Que Leo se olvidara de la cortina de humo con olor a delicia de pollo. Percy quería que Leo inventara un gorro antisueños.
Esa noche tuvo pesadillas. Primero soñó que estaba otra vez en Alaska, buscando el águila de la legión. Iba a pie por una carretera de montaña, pero en cuanto salió del arcén fue engullido por una ciénaga. Se vio ahogándose en lodo, incapaz de moverse ni de respirar. Por primera vez en su vida, comprendió lo que era ahogarse.
«Solo es un sueño —se dijo—. Me despertaré».
Pero eso no lo hacía menos aterrador.
Percy nunca le había tenido miedo al agua. Era el elemento de su padre. Sin embargo, con esa experiencia en la ciénaga, le había cogido pánico a asfixiarse. Era algo que no reconocería delante de nadie, pero incluso le ponía nervioso meterse en el agua. Sabía que era ridículo. No podía ahogarse. Pero sospechaba que si no dominaba el miedo, el miedo podía empezar a dominarlo a él.
Pensó en su amiga Thalia, que tenía miedo a las alturas a pesar de ser hija del dios del cielo. Su hermano, Jason, podía volar invocando los vientos. Thalia no podía, tal vez porque le daba demasiado miedo intentarlo. Si Percy empezaba a pensar que podía ahogarse…
El terreno pantanoso le oprimía contra el pecho. Sus pulmones querían estallar.
«No te dejes llevar por el pánico —se dijo—. Esto no es real».
Justo cuando ya no podía contener más la respiración, el sueño cambió.
Estaba en un enorme espacio sombrío, como un aparcamiento subterráneo. Hileras de columnas de piedra se extendían por todas direcciones, sosteniendo el techo a unos seis metros por encima. Unos braseros independientes arrojaban un tenue fulgor rojo sobre el suelo.
Percy no podía ver a lo lejos entre las sombras, pero en el techo había colgadas poleas, sacos de arena e hileras de focos. Repartidas por la estancia había montones de cajas con etiquetas en las que ponía ACCESORIOS, ARMAS y VESTUARIO. Una tenía escrito LANZACOHETES VARIADOS.
Percy oía máquinas chirriando en la oscuridad, grandes engranajes girando y agua corriendo por tuberías.
Entonces vio al gigante… o por lo menos supuso que era un gigante.
Medía unos tres metros y medio de altura: una estatura respetable para un cíclope, pero la mitad de lo que medían los otros gigantes a los que Percy se había enfrentado. También tenía un aspecto más humano que un típico gigante, sin las patas de dragón de sus parientes más grandes. Aunque su largo pelo morado estaba recogido en una coleta de rastas, entrelazadas con monedas de oro y de plata, un peinado digno de un gigante a los ojos de Percy. Llevaba sujeta a la espalda una lanza de casi tres metros: un arma de gigante.
El monstruo llevaba el jersey de cuello alto negro más grande que Percy había visto en su vida, unos pantalones negros y unos zapatos de piel, negros, con las punteras tan largas y curvadas que podrían haber sido las zapatillas de un bufón. Caminaba de un lado al otro delante de una plataforma elevada, examinando una vasija de bronce aproximadamente del tamaño de Percy.
—No, no, no —murmuró para sí—. ¿Y el chapoteo? ¿Y el espectáculo? —gritó a la oscuridad—: ¡Oto!
Percy oyó algo arrastrándose a lo lejos. Otro gigante salió de la oscuridad. Vestía un conjunto negro idéntico, incluidos los zapatos curvados. La única diferencia entre los dos gigantes era que el pelo del segundo era verde en lugar de morado.
El primer gigante soltó un juramento.
—Oto, ¿por qué me haces esto todos los días? Te dije que hoy me pondría el jersey de cuello alto negro. ¡Podías ponerte cualquier cosa menos el jersey de cuello alto negro!
Oto parpadeó como si se acabara de despertar.
—Creía que hoy te pondrías la toga amarilla.
