Leo deseó no ser tan bueno.
De veras, a veces le daba vergüenza. Si no hubiera tenido tan buen ojo para las cosas mecánicas, puede que no hubieran encontrado el canal secreto, no se hubieran perdido bajo tierra y no hubieran sido atacados por criaturas metálicas. Pero no podía evitarlo.
Parte de la culpa era de Hazel. Para ser una chica con supersentidos subterráneos, no era de mucha ayuda en Roma. No hacía más que darles vueltas y más vueltas por la ciudad, marearse y volver sobre sus pasos.
—Lo siento —decía—. Aquí hay tantas capas subterráneas que me desbordan. Es como estar en medio de una orquesta e intentar concentrarte en un solo instrumento. Me estoy quedando sorda.
Debido a ello, hicieron un recorrido por Roma. Frank parecía encantado de andar como un gran perro pastor (hum, Leo se preguntaba si podría convertirse en uno o, todavía mejor, en un caballo que él pudiera montar). Pero Leo empezaba a impacientarse. Le dolían los pies, hacía sol y calor, y las calles estaban atestadas de turistas.
El foro estaba bien, pero básicamente eran unas ruinas cubiertas de arbustos y árboles. Hacía falta mucha imaginación para verlo como el animado centro de la antigua Roma. Si Leo lo consiguió fue porque había visto la Nueva Roma de California.
Pasaron por delante de grandes iglesias, arcos que se sostenían solos, tiendas de ropa y restaurantes de comida rápida. Una estatua de un romano antiguo parecía estar señalando un McDonald’s cercano.
En las calles más anchas, el tráfico de coches era un caos absoluto —y él pensaba que en Houston la gente conducía como loca—, pero se pasaron la mayor parte del tiempo serpenteando por callejones y topando con fuentes y pequeños cafés en los que Leo no podía descansar.
—Nunca pensé que llegaría a ver Roma —dijo Hazel—. Cuando estaba viva, o sea, la primera vez, Mussolini estaba en el poder. Estábamos en guerra.
—¿Mussolini? —Leo frunció el entrecejo—. ¿No era compi de Hitler?
Hazel se lo quedó mirando como si fuera un extraterrestre.
—¿Compi?
—Da igual.
—Me encantaría ver la Fontana de Trevi —dijo.
—Hay una fuente en cada manzana —masculló Leo.
—O la plaza de España —dijo Hazel.
—¿Qué sentido tiene venir a Italia para ver la plaza de España? —preguntó Leo—. Es como ir a China a por comida mexicana, ¿no?
—No tienes remedio —se quejó Hazel.
—Eso me han dicho.
Ella se volvió hacia Frank y le cogió la mano, como si Leo hubiera dejado de existir.
—Vamos. Creo que debemos ir por aquí.
Frank dedicó a Leo una sonrisa de confusión —como si no supiera si regodearse o dar las gracias a Leo por ser tonto—, pero dejó alegremente que Hazel lo arrastrara.
Después de caminar durante una eternidad, Hazel se detuvo delante de una iglesia. Al menos, Leo supuso que era una iglesia. La sección principal tenía un gran tejado abovedado. La entrada estaba coronada por un tejado triangular sobre unas típicas columnas romanas y una inscripción en la parte superior: M. AGRIPA no sé qué.
—¿«Menuda gripe» en latín? —especuló Leo.
—Esta es la mejor opción que tenemos —Hazel parecía más segura que en todo el día—. Dentro debería haber un pasadizo secreto.
En los escalones se apiñaban grupos de turistas. Los guías sostenían en alto carteles de colores con distintos números y daban información en docenas de idiomas, como si estuvieran jugando a una especie de bingo internacional.
Leo escuchó al guía turístico español unos segundos y a continuación informó a sus amigos:
—Es el Panteón. Construido originalmente por Marco Agripa como templo dedicado a los dioses. Cuando se incendió, el emperador Adriano lo reconstruyó, y ha estado en pie dos mil años. Es uno de los edificios romanos mejor conservados del mundo.
Frank y Hazel se lo quedaron mirando.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Hazel.
—Tengo un talento innato.
—Y una caca de centauro —dijo Frank—. Ha escuchado a un guía.
Leo sonrió.
—Puede. Venga, vamos a encontrar ese pasadizo secreto. Espero que este sitio tenga aire acondicionado.
Por supuesto, no había aire acondicionado.
La parte positiva era que no había que hacer colas ni pagar para acceder al edificio, de modo que se abrieron paso por la fuerza entre los grupos turísticos y entraron.
