Elianne Marchais era menuda, elegante, y no exenta de atractivo. Recibió a Ana Jiménez con una mezcla de resignación y curiosidad.
No le gustaban los periodistas, reducían tanto lo que se les contaba que al final lo tergiversaban todo. Por eso no concedía entrevistas y cuando le preguntaban su opinión sobre algo su respuesta era invariable: «Léase mis libros, allí está todo lo que pienso, y no me pida que le diga en tres palabras lo que he necesitado trescientos folios para explicar».
Pero aquella jovencita era un caso aparte, venía recomendada. El embajador de España ante la Unesco la había telefoneado pidiéndole el favor. Además de dos rectores de prestigiosas universidades españolas y tres colegas de la Sorbona. O la chica era muy importante o era una testaruda dispuesta a todo con tal de salirse con la suya, en este caso que ella la dedicara unos minutos de su tiempo, porque no estaba dispuesta a más.
Ana Jiménez decidió que con una mujer como Elianne Marchais no cabían subterfugios, de manera que decidió decirle la verdad, y una de dos, o la echaba con cajas destempladas o decidía ayudarla.
No tardó más de veinte minutos en explicarle que quería escribir una historia sobre la Síndone y que necesitaba su opinión de experta para desbrozar todo lo que había de fantasía y de verdad en la historia de la reliquia.
—¿Y por qué le interesa la Sábana Santa? ¿Es usted católica?
—No… bueno… supongo que sí, de alguna manera, estoy bautizada, aunque no soy practicante.
—No ha respondido a mi pregunta. ¿Por qué le interesa la Síndone?
—Porque es un objeto polémico que, además, parece atraer una cierta violencia, incendios, robos en la catedral…
La profesora Marchais enarcó una ceja y con cierto desprecio se dispuso a poner fin a la conversación.
—Señorita Jiménez, me temo que no podré ayudarla. Mi especialidad no son los sucesos esotéricos, de manera que tendrá usted que buscar a una persona más adecuada para hablar de esa tesis tan interesante como que la Síndone atrae calamidades.
Elianne Marchais se puso en pie. No tenía ningún interés en hablar con una estúpida periodista. ¿Por quién la había tomado para atreverse a plantearle a ella semejante desatino?
Ana no se movió de su asiento. Miró fijamente a la profesora y probó otra vez suerte intentando no meter la pata.
—Creo que me he expresado mal, profesora Marchais. No me interesa el esoterismo, si le he dado esa impresión lo siento. Lo que intento es escribir una historia documentada, alejada precisamente de toda interpretación mágica, esotérica o como se la quiera llamar. Busco hechos, hechos, sólo hechos, no especulaciones. Por eso he acudido a usted, para ser capaz de separar la verdad de las interpretaciones de determinados autores más o menos reconocidos. Usted conoce lo que sucedió en Francia en los siglos XIII y XIV como si fuera hoy mismo y son esos conocimientos los que necesito.
La profesora Marchais, todavía de pie, titubeó sobre si despedir a la joven o atender su petición. La explicación que le acababa de dar era al menos seria.
—No dispongo de mucho tiempo, así que dígame exactamente qué quiere saber.
Ana suspiró aliviada. Sabía que no podía volver a cometer un error o sería despedida con cajas destempladas.
—Me gustaría que me explicase exactamente todo lo que se refiere a la aparición de la Sábana Santa en Francia.
Con un gesto de apatía la profesora contó a Ana con todo tipo de detalles la «aparición» en Lirey de la Sábana.
—Las crónicas más documentadas de la época aseguran que en 1349, Geoffroy de Charny, señor de Lirey, dio a conocer que poseía un sudario con la impresión del cuerpo de Jesús, al que su familia tenía gran devoción. Este noble dirigió cartas pidiendo autorización al Papa y al rey de Francia para construir una colegiata donde exponer el sudario para su veneración por los fieles. Ni el Papa ni el rey respondieron a la pretensión del señor de Lirey, por lo que la colegiata no se pudo construir, pero el sudario empezó a ser objeto de culto con la complicidad de los canónigos de Lirey, que vieron una oportunidad para aumentar su influencia e importancia.
—Pero ¿de dónde había sacado el sudario?
