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Piper

A Piper le costó conciliar el sueño.

El entrenador Hedge se pasó la primera hora después del toque de queda haciendo la ronda nocturna, recorriendo el pasillo mientras gritaba: «¡Apagad las luces! ¡Recogeos! ¡Como pille a alguien escabulléndose, lo mandaré de un guantazo a Long Island!».

Cada vez que oía un ruido golpeaba la puerta de un camarote con su bate de béisbol, gritando a todos que se durmieran, lo que hacía imposible pegar ojo. Seguramente el sátiro no se lo había pasado tan bien desde que se había hecho pasar por un profesor de gimnasia en la Escuela del Monte.

Piper se quedó mirando las vigas de bronce del techo. Su camarote era muy acogedor. Leo había programado las habitaciones para que se ajustaran automáticamente a la temperatura preferida de su ocupante, por lo que nunca hacía demasiado frío ni demasiado calor. El colchón y las almohadas estaban rellenas de plumas de pegaso (Leo le había asegurado que ningún pegaso había sufrido daño en la fabricación de los productos), de modo que eran comodísimos. Del techo colgaba una lámpara de bronce que brillaba con la intensidad deseada por Piper. En los lados de la lámpara había agujeros perforados y, por las noches, relucientes constelaciones flotaban sobre las paredes.

Piper tenía tantas cosas dándole vueltas a la cabeza que pensaba que no se dormiría. Sin embargo, había algo apacible en el balanceo del barco y el zumbido de los remos aéreos mientras se movían a través del cielo.

Al final, le empezaron a pesar los párpados y se durmió.

Parecía que solo hubieran pasado unos segundos cuando se despertó con el sonido de la campana del desayuno.

—¡Hola, Piper! —Leo llamó a su puerta—. ¡Estamos aterrizando!

—¿Aterrizando?

Ella se incorporó aturdida.

Leo abrió la puerta y asomó la cabeza. Tenía los ojos tapados con la mano, y habría sido un bonito gesto si no hubiera estado mirando entre los dedos.

—¿Estás visible?

—¡Leo!

—Lo siento —el chico sonrió—. Eh, bonito pijama de los Power Rangers.

—¡No son Power Rangers! ¡Son águilas cherokee!

—Sí, claro. En fin, vamos a aterrizar a pocos kilómetros a las afueras de Topeka, como pediste. Y, ejem… —echó un vistazo al pasillo y a continuación asomó de nuevo la cabeza en el camarote—. Gracias por no guardarme rencor por disparar a los romanos ayer.

Piper se frotó los ojos. ¿El banquete en la Nueva Roma había sido ayer?

—No pasa nada, Leo. No eras dueño de ti mismo.

—Sí, pero aun así… no tenías por qué defenderme.

—¿Estás de coña? Eres como el pesado hermano pequeño que nunca tuve. Pues claro que te defenderé.

—Esto… ¿gracias?

El entrenador Hedge gritó desde arriba:

—¡Por allí sopla! ¡Kansas a la vista!

—¡Hefesto bendito! —murmuró Leo—. Ese sátiro tiene que modernizar su jerga marítima. Será mejor que suba.

Después de ducharse, cambiarse y coger un bollo en el comedor, Piper oyó que el tren de aterrizaje del barco se desplegaba. Subió a la cubierta y se reunió con los demás mientras el Argo IIse posaba en medio de un campo de girasoles. Los remos se replegaron. La plancha descendió.

El aire matutino olía a riego, plantas calientes y tierra fertilizada. No era un mal aroma. A Piper le recordó el olor de la casa de su abuelo Tom en Tahlequah, Oklahoma, en la reserva.

Percy la vio primero. La saludó con una sonrisa, un gesto que por algún motivo sorprendió a Piper. Llevaba unos tejanos descoloridos y una camiseta naranja del Campamento Mestizo nueva, como si nunca se hubiera separado del bando griego. Probablemente la ropa nueva había contribuido a mejorar su humor… y, claro está, el hecho de encontrarse junto al pasamanos rodeando a Annabeth con el brazo.

Piper se alegró de ver a Annabeth con los ojos brillantes, pues nunca había tenido una amiga mejor que ella. Durante meses, Annabeth había estado torturándose, dedicando cada minuto del día a buscar a Percy. En ese momento, a pesar de la arriesgada misión a la que se enfrentaban, por lo menos había recuperado a su novio.