—¡Eso fue ayer, y tú también te presentaste con la toga amarilla!
—Ah, cierto. Perdona, Efi.
Su hermano gruñó. Tenían que ser gemelos porque sus caras eran igual de feas.
—Y no me llames Efi —ordenó Efi—. Llámame Efialtes. Ese es mi nombre. O puedes usar mi nombre artístico: ¡El GRAN F!
Oto hizo una mueca.
—Sigue sin convencerme tu nombre artístico.
—¡Tonterías! Es perfecto. A ver, ¿cómo van los preparativos?
—Bien —Oto no parecía muy entusiasmado—. Los tigres comehumanos, las cuchillas giratorias… Pero sigo pensando que unas cuantas bailarinas quedarían bien.
—¡Nada de bailarinas! —soltó Efialtes—. Y esta cosa —agitó la vasija de bronce, indignado—. ¿De qué sirve? No es emocionante.
—Pero de eso trata el número. Él morirá a menos que los otros lo rescaten. Y si llegan a tiempo…
—¡Oh, más les vale! —dijo Efialtes—. El 1 de julio, las calendas de julio, una fecha consagrada a Juno. Es cuando madre quiere destruir a esos estúpidos semidioses y así poder restregárselo en la cara a Juno. ¡Además, no pienso pagar horas extra por esos fantasmas de gladiadores!
—Entonces todos morirán —dijo Oto—, y nosotros iniciaremos la destrucción de Roma. Como madre quiere. Será perfecto. A todos les encantará. Los fantasmas romanos adoran ese tipo de cosas.
Efialtes no parecía convencido.
—Pero la vasija está ahí parada. ¿No podríamos colgarla sobre el fuego o disolverla en un estanque de ácido o algo por el estilo?
—Lo necesitamos vivo unos días más —recordó Oto a su hermano—. De lo contrario, los siete no morderán el anzuelo y no correrán a salvarlo.
—Hummm. Supongo que tienes razón. Aun así, me gustaría que hubiera un poco más de gritos. Una muerte lenta es aburrida. Ah, ¿y nuestra dotada amiga? ¿Está lista para recibir a su visita?
Oto arrugó la cara.
—No me gusta un pelo hablar con ella. Me pone de los nervios.
—Pero ¿está lista?
—Sí —dijo Oto a regañadientes—. Lleva siglos lista. Nadie recuperará esa estatua.
—Excelente —Efialtes se frotó las manos con expectación—. Esta es nuestra gran oportunidad, hermano mío.
—Eso mismo dijiste de nuestro último número —masculló Oto—. Estuve colgado en ese bloque de hielo, suspendido sobre el río Lete, seis meses, y ni siquiera llamamos la atención de los medios de comunicación.
—¡Esto es distinto! —insistió Efialtes—. ¡Estableceremos un nuevo nivel de calidad en materia de espectáculo! ¡Si madre queda satisfecha, será nuestro billete a la fama y la fortuna!
—Si tú lo dices —dijo Oto, suspirando—. Aunque sigo pensando que el vestuario de bailarina de El lago de los cisnes quedaría precioso…
—¡Nada de ballet!
—Perdona.
—Venga —dijo Efialtes—. Vamos a inspeccionar a los tigres. ¡Quiero asegurarme de que tienen hambre!
Los gigantes se internaron pesadamente en la penumbra, y Percy se volvió hacia la vasija.
Tengo que ver el interior, pensó.
Hizo avanzar el sueño justo hasta la superficie de la vasija. Entonces la atravesó.
Dentro de la vasija olía a rancio y a metal deslustrado. La única luz procedía del tenue fulgor morado de una espada oscura, cuya hoja de hierro estigio estaba colocada contra un lado del recipiente. Acurrucado al lado había un chico de aspecto abatido con unos tejanos andrajosos, una camiseta negra y una vieja cazadora de aviador. En su mano derecha relucía un anillo de plata con una calavera.
