—¿Lo tenéis todos claro? —preguntó.
—Sí, Marco —repitieron casi al unísono Minerva, Sofía y Giuseppe. Antonino y Pietro asintieron con la cabeza.
Eran las siete de la mañana y la huella del sueño se dibujaba en el rostro de todos ellos. A las nueve el mudo quedaría en libertad.
Marco había preparado minuciosamente el dispositivo para seguir a Mendibj. Contarían con la ayuda de un grupo de carabinieri, y con la Interpol, pero sobre todo el jefe del Departamento del Arte contaba con los suyos, con el núcleo de su equipo.
Estaban esperando que les trajeran el desayuno. La cafetería del hotel acababa de abrir y ellos habían sido los primeros en entrar.
Sofía, no sabía por qué, estaba nerviosa y creía notar que tampoco Minerva estaba muy tranquila. Incluso a Antonino se le notaba la tensión en cómo apretaba los labios. Sin embargo Marco, Pietro y Giuseppe estaban tranquilos. En eso se notaba que los tres eran policías y que para ellos una operación de seguimiento no era más que parte de la rutina.
—Marco, he estado buscando una respuesta a por qué tantas personas de Urfa parecen tener relación de una u otra manera con la Síndone. Esta noche he estado repasando los Evangelios Apócrifos y algunos otros libros que compré el otro día sobre la historia de Edesa. A lo mejor es una tontería pero…
—Te escucho, Sofía; bueno, te escuchamos todos. Cuéntanos a qué conclusión has llegado —dijo el jefe del grupo.
—No sé si Antonino estará de acuerdo conmigo, pero si tenemos en cuenta que Urfa es Edesa, y que para los primeros cristianos de Edesa el sudario fue muy importante, hasta el punto de que curó al rey Abgaro de la lepra, que lo conservaron como una reliquia a lo largo de los siglos hasta que el emperador Romano Locapeno se lo robó… puede que decidieran que debían recuperarlo.
Sofía se quedó callada. Intentaba que las palabras dieran forma exacta a su intuición.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Marco.
—Pues que las causalidades existen, tú tienes razón: es demasiada casualidad que tanta gente de Urfa tenga relación con la Síndone. Es más, pienso que nuestro mudo puede ser de esa ciudad, y que vino a por la Sábana, lo mismo que los otros mudos. No sé, quizá los incendios hayan sido sólo señuelos para intentar robar el sudario y llevárselo.
—¡Vaya estupidez! —exclamó Pietro—. Sofía, no nos des la mañana con explicaciones irracionales, con cuentos de hadas.
—¡Oye Pietro, ya soy mayorcita para los cuentos de hadas! Es una especulación un tanto arriesgada, lo sé, ni siquiera digo que se acerque a la realidad lo que he pensado, pero no te pases a la hora de descalificar todo lo que no coincide con lo que tú piensas.
—¡Tranquilos, chicos! —les conminó Marco—. Lo que tú dices, Sofía, no es que sea descabellado, podría ser, pero parece un guión de una película de misterio… no sé… eso significaría…
—Eso significaría —terció Minerva— que hay cristianos en Urfa; por eso todos los que encontramos en Turín van a la iglesia, se casan, y se comportan como respetables católicos.
—Cristiano no es lo mismo que católico —terció Antonino.
—Ya lo sé —respondió Minerva—, pero una vez aquí lo mejor es confundirse con el paisaje, y para rezar a Cristo da lo mismo hacerlo en la catedral de Turín que en otra parte.
—Lo siento, Sofía —intervino Marco—, no lo termino de ver.
—Tienes razón, era sólo una idea loca. Perdona Marco —se excusó Sofía.
—No, no me pidas perdón. Hay que pensar en todas las posibilidades, no debemos desechar nuestra intuición, ni ninguna teoría por estrafalaria que nos parezca. Yo no veo lo que dices, pero me gustaría que los demás dieran su opinión.
Salvo Minerva, el resto del equipo coincidió con Marco, así que Sofía no insistió.
—Yo creo —dijo Pietro— que nos enfrentamos a una organización criminal, a una banda de ladrones, una banda con conexiones en Urfa puede ser, pero sin ningún sentido histórico.
— o O o —
Lejos de allí, en Nueva York, era de noche y llovía. Mary Stuart se acercó a Umberto D’Alaqua.
—¡Uf, estoy agotada! Pero el presidente está tan a gusto que sería una descortesía irse ahora. ¿Qué te parece Larry?
—Un hombre inteligente, y un excelente anfitrión.
—James opina lo mismo, pero a mí no me terminan de gustar los Winston. Esta cena… no sé, me parece un poco ostentosa.
—Mary, es que tú eres inglesa, pero ya sabes cómo son los norteamericanos que triunfan. Larry Winston tiene un cerebro privilegiado, es el rey de los mares, su naviera es la más importante del mundo.
—Ya, ya lo sé. Pero a mí no me termina de convencer. Además, en esta casa no hay un solo libro, ¿te has fijado? Me impresionan las casas donde no hay libros, retratan bien a sus propietarios.
—Bueno, al menos no es un hipócrita que tiene una biblioteca con libros perfectamente encuadernados pero que jamás leerá.