—¡Bueno! —Annabeth le arrebató a Piper el bollo de la mano y le dio un mordisco, pero a Piper no le molestó. En el campamento bromeaban continuamente robándose el desayuno una a la otra—. Aquí estamos. ¿Cuál es el plan?

—Quiero inspeccionar la carretera —dijo Piper—. Quiero encontrar el letrero en el que pone: «Topeka 51».

Leo dio la vuelta al mando de la Wii, y las velas se arriaron.

—No deberíamos estar lejos —dijo—. Festo y yo hemos calculado el aterrizaje lo mejor que hemos podido. ¿Qué esperas encontrar en un indicador de distancia?

Piper les habló del hombre vestido de morado con la copa en la mano que había visto en la daga. Sin embargo, omitió las otras imágenes, como la visión en la que Percy, Jason y ella misma se ahogaban. De todas formas, no estaba segura de lo que significaba, y esa mañana todo el mundo parecía tener la moral tan alta que no quería amargarles la fiesta.

—¿Una camiseta morada? —preguntó Jason—. ¿Vides en el sombrero? Parece Baco.

—Dioniso —murmuró Percy—. Como hayamos venido hasta Kansas para ver al señor D…

—Baco no es tan malo —dijo Jason—. Pero sus seguidoras no me caen muy bien…

Piper se estremeció. Jason, Leo y ella habían tenido un encuentro con las ménades hacía unos meses y casi habían acabado hechos pedazos.

—Pero el dios es legal —continuó Jason—. Una vez le hice un favor en la tierra del vino.

Percy se quedó horrorizado.

—Lo que tú digas, tío. Tal vez sea mejor en el lado romano. Pero ¿por qué iba a estar en Kansas? ¿No ha ordenado Zeus a los dioses que interrumpan todo contacto con los mortales?

Frank gruñó. El grandullón llevaba un chándal azul esa mañana, como si estuviera listo para correr entre los girasoles.

—Los dioses no han obedecido esa orden al pie de la letra —observó—. Además, si los dioses se han vuelto esquizofrénicos como Hazel dijo…

—Y Leo —añadió Leo.

Frank lo miró frunciendo el entrecejo.

—Entonces ¿quién sabe lo que está pasando con los dioses del Olimpo? Podría haber cosas muy feas ahí fuera.

—¡Suena peligroso! —convino Leo alegremente—. Bueno…, que os divirtáis, chicos. Yo tengo que terminar las reparaciones del casco. El entrenador Hedge se puede encargar de las ballestas rotas. Y, ejem, Annabeth, no me vendría nada mal tu ayuda. Eres la única persona aparte de mí que entiende algo de ingeniería.

Annabeth miró con aire de disculpa a Percy.

—Tiene razón. Debería quedarme a ayudar.

—Volveré contigo —él la besó en la mejilla—. Te lo prometo.

Estaban tan a gusto juntos que a Piper le partía el corazón.

Jason era estupendo, por supuesto. Pero a veces se comportaba de forma muy distante, como anoche, cuando se había negado a hablar de aquella vieja leyenda romana. Muy a menudo parecía estar pensando en su antigua vida en el Campamento Júpiter. Piper se preguntaba si ella podría atravesar esa barrera.

El viaje al Campamento Júpiter, donde había visto a Reyna en persona, no había ayudado a mejorar la situación. Ni tampoco el hecho de que ese día Jason hubiera elegido ponerse una camiseta morada: el color de los romanos.

Frank descolgó el arco de su hombro y lo apoyó en el pasamanos.

—Creo que debería transformarme en un cuervo o en algo por el estilo y volar por la zona por si veo águilas romanas.

—¿Por qué un cuervo? —preguntó Leo—. Tío, si puedes convertirte en un dragón, ¿por qué no te conviertes en dragón cada vez que te toque hacerlo? Es lo que más mola.

A Frank se le puso la cara como si le estuvieran inyectando zumo de arándano.

—Eso es como preguntar por qué no levantas el máximo peso cada vez que haces pesas. Porque es difícil y te harías daño. Transformarte en dragón no es fácil.

