VII
Leo

—¿Quién es tu tía Rosa? —preguntó Hazel.

Leo no quería hablar de ella. Las palabras de Némesis todavía resonaban en sus oídos. Su cinturón portaherramientas parecía más pesado desde que había metido la galleta, lo que era imposible. Los bolsillos del cinturón podían transportar cualquier cosa sin añadir peso adicional. Ni siquiera los objetos más frágiles se rompían. Aun así, Leo se la imaginaba allí dentro, arrastrándolo hacia abajo, esperando a ser abierta.

—Es una larga historia —dijo—. Me abandonó cuando mi madre murió y me entregó en acogida.

—Lo siento.

—Sí, bueno… —Leo estaba deseando cambiar de tema—. ¿Y tú? ¿Qué ha dicho Némesis de tu hermano?

Hazel parpadeó como si le hubiera entrado sal en los ojos.

—Nico… me encontró en el inframundo. Me trajo de vuelta al mundo de los mortales y convenció a los romanos del Campamento Júpiter para que me aceptaran. Le debo mi segunda oportunidad de vivir. Si Némesis está en lo cierto y Nico está en peligro… tengo que ayudarle.

—Claro —dijo Leo, pero la idea lo inquietaba. Dudaba que la diosa de la venganza diera consejos por altruismo—. Y lo de que a tu hermano le quedan seis días de vida y que Roma será destruida… ¿Tienes idea de a qué se refería?

—No —reconoció Hazel—. Pero me temo…

Fuera lo que fuese lo que estaba pensando, decidió callárselo. Trepó a una de las rocas más grandes para ver mejor. Leo trató de seguirla y perdió el equilibrio. Hazel le cogió la mano. Lo subió y se vieron sobre la roca, cogidos de la mano, cara a cara.

Los ojos de Hazel brillaban como el oro.

«El oro no tiene secretos para mí», había dicho. A Leo no se lo parecía al mirarla. Se preguntaba quién era Sammy. Tenía la persistente sospecha de que debía saberlo, pero no podía identificar el nombre. Fuera quien fuese, tenía suerte si a Hazel le importaba.

—Esto… gracias.

Leo le soltó la mano, pero seguían tan cerca que podía notar el calor del aliento de la chica. Desde luego ella no parecía una persona muerta.

—Cuando estábamos hablando con Némesis —dijo Hazel con nerviosismo—, tus manos… He visto llamas.

—Sí —asintió él—. Es un poder de Hefesto. Normalmente puedo controlarlo.

—Ah.

Ella posó una mano en actitud protectora sobre su camisa tejana, como si estuviera a punto de jurar la bandera. Leo tenía la sensación de que quería apartarse de él, pero la roca era demasiado pequeña.

«Genial —pensó—. Otra persona que cree que soy un friki y que doy repelús».

Miró al otro lado de la isla. La orilla opuesta estaba a solo unos cientos de metros. Entre un punto y el otro había dunas y grupos de rocas, pero nada parecido a un estanque.

«Tú siempre serás un extraño —le había dicho Némesis—, la séptima rueda. No hallarás un lugar entre tus hermanos».

Era como si le hubiera echado ácido en los oídos. Leo no necesitaba que nadie le dijera que era diferente. Había pasado meses solo en el búnker 9 del Campamento Mestizo, trabajando en su barco mientras sus amigos entrenaban juntos, comían en grupo y jugaban a atrapar la bandera por diversión o compitiendo por premios. Incluso sus mejores amigos, Piper y Jason, solían tratarlo como a un extraño. Desde que habían empezado a salir, su idea de «buenos momentos» no contemplaba la presencia de Leo. Su otro único amigo, Festo el dragón, había quedado reducido a un mascarón de proa con la destrucción de su disco de control en su última aventura. Leo no tenía los conocimientos técnicos para repararlo.

«La séptima rueda». Leo había oído hablar de la quinta rueda: un elemento sobrante, inútil. Suponía que la séptima rueda era todavía peor.

Había pensado que tal vez aquella misión le permitiría volver a empezar. Todo el trabajo duro que había realizado en el Argo II daría sus frutos. Tendría seis buenos amigos que lo admirarían y lo apreciarían, y zarparían al salir el sol para luchar contra los gigantes. Tal vez, esperaba Leo en el fondo, incluso encontrara novia.