El interior era impresionante, considerando que había sido construido hacía dos mil años. El suelo de mármol tenía un dibujo de cuadrados y círculos como un tres en raya romano. El espacio principal era una enorme estancia con una rotonda, como los edificios de los capitolios de Estados Unidos. Las paredes estaban llenas de distintos altares, estatuas, tumbas y demás. Pero lo que más llamaba la atención era la cúpula. Toda la luz del edificio procedía de una abertura circular situada en lo alto. Un rayo de luz entraba oblicuamente en la rotonda y brillaba en el suelo, como si Zeus estuviera arriba con una lupa, tratando de achicharrar a los enclenques humanos.
Leo no era un experto en arquitectura como Annabeth, pero podía apreciar la ingeniería del edificio. Los romanos habían construido la cúpula con grandes artesones de piedra, pero los habían ahuecado siguiendo un diseño de cuadrados inscritos dentro de otros cuadrados. Tenía un aspecto chulo. Leo también dedujo que hacía la cúpula más ligera y más fácil de soportar.
No se lo comentó a sus amigos. Dudaba que les interesara, pero si Annabeth hubiera estado allí, se habría pasado el día entero hablando del tema. Al pensar en ello, Leo se preguntó qué estaría haciendo ella en su expedición tras la Marca de Atenea. Nunca pensó que se sentiría así, pero le preocupaba aquella inquietante chica rubia.
Hazel se detuvo en medio de la estancia y dio una vuelta.
—Esto es increíble. Antiguamente, los hijos de Vulcano venían aquí en secreto a consagrar las armas de los semidioses. Aquí es donde se encantaba el oro imperial.
Leo se preguntó cómo lo hacían. Se imaginó a un grupo de semidioses con túnicas oscuras tratando de meter una ballesta de escorpión sin hacer ruido por la puerta principal.
—Pero no estamos aquí por eso —supuso.
—No —dijo Hazel—. Hay una entrada: un túnel que nos llevará hasta Nico. Lo percibo cerca. No estoy segura de dónde está.
Frank gruñó.
—Si este edificio tiene dos mil años de antigüedad, tiene sentido que se haya conservado un pasadizo secreto de la época romana.
Fue entonces cuando Leo cometió el error de pasarse de bueno.
Escudriñó el interior del templo pensando: «Si yo tuviera que diseñar un pasadizo secreto, ¿dónde lo pondría?».
A veces averiguaba el funcionamiento de una máquina posando las manos encima de ella. Había aprendido a pilotar un helicóptero de esa forma. Había reparado a Festo el dragón de esa forma (antes de que Festo se estrellara y se incendiara). En una ocasión, incluso había reprogramado las vallas publicitarias electrónicas de Times Square para que lucieran el mensaje: TODAS LAS NENAS QUIEREN A LEO… sin querer, por supuesto.
Trató de detectar cómo funcionaba el antiguo edificio. Se volvió hacia una cosa con el aspecto de un altar de mármol rojo que tenía una estatua de la Virgen María encima.
—Por aquí —dijo.
Se dirigió con paso resuelto al altar. Tenía la forma de una especie de chimenea, con un hueco abovedado en la parte inferior. En la repisa había un nombre inscrito, como en una tumba.
—El pasadizo está por aquí —dijo—. La última morada de este tío está en medio. Un tal Rafael.
—Un pintor famoso, creo —dijo Hazel.
Leo se encogió de hombros. Tenía un primo que se llamaba Rafael, y no pensó demasiado en el nombre. Se preguntó si podría sacar un cartucho de dinamita de su cinturón y hacer un trabajo de demolición discreto, pero se imaginó que los vigilantes no lo verían con buenos ojos.
—Un momento…
Leo miró a su alrededor para asegurarse de que no los estaban vigilando.
La mayoría de los grupos de turistas contemplaban boquiabiertos la cúpula, pero había un trío que inquietaba a Leo. A unos quince metros de ellos, unos tipos gordos de mediana edad con acento estadounidense charlaban en voz alta, quejándose del calor. Parecían manatíes embutidos en ropa de playa: sandalias, bermudas, camisetas de turista y sombreros flexibles. Tenían unas piernas gruesas y pálidas llenas de varices. Se comportaban como si se murieran de aburrimiento, y Leo se preguntó qué hacían allí.
No lo estaban mirando. Leo no estaba seguro de por qué le ponían nervioso. Tal vez simplemente no le gustaban los manatíes.
Olvídate de ellos, se dijo.
Rodeó sigilosamente el lateral de la tumba. Deslizó la mano por la parte trasera de una columna romana hasta la base. Justo en el pie había una serie de líneas grabadas en el mármol: números romanos.
—Oh —dijo Leo—. No es muy elegante, pero es efectivo.
—¿Qué es? —preguntó Frank.
—La combinación de una cerradura.
Palpó un poco más la parte trasera de la columna y descubrió un agujero cuadrado del tamaño aproximado de un enchufe eléctrico.