—Ah —Leo asintió con la cabeza—. No lo sabía. Yo no levanto pesas.

—Sí. Pues tal vez debería planteárselo, señor…

Hazel se interpuso entre los dos.

—Yo te ayudaré, Frank —dijo, lanzando a Leo una mirada aviesa—. Puedo invocar a Arión y explorar por tierra.

—Claro —dijo Frank, sin dejar de mirar furiosamente a Leo—. Gracias.

Piper se preguntaba qué estaba pasando entre aquellos tres. Entendía que los chicos presumieran delante de Hazel y se tomaran el pelo, pero parecía que Hazel y Leo tuvieran un secreto. Que ella supiera, se habían visto por primera vez el día anterior. Se preguntaba si había pasado algo más en el Great Salt Lake: algo que ellos no habían mencionado.

Hazel se volvió hacia Percy.

—Tened cuidado ahí fuera. Hay muchos campos y muchas cosechas. Podría haber karpoi sueltos.

—¿Karpoi? —preguntó Piper.

—Espíritus de los cereales —respondió Hazel—. Es mejor que no los conozcas.

Piper no veía qué peligro podía suponer un espíritu de los cereales, pero el tono de Hazel la disuadió de preguntar.

—Entonces la búsqueda del indicador de kilómetros nos toca a nosotros tres —dijo Percy—. Jason, Piper y yo. No estoy mentalizado para volver a ver al señor D. Ese tío es un pelmazo. Pero si tú tienes buenas relaciones con él, Jason…

—Sí —dijo Jason—. Si lo encontramos, hablaré con él. Piper, es tu visión. Tú deberías ir primero.

Piper se estremeció. Los había visto a los tres ahogándose en aquel pozo oscuro. ¿Era Kansas el lugar donde ocurriría? No parecía que encajara, pero no podía estar segura.

—Por supuesto —dijo, tratando de mostrarse optimista—. Busquemos la carretera.

Leo había dicho que se encontraban cerca. Su idea de lo que estaba «cerca» necesitaba una revisión.

Después de andar penosamente casi un kilómetro a través de calurosos campos de cultivo, ser picados por mosquitos y golpeados en la cara con girasoles que rascaban, por fin llegaron a la carretera. Una vieja valla publicitaria del área de servicio de Bubba indicaba que todavía estaban a sesenta y cuatro kilómetros de la primera salida a Topeka.

—Corregidme si me equivoco, pero ¿no significa eso que tenemos que andar doce kilómetros? —dijo Percy.

Jason escudriñó la carretera desierta en ambas direcciones. Esa mañana tenía mejor aspecto, gracias a la curación mágica de la ambrosía y el néctar. Había recuperado su color normal, y la cicatriz de la frente casi había desaparecido. El nuevo gladius que Hera le había dado el invierno anterior colgaba de su cinturón. La mayoría de los chicos parecerían bastante incómodos paseándose con una vaina sujeta a los tejanos, pero a Jason le resultaba de lo más natural.

—No hay coches… —dijo—. Pero supongo que no nos interesa hacer autoestop.

—No —convino Piper, mirando nerviosamente hacia la carretera—. Ya hemos perdido bastante tiempo yendo por vía terrestre. La tierra es el territorio de Gaia.

—Mmm… —Jason chasqueó los dedos—. Puedo llamar a un amigo para que nos lleve.

Percy arqueó las cejas.

—Ah, ¿sí? Yo también. Veamos el amigo de quién llega primero.

Jason silbó. Piper sabía lo que estaba haciendo, pero había conseguido invocar a Tempestad solo tres veces desde que habían conocido al espíritu de la tormenta en la Casa del Lobo el invierno anterior. En ese momento el cielo estaba tan azul que Piper no creía que diera resultado.

Percy simplemente cerró los ojos y se concentró.

Piper no lo había observado de cerca hasta ese momento. Después de oír esto y aquello sobre Percy Jackson en el Campamento Mestizo, le pareció que el chico era… anodino, sobre todo al lado de Jason. Percy era más esbelto, unos dos centímetros más bajo, con el cabello ligeramente más largo y mucho más oscuro.