—En la carta que De Charny escribió al rey de Francia, que se conserva en los archivos reales, aseguraba que había mantenido la posesión del sudario en secreto para no provocar disputas entre cristianos, ya habían aparecido otros sudarios en lugares tan distantes como Aquisgrán, Jaén, Tolosa, Maguncia y Roma. Precisamente en Roma, desde 1350, estaba expuesto un sudario en la basílica vaticana que naturalmente se daba por auténtico. Geoffroy de Charny juró al rey y al Papa, por el honor de su familia, que la mortaja que él poseía era la auténtica, pero lo que nunca confesó, ni al rey ni al Papa, era cómo había llegado a sus manos. ¿Herencia de familia? ¿Lo había comprado? No lo dijo y por tanto no lo sabemos.
»Tuvo que esperar años a recibir autorización para construir la colegiata, aunque no lograría ver expuesta la Sábana ya que murió en Poitiers por salvar al rey de Francia, al que cubrió con su propio cuerpo durante la batalla. Su viuda la donó a la iglesia de Lirey, lo que contribuyó al enriquecimiento de los canónigos del lugar al tiempo que provocaba la envidia de los prelados de otros pueblos y ciudades, lo que planteó un auténtico conflicto.
»El obispo de Troyes mandó hacer una investigación exhaustiva; incluso pudo presentar a un testigo importante para desacreditar la autenticidad de la mortaja. Un pintor aseguró haber realizado la imagen por encargo del señor de Lirey, de manera que el obispo logró que fuera prohibida la exhibición del sudario.
»Sería otro Geoffroy, Geoffroy II de Charny, quien años después, exactamente en 1389, logró que el papa Clemente VII lo autorizase a exponer el sudario. De nuevo intervino el obispo de Troyes, alarmado por el fluir de peregrinos para adorar la Sábana. Durante unos meses consiguió que el sudario volviera a su arca y no se expusiera pero, mientras tanto, Geoffroy de Charny llegó a un acuerdo con el Papa: podría exponer el sudario a condición de que los canónigos de Lirey explicaran a los fieles que era una pintura hecha para representar la mortaja de Cristo.
Con voz monótona la profesora Marchais continuó su recorrido por la historia, explicando que la hija de Geoffroy II, Marguerite de Charny, decidió guardar el sudario en el castillo de su segundo marido, el conde de la Roche.
—¿Por qué? —preguntó Ana.
—Porque en 1415, durante la Guerra de los Cien Años, los pillajes eran continuos. De manera que estimó que la reliquia estaría más segura en el castillo de su marido, situado en Saint Hippolyte-sur-le-Doubs. Fue una mujer peculiar porque cuando enviudó por segunda vez, aumentó las escasas rentas que le había dejado su marido cobrando limosnas a quien quisiera ver de cerca y orar ante el sudario de Cristo. Fueron precisamente sus apuros económicos los que la llevaron a vender la reliquia a la Casa de Saboya. La fecha de la cesión fue el 22 de marzo de 1453. Los canónigos de Lirey protestaron porque se decían propietarios del lienzo ya que la viuda de aquel Geoffroy I de Charny se la había cedido. Pero Marguerite hizo caso omiso y disfrutó del castillo de Varambom y las rentas del señorío de Miribel cedidas por la Casa de Saboya. Existe un contrato al respecto, firmado por Luis I, duque de Saboya. Desde entonces la historia de la Sábana es conocida por todos.
—Quisiera preguntarle si es posible que el sudario llegara a Francia a través de los templarios.
—¡Ah, los templarios! ¡Cuántas leyendas y cuán injustamente se les ha tratado por desconocimiento! Es basura, sólo basura, esa seudoliteratura que trata de los templarios. ¿Y sabe por qué? Pues porque muchas organizaciones de masones se dicen herederas del Temple. Algunas de estas organizaciones han estado, por decirlo con llaneza, en el «lado bueno», por ejemplo durante la Revolución francesa, pero otras…
—¿Pero el Temple ha sobrevivido?
—Claro, hay organizaciones que, ya le digo, aseguran que son sus herederas. Recuerde que en Escocia el Temple jamás fue disuelto. Pero para mí el Temple murió el 19 de marzo de 1314 en la hoguera en la que Felipe el Hermoso mandó que ardiera el gran maestre Jacques de Molay junto a otros caballeros.
—He estado en Londres, encontré un centro de estudios templarios.
—Ya le he dicho que hay clubes y organizaciones que se dicen herederas del Temple. No tengo ningún interés en ellas.