«Echa cuentas», se reprendió a sí mismo.

Némesis tenía razón. Puede que formara parte de un grupo de siete, pero seguía aislado. Había disparado sobre los romanos y no había dado a sus amigos más que problemas. «No hallarás un lugar entre tus hermanos».

—¿Leo? —preguntó Hazel suavemente—. No puedes tomarte a pecho lo que ha dicho Némesis.

Él frunció el entrecejo.

—¿Y si es cierto?

—Es la diosa de la venganza —le recordó ella—. Puede que esté de nuestro lado y puede que no, pero el objetivo de su existencia es provocar rencor.

Leo deseó poder descartar sus emociones tan fácilmente, pero no podía. Aun así, Hazel no tenía la culpa.

—Deberíamos seguir adelante —dijo—. Me pregunto a qué se refería Némesis con lo de terminar antes de que anochezca.

Hazel echó un vistazo al sol, que estaba rozando el horizonte.

—¿Y quién es el chico maldito que ha mencionado?

Debajo de ellos, una voz dijo:

—El chico maldito que ha mencionado.

Al principio, Leo no vio a nadie. Entonces sus ojos se adaptaron. Se fijó en que había una joven a escasa distancia del pie de la roca. Iba vestida con una túnica de estilo griego del mismo color que las piedras. Su cabello ralo tenía un color a medio camino entre el rubio y el gris, de modo que se confundía con la hierba seca. No era exactamente invisible, pero quedaba perfectamente camuflada hasta que se movía. Incluso entonces, a Leo le costaba fijar la mirada en ella. Tenía una cara bonita pero no memorable. De hecho, cada vez que Leo parpadeaba no recordaba el aspecto que tenía y debía concentrarse para volver a localizarla.

—Hola —dijo Hazel—. ¿Quién eres?

—¿Quién eres? —contestó la chica.

Tenía voz de cansancio, como si estuviera harta de responder a esa pregunta.

Hazel y Leo se cruzaron una mirada. En las misiones de los semidioses nunca sabías con quién te ibas a tropezar. Nueve de cada diez veces no era un encuentro amistoso. Una chica ninja camuflada con colores de tierra no era algo con lo que a Leo le apeteciera lidiar en ese momento.

—¿Eres el chico maldito al que Némesis se refería? —preguntó Leo—. Pero eres una chica.

—Eres una chica —declaró la chica.

—¿Cómo? —dijo Leo.

—¿Cómo? —dijo la chica tristemente.

—Estás repitiendo… —Leo se interrumpió—. Ah. Un momento… Hazel, ¿no había un mito sobre una chica que lo repetía todo…?

—Eco —dijo Hazel.

—Eco —convino la chica.

Se movió, y su vestido cambió con el paisaje. Sus ojos eran del color del agua salada. Leo trató de concentrarse en sus facciones, pero no pudo.

—No me acuerdo del mito —reconoció—. ¿Te condenaron a repetir lo último que oías?

—Que oías —dijo Eco.

—Pobrecilla —comentó Hazel—. Si mal no recuerdo, una diosa le echó la maldición.

—Una diosa le echó la maldición —confirmó Eco.

Leo se rascó la cabeza.

—Pero eso fue hace miles de años… Ah. Eres una de las mortales que ha vuelto cruzando las Puertas de la Muerte. Ojalá dejáramos de tropezar con muertos.

—Muertos —dijo Eco, como si estuviera regañándolo.

Leo se fijó en que Hazel había agachado la cabeza.

—Ejem… lo siento —murmuró—. No quería decir eso.

—Eso.

Eco señaló con el dedo a la otra orilla de la isla.

—¿Quieres enseñarnos algo? —preguntó Hazel.

Bajó de la roca, y Leo la siguió.

Incluso de cerca, Eco era difícil de ver. De hecho, cuanto Leo más la miraba, más invisible parecía volverse.

—¿Seguro que eres real? —preguntó—. O sea… ¿de carne y hueso?

—Carne y hueso.

Ella tocó la cara de Leo y le hizo estremecerse. Tenía los dedos calientes.