Lo cierto es que no era el tipo de Piper. Si lo hubiera visto en un centro comercial, probablemente hubiera pensado que era un skater: con un atractivo desaliñado, un poco peligroso, sin duda, alguien problemático. Lo habría esquivado. Ya tenía suficientes problemas en su vida. Pero entendía por qué a Annabeth le gustaba, y evidentemente entendía por qué Percy necesitaba a Annabeth en su vida. Si alguien podía mantener bajo control a un chico como él, era Annabeth.

Un trueno retumbó en el cielo despejado.

Jason sonrió.

—Qué pronto.

—Demasiado tarde.

Percy señaló hacia el este, donde una negra figura alada descendía en espiral hacia ellos. Al principio Piper pensó que podría ser Frank transformado en un cuervo. Entonces cayó en la cuenta de que era demasiado grande para ser un pájaro.

—¿Un pegaso negro? —dijo—. Nunca había visto uno.

El corcel alado aterrizó. Se acercó a Percy trotando y le acarició la cara con el hocico, y acto seguido giró la cabeza inquisitivamente hacia Piper y Jason.

—Blackjack —dijo Percy—, te presento a Piper y a Jason. Son mis amigos.

El caballo relinchó.

—Esto… tal vez luego —contestó Percy.

Piper había oído que Percy podía hablar con los caballos al ser hijo de Poseidón, el señor de los caballos, pero nunca lo había visto en acción.

—¿Qué quiere Blackjack? —preguntó.

—Dónuts —respondió Percy—. Siempre quiere dónuts. Puede llevarnos a los tres si…

De repente el aire se enfrió. A Piper se le taponaron los oídos. A unos cincuenta metros de distancia, un ciclón en miniatura, de tres pisos de altura, atravesó a toda velocidad la parte superior de los girasoles como en una escena de El mago de Oz. Aterrizó en la carretera al lado de Jason y adoptó la forma de un caballo: un corcel brumoso a través de cuyo cuerpo parpadeaban rayos.

—Tempestad —dijo Jason, sonriendo de oreja a oreja—. Cuánto tiempo, amigo mío.

—Calma, chico —dijo Percy—. Él también tiene un amigo —miró a Jason impresionado—. Bonita montura, Grace.

Jason se encogió de hombros.

—Me hice amigo de él durante la pelea en la Casa del Lobo. Es un espíritu libre, en sentido literal, pero de vez en cuando me ayuda.

Percy y Jason se montaron en sus respectivos caballos. Piper nunca se había sentido a gusto con Tempestad. Cabalgar a todo galope sobre una bestia que podía volatilizarse en cualquier momento la ponía un poco nerviosa. De todas formas, aceptó la mano de Jason y se montó en el caballo.

Tempestad corrió por la carretera, mientras que Blackjack volaba en las alturas. Afortunadamente, no se cruzaron con ningún coche, ya que podrían haber provocado un accidente. En un abrir y cerrar de ojos, llegaron al indicador de los cincuenta y un kilómetros, que era idéntico al que Piper había contemplado en su visión.

Blackjack aterrizó. Los dos caballos piafaron sobre el asfalto. A ninguno de los dos parecía hacerle gracia que se hubieran detenido tan de repente, justo cuando habían cogido el ritmo.

Blackjack relinchó.

—Tienes razón —dijo Percy—. Ni rastro del tío del vino.

—¿Perdón? —dijo una voz procedente del campo.

Tempestad se giró tan rápido que Piper estuvo a punto de caerse.

El trigo se abrió, y el hombre de la visión apareció. Llevaba un sombrero de ala ancha decorado con vides, una camiseta de manga corta morada, unos pantalones color caqui y unas sandalias con calcetines blancos. Aparentaba unos treinta años y tenía una barriga incipiente, como un miembro de una fraternidad que todavía no se hubiera percatado de que la universidad había terminado.

—¿Me ha llamado alguien el «tío del vino»? —preguntó, arrastrando las palabras perezosamente—. Me llamo Baco, por favor. O señor Baco. O dios Baco. O, en ocasiones, «Dioses míos, por favor, no me mate, señor Baco».

Percy espoleó a Blackjack para que avanzara, aunque al pegaso no pareció entusiasmarle la idea.

—Ha cambiado —dijo Percy al dios—. Está más delgado. Tiene el pelo más largo. Y su camiseta no es tan chillona.