—Nico —lo llamó Percy, pero el hijo de Hades no podía oírle.
El recipiente estaba totalmente cerrado. El aire se estaba envenenando. Nico tenía los ojos cerrados y respiraba de forma superficial. Parecía que estuviera meditando. Estaba pálido y más delgado de lo que Percy recordaba.
En la cara interna de la vasija, parecía que Nico hubiera hecho tres ásperas marcas con su espada: ¿tal vez llevaba tres días encarcelado?
Parecía imposible que hubiera podido sobrevivir tanto tiempo sin ahogarse. Incluso estando en un sueño, Percy ya había empezado a ponerse nervioso, luchando por conseguir el oxígeno suficiente para estar allí.
Entonces reparó en algo situado entre los pies de Nico: una colección de objetos brillantes cuyo tamaño no superaba el de unos dientes de leche.
Semillas, advirtió Percy. Semillas de granada. Había tres granos que habían sido comidos y escupidos. Otros cinco seguían revestidos de una pulpa de color rojo oscuro.
—Nico —dijo Percy—, ¿dónde está este sitio? Te salvaremos…
La imagen se fundió, y una voz de chica susurró:
—Percy.
Al principio, Percy pensó que seguía dormido. Cuando había perdido la memoria, había pasado semanas soñando con Annabeth, la única persona que recordaba de su pasado. Cuando sus ojos se abrieron y su vista se aclaró, se dio cuenta de que ella se encontraba realmente allí.
Estaba de pie junto al catre de Percy, sonriéndole.
El cabello rubio le caía sobre los hombros. Sus ojos color gris turbio brillaban de diversión. Percy recordó su primer día en el Campamento Mestizo, hacía cinco años, cuando se había despertado aturdido y se había encontrado a Annabeth de pie por encima de él. «Babeas cuando duermes», le había dicho.
Era así de sentimental.
—¿Qué… qué pasa? —preguntó Percy—. ¿Hemos llegado ya?
—No —dijo ella con voz queda—. Es medianoche.
—¿Quieres decir…?
A Percy se le aceleró el corazón. Se dio cuenta de que estaba en pijama en la cama. Probablemente había estado babeando, o como mínimo haciendo sonidos raros mientras soñaba. Seguro que tenía el pelo revuelto y que el aliento no le olía a rosas.
—¿Te has colado en mi camarote?
Annabeth puso los ojos en blanco.
—Percy, dentro de dos meses cumplirás diecisiete años. No puedes agobiarte por si te buscas problemas con el entrenador Hedge.
—¿Has visto su bate de béisbol?
—Además, Sesos de Alga, solo he pensado que podríamos ir a dar un paseo. No hemos pasado tiempo juntos. Quiero enseñarte una cosa: mi sitio favorito en el barco.
A Percy todavía le latía el pulso a toda velocidad, pero no era por miedo a buscarse problemas.
—¿Puedo, ya sabes, cepillarme los dientes antes?
—Más te vale —dijo Annabeth—. Porque no pienso besarte hasta que te los cepilles. Y de paso, cepíllate también el pelo.
Para tratarse de un trirreme, el barco era enorme, pero a Percy le resultaba acogedor, como el edificio de su residencia en la Academia Yancy, o cualquiera de los otros internados de los que lo habían expulsado. Annabeth y él bajaron sigilosamente a la segunda cubierta, que Percy no había visitado aún, salvo para ir a la enfermería.
La chica lo llevó más allá de la sala de máquinas, que parecía un laberinto de barras mecanizado muy peligroso, con tuberías y pistones y tubos que sobresalían de una esfera de bronce central. Unos cables, parecidos a gigantescos fideos metálicos, serpenteaban a través del suelo y subían por las paredes.
—¿Cómo funciona este trasto? —preguntó Percy.
—Ni idea —contestó Annabeth—. Y yo soy la única aparte de Leo que puede manejarlo.
—Es muy tranquilizador.
—Debería serlo. Solo ha amenazado con explotar una vez.