—Entonces… ¿tienes que repetirlo todo? —preguntó.

—Todo.

Leo no pudo evitar sonreír.

—Puede ser divertido.

—Divertido —dijo ella con abatimiento.

—Elefantes azules.

—Elefantes azules.

—Bésame, tonto.

—Tonto.

—¡Eh!

—¡Eh!

—Leo, no te burles de ella —le rogó Hazel.

—No te burles de ella —convino Eco.

—Está bien, está bien —dijo Leo, aunque tuvo que reprimirse. No se encontraba todos los días con alguien con modo de repetición incorporado—. ¿Qué estás señalando? ¿Necesitas nuestra ayuda?

—Ayuda —convino Eco enérgicamente.

Les indicó con la mano que la siguieran y echó a correr cuesta abajo. Leo únicamente podía seguir su progreso por el movimiento de la hierba y el brillo de su vestido cada vez que cambiaba para combinar con las rocas.

—Será mejor que nos demos prisa —dijo Hazel—. O la perderemos.

Encontraron el problema… si una pandilla de chicas guapas es un problema. Eco los llevó hasta un prado con la forma del cráter de una explosión, que tenía una pequeña charca en medio. Reunidas en la orilla del agua había varias docenas de ninfas. Por lo menos, Leo supuso que eran ninfas. Al igual que las del Campamento Mestizo, llevaban vestidos de gasa. Tenían los pies descalzos. Poseían rasgos de duende, y su piel tenía un tono ligeramente verdoso.

Leo no entendía qué estaban haciendo, pero todas estaban congregadas en el mismo sitio, mirando hacia la charca y abriéndose paso a empujones para ver mejor. Varias sostenían móviles con cámara, tratando de hacer fotos por encima de las cabezas de las otras. Leo nunca había visto a ninfas con teléfonos. Se preguntó si estaban mirando un cadáver. De ser así, ¿por qué daban saltos y se reían con tanto entusiasmo?

—¿Qué están mirando? —preguntó Leo.

—Mirando —dijo Eco suspirando.

—Solo hay una forma de averiguarlo —Hazel avanzó resueltamente y empezó a abrirse paso a empujones entre el grupo—. Disculpad. Perdón.

—¡Eh! —se quejó una ninfa—. ¡Nosotras estábamos antes!

—Sí —dijo otra despectivamente—. Vosotros no le vais a interesar.

La segunda ninfa tenía unos grandes corazones rojos pintados en las mejillas. Encima del vestido llevaba una camiseta de manga corta en la que ponía: ¡¡¡I <3 N!!!

—Ejem, asuntos de semidioses —dijo Leo, tratando de parecer solemne—. Haced sitio. Gracias.

Las ninfas gruñeron, pero se separaron y les dejaron ver a un joven arrodillado en la orilla de la charca que miraba fijamente el agua.

Leo normalmente no prestaba atención al aspecto de los demás chicos. Suponía que era el resultado de andar con Jason: alto, rubio, fuerte y básicamente todo lo que Leo no podría ser jamás. Leo estaba acostumbrado a que las chicas no se fijaran en él. Como mínimo, sabía que nunca conseguiría a una chica por su belleza. Esperaba que su personalidad y su sentido del humor compensaran ese aspecto algún día, aunque estaba claro que hasta el momento no había dado resultado.

En cualquier caso, Leo no pudo pasar por alto el hecho de que el chico de la charca era un tío superguapo. Tenía los rasgos faciales marcados y unos labios y unos ojos a medio camino entre la belleza femenina y el atractivo masculino. El cabello moreno le caía sobre la frente. Podría haber tenido diecisiete o veinte años, era difícil saberlo, pero tenía la constitución de un bailarín, con brazos largos y gráciles y piernas musculosas, una postura perfecta y un aire de serenidad regia. Llevaba una sencilla camiseta blanca y unos tejanos, y un arco y un carcaj sujetos con correas a la espalda. Saltaba a la vista que las armas no habían sido usadas desde hacía tiempo. Las flechas estaban cubiertas de polvo. Una araña había tejido una tela sobre el arco.