—La placa de la cerradura ha sido arrancada, probablemente desvalijada durante los últimos siglos. Pero debería controlar el mecanismo interior si consigo…
Leo posó la mano en el suelo de mármol. Percibió unos viejos engranajes de bronce bajo la superficie de piedra. El bronce normal se habría corroído y se habría vuelto inutilizable hacía mucho, pero esas piezas eran de bronce celestial: la obra de un semidiós. Echando mano de un poco de fuerza de voluntad, Leo hizo que se movieran usando los números romanos a modo de guía. Los cilindros giraron: «clic, clic, clic». Y luego, «clic, clic».
En el suelo, al lado de la pared, una sección de las baldosas de mármol se deslizó debajo de otra y dejó a la vista una oscura abertura cuadrada cuyo tamaño apenas permitía deslizarse por ella.
—Los romanos debían de ser pequeños —Leo miró a Frank evaluándolo—. Tendrás que convertirte en algo más fino para pasar por ahí.
—¡Eso no se dice! —lo regañó Hazel.
—¿Qué? Solo digo…
—No te preocupes —masculló Frank—. Deberíamos ir a por los demás antes de explorarlo. Es lo que dijo Piper.
—Están en la otra punta de la ciudad —le recordó Leo—. Además, no estoy seguro de que pueda volver a cerrar esta compuerta. Los engranajes son muy viejos.
—Estupendo —dijo Frank—. ¿Cómo sabemos si ahí abajo no hay peligro?
Hazel se arrodilló. Colocó la mano sobre la abertura como si estuviera comprobando la temperatura.
—No hay nada vivo… al menos en muchos metros de profundidad. El túnel baja inclinado y luego se nivela y avanza hacia el sur, más o menos. No percibo ninguna trampa…
—¿Cómo puedes saber todo eso? —preguntó Leo.
Ella se encogió de hombros.
—De la misma forma que tú puedes forzar cerraduras en columnas de mármol, supongo. Me alegro de que no te dediques a robar bancos.
—Oh… Cajas fuertes —dijo Leo—. Nunca lo había pensado.
—Vale, olvida lo que he dicho —Hazel suspiró—. Mirad, todavía no son las tres. Por lo menos podríamos explorar un poco, intentar localizar la situación de Nico antes de ponernos en contacto con los demás. Vosotros dos quedaos aquí hasta que yo os llame. Quiero hacer unas comprobaciones y asegurarme de que el túnel tiene una estructura sólida. Cuando esté bajo tierra sabré más.
Frank arrugó la frente.
—No podemos dejarte ir sola. Podrías resultar herida.
—Sé cuidar de mí misma, Frank —dijo ella—. Los espacios subterráneos son mi especialidad. Lo más seguro para todos es que yo vaya primero.
—A menos que Frank quiera convertirse en un topo —propuso Leo—. O en un perro de las praderas. La verdad es que esos bichos son la bomba.
—Cierra el pico —farfulló Frank.
—O en un tejón.
Frank señaló a Leo a la cara con un dedo.
—Valdez, te juro que…
—Callaos, los dos —los reprendió Hazel—. Volveré pronto. Dadme diez minutos. Si para entonces no habéis tenido noticias mías… Da igual. No me pasará nada. Procurad no mataros mientras yo estoy abajo.
Descendió por el agujero. Leo y Frank la taparon lo mejor que pudieron. Permanecieron uno al lado del otro tratando de hacerse los despreocupados, como si fuera lo más normal del mundo que dos adolescentes frecuentaran la tumba de Rafael.
Los grupos de turistas iban y venían. La mayoría no se fijaban en Leo ni en Frank. Unas cuantas personas los miraron con aprehensión y siguieron andando. Tal vez los turistas pensaban que les pedirían dinero. Por algún motivo, Leo podía poner nerviosa a la gente cuando sonreía.
Los tres manatíes estadounidenses seguían en medio de la sala. Uno de ellos llevaba una camiseta de manga corta con la palabra ROMA, como si fuera a olvidarse de la ciudad en la que estaba si no la llevaba puesta. De vez en cuando, miraba a Leo y a Frank como si su presencia no le resultara nada grata.
Había algo en aquel tipo que preocupaba a Leo. Deseaba que Hazel se diera prisa.
—Hazel ha hablado conmigo antes —dijo Frank bruscamente—. Hazel me ha dicho que sabes lo de mi salvavidas.
Leo se movió. Casi se había olvidado de que Frank estaba a su lado.
—Tu salvavidas… ah, el palo quemado. Sí.
Leo resistió el impulso de encender su mano y gritar: «¡Ja, ja, ja!». La idea era bastante divertida, pero él no era tan cruel.
—Oye, tío —dijo—. No pasa nada. Nunca haría algo que te pusiera en peligro. Estamos en el mismo equipo.