Una pareja se acercó a ellos y se incorporaron a la charla. El ambiente animado hacía presagiar que la recepción aún duraría unas cuantas horas.
Pasada la medianoche, siete hombres lograron encontrarse en el mismo punto con una copa de champán en la mano. Fumaban unos excelentes habanos y parecían entretenidos hablando de negocios. El más anciano informó al resto de los hombres.
—Mendibj estará a punto de abandonar la prisión. Todo está dispuesto.
—Me preocupa la situación. El pastor Bakkalbasi cuenta con siete hombres en total, Addaio ha contratado a un asesino profesional, y Marco Valoni va a hacer un auténtico despliegue de hombres y de medios. ¿No estaremos muy expuestos? ¿No sería mejor que lo resolvieran ellos? —preguntó el caballero francés.
—Tenemos una ventaja, y es que nosotros lo sabemos todo sobre el dispositivo de Valoni y el de Bakkalbasi, de manera que podemos seguir sus operaciones sin que nos vean. En cuanto al asesino de Addaio no hay problema. También está controlado —respondió el anciano.
—Yo también opino que hay demasiada gente en el escenario —añadió un caballero de acento indeterminado.
—Mendibj es un problema para Addaio y para nosotros porque Marco Valoni está obsesionado con el caso —insistió el anciano—, pero mucho más me preocupan esa periodista hermana del representante de Europol en Roma, y la doctora Galloni. Las conclusiones que ambas van sacando las acercan peligrosamente a nosotros. Ana Jiménez ha estado con lady Elisabeth McKenny, y ésta le ha entregado un dossier, el dossier resumido. Ya lo conocéis. Siento tener que tomar una decisión, pero tanto lady Elisabeth como la periodista y la doctora Galloni se han convertido en un problema. Las tres son jóvenes inteligentes y valiosas, y por ello son un peligroso problema.
Un silencio pesado se instaló entre los siete hombres que se escudriñaban los unos a los otros con disimulo.
—¿Qué quieres hacer?
La pregunta directa, con un cierto toque de desafío, había sido hecha por un hombre con un ligero acento italiano.
—Lo que hay que hacer. Lo siento.
—No deberíamos precipitarnos.
—No lo hemos hecho, por eso han llegado en sus especulaciones más lejos de lo deseable. Es el momento de cortar. Quiero vuestro consejo, además de vuestro consentimiento.
—¿Podemos esperar un poco más? —preguntó uno de los hombres con aspecto militar.
—No, no podemos, salvo que pongamos todo en peligro. Sería una locura seguir corriendo riesgos. Lo siento, sinceramente lo siento. La decisión me repugna tanto como a vosotros, pero no encuentro ninguna otra solución. Si creéis que la hay, decídmela.
Los hombres callaron. Todos sabían en su fuero interno que el anciano tenía razón. Habían seguido cada paso de las tres mujeres, lo sabían todo sobre ellas. Hacía años que sabían de cada letra que escribía lady Elisabeth. Tenían su ordenador intervenido, así como los teléfonos de Enigma, y habían instalado micrófonos en la redacción de la revista y en su casa, incluso en la silla de ruedas.
De nada había servido el gasto enorme que Paul Bisol había hecho en seguridad. Lo sabían todo sobre ellos. Como desde hacía meses lo sabían todo de Sofía Galloni y de Ana Jiménez. Desde el perfume que llevaban a lo que leían por las noches, con quién hablaban, sus relaciones sentimentales… todo, absolutamente todo. Sabían lo que hacían cada minuto, incluso cuántas horas dormían.
Lo mismo que desde hacía unos meses sabían cada detalle sobre los miembros del Departamento del Arte, tenían intervenidos todos sus teléfonos, fijos y móviles; cada uno de ellos estaba sometido a un seguimiento exhaustivo.
—¿Y bien? —inquirió el anciano.
—Me resisto a…
—Lo entiendo —cortó el anciano al hombre de acento italiano—, lo entiendo. No digas nada. No participes de la decisión.
—¿Crees que eso aliviaría mi conciencia?
—No, sé que no. Pero puede ayudarte. Creo que necesitas ayuda, ayuda espiritual, reordenarte por dentro. Todos hemos pasado por momentos así en nuestra vida. No ha sido fácil, pero no elegimos lo fácil, elegimos lo imposible. Es en circunstancias como ésta cuando se mide si estamos a la altura de nuestra misión.
—¿Después de toda mi vida dedicada a… crees que aún debo demostrar que estoy a la altura de nuestra misión? —preguntó el hombre de acento italiano.
—No, no creo que debas demostrar nada —respondió el anciano—. Veo que sufres. Debes buscar consuelo, necesitas hablar de tus sentimientos. Pero no aquí, ni con todos nosotros. Entiendo que te sientas atormentado pero, por favor, confía en nuestro juicio y déjanos hacer.
—No, no estoy de acuerdo.
—Puedo suspenderte temporalmente hasta que te sientas mejor.
—Puedes hacerlo. ¿Y qué más harás?
Los otros hombres empezaron a mostrar signos de incomodidad. La tensión era cada vez mayor y sin pretenderlo podían estar siendo objeto de la mirada curiosa del resto de los invitados. El hombre con aspecto militar les interrumpió.