A medida que Leo se acercaba, reparó en que la cara del chico era extrañamente dorada. Con la puesta de sol, la luz se reflejaba en una gran lámina lisa de bronce celestial situada en el fondo de la charca y bañaba las facciones de don Guaperas de un cálido fulgor.

El chico parecía fascinado con su reflejo en el metal.

Hazel inspiró bruscamente.

—Qué bueno está.

Alrededor de ella, las ninfas chillaron y asintieron aplaudiendo.

—Así es —murmuró el joven con aire soñador, sin apartar la mirada del agua—. Estoy buenísimo.

Una de las ninfas mostró la pantalla de su iPhone.

—El último vídeo que ha subido a YouTube ha recibido un millón de visitas en hará cosa de una hora. ¡Creo que la mitad han sido mías!

Las otras ninfas se echaron a reír como tontas.

—¿Un vídeo de YouTube? —preguntó Leo—. ¿Qué hace en el vídeo, cantar?

—¡No, tonto! —lo reprendió la ninfa—. Antes era un príncipe y un cazador maravilloso y tal. Pero eso no importa. Ahora solo… ¡En fin, mira!

Le enseñó a Leo el vídeo. Era exactamente lo que estaban viendo en la vida real: el chico mirándose en la charca.

—¡Está suuuuuupercañón! —dijo otra chica.

En su camiseta de manga corta se leía: SEÑORA DE NARCISO.

—¿Narciso? —preguntó Leo.

—Narciso —convino Eco tristemente.

Leo se había olvidado de que Eco estaba allí. Al parecer, tampoco había reparado en ella ninguna ninfa.

—¡Oh, otra vez tú, no!

La señora de Narciso intentó apartar a Eco de un empujón, pero calculó mal dónde estaba la chica camuflada y acabó empujando a varias ninfas.

—¡Ya tuviste tu oportunidad, Eco! —dijo la ninfa del iPhone—. ¡Te plantó hace cuatro mil años! No eres ni de lejos lo bastante buena para él.

—Para él —dijo Eco con amargura.

—Un momento —era evidente que a Hazel le costaba apartar la vista del chico guapo, pero lo consiguió—. ¿Qué pasa? ¿Por qué nos ha traído Eco aquí?

Una ninfa puso los ojos en blanco. Sostenía un bolígrafo para firmar autógrafos y un póster arrugado de Narciso.

—Hace mucho tiempo, Eco era una ninfa como nosotras, ¡pero estaba hecha una cotorra! Todo el día cotilleando, bla, bla, bla.

—¡Ya te digo! —gritó otra ninfa—. Era insoportable. El otro día le decía a Cleopeia, la que vive en la roca de al lado de la mía, ¿sabes?, «Deja de cotillear o acabarás como Eco». ¡Menuda bocazas está hecha Cleopeia! ¿Te has enterado de lo que ha dicho sobre la ninfa de las nubes y el sátiro?

—¡Qué fuerte! —dijo la ninfa del póster—. En fin, así que como castigo por chismorrear, Hera maldijo a Eco para que solo pudiera repetir las cosas, lo que nos pareció estupendo. Pero entonces Eco se enamoró de nuestro macizorro, Narciso… como si él fuera a fijarse en ella.

—¡Eso! —dijeron media docena de ninfas más.

—Y ahora se le ha metido en la cabeza la idea de que él necesita que lo salven —dijo la señora Narciso—. Lo que debería hacer es largarse.

—Largarse —gruñó Eco.

—Me alegro mucho de que Narciso esté otra vez vivo —dijo otra ninfa con un vestido gris. Tenía las palabras NARCISO + LAIEA escritas por los brazos con rotulador negro—. ¡Es el mejor! Y está en mi territorio.

—Corta el rollo, Laiea —dijo su amiga—. Yo soy la ninfa de la charca. Tú solo eres la ninfa de la roca.

—Pues yo soy la ninfa de la hierba —protestó otra.

—¡No, es evidente que ha venido aquí porque le gustan las flores del campo! —dijo otra—. ¡Y son mías!

Todo el grupo empezó a discutir mientras Narciso contemplaba el lago, haciendo como si ellas no existieran.

—¡Un momento! —gritó Leo—. ¡Un momento, chicas! Tengo que preguntarle una cosa a Narciso.

