason corrió al lado de Piper. Ella lanzó un grito cuando le tocó el brazo. Tenía el hombro torcido en una extraña posición, pero murmuró:
—Estoy bien.
Nico se incorporó junto a ella, mirando a su alrededor desconcertado, como si acabara de darse cuenta de que se había perdido una batalla.
Desgraciadamente, los gigantes no habían muerto. Efialtes estaba recobrando la forma; su cabeza y sus hombros se elevaban del montón de polvo. Liberó sus brazos de un tirón y lanzó una mirada asesina a Percy.
Al otro lado de la sala, el montón de escombros se movió, y Oto apareció. Tenía la cabeza ligeramente hundida. Todos los petardos de su pelo habían explotado, y las mechas echaban humo. Sus leotardos estaban hechos jirones, la única forma posible de que le favorecieran todavía menos.
—¡Percy! —gritó Jason—. ¡Los mandos!
Percy se puso en movimiento. Encontró de nuevo a Contracorriente en su bolsillo, destapó la espada y se abalanzó sobre el tablero de control. Dio un fuerte espadazo en la parte superior de la mesa y decapitó los mandos en medio de una lluvia de chispas de bronce.
—¡No! —dijo Efialtes gimiendo—. ¡Habéis arruinado el espectáculo!
Percy se volvió demasiado despacio. Efialtes blandió su lanza como si fuera un bate y le golpeó en el pecho. El chico cayó de rodillas, con el estómago convertido en lava del dolor.
Jason corrió a su lado, pero Oto fue a por él moviéndose con pesadez. Percy consiguió levantarse y se encontró junto a Jason. En el estrado, Piper seguía en el suelo, incapaz de ponerse en pie. Nico apenas estaba consciente.
Los gigantes estaban curándose, fortaleciéndose por momentos, a diferencia de Percy.
Efialtes sonrió como pidiendo disculpas.
—¿Cansado, Percy Jackson? Te he dicho que no podéis matarnos, así que supongo que estamos en un punto muerto. Un momento… ¡no es verdad! ¡Porque nosotros sí que podemos mataros a vosotros!
—Es la primera cosa sensata que dices en todo el día, hermano —gruñó Oto, recogiendo su lanza caída.
Los gigantes apuntaron con sus lanzas, dispuestos a convertir a Percy y Jason en kebab de semidiós.
—No nos rendiremos —gruñó Jason—. Os cortaremos en pedazos como Júpiter hizo con Saturno.
—Eso es —dijo Percy—. Estáis muertos. Me da igual si tenemos a un dios de nuestra parte o no.
—Pues es una lástima —dijo una voz nueva.
A su derecha, otra plataforma descendió del techo. Apoyado despreocupadamente en un bastón con una piña en el extremo, había un hombre con una camiseta de campamento morada, unos pantalones cortos color caqui y unas sandalias con calcetines blancos. Levantó su sombrero de ala ancha, y sus ojos emitieron un brillo morado.
—No me gustaría pensar que he hecho un viaje especial para nada.