El dios del vino lo miró entornando los ojos.

—¿De qué rayos hablas? ¿Quién eres tú, y dónde está Ceres?

—Hum… ¿Qué seres?

—Creo que se refiere a Ceres —apuntó Jason—. La diosa de la agricultura. Vosotros la llamáis Deméter —saludó con la cabeza respetuosamente al dios—. Señor Baco, ¿se acuerda de mí? Le ayudé con aquel leopardo que había desaparecido en Sonoma.

Baco se rascó su barbilla rechoncha.

—Ah… sí. John Green.

—Jason Grace.

—Como te llames —dijo el dios—. ¿Te ha enviado Ceres?

—No, señor Baco —dijo Jason—. ¿Estaba esperando para reunirse con ella aquí?

El dios resopló.

—Bueno, no he venido a Kansas de fiesta, muchacho. Ceres me pidió que viniera para celebrar un consejo de guerra. Con la guerra contra Gaia, las cosechas se están marchitando. La sequía se extiende con rapidez. Los karpoi se han sublevado. Ni siquiera mis uvas están a salvo. Ceres quería presentar un frente unido en la guerra de las plantas.

—La guerra de las plantas —repitió Percy—. ¿Va a armar todas las uvas con pequeños rifles de asalto?

El dios entornó los ojos.

—¿Hemos coincidido antes?

—En el Campamento Mestizo —dijo Percy—. Lo conozco como señor D… Dioniso.

—¡Agh!

Baco hizo una mueca y se apretó las sienes con las manos. Por un instante, su imagen titiló. Piper vio a otra persona: más gruesa, más regordeta, vestida con una camisa con estampado de leopardo mucho más chillona. Entonces Baco volvió a ser Baco.

—¡Basta! —ordenó—. ¡Deja de pensar en mí en griego!

Percy parpadeó…

—Pero…

—¿Tienes idea de lo difícil que es estar concentrado? ¡Aguantando terribles dolores de cabeza a todas horas! ¡Sin saber nunca lo que hago ni adónde voy! ¡Constantemente de mal humor!

—Parece bastante normal viniendo de usted —dijo Percy.

Los orificios nasales del dios se ensancharon. Una de las hojas de parra de su sombrero estalló en llamas.

—Si nos conocemos del otro campamento, es un milagro que no te haya convertido en un delfín.

—Se habló en su día —le aseguró Percy—. Creo que le daba demasiada pereza hacerlo.

Piper había estado observando, con horrorizada fascinación, como podría haber observado un accidente de tráfico. Entonces se dio cuenta de que Percy no estaba contribuyendo a mejorar la situación, y Annabeth no estaba allí para refrenarlo. Piper supuso que su amiga no la perdonaría si volvía con Percy transformado en un mamífero marino.

—¡Señor Baco! —lo interrumpió, deslizándose de la grupa de Tempestad.

—Ten cuidado, Piper —dijo Jason.

Ella le lanzó una mirada de advertencia: «Lo tengo controlado».

—Lamento molestarle, mi señor —le dijo al dios—, pero hemos venido a pedirle consejo. Necesitamos de su sabiduría, por favor.

Empleó su tono más agradable, infundiendo respeto a sus persuasivas palabras.

El dios frunció el entrecejo, pero el brillo morado desapareció de sus ojos.

—Sabes hablar bien, muchacha. Conque consejos, ¿eh? Muy bien. Yo evitaría los karaokes. En serio, las fiestas temáticas en general ya no se llevan. En estos tiempos de austeridad, la gente busca reuniones sencillas y discretas, con aperitivos ecológicos de producción local…

—No sobre fiestas —lo interrumpió Piper—. Aunque es un consejo increíblemente útil, señor Baco. Esperábamos que nos ayudara en nuestra misión.

Le habló del Argo II y de su viaje para impedir que los gigantes despertaran a Gaia. Le comunicó lo que Némesis había dicho: que dentro de seis días Roma sería destruida. Describió la visión reflejada en su daga, en la que Baco le ofrecía una copa de plata.

—¿Una copa de plata?

El dios no parecía muy entusiasmado. Sacó una Pepsi Light de la nada y abrió la lata.