Poco a poco las ninfas se calmaron y volvieron a hacer fotos.

Leo se arrodilló junto al chico guapo.

—Eh, Narciso. ¿Qué pasa?

—¿Podrías apartarte? —preguntó Narciso distraídamente—. Estás estropeando la vista.

Leo miró al agua. Su reflejo ondeaba al lado del de Narciso en la superficie del bronce sumergido. Leo no tenía el más mínimo deseo de contemplarse. Comparado con Narciso, parecía un troll enclenque. Pero no cabía duda de que el metal era una lámina de bronce celestial forjado a martillazos, con una forma más o menos circular, de un metro y medio de diámetro.

Leo no estaba seguro de qué hacía el metal en la charca. El bronce celestial caía a la tierra en lugares curiosos. Había oído que la mayoría de los trozos eran desechos de los diversos talleres de su padre. Hefesto perdía los estribos cuando sus proyectos no salían bien y lanzaba los restos al mundo de los mortales. Ese trozo parecía haber sido concebido como escudo para un dios, pero no había acabado como es debido. Si Leo pudiera llevárselo al barco, tendría suficiente bronce para las reparaciones.

—Claro, una vista estupenda —dijo Leo—. Me apartaré enseguida con mucho gusto, pero si no usas esa lámina de bronce, ¿podría llevármela?

—No —repuso Narciso—. Lo amo. Está buenísimo.

Leo miró a su alrededor para ver si las ninfas se estaban riendo. Aquello tenía que ser una broma de campeonato. Pero estaban embelesadas y asentían con la cabeza. Solo Hazel parecía horrorizada. Arrugaba la nariz como si hubiera llegado a la conclusión de que Narciso olía peor de lo que aparentaba.

—Tío —le dijo Leo a Narciso—. Eres consciente de que te estás mirando a ti mismo en el agua, ¿verdad?

—Soy la bomba —dijo Narciso suspirando. Alargó una mano con anhelo para tocar el agua, pero se echó atrás—. No, no puedo formar ondas. Estropean la imagen. Caray… soy la bomba.

—Sí —murmuró Leo—. Pero si me llevo el bronce, podrías seguir viéndote en el agua. O aquí… —metió la mano en su cinturón y sacó un sencillo espejo del tamaño de un monóculo—. Te lo cambio.

Narciso cogió el espejo a regañadientes y se admiró.

—¿Tú también llevas una foto mía? Lo entiendo perfectamente. Estoy macizo. Gracias —dejó el espejo y centró de nuevo su atención en la charca—. Pero tengo una imagen mucho mejor. El color me favorece, ¿no crees?

—¡Oh, dioses, sí! —gritó una ninfa—. ¡Cásate conmigo, Narciso!

—¡No, conmigo! —gritó otra—. ¿Me firmas el póster?

—¡No, fírmame la camiseta!

—¡No, fírmame la frente!

—¡No, fírmame el…!

—¡Basta! —soltó Hazel.

—Basta —convino Eco.

Leo había vuelto a perder de vista a Eco, pero se dio cuenta de que estaba arrodillada al otro lado de Narciso, agitando la mano delante de su cara como si intentara desconcentrarlo. Narciso no se inmutó.

El club de fans formado por las ninfas trató de apartar a Hazel a empujones, pero ella desenvainó su espada de la caballería y las hizo retroceder.

—¡Despertad! —gritó.

—No te firmará la espada —se quejó la ninfa del póster.

—No se casará contigo —dijo la chica del iPhone—. ¡Y no podéis llevaros el espejo de bronce! ¡Es lo que lo retiene aquí!

—Sois todas ridículas —replicó Hazel—. Se lo tiene muy creído. ¿Cómo puede gustaros?

—Gustaros —dijo Eco suspirando, sin dejar de agitar la mano delante de la cara de Narciso.

Las otras suspiraron con ella.

—Estoy como un queso —dijo Narciso con comprensión.

—Escucha, Narciso —Hazel mantuvo la espada lista—. Eco nos ha traído para que te ayudemos. ¿Verdad que sí, Eco?

—Eco —dijo Eco.

—¿Quién? —preguntó Narciso.

—Al parecer, la única chica a la que le importa lo que te pase —dijo Hazel—. ¿Recuerdas haber muerto?