—¿Por qué?
—Señorita Jiménez, soy historiadora.
—Sí y lo sé, pero…
—No hay peros. ¿Algo más?
—Sí, quisiera saber si la familia De Charny ha llegado hasta nuestros días, si aún hay descendientes…
—Las grandes familias se suceden a sí mismas, debería de consultar a un experto en la materia, un experto en genealogía.
—Perdone que insista, pero ¿de dónde cree usted que pudo sacar ese Geoffroy de Charny el sudario?
—No lo sé. Ya le he explicado que él nunca lo dijo, tampoco su viuda, ni los descendientes que poseyeron el sudario hasta que pasó a la Casa de Saboya. Podía ser una reliquia comprada, o regalada, vaya usted a saber. En aquellos siglos Europa estaba llena de reliquias que habían traído los cruzados. La mayoría falsas, de ahí que haya tantos «santos griales», sudarios, huesos de santos…
—¿Hay alguna manera de saber si la familia de Geoffroy de Charny tuvo alguna relación con las Cruzadas?
—Le reitero que tendría que hablar con un genealogista. Claro que…
La profesora Marchais se quedó pensativa, golpeando la punta del bolígrafo sobre la mesa. Ana guardó un silencio expectante.
—Podría ser que Geoffroy de Charny tuviera algo que ver con Geoffroy de Charney, el visitador del Temple en Normandía que murió en la hoguera junto a Jacques de Molay, y que también combatió en Tierra Santa. Es una cuestión de grafía y…
—¡Sí, sí, eso es! ¡Seguro que son de la misma familia!
—Señorita, no se deje confundir por sus deseos. He dicho que pudiera ser que los dos apellidos provengan del mismo tronco, de manera que el Geoffroy de Charny que poseía el sudario…
—Lo tuviera porque años atrás el otro Geoffroy lo trajera de Tierra Santa y lo guardara en la casa familiar. No es una suposición descabellada.
—Sí, sí lo es, porque el visitador de Normandía era templario; si hubiera poseído la reliquia ésta pertenecería al Temple, nunca la habría ocultado en la casa familiar. De este Geoffroy tenemos abundante documentación porque se mantuvo fiel a De Molay y al Temple… No dejemos volar la imaginación.
—Pero pudo haber algún motivo por el que no entregó el sudario al Temple.
—Lo dudo. Respecto a Geoffroy de Charney no caben especulaciones. Siento haberla podido confundir; en mi opinión no es un problema de grafía, sencillamente los dos Geoffroy pertenecen a familias distintas.
—Iré a Lirey.
—Me parece muy bien. ¿Algo más?
—Muchas gracias, usted no lo sabe, pero creo que ha desvelado una parte del enigma.
Elianne Marchais se despidió de Ana Jiménez reafirmando una vez más su opinión sobre los periodistas: poco profundos, bastante incultos y dados a las más estúpidas elucubraciones. No era de extrañar que se contaran tantas tonterías en los periódicos.
— o O o —
Ana llegó a Troyes un día después de su entrevista con la profesora Marchais. Había alquilado un coche para desplazarse hasta Lirey y se sorprendió al comprobar que era un caserío en el que no vivían más de cincuenta personas.
Paseó entre los restos de la antigua casa señorial acariciando las viejas piedras, buscando que su contacto le indujera alguna pista, algún presentimiento, últimamente actuaba dejándose llevar por la intuición, sin planificar nada de antemano.
Se acercó a una anciana que paseaba con su perro por el borde del camino que conducía a la que fuera fortaleza del noble Geoffroy.
—Buenas tardes.
La anciana la miró de arriba abajo, con curiosidad.
—Buenas tardes.
—Es un paraje muy hermoso.
—Sí que lo es, pero los jóvenes no piensan lo mismo y prefieren la ciudad.
—Bueno es que en las ciudades hay más oportunidades de trabajo.
—El trabajo está donde uno lo quiere encontrar, aquí en Lirey las tierras son buenas. ¿De dónde es usted?
—Soy española.
—¡Ah! Me lo parecía por el acento, pero habla usted bastante bien francés.
—Muchas gracias.
—¿Y qué hace por aquí? ¿Se ha perdido?
