XVI
Percy

El túnel se extendía por el suelo de un acuario del tamaño de un gimnasio. Exceptuando el agua y algunos elementos de decoración baratos, parecía majestuosamente vacío. Percy calculó que habría unos veinte mil litros sobre sus cabezas. Si por algún motivo el túnel se hacía añicos…

No es para tanto, pensó Percy. He estado rodeado de agua miles de veces. Juego en casa.

Pero el corazón le latía con fuerza. Se acordó de cuando se había hundido en la fría ciénaga de Alaska, con el lodo negro tapándole los ojos, la boca y la nariz.

Forcis se detuvo en mitad del túnel y extendió los brazos orgullosamente.

—Una pieza preciosa, ¿verdad?

Percy trató de distraerse concentrándose en los detalles. En un rincón del acuario, acurrucada en un bosque de quelpos falsos, había una casita de campo hecha de plástico a tamaño real y de cuya chimenea salían burbujas. En el rincón opuesto, una escultura de plástico de un hombre con un anticuado traje de buzo se hallaba arrodillada al lado de un cofre del tesoro que se abría cada pocos segundos, expulsaba burbujas y volvía a cerrarse. Sobre el suelo de arena blanca había esparcidas canicas de cristal del tamaño de bolas para jugar a los bolos, además de un extraño surtido de armas, desde tridentes hasta arpones submarinos. Al otro lado de la pared transparente del acuario se levantaba un anfiteatro con asientos para varios cientos de personas.

—¿Qué tiene aquí dentro? —preguntó Frank—. ¿Un pez de colores asesino de tamaño gigante?

Forcis arqueó las cejas.

—¡Oh, eso estaría bien! Pero no, Frank Zhang, descendiente de Poseidón. Este tanque no es para peces de colores.

Al oír las palabras «descendiente de Poseidón», Frank se sobresaltó. Dio un paso atrás, agarrando su mochila como si fuera una maza que se dispusiera a blandir.

Percy notó el miedo bajándole por la garganta como jarabe para la tos. Por desgracia, era una sensación a la que estaba acostumbrado.

—¿Cómo sabe el apellido de Frank? —preguntó—. ¿Cómo sabe que es descendiente de Poseidón?

—Bueno… —Forcis se encogió de hombros, tratando de hacerse el modesto—. Seguramente figuraba en las descripciones que me dio Gaia. Ya sabes, para la recompensa, Percy Jackson.

Percy quitó el capuchón de su bolígrafo. Inmediatamente, Contracorriente apareció en su mano.

—No me engañe, Forcis. Prometió darme respuestas.

—Sí, después de hacer la visita VIP —convino Forcis—. Prometo que os contaré todo lo que tenéis que saber. Sin embargo, no tenéis por qué saber nada —su grotesca sonrisa se ensanchó—. Veréis, aunque llegarais a Roma, cosa bastante poco probable, no venceríais a mis hermanos gigantes sin un dios a vuestro lado. ¿Y qué dios os ayudaría? Así que yo tengo un plan mejor. No iréis a ninguna parte. ¡Sois mis prisioneros VIP!

Percy atacó. Frank lanzó su mochila a la cabeza del dios del mar. Forcis simplemente desapareció.

La voz del dios reverberó por el sistema de megafonía del acuario y resonó por el túnel.

—¡Sí, luchar está bien! Veréis, madre nunca me confió grandes misiones, pero me permitió quedarme con todo lo que atrapara. Vosotros dos seréis unas piezas excelentes en mi colección: los únicos semidioses hijos de Poseidón en cautividad. «Terrores semidivinos…» ¡Sí, me gusta! Tenemos un supermercado que nos patrocina. Podéis luchar entre vosotros a las once de la mañana y a la una del mediodía, y luego hacer una función de tarde a las siete.

—¡Está loco! —gritó Frank.

—¡No te menosprecies! —dijo Forcis—. ¡Seréis nuestra atracción principal!

Frank corrió hacia la salida, pero se estrelló contra una pared de cristal. Percy corrió en la otra dirección y también la encontró bloqueada. El túnel se había convertido en una burbuja. Pegó la mano al cristal y se dio cuenta de que este se estaba derritiendo como el hielo. Pronto el agua entraría con gran estruendo.

—¡No vamos a colaborar, Forcis! —gritó.

—Oh, soy optimista —rugió la voz del dios del mar—. ¡Si al principio os negáis a luchar entre vosotros, no hay problema! Puedo mandar nuevos monstruos marinos cada día. Cuando os acostumbréis a la comida de aquí, estaréis debidamente sedados y obedeceréis instrucciones. Creedme, os acabará encantando vuestro nuevo hogar.

Por encima de la cabeza de Percy, la bóveda de cristal se agrietó y empezó a gotear.

—¡Soy hijo de Poseidón! —Percy procuró que el miedo no se reflejase en su voz—. No puede encarcelarme en el agua. Es el medio donde soy más fuerte.

Parecía que la risa de Forcis viniera de todas partes.