Narciso frunció el entrecejo.

—Yo… no. No puede ser. Soy demasiado importante para morir.

—Te moriste mirándote —insistió Hazel—. Ya me acuerdo de la historia. Némesis te maldijo porque rompiste muchos corazones. Tu castigo consistió en enamorarte de tu propio reflejo.

—Me quiero muchísimo —convino Narciso.

—Al final te moriste —continuó Hazel—. No sé qué versión de la historia es cierta. O te ahogaste o te convertiste en una flor que colgaba sobre el agua o… Eco, ¿qué más?

—¿Qué más? —dijo ella desesperada.

Leo se levantó.

—Da igual. Lo importante es que estás otra vez vivo, tío. Tienes una segunda oportunidad. Es lo que Némesis nos ha dicho. Puedes levantarte y seguir con tu vida. Eco intenta salvarte. O puedes quedarte aquí mirándote hasta que te vuelvas a morir.

—¡Quédate! —gritaron todas las ninfas.

—¡Cásate conmigo antes de morirte! —chilló otra.

Narciso negó con la cabeza.

—Solo queréis mi reflejo. Lo entiendo perfectamente, pero no podéis conseguirlo. Me pertenece.

Hazel suspiró, exasperada. Echó un vistazo al sol, que se estaba poniendo rápidamente. A continuación señaló con la espada el borde del cráter.

—Leo, ¿podemos hablar un momento?

—Discúlpanos —dijo Leo a Narciso—. Eco, ¿quieres acompañarnos?

—Acompañarnos —confirmó Eco.

Las ninfas volvieron a apiñarse alrededor de Narciso y empezaron a grabar nuevos vídeos y a hacer nuevas fotos.

Hazel tomó la delantera hasta que estuvieron fuera del alcance del oído.

—Némesis tenía razón —dijo—. Algunos semidioses no pueden cambiar su naturaleza. Narciso se quedará aquí hasta que vuelva a morirse.

—No —dijo Leo.

—No —convino Eco.

—Necesitamos ese bronce —dijo Leo—. Si nos lo llevamos, puede que le demos a Narciso un motivo para espabilarse. Eco tendría la oportunidad de salvarlo.

—La oportunidad de salvarlo —dijo Eco, agradecida.

Hazel clavó su espada en la arena.

—También puede que cabreemos a varias docenas de ninfas —dijo—. Y puede que Narciso no se haya olvidado de cómo se dispara con el arco.

Leo reflexionó sobre ello. El sol estaba a punto de ponerse del todo. Némesis había dicho que Narciso se inquietaba cuando anochecía, probablemente porque ya no podía ver su reflejo. Leo no quería quedarse a comprobar a qué se refería la diosa con la palabra «inquieto». Él ya se había enfrentado a turbas de ninfas desquiciadas y no tenía ganas de volver a pasar por la experiencia.

—Hazel, tu poder con los metales preciosos… —dijo—. ¿Simplemente puedes detectarlos o puedes invocarlos?

Ella frunció el entrecejo.

—A veces puedo invocarlos. Nunca lo he intentado con un trozo de bronce celestial tan grande. Podría atraerlo a través de la tierra, pero tendría que estar bastante cerca. Requeriría mucha concentración, y no sería rápido.

—Rápido —advirtió Eco.

Leo soltó un juramento. Había albergado la esperanza de que pudieran volver al barco y Hazel pudiera teletransportar el bronce celestial a una distancia prudencial.

—Está bien —dijo—. Tendremos que hacer algo arriesgado. Hazel, ¿qué tal si invocas el bronce desde aquí? Haz que se hunda a través de la arena y que vaya hacia ti, luego cógelo y corre hacia el barco.

—Pero Narciso lo está mirando continuamente —dijo.

—Continuamente —repitió Eco.

—Yo me ocuparé de eso —dijo Leo, que ya estaba empezando a detestar su plan—. Eco y yo crearemos una distracción.

—¿Una distracción? —preguntó Eco.

—Ya te lo explicaré —prometió Leo—. ¿Estás dispuesta?

—Dispuesta —dijo Eco.

—Estupendo —dijo Leo—. Esperemos no palmarla.