—No, en absoluto. He venido a ver este lugar. Soy periodista y estoy escribiendo una historia sobre la Sábana Santa, y como apareció aquí, en Lirey…
—¡Uf! ¡De eso hace muchos siglos! Ahora dicen que el sudario no es auténtico, que lo pintaron aquí.
—¿Y usted qué cree?
—A mí me da lo mismo, yo soy atea, bueno en realidad agnóstica, y nunca me han interesado las historias de santos ni de reliquias.
—Ya, a mí me pasa lo mismo, pero me han encargado el reportaje y el trabajo es el trabajo.
—Pero aquí no encontrará nada, los restos de la fortaleza son los que ve.
—¿No hay archivos o documentos sobre la familia De Charny?
—Puede ser que los haya en Troyes, aunque los descendientes de esa familia viven en París.
—¿Viven?
—Bueno, hay muchas ramas de la familia, ya sabe que los nobles eran prolíficos.
—¿Cómo podría localizarlos?
—No lo sé, yo no les trato, aunque alguna vez ha venido alguno de ellos. Hace tres o cuatro años vino el pequeño de los hermanos de una de las ramas de los Charny. ¡Menudo mozo! Salimos todos a verle.
—Pero ¿cómo podría localizarles?
—Pregunte usted en aquella casa del fondo del valle. Allí vive el señor Didier, él se encarga de las tierras de los Charny.
Ana no se entretuvo más con la anciana y echó a andar deprisa hacia la casa que le había indicado. No podía creer en su buena suerte. Estaba a punto de encontrar a los descendientes de Geoffroy de Charny.
El señor Didier debía de tener unos sesenta años. Alto y fuerte, con el cabello cano y cara de pocos amigos, miraba a Ana con desconfianza.
—Señor Didier, soy periodista, estoy escribiendo una historia sobre la Sábana Santa, y he venido a conocer Lirey puesto que fue aquí donde apareció. Sé que estas tierras eran de la familia De Charny y me han dicho que usted trabaja para ellos.
Didier la miró con fastidio. Estaba echando una cabezada sentado en su sillón favorito. Su esposa se encontraba en la parte trasera de la casa, en la cocina, y no había escuchado el timbre de la puerta, así que había abierto él y se encontraba con una entrometida.
—¿Qué quiere usted?
—Pues me gustaría que me hablara de este pueblo, de la familia Charny…
—¿Y por qué?
—Pues ya le he dicho que soy periodista y que estoy escribiendo una historia.
—¿Y a mí qué me importa lo que usted haga? ¿Cree que voy a hablarle de los Charny porque usted sea periodista?
—Bueno, no me parece que le esté pidiendo nada malo. Sé que en este pueblo se deben de sentir orgullosos porque aquí apareciera la Sábana Santa y…
—Nos importa un pimiento, a nadie le importa. Si usted quiere saber de la familia búsqueles en París pero no venga aquí a pedir información, no somos unos cotillas.
—Señor Didier, me está malinterpretando, no busco cotilleos, sólo escribir una historia en la que este pueblo y la familia Charny son parte importante. Ellos tenían la Sábana Santa, aquí se expuso, y bueno, supongo que es para que se sientan orgullosos.
—Algunos lo estamos.
Ana y el señor Didier volvieron los ojos a la mujer que acababa de entrar en el salón. Alta y robusta, debía de ser un poco más joven que el señor Didier, pero al contrario que éste, su gesto no era de fastidio sino de afabilidad.
—Me temo que ha despertado a mi marido y eso afecta su humor. Pase, ¿quiere un té, café?
Ana no se lo pensó dos veces y entró en la casa.
—Muchas gracias, si no es molestia, sí me gustaría tomar café.
—Bien, lo traeré en unos minutos. Siéntese.
Los Didier se miraron midiéndose el uno al otro. Estaba claro que eran caracteres contrapuestos y debían de chocar a menudo. Ana decidió hablar de banalidades hasta que regresara la señora Didier. Cuando ésta regresó le contó a qué se debía su visita.
—Los Charny son los señores de estas tierras desde tiempo inmemorial; debería de acercarse a la colegiata, allí encontrará información sobre ellos, y desde luego en los archivos históricos de Troyes.
Durante un buen rato la señora Didier habló de la vida en Lirey, quejándose de la huida de los jóvenes. Sus dos hijos vivían en Troyes, uno era médico y el otro trabajaba en un banco. La buena mujer le dio información puntual sobre toda su familia, y Ana la escuchó pacientemente. Prefería aguantar aquella conversación banal antes de ir al grano, lo que finalmente hizo.