—Nos están mirando. ¿Qué manera es ésta de comportarnos? ¿Nos hemos vuelto locos? Dejemos esta discusión para otro momento.
—No hay tiempo —respondió el anciano—. Os pido vuestro consentimiento.
—Sea —respondieron todos los hombres, menos uno de ellos, que apretando los labios se dio media vuelta.
— o O o —
Sofía y Minerva estaban en la central de los carabinieri de Turín. Faltaban dos minutos para las nueve y Marco les acababa de avisar de que se estaba abriendo la verja de la cárcel. Veían salir al mudo. Caminaba despacio, mirando al frente. La verja se cerró a sus espaldas pero no se volvió para mirar atrás. Caminó doscientos metros hasta una parada de autobús y aguardó. Su tranquilidad era sorprendente, les decía Marco a través del micrófono oculto en la solapa de la chaqueta. Nada, no parecía siquiera contento por haber recuperado la libertad.
Mendibj se dijo a sí mismo que estaba siendo observado. Él no los veía, pero sabía que estaban ahí, vigilando. Tendría que despistarlos, pero ¿cómo? Intentaría cumplir con el plan que se había trazado en prisión. Llegaría al centro, vagaría, dormiría en un banco en algún parque. No tenía mucho dinero; como máximo podría pagarse una pensión durante tres o cuatro días y comprar bocadillos para comer. También se desprendería de la ropa y de las deportivas; aunque las había revisado sin encontrar nada, su instinto le decía que no era normal que le hubieran despojado de su vestimenta para entregársela, limpia y planchada, y las zapatillas lavadas.
Conocía Turín. Addaio les había enviado un año antes de que intentaran robar la Síndone precisamente para que se familiarizaran con la ciudad. Habían seguido sus indicaciones: andar y andar, recorrer la ciudad andando de arriba abajo. Era la mejor manera de conocerla, además de aprenderse las líneas de autobuses.
Se acercaba al centro de Turín. Había llegado el momento de la verdad, el de escapar de quienes seguro le estaban siguiendo.
—Me parece que tenemos compañía. Dos pájaros.
La voz de Marco llegó a través del transmisor al despacho que servía de cuartel general de la operación.
—¿Quiénes son? —preguntó Minerva a través del micrófono conectado con el transmisor de Marco.
—Ni idea, pero parecen turcos.
—Turcos o italianos —escucharon decir a Giuseppe—, son iguales que nosotros, cabello negro y piel aceitunada.
—¿Cuántos son? —se interesó Sofía.
—Por ahora dos —dijo Marco—, pero puede haber más. Son jóvenes. El mudo no parece darse cuenta de nada. Vaga sin rumbo, mira escaparates y está tan ensimismado como siempre.
Escucharon a Marco dar instrucciones a los carabinieri para que no perdieran de vista a los dos «pájaros».
Ni Marco Valoni ni el resto de los policías reparó en un anciano renqueante que vendía lotería. Ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado, vestido de manera impersonal, el anciano formaba parte del paisaje del barrio de la Crocetta.
Pero el viejo sí les había visto a ellos. El asesino contratado por Addaio tenía ojos de águila, y hasta ese momento había localizado a diez policías, además de cuatro de los hombres del pastor Bakkalbasi.
Estaba irritado; el hombre que lo había contratado no le había dicho que la policía andaría por medio, ni que otros sicarios como él irían tras el mudo. Debía tener cuidado, y desde luego reclamaría más honorarios. Estaba corriendo un peligro inesperado. Además, tanta compañía le impedía hacer su trabajo como tenía previsto.
Otro hombre despertó en él sospechas, pero luego las desechó. No, ése no era de la poli, tampoco parecía turco, seguro que no tenía nada que ver con el asunto, aunque su manera de moverse… De repente desapareció, y el asesino se quedó tranquilo. Efectivamente el hombre no era nadie.
Durante todo el día Mendibj vagó por la ciudad. Había desechado dormir en un banco; sería un error hacerlo. Si alguien quería matarlo, se lo ponía demasiado fácil durmiendo en un banco en medio de un parque. Así que se encaminó hacia el albergue de las Hermanas de la Caridad que había visto por la mañana en su deambular por Turín. En él entraban vagabundos y miserables buscando un poco de alimento y un lugar donde descansar. Allí estaría más seguro.
Marco estaba agotado. Había dejado a Pietro al mando de la operación una vez que comprobaron que el mudo había cenado la sopa boba de las monjas y recogido una colchoneta para pasar la noche, que situó cerca de donde vigilaba la sala una de las monjas para evitar peleas.
Estaba seguro de que aquella noche el mudo no se movería, de manera que decidió irse al hotel a descansar un rato y mandó que sus hombres hicieran lo mismo, salvo Pietro y un equipo de refresco de carabinieri formado por tres hombres más. Suficientes para seguir al mudo si éste decidía irse a la calle.
Sofía y Minerva le estaban sometiendo a un auténtico interrogatorio en el restaurante del hotel. Querían saberlo todo, y eso que habían seguido al minuto las incidencias del día. Las dos le pidieron que les permitieran participar de la vigilancia en la calle, pero él se negó tajante.