—Espero que estés bromeando.
Ella sonrió.
—Vamos.
Se abrieron camino más allá de las salas de suministros y el arsenal. En la popa del barco, se detuvieron frente a unas puertas de dos hojas hechas de madera que daban a un gran establo. La estancia olía a heno fresco y mantas de lana. La pared izquierda estaba llena de compartimentos para caballos vacías, como las que usaban para los pegasos en el campamento. La pared derecha tenía dos jaulas vacías con capacidad para albergar animales grandes de zoológico.
En el centro del suelo había un panel transparente de casi dos metros cuadrados. Muy por debajo, el paisaje nocturno pasaba volando: kilómetros de campiña oscura entrecruzados con carreteras iluminadas como los hilos de una red.
—¿Un barco con el fondo de cristal? —preguntó Percy.
Annabeth cogió una manta de la portezuela del establo más cercana y la extendió sobre parte del suelo de cristal.
—Siéntate conmigo.
Se relajaron sobre la manta como si estuvieran de picnic y contemplaron el mundo desfilar por debajo.
—Leo construyó los establos para que los pegasos puedan ir y venir fácilmente —dijo Annabeth—. Solo que no se dio cuenta de que los pegasos prefieren ir por libre, así que los establos están siempre vacíos.
Percy se preguntó dónde estaría Blackjack. Seguro que andaba vagando por los cielos en alguna parte; con suerte, siguiendo su progreso. A Percy todavía le dolía mucho la cabeza del golpe que Blackjack le había propinado con el casco, pero no se lo echaba en cara al caballo.
—¿A qué te refieres con «ir y venir fácilmente»? —preguntó—. ¿No tendrían que bajar los pegasos dos tramos de escaleras?
Annabeth dio un golpecito con los nudillos en el cristal.
—Esto de aquí son compuertas, como en un bombardero.
Percy tragó saliva.
—¿Quieres decir que estamos sentados encima de unas compuertas? ¿Y si se abrieran?
—Supongo que moriríamos en la caída. Pero no se abrirán. Casi con toda seguridad.
—Genial.
Annabeth se rió.
—¿Sabes por qué me gusta estar aquí? No es solo por la vista. ¿A qué te recuerda este sitio?
Percy miró a su alrededor: las jaulas y los establos, la lámpara de bronce celestial colgada de una viga, el olor a heno y, por supuesto, Annabeth sentada a su lado, su rostro espectral y hermoso a la tenue luz ambarina.
—El camión del zoo —concluyó Percy—. El que cogimos para ir a Las Vegas.
La sonrisa de ella le indicó que había respondido correctamente.
—Eso fue hace mucho —dijo Percy—. Estábamos hechos polvo, empeñados en cruzar el país para encontrar ese estúpido rayo, atrapados en un camión con una panda de animales maltratados. ¿Cómo puedes tener nostalgia de eso?
—Porque es la primera vez que tú y yo hablamos, Sesos de Alga. Yo te hablé de mi familia y…
Se quitó el collar del campamento, en el que llevaba ensartados el anillo de la universidad de su padre y una cuenta de barro de color por cada año que había pasado en el Campamento Mestizo. Había algo más en el cordón de cuero: un pendiente de coral rojo que Percy le había regalado cuando habían empezado a salir. Se lo había llevado del palacio de su padre en el fondo del mar.
—Y me recuerda el tiempo que hace que nos conocemos —siguió Annabeth—. Teníamos doce años, Percy. ¿Te lo puedes creer?
—No —reconoció él—. Así que… ¿supiste que yo te gustaba desde ese momento?
Ella sonrió burlonamente.
—Al principio te odiaba. Me crispabas. Luego te soporté unos años. Luego…
—Vale.
Ella se inclinó y le dio un beso: un beso de verdad, sin nadie delante que mirara, ni romanos por ninguna parte, ni sátiros gritones.
Annabeth se apartó.
—Te he echado de menos, Percy.