—¡Bebe Pepsi Light! —dijo Percy.

—No sé de qué hablas —le espetó Baco—. Respecto a la visión de la copa, jovencita, no tengo ninguna bebida que ofrecerte a menos que quieras una Pepsi. Júpiter me ha dado órdenes estrictas de que evite dar vino a menores. Es una lata, pero así son las cosas. Por lo que respecta a los gigantes, los conozco bien. Luché en la primera guerra de los gigantes, ¿sabes?

—¿Sabe luchar? —preguntó Percy.

Piper deseó que no se hubiera mostrado tan incrédulo.

Dioniso gruñó. Su Pepsi Light se transformó en un bastón de cinco pisos de altura decorado con hiedra y rematado con una piña.

—¡Un tirso! —exclamó Piper, esperando distraer al dios antes de que le diera un trancazo a Percy en la cabeza. Había visto armas como esa en manos de ninfas chifladas, y no le entusiasmaba volver a ver una, pero trató de mostrarse impresionada—. ¡Oh, qué arma más poderosa!

—Y que lo digas —convino Baco—. Me alegro de que haya alguien listo en vuestro grupo. ¡La piña es un temible instrumento de destrucción! Yo también era un semidiós cuando participé en la guerra de los gigantes, ¿sabes? ¡El hijo de Júpiter!

Jason se sobresaltó. Probablemente no le hacía gracia que le recordaran que el tío del vino era técnicamente su hermano mayor.

Baco blandió su bastón a través del aire, pero su barriga estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.

—Claro que eso fue mucho antes de que inventara el vino y me volviera inmortal. Luché codo con codo con los dioses y con otros semidioses… Pera Cles, creo que se llamaba.

—¿Heracles? —propuso Piper educadamente.

—Como se llame —dijo Baco—. En fin, maté al gigante Efialtes y a su hermano Oto. Unos palurdos horribles. ¡Les di un piñazo en plena cara a los dos!

Piper contuvo la respiración. De repente, varias ideas se agolparon en su cabeza: las visiones de la daga y los versos de la profecía de los que habían estado hablando la noche anterior. Se sintió como se sentía cuando hacía submarinismo con su padre y él le limpiaba las gafas bajo el agua. De repente, todo se aclaró.

—Señor Baco —dijo ella, tratando de controlar el nerviosismo de su voz—. Esos dos gigantes, Efialtes y Oto…, ¿eran gemelos por casualidad?

—Humm —el dios parecía distraído blandiendo el tirso, pero asintió con la cabeza—. Sí, gemelos. Así es.

Piper se volvió hacia Jason. Advirtió que él estaba pensando lo mismo que ella: «Los gemelos apagarán el aliento del ángel».

En la hoja de Katoptris había visto a dos gigantes con túnicas amarillas sacando una vasija de un foso hondo.

—Por ese motivo estamos aquí —dijo Piper al dios—. ¡Usted forma parte de nuestra misión!

Baco arrugó la frente.

—Lo siento, guapa. Yo ya no soy un semidiós. No me dedico a las misiones.

—Pero los gigantes solo pueden ser eliminados por un equipo formado por héroes y dioses —insistió ella—. Usted es ahora un dios, y los dos gigantes contra los que tenemos que luchar son Efialtes y Oto. Creo… creo que nos esperan en Roma. Van a destruir la ciudad de alguna forma. La copa de plata de la visión… tal vez sea un símbolo de su ayuda. ¡Tiene que ayudarnos a matar a los gigantes!

Baco le lanzó una mirada fulminante, y Piper se dio cuenta de que había escogido mal las palabras.

—Yo no tengo que hacer nada, guapa —dijo fríamente—. Además, solo ayudo a los que me rinden tributo como es debido, cosa que nadie ha conseguido desde hace muchísimos siglos.

Blackjack relinchó inquieto.

Piper entendía perfectamente al caballo. No le gustaba cómo sonaba la palabra «tributo». Se acordó de las ménades, las desquiciadas seguidoras de Baco, que hacían pedazos con las manos a los no creyentes. Y eso cuando estaban de buen humor.

Percy hizo la pregunta que a ella le daba miedo formular.

—¿Qué clase de tributo?

Baco agitó la mano con desdén.