—Os necesito coordinando la operación. Además, ambas sois demasiado visibles.
— o O o —
Ana Jiménez aguardaba en el aeropuerto de París un vuelo nocturno a Roma. De allí iría a Turín. Estaba nerviosa. Había comenzado a hojear el dossier de Elisabeth y se había sentido trastornada por cuanto leía. Con que sólo fuera cierta la cuarta parte de lo que contaba, ya sería terrible. Pero si había decidido regresar a Turín fue porque uno de los nombres que aparecía en el dossier era un nombre que ella había visto en otro dossier, en el que Marco Valoni le entregó a su hermano Santiago, y si lo que Elisabeth decía era cierto, aquel hombre era uno de los maestres del nuevo Temple y estaba directamente relacionado con la Síndone.
Había tomado dos decisiones: hablar con Sofía y presentarse en la sede episcopal a intentar sorprender al padre Yves. Lo primero no lo había conseguido, había pasado buena parte de la mañana y de la tarde intentando conectar con Sofía, pero en el Alexandra le aseguraron que había salido muy temprano. Le dejó varios recados pero no obtuvo respuesta. No había manera de dar con ella. En cuanto al padre Yves, iría a verle al día siguiente.
Elisabeth tenía razón; se estaba acercando a algo aunque aún no sabía a qué.
— o O o —
Los hombres de Bakkalbasi lograron escabullirse de la vigilancia de los carabinieri. Uno de ellos se quedó vigilando la entrada del albergue de las Hermanas de la Caridad, los otros se dispersaron. Cuando llegaron al cementerio caía la noche y el guarda les estaba esperando nervioso.
—Daos prisa, tengo que marcharme. Os daré una llave de la verja por si una noche llegáis demasiado tarde y me he tenido que ir.
Les acompañó hasta el mausoleo cuya entrada protegía un ángel con una espada en la mano. Los cuatro hombres entraron iluminando el camino con una linterna, y desaparecieron en las entrañas de la tierra.
Ismet los estaba esperando en la sala subterránea. Les había llevado agua para que se lavaran y algo de cena. Estaban hambrientos y agotados y sólo deseaban dormir.
—¿Dónde está Mehmet?
—Se ha quedado cerca de donde está Mendibj por sí se le ocurre salir de nuevo esta noche. Addaio tiene razón, quieren que Mendibj les lleve hasta nosotros. Han montado un dispositivo impresionante de vigilancia —dijo uno de los hombres, que en Urfa ejercía de policía, al igual que otro de sus compañeros.
—¿Os han descubierto? —preguntó con preocupación Ismet.
—No, no lo creo —respondió otro de los hombres—, pero no lo descarto, ellos son muchos.
—Debemos tener cuidado, y si creéis que os siguen no debéis venir aquí —insistió Ismet.
—Lo sabemos, lo sabemos, no te preocupes porque hasta aquí no nos han seguido.
— o O o —
A las seis de la mañana Marco ya estaba apostado cerca del albergue de las Hermanas de la Caridad. Había ordenado que se reforzara el equipo de carabinieri y que siguieran a los «pájaros», a esos dos hombres que había detectado que seguían al mudo.
—Procurad que no os vean porque los quiero vivitos y coleando. Si siguen al mudo es porque son de una organización, es decir son de la organización que buscamos, así que hay que procurar detenerlos, pero aún debemos tirar un poco más de la cuerda.
Sus hombres habían asentido. Pietro había insistido en continuar trabajando a pesar de haber estado toda la noche en vela.
—Te aseguro que aguanto. Cuando no pueda más te lo digo y me largo a echar una cabezada.
Sofía había escuchado la voz angustiosa de Ana en los mensajes que le había dejado en el móvil. En el hotel le habían dicho que la había llamado cinco veces. Tuvo una punzada de remordimiento por no llamarla, pero no era momento de distraerse con las elucubraciones de la periodista. Ya la llamaría cuando cerraran el caso; hasta entonces concentraría todas sus energías en cumplir las órdenes de Marco. Estaba a punto de salir hacia la central de los carabinieri cuando un botones se acercó corriendo hacia ella.
—¡Doctora Galloni, doctora!
—Sí, ¿qué pasa?
—La llaman por teléfono, es una llamada urgente.
—Pues ahora no puedo, diga en centralita que tomen el mensaje y…
—La de centralita me ha comunicado que el señor D’Alaqua ha dicho que es urgentísimo.
—¿D’Alaqua?
—Sí, ese señor es el que la llama.
Se dio media vuelta ante la mirada atónita de Minerva, y se dirigió a uno de los teléfonos de recepción.
—Soy la doctora Galloni, creo que tengo una llamada.
—¡Ah, doctora, menos mal! El señor D’Alaqua ha insistido mucho en que la localizáramos. Un momento.
La voz de Umberto D’Alaqua tenía un timbre distinto, como de tensión contenida, que a Sofía le sorprendió.
—Sofía…
—Sí, soy yo. ¿Cómo está?
—Quisiera verla.
—Me encantaría pero…
—No hay peros, mi coche la recogerá en diez minutos.
—Lo siento, pero debo ir a trabajar, hoy me es imposible. ¿Ocurre algo?
