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Addaio lloraba en silencio. Se había encerrado en su despacho y ni siquiera permitía la entrada a Guner. Llevaba allí más de diez horas, sentado, con la mirada perdida en el vacío, dejándose arrasar por una oleada de sentimientos contradictorios.

Había fracasado y muchos hombres habían muerto por su tozudez. Los periódicos nada decían de lo sucedido, sólo que se había producido un derrumbe en los subterráneos de Turín y habían muerto unos cuantos operarios, entre ellos algunos turcos.

Mendibj, Turgut, Itzar y otros hermanos habían quedado sepultados para siempre bajo los escombros, nunca recuperarían sus cuerpos. Había soportado la dureza de la mirada de la madre de Mendibj y de Itzar. No le perdonaban, nunca le perdonarían, como tampoco lo hacían las madres de los jóvenes a los que había pedido que sacrificaran la lengua en el altar de un sueño imposible.

Dios no estaba de su parte. La Comunidad debía resignarse a no recuperar el sudario de Cristo puesto que tal era su voluntad. No podía creer que tantos fracasos fueran sólo pruebas que Dios les ponía para asegurarse de su fortaleza.

Terminó de escribir su testamento. Dejaba instrucciones precisas sobre quién debía de ser su sucesor: un hombre bueno, limpio de corazón, carente de ambición, que sobre todo amara la vida como él no la había amado. Guner se convertiría en el pastor. Cerró la carta y la selló. Estaba dirigida a los siete pastores de la Comunidad; serían ellos quienes deberían cumplir su última voluntad. No podía negarse: el pastor elegía al pastor, así había sido a través de los siglos, así seguiría siendo siempre.

Sacó unas píldoras que guardaba en el cajón y se tomó todo el frasco. Luego se sentó en el sillón de orejas y Se dejó llevar por el sueño. Le aguardaba la eternidad.