—Nada que tú puedas ofrecer, insolente griego. Pero te daré un consejo gratis, ya que esta chica tiene buenos modales. Buscad al hijo de Gaia, Forcis. Él siempre ha odiado a su madre, aunque no lo culpo. Tampoco aguanta a sus hermanos los gemelos. Lo encontraréis en la ciudad a la que le pusieron el nombre de esa heroína… Atalanta.

Piper vaciló.

—¿Se refiere a Atlanta?

—Esa.

—Pero ese Forcis, ¿es un gigante? —preguntó Jason—. ¿Un titán?

Baco se echó a reír.

—Ninguna de las dos cosas. Buscad el agua salada.

—Agua salada… —dijo Percy—. ¿En Atlanta?

—Sí —contestó Baco—. ¿Eres duro de oído? Si hay alguien que puede daros información sobre Gaia y los gigantes es Forcis. Buscadlo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Jason.

El dios echó un vistazo al sol, que había ascendido casi hasta el mediodía.

—No es propio de Ceres llegar tarde, a menos que haya percibido peligro en esta zona. O…

De repente, la cara del dios se descompuso.

—O una trampa. ¡Bueno, me tengo que ir! ¡Yo de vosotros haría lo mismo!

—¡Señor Baco, espere! —protestó Jason.

El dios relució y desapareció emitiendo un sonido como el de una lata de refresco al abrirse.

El viento susurró entre los girasoles. Los caballos se pasearon agitados. A pesar del día seco y caluroso que hacía, Piper empezó a temblar. Una sensación de frío… Annabeth y Leo habían descrito una sensación parecida…

—Baco tiene razón —dijo—. Tenemos que marcharnos…

«Demasiado tarde», dijo una voz soñolienta, zumbando a través de los campos a su alrededor y resonando en el suelo a los pies de Piper.

Percy y Jason desenvainaron sus espadas. Piper permaneció en la carretera, entre ellos, paralizada de miedo. De repente, el poder de Gaia estaba en todas partes. Los girasoles se volvieron para mirarlos. El trigo se inclinó hacia ellos como un millón de guadañas.

«Bienvenidos a mi fiesta», murmuró Gaia.

Su voz recordó a Piper el sonido del maíz al crecer: un ruido crujiente, susurrante, cálido y persistente que solía oír en casa de su abuelo Tom durante las tranquilas noches en Oklahoma.

«¿Qué ha dicho Baco? —preguntó la diosa con un tono burlón—. ¿Una reunión sencilla y discreta con aperitivos ecológicos? Sí. Yo solo necesito dos aperitivos: la sangre de una semidiosa y la sangre de un semidiós. Piper, querida, elige qué héroe morirá contigo».

—¡Gaia! —gritó Jason—. Deja de esconderte en el trigo. ¡Da la cara!

«Qué fanfarronería —susurró Gaia—. Pero el otro, Percy Jackson, también tiene su encanto. Elige, Piper McLean, o lo haré yo».

A Piper se le aceleró el corazón. Gaia quería matarla. No le sorprendía. Pero ¿qué era eso de escoger a uno de los chicos? ¿Por qué iba a dejar libre a uno de los dos? Tenía que ser una trampa.

—¡Estás loca! —gritó—. ¡No pienso elegir nada porque tú me lo digas!

De repente Jason dejó escapar un grito ahogado. Se irguió en la silla de montar.

—¡Jason! —gritó Piper—. ¿Qué pasa?

Él la miró con una expresión de una serenidad mortal. Sus ojos ya no eran azules. Emitían un firme brillo dorado.

—¡Socorro, Percy!

Piper se apartó de Tempestad dando traspiés.

Sin embargo, Percy se alejó de ellos al galope. Se detuvo a diez metros de distancia en la carretera e hizo girar a su pegaso. Levantó la espada y apuntó a Jason.

—Uno morirá —dijo Percy, pero la voz no era suya.

Era grave y cavernosa, como si alguien susurrara desde el interior de un cañón.

—Yo elegiré —contestó Jason con la misma voz cavernosa.

—¡No! —gritó Piper.

Alrededor de ella, los campos crujieron y susurraron, riéndose con la voz de Gaia mientras Percy y Jason cargaban el uno contra el otro con las armas en ristre.