—Sí, que quiero hacerle una proposición. Usted sabe que mi gran pasión es la arqueología, pues bien, me voy a Siria. Allí tengo la concesión de un yacimiento y han encontrado unas piezas que me gustaría que usted evaluara. Y por el camino quisiera hablar con usted, quiero hacerle una propuesta de trabajo.
—Se lo agradezco, pero en este momento no puedo irme, lo siento.
—Sofía, hay oportunidades que sólo pasan una vez en la vida.
—Lo sé, pero hay responsabilidades que uno no puede abandonar. Y yo en este momento no puedo dejar lo que estoy haciendo, si usted puede esperar dos o tres días quizá…
—No, no creo que pueda esperar tres días.
—¿Tan urgente es que se vaya a Siria hoy mismo?
—Sí.
—Lo siento, quizá podría ir dentro de unos días…
—No, no lo creo. Le ruego que acepte venir conmigo ahora.
Sofía dudó. La propuesta de Umberto D’Alaqua la desconcertaba tanto como el tono perentorio de su voz.
—¿Qué sucede? Dígamelo…
—Se lo estoy diciendo.
—Lo siento, de verdad que siento no poder ir con usted en este momento. Tengo que marcharme, me están esperando y no puedo hacerles esperar.
—Que tenga suerte.
—Sí, claro, gracias.
¿Por qué le deseaba suerte? Estaba confundida, no entendía la llamada de Umberto D’Alaqua. El tono rendido cuando le había deseado suerte. ¿Suerte por qué? ¿Acaso sabía lo de la operación caballo de Troya?
Cuando terminara lo del mudo le llamaría. Quería entender el porqué de esa llamada, porque estaba segura de que detrás de la oferta de Siria había algo más, y ese algo más no era precisamente una aventura amorosa.
— o O o —
—¿Qué quería D’Alaqua? —le preguntó Minerva camino de la central.
—Que me fuera con él a Siria.
—¿A Siria? ¿Por qué a Siria?
—Porque allí tiene la concesión de una excavación arqueológica.
—O sea, que no te estaba proponiendo una escapada amorosa.
—Creo que me estaba proponiendo una escapada, pero no amorosa. Lo he notado preocupado.
— o O o —
Cuando llegaron a la central, Marco ya había llamado dos veces. Estaba de malhumor. El transmisor que había colocado al mudo no funcionaba. Emitía pitidos, pero no conducían a la dirección por la que iba el mudo, de manera que, o éste había descubierto el aparato o se había estropeado. Pronto se dieron cuenta de que el mudo había cambiado de deportivas. Las que llevaba ahora estaban más viejas y gastadas. También se había puesto unos vaqueros y una cazadora mugrientos. Alguien había hecho un buen negocio con el cambio.
El mudo había salido y se dirigía al parque Carrara. Le vieron pasear por el parque. Quienes no parecían visibles eran los dos «pájaros» del día anterior, al menos hasta ese momento.
El mudo llevaba un trozo de pan e iba haciendo migas que tiraba a los pájaros. Se cruzó con un hombre que llevaba dos niñas de la mano. A Marco le pareció que el hombre clavó durante unos segundos los ojos en el mudo y que luego apretaba el paso.
El asesino llegó a la misma conclusión que Marco. Ése debía de ser un contacto del mudo. Seguía sin poder dispararle. No había manera de hacerlo, estaba protegido por más de una docena de carabinieri. Dispararle sería tanto como suicidarse él. Le seguiría dos días más, y si las cosas continuaban igual, rompería el contrato, no estaba dispuesto a jugársela. Su mayor cualidad, además de la de asesinar, era la prudencia, jamás daba un paso en falso.
Ni Marco ni sus hombres, tampoco los «pájaros» ni siquiera esta vez el asesino, se dieron cuenta de que estaban siendo vigilados a su vez por otros hombres.
Arslan llamó a su primo. Sí, había visto a Mendibj se había cruzado con él en el parque Carrara. Parecía tener buen aspecto. Pero no había tirado ningún papel ni hecho ninguna indicación, nada; parecía que quería que supiesen que estaba libre.
Ana Jiménez pidió al taxista que la llevara a la catedral de Turín. Entró por la puerta que daba a las oficinas la sede episcopal y preguntó por el padre Yves.
—No está —indicó la secretaria—. Ha acompañado al cardenal a una visita pastoral; pero además usted no tiene cita con él, ¿me equivoco?
—No, no se equivoca, pero sé que el padre Yves, estará encantado de verme —le espetó Ana sabiendo que estaba siendo impertinente. Pero no soportaba la suficiencia de la secretaria.
No estaba de suerte. Había vuelto a llamar a Sofía tampoco la había encontrado. Decidió quedarse por alrededores de la catedral y hacer tiempo a la espera que regresara Yves de Charny.
Bakkalbasi recibió el informe de uno de sus hombres. Mendibj continuaba vagando por la ciudad, parecía imposible matarlo. Había carabinieri por todas partes; si continuaban siguiéndole terminarían siendo descubiertos.
El pastor no sabía qué órdenes dar. La operación podía fracasar y Mendibj provocar la caída de la Comunidad. Debían acelerar la entrada del tío del padre de Mendibj. Hacía días que le habían arrancado todos los dientes, así como la lengua, y quemado las huellas dactilares. Un médico había anestesiado al anciano para que no sufriera. El suyo era un sacrificio como el que hiciera Marcio, el arquitecto de Abgaro.
