La iglesia olía a incienso. No hacía mucho que la misa había terminado. Addaio se dirigió con paso rápido hacia el confesionario más alejado del altar, situado en un recodo que lo mantenía a salvo de las miradas curiosas.
Llevaba una peluca y vestía con alzacuellos. En las manos sostenía un devocionario. Había citado al hombre a las siete. Aún faltaba media hora, pero había preferido llegar con tiempo. En realidad llevaba más de dos horas dando vueltas por los alrededores, intentando averiguar si le seguían.
Sentado en el confesionario, pensó en Guner. Le notaba nervioso, incómodo con él y consigo mismo. En realidad le sabía harto, como también él lo estaba.
Nadie conocía de su estancia en Milán, ni siquiera Guner. El pastor Bakkalbasi tenía órdenes específicas para organizar la operación que debía acabar con la vida de Mendibj, pero él a su vez iba a montar otra de la que ninguno de los suyos tenía noticias. El hombre al que esperaba era un asesino. Un profesional que trabajaba solo, y que nunca fallaba; al menos hasta el momento no había fallado.
Había sabido de él a través de un hombre de Urfa, un miembro de la Comunidad que unos años atrás fue a solicitarle el perdón de sus pecados. El hombre había emigrado a Alemania y de allí a Estados Unidos, no había tenido suerte, le dijo, y había torcido su camino llegando a ser un próspero narcotraficante que inundaba de heroína las calles de Europa. Había pecado, pero nunca había traicionado a la Comunidad. Su vuelta a Urfa estaba motivada por una penosa enfermedad. Iba a morir, el diagnóstico era claro, tenía un tumor que le corroía las entrañas y no cabían más operaciones. Por eso decidió regresar a su casa, a su infancia, y buscar el perdón del pastor, además de hacer una importante donación a la Comunidad para ayudar a garantizar su subsistencia. Los ricos siempre creen que pueden pagar su salvación en el más allá.
Se ofreció para ayudar en la sagrada misión de la Comunidad, pero Addaio rechazó su ayuda. Jamás un hombre impío, aunque fuera miembro de la Comunidad, podía participar en aquella sagrada misión, aunque su obligación como pastor fuese darle consuelo en los últimos días de su vida.
Durante una de aquellas charlas que le servían de confesión, el hombre le entregó un papel con el número de un apartado de correos de Rotterdam, diciéndole que si algún día necesitaba a alguien para hacer un trabajo difícil, imposible, escribiera a ese apartado de correos. Y eso es precisamente lo que había hecho. Envió un papel en blanco y el número de teléfono de un móvil que se había comprado nada más llegar a Frankfurt. Dos días después le llamó un desconocido. Él ya había pensado dónde se verían, así que se lo dijo. Y allí estaba, en el confesionario, aguardando la llegada del asesino.
—Ave María Purísima.
La voz del hombre lo sobresaltó. No se había dado cuenta de que alguien se había arrodillado en el confesionario.
—Sin pecado concebida.
—Debería ser más cuidadoso, estaba distraído.
—Quiero que mate a un hombre.
—A eso me dedico. ¿Ha traído un dossier sobre él?
—No, no hay dossiers, ni fotos. Le tendrá que encontrar usted solo.
—Eso aumentará el precio del trabajo.
Durante quince minutos Addaio explicó al asesino lo que esperaba de él. Luego éste se levantó y desapareció en la penumbra de la iglesia.
Addaio salió del confesionario y se dirigió a uno de los bancos frente al altar. Allí, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar.
— o O o —
Bakkalbasi se sentó en el borde del sofá. La casa de Berlín era segura. La Comunidad nunca la había utilizado. Ahmed le había dicho que era de una amiga de su hijo que estaba de vacaciones en el Caribe, y le había dejado la llave a éste para que fuera de vez en cuando a dar de comer y beber al gato.
El gato de angora le había recibido maullando. No le gustaban los gatos, le producían alergia, así que enseguida empezó a toser y a sentir picores por todo el cuerpo. Pero se aguantó. Los hombres estarían a punto de llegar.
A aquellos hombres los conocía desde la infancia. Tres de ellos eran hombres de Urfa, de la Comunidad y trabajaban en Alemania. Los otros dos habían llegado de Urfa por distintas vías. Todos eran miembros leales de la Comunidad dispuestos a dar su vida si fuera necesario, como sus hermanos y otros familiares la habían entregado en el pasado.
Les dolía la misión que debían afrontar: la muerte de uno de los suyos, pero el pastor Bakkalbasi les aseguraba que de lo contrario la Comunidad sería descubierta. No quedaba otra salida.
El pastor Bakkalbasi les explicó que el tío del padre de Mendibj se había comprometido a asestar al mudo la puñalada mortal. Le darían esa oportunidad, pero ellos debían asegurarse de que así fuera. Había que organizar un dispositivo para seguir a Mendibj desde el momento en que recuperara la libertad, y averiguar si le estaban utilizando para que les guiara hasta la Comunidad.
Contarían con la ayuda de dos miembros de la Comunidad de Turín, pero no debían correr riesgos, ni exponerse a que los detuvieran; su misión era no perder de vista al joven, nada más. Sólo que si alguno tenía la oportunidad de matarlo debía hacerlo sin dudar, aunque ese honor, recalcó Bakkalbasi, le estaba reservado a su pariente.
Cada uno debería llegar a Turín por sus propios medios, preferiblemente en coche. La ausencia de fronteras gracias a la Unión Europea les permitía pasar de un país a otro sin dejar rastro. Luego debían dirigirse al Cementerio Monumental de Turín y buscar la tumba 117. Una pequeña llave escondida en un macetero, junto a la puerta de entrada del mausoleo, les permitiría acceder al mismo.
Una vez dentro, debían accionar el mecanismo oculto que dejaba al descubierto unas escaleras secretas, situadas debajo de uno de los sarcófagos, y enlazar con el subterráneo que les conduciría hasta la catedral, hasta la mismísima vivienda de Turgut. El subterráneo sería su hábitat mientras estuvieran en Turín. No debían registrarse en ningún hotel, tenían que permanecer invisibles. El cementerio era poco frecuentado, aunque algunos turistas curiosos se acercaban a ver las tumbas barrocas. El guarda del cementerio era miembro de la Comunidad. Un viejo, hijo de padre emigrado de Urfa y madre italiana, un buen cristiano como ellos, y su mejor aliado.
El viejo Turgut había preparado la sala del subterráneo con ayuda de Ismet. Allí nadie les encontraría porque nadie sabía de la existencia de ese túnel, que comenzaba en una tumba del cementerio y llegaba hasta la mismísima catedral. Ningún plano daba cuenta de ese laberinto secreto. Sería allí donde tendrían que depositar el cadáver de Mendibj. El mudo descansaría en Turín el resto de la eternidad.