Percy quería decirle lo mismo, pero no le parecía que el comentario hiciera justicia. Mientras había estado en el lado romano, lo único que lo había mantenido con vida había sido pensar en Annabeth. «Te he echado de menos» no expresaba eso.
Recordó lo que había pasado poco antes, esa misma noche, cuando Piper había expulsado al eidolon de su mente. Percy no había sido consciente de su presencia hasta que ella había empleado su embrujahabla. Después de que el espíritu abandonara su cuerpo, se había sentido como si le hubieran sacado un clavo ardiendo de la frente. No se había percatado del dolor que había sufrido hasta que el eidolon se había marchado. Entonces sus pensamientos se habían aclarado. Su alma había vuelto a instalarse cómodamente en su cuerpo.
Estar allí sentado con Annabeth le hizo sentirse de la misma forma. Los últimos meses podrían haber sido uno de sus extraños sueños. Los sucesos que se habían producido en el Campamento Júpiter parecían confusos e irreales, como la pelea contra Jason, cuando los dos habían sido poseídos por los eidolon.
Sin embargo, no se arrepentía del tiempo que había pasado en el Campamento Júpiter. Su estancia le había abierto los ojos en muchos aspectos.
—Annabeth —dijo con vacilación—, en la Nueva Roma, los semidioses pueden vivir toda la vida en paz.
La expresión de ella se volvió recelosa.
—Reyna me lo ha explicado. Pero tu sitio está en el Campamento Mestizo, Percy. Esa otra vida…
—Lo sé —dijo Percy—. Pero mientras estuve allí, vi a muchos semidioses viviendo sin miedo: chicos que iban a la universidad, parejas que se casaban y formaban familias… En el Campamento Mestizo no hay nada parecido. No paraba de pensar en ti y en mí… Tal vez algún día, cuando la guerra contra los gigantes termine…
Era difícil verlo a la luz dorada, pero le pareció que Annabeth se estaba ruborizando.
—Oh —dijo.
Percy temía haber hablado demasiado. Tal vez la había asustado con sus grandes sueños de futuro. Normalmente era ella la que hacía planes. Percy se maldijo en silencio.
Pese a lo mucho que hacía que conocía a Annabeth, todavía tenía la sensación de que no la entendía. Incluso después de haber salido durante varios meses con ella, su relación siempre le había parecido nueva y frágil, como una escultura de cristal. Le aterraba hacer algo mal y romperla.
—Lo siento —dijo—. Yo… tenía que pensar eso para seguir adelante. Para hacerme ilusiones. Olvida lo que he dicho…
—¡No! —repuso ella—. No, Percy. Dioses, es muy bonito por tu parte. Es solo que… puede que hayamos agotado esa posibilidad. Si no podemos arreglar la situación con los romanos… bueno, los dos grupos de semidioses nunca se han llevado bien. Por eso los dioses nos mantienen separados. No sé si allí podríamos encontrar un hueco.
Percy no quería discutir, pero se negaba a abandonar la esperanza. Le parecía importante, no solo para Annabeth y para él, sino también para los demás semidioses. Tenía que ser posible encontrar su sitio en dos mundos distintos al mismo tiempo. Después de todo, en eso consistía ser semidiós; no en encontrar tu sitio en el mundo de los mortales o en el monte Olimpo, sino en intentar conciliar esas dos facetas de tu naturaleza.
Por desgracia, eso le hizo pensar en los dioses, la guerra a la que se enfrentaban y su sueño acerca de los gemelos Efialtes y Oto.
—Cuando me despertaste estaba teniendo una pesadilla —reconoció.
Le contó a Annabeth lo que había visto.
Ni las partes más inquietantes parecieron sorprenderla. Movió la cabeza con tristeza cuando él describió la reclusión de Nico en la vasija de bronce. Sus ojos emitieron un brillo airado cuando le contó que los gigantes planeaban una espectacular destrucción de Roma que incluía la muerte dolorosa de ellos como número de apertura.