Mendibj se sentía vigilado. Le había parecido ver una cara conocida, un hombre de Urfa, ¿estaría allí para ayudarle o para matarle? Conocía a Addaio y sabía que éste no permitiría que por su culpa la Comunidad quedara al descubierto. En cuanto cayera la noche volvería al albergue y si era posible se escabulliría hasta el cementerio. Saltaría la tapia y buscaría la tumba. La recordaba muy bien, así como dónde se escondía la llave. Iría por el subterráneo hasta la casa de Turgut y le pediría que le salvara. Si lograba llegar hasta allí sin que lo descubrieran, Addaio podría organizar su fuga. No le importaba esperar dos o tres meses bajo tierra, hasta que los carabinieri se cansaran de buscarle. Lo que quería era salvar la vida.
Se dirigió hacia Porta Palazzo, el mercado al aire libre, para comprar algo de comer e intentar perderse entre los puestos. Quienes le siguieran tendrían más dificultad para camuflarse en el mercado, y si lograba verles las caras, más fácil le resultaría esquivarles cuando intentara escapar.
Le habían ido a buscar a su casa. Bakkalbasi le entregó la navaja. El viejo la cogió sin vacilar. Iba a matar al hijo de su sobrino y prefería hacerlo él a que lo profanaran otros. El pitido del móvil del pastor les avisó de que tenían un mensaje: se dirige hacia la piazza della República, a Porta Palazzo, al mercado.
Bakkalbasi ordenó al chófer que se dirigiera a Porta Palazzo y parara cerca de donde le decían que estaba Mendibj. Abrazó al viejo y le despidió. Rezaba para que pudiera cumplir su misión.
Mendibj vio al tío de su padre. Se dirigía hacia él como un autómata. Su mirada angustiada lo alertó. No era la mirada de un honorable anciano sino la de un hombre desesperado. ¿Por qué?
Sus miradas se cruzaron. Mendibj no supo qué hacer, si escapar o acercarse distraídamente, para ver si el anciano le entregaba algún papel o le susurraba algún mensaje. Decidió confiar en su pariente. Seguramente la angustia de sus ojos reflejaba el miedo que sentía, nada más. Miedo a Addaio, miedo a los carabinieri.
Sus cuerpos se rozaron y Mendibj sintió un dolor profundo en el costado. Se había golpeado, pensó, luego vio al anciano caer a sus pies, con un cuchillo clavado en la espalda. La gente empezó a correr y a gritar a su alrededor y él hizo lo mismo, echó a correr presa del pánico. Alguien había asesinado al tío de su padre, pero ¿quién?
El asesino corría entre la gente haciéndose el asustado como los demás. Había fallado. En vez de matar al mudo había asestado la puñalada a un viejo. Un viejo que llevaba a su vez otro cuchillo en la mano. Estaba harto, no lo volvería a intentar. El hombre con el que había firmado el contrato no le había contado toda la verdad, y sin la verdad no podía trabajar porque no sabía a qué se enfrentaba. Por él, el contrato estaba roto. No devolvería el adelanto, porque bastantes problemas ya le habían causado este caso.
Marco llegó hasta donde yacía el viejo moribundo. Sus hombres llegaron detrás de él. Mendibj, a lo lejos, pudo verlos, lo mismo que los «pájaros». Los carabinieri habían quedado al descubierto, ahora sería más fácil esquivarlos.
—¿Está muerto? —preguntó Pietro.
Marco estaba buscando en vano el pulso del viejo. El hombre abrió los ojos, le miró como si quisiera decirle algo y expiró. Sofía y Minerva habían seguido el suceso a través del radiotransmisor y habían escuchado los pasos apresurados de Marco, las órdenes que daba a los hombres, la pregunta de Pietro.
—¡Marco, Marco! ¿Qué ha pasado? —preguntaba nerviosa Minerva—. ¡Por Dios, dinos algo!
—Alguien ha intentado matar al mudo, no sabemos quién, no le hemos visto, pero ha matado a un viejo que en ese momento se ha cruzado. No lleva documentación, no sabemos quién es. Viene la ambulancia. ¡Dios, qué mierda!
—Cálmate. ¿Quieres que vayamos para allí? —dijo Sofía.
—No, no es necesario, iremos nosotros a la central. Pero, ¿y el mudo? ¿Dónde coño se ha metido el mudo? —gritó Marco.
—Le hemos perdido —se escuchó una voz a través de los walkie-talkies—, le hemos perdido —repitió—. Se ha escabullido en el tumulto.
—Pero ¡qué hijos de puta! ¿Cómo se os ha podido escapar?
—Cálmate, Marco, cálmate… —decía Giuseppe.
Minerva y Sofía seguían angustiadas la escena que sabían que se estaba desarrollando en Porta Palazzo. Después de tantos meses de preparar caballo de Troya, el caballo había huido al galope.
—¡Buscadle! ¡Todos a buscarle!