Frank se puso a toquetear su insignia de centurión.
—Siempre he sabido que el fuego podía matarme, pero desde que la mansión de mi abuela se incendió en Vancouver… parece mucho más real.
Leo asintió con la cabeza. Sentía compasión por Frank, pero el chico no se lo puso fácil hablando de su mansión familiar. Era como decir: «He estrellado mi Lanborghini» y esperar que la gente contestara: «¡Oh, pobrecito!».
Claro que Leo no le dijo eso.
—Tu abuela… ¿murió en ese incendio? No has dicho lo que le pasó.
—No… no lo sé. Estaba enferma, era muy vieja. Dijo que moriría cuando le llegara el momento, a su manera. Pero creo que escapó del incendio. Vi un pájaro que salía volando de las llamas.
Leo pensó en ello.
—Entonces ¿toda tu familia tiene el poder de transformación?
—Supongo —respondió Frank—. Mi madre lo tenía. Mi abuela creía que era el motivo por el que había muerto en Afganistán, en la guerra. Mi madre intentó ayudar a unos compañeros y… No sé exactamente lo que pasó. Hubo una bomba incendiaria.
Leo hizo una mueca, compadeciéndose de él.
—Así que los dos hemos perdido a nuestras madres en un incendio.
No había pensado hacerlo, pero le contó a Frank la historia entera de la noche en que Gaia se le había aparecido en el taller y su madre había muerto.
A Frank se le pusieron los ojos llorosos.
—No me gusta que la gente me diga: «Siento lo de tu madre».
—Nunca suena sincero —convino Leo.
—Pero yo siento lo de tu madre.
—Gracias.
No había rastro de Hazel. Los turistas estadounidenses seguían apiñándose en el Panteón. Parecía que se aproximaran más, como si estuvieran intentando acercarse sigilosamente a la tumba de Rafael sin que se notara.
—En el Campamento Júpiter —dijo Frank—, el lar de nuestra cabaña, Retículo, me dijo que tengo más poder que la mayoría de los semidioses al ser hijo de Marte y tener el don de la transformación por parte de mi madre. Dijo que por eso mi vida está ligada a un palo quemado. Es una debilidad tan grande que compensa bastante las cosas.
Leo se acordó de su conversación con Némesis, la diosa de la venganza, en el Great Salt Lake. Ella le había dicho algo parecido sobre el deseo de equilibrar la balanza. «La buena suerte es una farsa. El auténtico éxito requiere sacrificio».
Su galleta de la suerte seguía en su cinturón portaherramientas, esperando a ser abierta. «Dentro de poco te enfrentarás a un problema que no podrás resolver, pero yo podría ayudarte… a cambio de un precio».
Leo deseó poder sacar ese recuerdo de su mente y guardarlo en su cinturón. Estaba ocupando demasiado espacio.
—Todos tenemos puntos débiles —dijo—. Yo, por ejemplo. Soy terriblemente guapo y gracioso.
Frank resopló.
—Puede que tengas puntos débiles, pero tu vida no depende de un trozo de leña.
—No —admitió Leo. Si él tuviera el problema de Frank, ¿cómo lo resolvería? Prácticamente todos los defectos de diseño se podían reparar—. Me pregunto…
Miró al otro lado de la sala y titubeó. Los tres turistas estadounidenses venían en dirección a ellos; se acabó dar vueltas o moverse furtivamente. Estaban siguiendo una línea recta hacia la tumba de Rafael, y los tres lanzaban miradas feroces a Leo.
—Ejem… ¿Frank? —dijo Leo—. ¿Han pasado ya diez minutos?
Frank siguió su mirada. Los norteamericanos tenían cara de enfado y de confusión, como si estuvieran paseándose dormidos en una pesadilla muy molesta.
—Leo Valdez —dijo el hombre de la camiseta de ROMA, mirándolo. Su voz había cambiado. Era cavernosa y metálica. Hablaba inglés como si fuera su segunda lengua—. Volvemos a encontrarnos.
Los tres turistas parpadearon, y sus ojos se volvieron de oro puro.
Frank gritó.
—¡Son eidolon!
Los manatíes cerraron sus puños carnosos. Normalmente, Leo no habría temido ser asesinado por unos gordos con sombreros flexibles, pero sospechaba que los eidolon eran peligrosos incluso con esos cuerpos, sobre todo porque a los espíritus les daba igual si sus anfitriones sobrevivían o no.
—No entrarán en el agujero —dijo Leo.
—De acuerdo —dijo Frank—. Bajo tierra suena genial.
Se convirtió en una serpiente y se acercó al borde reptando. Leo se lanzó detrás de él mientras los espíritus empezaban a gritar gimiendo:
—¡Valdez! ¡Muerte a Valdez!