—Nico es el cebo —murmuró ella—. Las fuerzas de Gaia deben de haberlo capturado de algún modo, pero no sabemos exactamente dónde lo retienen.
—En algún lugar de Roma —contestó Percy—. En algún lugar bajo tierra. Por lo que decían, parecía que a Nico todavía le quedaran unos días de vida, pero no veo cómo podría aguantar tanto tiempo sin oxígeno.
—Cinco días más, según Némesis —dijo Annabeth—. Las calendas de julio. Por lo menos, ahora el plazo tiene sentido.
—¿Qué es una calenda?
Annabeth sonrió de satisfacción, como si se alegrara de que volvieran a asumir sus viejos roles: Percy, el de ignorante, y ella, el de la persona que explicaba las cosas.
—Es la palabra romana para referirse al primer día de cada mes. De ahí viene la palabra «calendario». Pero ¿cómo puede sobrevivir Nico tanto tiempo? Deberíamos hablar con Hazel.
—¿Ahora?
Ella vaciló.
—No. Puede esperar hasta mañana. No quiero darle la noticia en plena noche.
—Los gigantes dijeron algo sobre una estatua —recordó Percy—. Y sobre una dotada amiga que la vigilaba. Quienquiera que fuera, daba miedo a Oto. Alguien capaz de dar miedo a un gigante…
Annabeth contempló una carretera que serpenteaba entre oscuras colinas.
—Percy, ¿has visto a Poseidón últimamente? ¿O has recibido alguna señal de él?
Él negó con la cabeza.
—No desde… Vaya, no lo había pensado. Desde que la guerra de los titanes terminó. Lo vi en el Campamento Mestizo, pero fue el mes de agosto pasado —una sensación de temor lo invadió—. ¿Por qué? ¿Has visto a Atenea?
Ella no lo miró a los ojos.
—Hace unas semanas —admitió—. No… no fue agradable. No parecía ella. Tal vez fuese la esquizofrenia entre el lado griego y el romano de la que habló Némesis. No estoy segura. Dijo cosas que me hicieron daño. Dijo que le había fallado.
—¿Que le habías fallado? —Percy no estaba seguro de haber oído bien. Annabeth era la semidiosa perfecta. Era todo a lo que una hija de Atenea debía aspirar—. ¿Cómo podrías…?
—No lo sé —dijo ella tristemente—. Y para colmo, yo también he estado teniendo pesadillas, aunque las mías no tienen tanto sentido como las tuyas.
Percy aguardó, pero Annabeth no le dio más detalles. Quería hacerla sentir mejor y decirle que todo iría bien, pero sabía que no podía. Quería resolver todos sus problemas para que tuvieran un final feliz. Después de todos aquellos años, hasta los dioses más crueles tendrían que reconocer que se lo merecían.
Sin embargo, algo le decía que esta vez no podía hacer nada para ayudar a Annabeth aparte de estar a su lado. «La hija de la sabiduría anda sola».
Se sentía tan atrapado y desvalido como cuando se había hundido en la ciénaga.
Annabeth consiguió esbozar una débil sonrisa.
—Vamos a tener una noche romántica, ¿vale? Nada de cosas malas hasta mañana por la mañana —volvió a besarlo—. Ya lo solucionaremos. Te he recuperado. De momento, eso es lo único que importa.
—Vale —dijo Percy—. Se acabó hablar de Gaia, del secuestro de Nico, del fin del mundo, de los gigantes…
—Cállate, Sesos de Alga —le ordenó ella—. Abrázame un rato.
Se quedaron sentados, abrazándose, cada uno disfrutando del calor del otro. Antes de que Percy se diera cuenta, el zumbido del motor del barco, la luz tenue y la agradable sensación de estar con Annabeth hicieron que le empezaran a pesar los párpados, y se durmió.
Cuando se despertó, la luz del sol entraba por el suelo de cristal, y una voz de chico dijo:
—Oh… Os habéis metido en un buen lío.