Mendibj respiraba con dificultad. Tenía una puñalada en un costado. Al principio había sentido que le ardía la carne, pero ahora el dolor se le antojaba insoportable. Lo peor es que iba dejando un rastro de sangre. Se paró y buscó la penumbra de un portal para reponerse. Creía que había logrado despistar a sus seguidores, pero no estaba seguro. Su única oportunidad era lograr llegar al cementerio, pero estaba lejos y debía esperar a que cayera la noche, ¿pero dónde podía hacerlo? ¿Dónde?
— o O o —
Ana vio a un grupo de gente que corría hacia la terraza de Porta Palatina en la que se había sentado. Gritaban diciendo que un asesino andaba suelto. Se fijó en un joven que también corría, parecía herido, pero se metió en un portal y desapareció. Se encaminó hacia donde venía la gente intentando averiguar qué pasaba. Pero salvo que había un asesino, nadie era capaz de explicar nada coherente.
Bakkalbasi había visto cómo Mendibj huía mientras el viejo caía muerto. ¿Quién le había matado? Los carabinieri no habían sido, ¿serian Ellos? Pero ¿por qué matar al viejo? Llamó a Addaio para contarle lo sucedido. El pastor lo escuchó y le dio una orden. Bakkalbasi asintió.
Ana vio a dos jóvenes, parecidos al que acababa de entrar en el portal, dirigirse hacia el mismo lugar. Pensó que todo era muy raro, y sin pensárselo dos veces los siguió. Los dos hombres de Urfa pensaron que la mujer que se dirigía hacia ellos podía ser de los carabinieri e iniciaron la retirada. Observarían desde lejos a Mendibj y observarían a esa mujer. Si era necesario la matarían también a ella.
El mudo encontró una puerta que daba a un pequeño cuartucho donde guardaban el cubo de basura de la comunidad. Se sentó en el suelo detrás del cubo, procurando no perder el conocimiento. Estaba perdiendo mucha sangre y tenía que taponarse la herida. Se quitó la cazadora que llevaba puesta y como pudo arrancó el forro para improvisar una venda con la que cubrir la herida, apretándola con fuerza e intentando cortar la hemorragia. Estaba agotado, no sabía cuánto tiempo podría permanecer oculto en ese lugar, quizá hasta la noche cuando alguien sacara el cubo. Sintió que se le iba la cabeza, y se desmayó.
— o O o —
Hacía un rato que Yves de Charny estaba en su despacho. Un rictus de preocupación se le había dibujado en el rostro.
Su secretaria entró en el despacho.
—Padre, están aquí esos dos sacerdotes amigos suyos, los de siempre, el padre Joseph y el padre David. Les he dicho que acaba de llegar y que no sé si podrá verles.
—Sí, sí, que pasen. Su Eminencia no me necesita más por hoy, se va a Roma, y aquí tenemos el trabajo muy adelantado. Si usted quiere, tómese la tarde libre.
—¿Se ha enterado de que ha habido un asesinato aquí al lado, en Porta Palazzo?
—Sí, lo están diciendo por la radio. ¡Dios mío, cuánta violencia!
—Y que lo diga padre. Bien, pues si no le importa que me vaya, me viene de maravilla, así puedo ir a la peluquería; mañana ceno en casa de mi hija.
—Vaya, vaya tranquila.
El padre Joseph y el padre David entraron en el despacho del padre Yves. Los tres hombres se miraron aguardando escuchar el sonido de la puerta que les indicara que se había marchado la secretaria.
—¿Ya sabes lo que ha pasado? —le preguntó el padre David.
—Sí. ¿Dónde está él?
—Se ha refugiado en un portal cerca de aquí. No te preocupes, los nuestros están pendientes, pero no sería sensato entrar ahora a por él. La periodista está enfrente.
—¿Por qué?
—Por casualidad, estaba tomando un refresco en una terraza, haciendo tiempo mientras te esperaba.
—Si viene tendremos que hacerlo —respondió el padre Joseph.
—Aquí no me parece sensato.
—No hay nadie —insistió el padre Joseph.
—No, pero nunca se sabe. ¿Y la doctora?
—En cualquier momento, en cuanto salga de la central de los carabinieri. Ya está todo preparado —le informó el padre David.
—A veces…
—A veces dudas como nosotros, pero somos soldados, y cumplimos órdenes —dijo Joseph.
—Pero esto yo no lo creo necesario.
—No tenemos más remedio que cumplir.
—Sí, pero eso no significa que no podamos pensar por nuestra cuenta, e incluso manifestar nuestra disconformidad, aunque después obedezcamos. Nos han enseñado a pensar por nosotros mismos.
— o O o —
La suerte quiso jugar a favor de Marco. Giuseppe le acababa de anunciar por el transmisor que había visto a uno de los «pájaros» cerca de la catedral. Corrió como si le fuera la vida en ello en la dirección que le indicaba su compañero. Cuando llegó a la plaza acompasó el paso al del resto de los peatones que, en corrillos, aún comentaban los incidentes de hacia una hora.
—¿Dónde están? —preguntó acercándose a Giuseppe.
—Allí, se han sentado en la terraza, son los dos de siempre.
—Atención a toda la unidad, no quiero que os hagáis visibles. Pietro, ven hacia aquí, el resto rodead la plaza, pero a cierta distancia. Estos «pájaros» son muy listos y nos han demostrado que saben volar.