—¡Qué casualidad! También es el medio donde yo soy más fuerte. Este tanque está especialmente diseñado para contener semidioses. Bueno, que os divirtáis. ¡Os veré a la hora de comer!

La bóveda de cristal se hizo añicos, y el agua entró.

Percy contuvo la respiración hasta que no pudo aguantar más. Cuando los pulmones se le llenaron de agua, notó que respiraba con normalidad. La presión del agua no le molestaba. La ropa ni siquiera se le mojó. Sus dotes submarinas funcionaban tan bien como siempre.

«Solo es una fobia ridícula —se dijo con ánimo tranquilizador—. No me voy a ahogar».

Entonces se acordó de Frank, e inmediatamente le invadió una oleada de pánico y de culpabilidad. Percy había estado tan preocupado por sí mismo que se había olvidado de que su amigo era solo un descendiente lejano de Poseidón. Frank no podía respirar bajo el agua.

Pero ¿dónde estaba?

Percy dio una vuelta completa. Nada. Entonces miró arriba. A su alrededor flotaba un gigantesco pez de colores. Frank se había transformado —ropa y mochila incluidas— en una carpa del tamaño de un chaval de diez años.

Colega. Percy envió sus pensamientos a través del agua, de la misma forma que empleaba para hablar con otras criaturas marinas. ¿Un pez de colores?

La voz de Frank llegó hasta él:

Me he puesto nervioso. Estábamos hablando de peces de colores, así que era lo que tenía en la cabeza. Demándame.

Estoy manteniendo una conversación telepática con una carpa gigante, dijo Percy. Genial. ¿Puedes convertirte en algo más… útil?

Silencio. Tal vez Frank se estuviera concentrando, pero era imposible saberlo, ya que las carpas no eran muy expresivas.

Lo siento. Frank parecía avergonzado. Estoy atascado. Pasa a veces cuando me entra el pánico.

Está bien. Percy apretó los dientes. Intentemos averiguar cómo podemos escapar de aquí.

Frank nadó por el acuario e informó de que no había salidas. La parte superior estaba cubierta con una malla de bronce celestial, como las persianas que se bajaban sobre los escaparates de las tiendas cerradas en los centros comerciales. Percy trató de atravesarla con su espada, pero no le hizo ninguna mella. Trató de perforar la pared de cristal con la empuñadura de su espada; una vez más, no tuvo suerte. A continuación, repitió sus esfuerzos con varias de las armas tiradas en el fondo del tanque y consiguió romper tres tridentes, una espada y un arpón submarino.

Finalmente, intentó dominar el agua. Deseó que se expandiera y rompiera el acuario, o que saliera por la parte superior. El agua no le obedeció. Percy se concentró hasta que se le taponaron los oídos, pero lo único que logró fue arrancar la tapa del cofre de plástico.

Bueno, se acabó, pensó con desánimo. Tendré que vivir en una casa de plástico el resto de mi vida, luchando contra mi amigo el pez de colores gigante y esperando a la hora de comer.

Forcis les había prometido que les encantaría estar allí. Percy pensó en los telquines, las nereidas y los hipocampos atontados que daban vueltas, presas de la pereza y el aburrimiento. La idea de acabar de esa forma no contribuyó a aliviar su ansiedad.

Se preguntó si Forcis tendría razón. Aunque consiguieran escapar, ¿cómo podrían vencer a los gigantes si todos los dioses estaban incapacitados? Baco podría ayudarles. Había matado a los gigantes gemelos con anterioridad, pero solo lucharía contra ellos si obtenía un tributo imposible, y la idea de ofrecer a Baco el más mínimo tributo hacía que a Percy le entraran ganas de atragantarse con un Monster Donut.

¡Mira!, dijo Frank.

Al otro lado del cristal, Keto estaba llevando al entrenador Hedge por el anfiteatro, dándole una charla mientras el sátiro asentía con la cabeza y admiraba los asientos.

¡Entrenador!, chilló Percy.

Entonces se dio cuenta de que era inútil. El entrenador no podía oír los gritos telepáticos.

Frank dio un cabezazo contra el cristal.

Hedge no pareció percatarse. Keto lo acompañó con paso enérgico al otro lado del anfiteatro. Ella tampoco miró a través del cristal, probablemente porque suponía que el acuario seguía vacío. Señaló al fondo de la sala como diciendo: «Vamos. Por aquí hay más monstruos horribles».

El entrenador Hedge y Keto estaban a un metro y medio de la salida.

Desesperado, Percy cogió una canica gigante y la lanzó por debajo del hombro como si estuviera jugando a los bolos.

La esfera chocó contra el cristal y emitió un ruido sordo; ni de lejos lo bastante sonoro para llamar su atención.

A Percy se le cayó el alma a los pies.

Sin embargo, el entrenador Hedge tenía el oído de un sátiro. Echó un vistazo por encima del hombro. Cuando vio a Percy, su expresión sufrió varios cambios en cuestión de microsegundos: incomprensión, sorpresa, indignación y, acto seguido, una máscara de serenidad.

Antes de que Keto se percatara, Hedge señaló a la parte superior del anfiteatro. Parecía que estuviera gritando: «Dioses del Olimpo, ¿qué es eso?».

Keto se giró. El entrenador se quitó rápidamente su pie falso y le dio una patada de ninja en la coronilla con su pezuña de cabra. Keto se desplomó al suelo.

Percy hizo una mueca. Notó una punzada de dolor solidaria en su maltratada cabeza, pero en su vida se había alegrado tanto de tener un acompañante al que le gustaran los combates de artes marciales mixtas.

Hedge corrió hacia el cristal. Levantó las palmas de las manos como diciendo: «¿Qué haces ahí dentro, Jackson?».

Percy golpeó el cristal con el puño y esbozó con los labios la palabra: «¡Rómpalo!».

Hedge gritó una pregunta que podría haber sido: «¿Dónde está Frank?».

Percy señaló la carpa gigante.

Frank agitó su aleta dorsal izquierda.

¿Qué pasa?

Detrás de Hedge, la diosa del mar empezó a moverse. Percy señaló con el dedo frenéticamente.

Hedge sacudió la pierna como si estuviera calentando la pezuña de las patadas, pero Percy agitó los brazos como diciendo: «No». No podían seguir golpeando eternamente a Keto en la cabeza. Como era inmortal, no tardaría en levantarse, y eso no les ayudaría a salir del acuario. Era cuestión de tiempo que Forcis volviera para echarles un vistazo.

«A la de tres —esbozó Percy con los labios, levantando tres dedos y señalando al cristal—. Todos golpearemos al mismo tiempo».

A Percy nunca se le habían dado bien las charadas, pero Hedge asintió con la cabeza como si lo hubiera entendido. Golpear cosas era un idioma que el sátiro conocía bien.

Percy levantó otra canica gigante.

Frank, te vamos a necesitar. ¿Puedes transformarte?

Tal vez en humano.

¡Perfecto! Contén la respiración. Si esto funciona…

Keto se puso de rodillas. No había tiempo que perder.

Percy contó con los dedos.

¡Uno, dos, tres!

Frank se convirtió en humano y empujó con el hombro contra el cristal. El entrenador asestó una patada giratoria con la pezuña digna de Chuck Norris. Percy empleó todas sus fuerzas para estrellar la canica contra la pared, pero hizo más que eso. Invocó al agua para que le obedeciera, y esa vez se negó a aceptar un no por respuesta. Notaba toda la presión contenida dentro del acuario, y la aprovechó. Al agua le gustaba estar en libertad. El agua podía superar cualquier barrera, y detestaba estar atrapada, igual que le ocurría a Percy. Pensó en volver con Annabeth. Pensó en destruir aquella horrible cárcel para criaturas marinas. Pensó en meterle el micrófono a Forcis por su fea garganta. Veinte mil litros de agua respondieron a su ira.

La pared de cristal se resquebrajó. Las líneas de fractura serpentearon desde el punto de impacto, y de repente el depósito estalló. Percy fue arrastrado por un torrente de agua. Rodó a través del suelo del anfiteatro junto con Frank, unas enormes canicas y un puñado de algas de plástico. Keto se estaba poniendo de pie cuando la estatua del submarinista se estrelló contra ella como si quisiera que la abrazara.

El entrenador Hedge escupió agua salada.

—¡Por la flauta de Pan, Jackson! ¿Qué hacías ahí dentro?

—¡Forcis! —farfulló Percy—. ¡Trampa! ¡Corra!

Las alarmas sonaron con gran estruendo mientras huían de la exposición. Pasaron corriendo por delante del tanque de las nereidas y de los telquines. Percy quería liberarlos, pero ¿cómo? Estaban drogados y torpes, y eran criaturas marinas. No sobrevivirían a menos que hallara una forma de transportarlos al mar.

Además, si Forcis los atrapaba, Percy estaba seguro de que el poder del dios del mar sería superior al suyo. Y Keto también los perseguiría, dispuesta a usarlos de comida para sus monstruos marinos.

Volveré, prometió Percy, pero las criaturas expuestas no dieron ninguna señal de haberle oído.

Por el sistema de megafonía, la voz de Forcis rugió:

—¡Percy Jackson!

Recipientes con pólvora y bengalas estallaron aleatoriamente. El humo con olor a dónut impregnó las paredes. Una música histriónica —cinco o seis temas distintos— sonó a un volumen atronador por los altavoces. Las luces explotaron y empezaron a arder cuando todos los efectos especiales del edificio se activaron a la vez.

Percy, el entrenador Hedge y Frank salieron dando traspiés por el túnel de cristal y se encontraron de nuevo en la sala de los tiburones ballena. La sección mortal del acuario estaba llena de una multitud que gritaba: familias y grupos de campamentos de día corrían por todos lados mientras los empleados del acuario se movían frenéticamente, asegurando a todo el mundo que solo era un fallo del sistema de alarma.

Percy sabía la verdad. Él y sus amigos se juntaron con los mortales y corrieron hacia la salida.