Media hora después los «pájaros» levantaron el vuelo. Se dieron cuenta de que de nuevo tenían a la policía pegada a los talones. A ellos les habían visto, a sus compañeros no. De manera que primero se levantó uno y cruzó distraídamente la plaza, metiéndose en un autobús que pasaba en ese momento. El otro se dirigió en dirección contraria y empezó a correr. No había manera de seguirle sin que se diera cuenta.
—Pero ¿cómo les hemos vuelto a perder? —gritó Marco a un interlocutor invisible.
—No grites —le conminó Giuseppe por el transmisor desde el otro extremo de la plaza—. Te está mirando todo el mundo y pensarán que estás loco por hablar solo.
—¡No grito! —volvió a gritar Marco—. Pero todo esto es una mierda, parecemos aficionados. Se nos ha escapado el mudo y se nos han escapado esos «pájaros» primos suyos. Cuando los volvamos a tener a la vista los detenemos, no podemos permitirnos volver a perderlos, ellos son parte de la organización que buscamos, y por lo que he visto hablan, no son mudos, de manera que trinarán cuanto saben como que me llamo Marco.
Dos de los hombres de Urfa continuaban apostados aguardando la salida de Mendibj. Sabían que había carabinieri en la plaza, pero tenían que correr el riesgo. Sus compañeros se habían marchado al notar que les habían detectado, y los otros tres hombres de apoyo les seguían de cerca. Ellos ya se habían hecho una idea precisa de cuántos policías había en ese momento en la plaza. Lo que no sabían, tampoco Marco y sus hombres, es que todos ellos continuaban siendo vigilados a su vez por hombres mejor preparados, tanto que resultaban invisibles incluso a los ojos expertos de los carabinieri.
Caía la tarde y Ana Jiménez decidió volver a probar suerte con el padre Yves. Llamó al timbre de las oficinas pero no contestaba nadie. Empujó la puerta y entró. No quedaba nadie y el portero aún no había cerrado con llave. Se dirigió hacia el despacho del padre Yves, y estaba a punto de llegar cuando escuchó unas voces.
No conocía la voz del hombre que hablaba, pero lo que decía la llevó a guardar silencio y no hacer notar su presencia.
—Así que vienen por el subterráneo. Les han despistado. ¿Y los otros? Bien, vamos para allá. Seguramente él intentará refugiarse aquí, es el lugar más seguro.
El padre Joseph cerró el móvil.
—Bien, los carabinieri no saben por dónde se andan. Han perdido a dos de los hombres de Addaio y Mendlbj continúa refugiado en el portal. Todavía hay demasiada gente. Supongo que saldrá de un momento a otro; el escondite que haya encontrado no puede ser muy seguro.
—¿Dónde está Marco Valoni? —preguntó el padre David.
—Me dicen que está furioso porque la operación se le escapa de las manos —respondió el padre Joseph.
—Está más cerca de la verdad de lo que él supone —terció el padre Yves.
—No, no lo está —afirmó tajante el sacerdote al que llamaban David—. No sabe nada, sólo ha tenido una buena idea: utilizar a Mendibj de cebo porque supone que pertenece a una organización. Pero no sabe nada de la Comunidad y menos de nosotros.
—No te engañes —insistió el padre Yves—. Se está acercando peligrosamente a la Comunidad. Por lo pronto se han dado cuenta de que hay demasiada gente de Urfa relacionada con la Síndone. La doctora Galloni ha dado en la diana; ayer comentaba con el equipo del Departamento del Arte que había llegado a la conclusión de que el pasado de Urfa tiene que ver con los sucesos de la catedral. No le hicieron caso, salvo la informática, pero Valoni es inteligente y en cualquier momento lo verá tan claro como la doctora. Es una pena que una mujer así tenga…
—Bien —les interrumpió el padre Joseph—. Nos quieren en el subterráneo. Esperemos que Turgut y su sobrino ya estén dentro. Los nuestros están en el cementerio.
—Los nuestros están en todas partes, como siempre —remachó el padre Yves.
Los tres hombres se dirigieron hacia la puerta. Ana se escondió detrás de un armario. Tenía miedo. Ahora sabía que el padre Yves no era un sacerdote normal, pero ¿era un templario o pertenecía a otra organización? ¿Y los hombres que le acompañaban? Sus voces le indicaban que pertenecían a hombres jóvenes.
Contuvo la respiración cuando los vio salir. Parecía que no se habían percatado de su presencia ya que con paso presuroso habían cruzado el antedespacho. Esperó conteniendo la respiración y después, pegándose a las paredes, como había visto hacer en tantas películas, les siguió.
Por una puerta pequeña se dirigieron hacia los aposentos del portero de la catedral. El padre Yves golpeó con los nudillos la puerta sin recibir respuesta, momentos después uno de los jóvenes que le acompañaban sacó una ganzúa y abrió.
Ana contemplaba la escena con horror y asombro. De nuevo pegada a la pared se dirigió a la entrada de la vivienda del portero. No escuchó ningún sonido, de manera que decidió entrar. Rezó para que no la sorprendieran, y mentalmente empezó a buscar excusas por si lo hacían.