—¿Y qué tal son los Charny? Debe de ser emocionante para ellos venir a Lirey.
—Hay muchas ramas, los descendientes de una de ellas, que es a los que conocemos, no vienen mucho, pero cuidamos de sus tierras y de sus intereses. Son un poco estirados, como todos los aristócratas. Hace unos años vino un familiar lejano, ¡qué chico tan guapo! y simpático, muy simpático. Vino acompañado por el superior de la colegiata. Él les ha tratado más. Nosotros tratamos con un administrador que está en Troyes. Le daré la dirección para que le llame, es muy amable el señor Capell.
Dos horas después Ana salía de la casa de los Didier con algo más de información de la que tenía cuando llegó. Era tarde, porque en Francia a las siete ya estaban cenando, así que decidió regresar a Troyes y aguardar al día siguiente para husmear en los archivos y acercarse a la colegiata de Lirey a hablar con su superior, si es que éste quería recibirla.
— o O o —
El encargado del archivo municipal de Troyes era un joven con piercings en la nariz y tres pendientes en cada oreja que le confesó que se aburría como una ostra en ese trabajo, pero que al fin y al cabo había tenido suerte de encontrarlo puesto que era bibliotecario.
Ana le contó lo que buscaba, y Jean —que así se llamaba— se ofreció para ayudarla en la investigación.
—Así que cree que el visitador del Temple en Normandía era un antepasado de nuestro Geoffroy de Charny. Pero los apellidos no son los mismos.
—Ya, pero puede ser una variación en la grafía del apellido, no sería la primera vez que a un apellido se le cae o se le añade una letra.
—Desde luego, desde luego. Bien, esto no va a ser fácil, así que si me echa una mano veremos qué encontramos.
Primero buscaron en los archivos informatizados, luego iniciaron la búsqueda entre los viejos legajos aún sin informatizar. Ana se maravillaba de la inteligencia de Jean. Además de bibliotecario era licenciado en filología francesa, así que el francés antiguo no tenía secretos para él.
—He encontrado una relación de todos los bautizados en la colegiata de Lirey. Es un documento del siglo XIX en el que un estudioso local decidió rescatar la memoria de su pueblo y se entretuvo en copiar los archivos eclesiásticos. Veremos si hay algo.
Llevaban cuatro días trabajando y habían casi logrado hacer un árbol genealógico de los Charny, pero ambos sabían que estaba incompleto, porque si bien constaba la copia de algunas actas de nacimiento, nada sabían de las vicisitudes de esos personajes que tantas veces se casaron para estrechar alianzas con otros nobles, y cuyo rastro y el de sus hijos era casi imposible de seguir.
—Creo que deberías buscar un historiador, alguien que sepa de genealogías.
—Sí, eso ya me lo han dicho. Pero ¿quién? ¿Conoces a alguien?
—Tengo un amigo que es de aquí, de Troyes. Estudiamos juntos el bachillerato, luego se marchó a París y se doctoró en historia en la Sorbona, incluso ha sido ayudante de cátedra. Pero se enamoró de una periodista escocesa y en menos de tres años estudió la carrera de periodismo. Viven en París, tienen una revista: Enigmas. Personalmente tengo mis dudas sobre ese tipo de publicaciones; tratan de temas históricos, de enigmas sin resolver. Cuentan con genealogistas, historiadores, científicos. Él nos puede dar el nombre de algún genealogista. Hace años que no nos vemos, casi desde que se casó con la escocesa, ella tuvo un accidente y ya no han vuelto por aquí. Pero es un buen amigo y te recibirá. Aunque antes debes ir a la colegiata, lo mismo el superior tiene otros archivos, o sabe algo de esta familia que pueda resultar interesante.
— o O o —
El superior de la colegiata resultó ser un amable septuagenario que la recibió una hora después de haberle llamado.
—Los Charny siempre han estado ligados a este lugar, han mantenido la posesión de las tierras, pero hace siglos que no viven aquí.
—¿Usted conoce a los actuales Charny?
—Bueno, a algunos. Hay varias ramas de Charny, así que puede imaginar que hay docenas de ellos. Una de las familias, los que están más ligados con Lirey son gente importante, viven en París.
—¿Vienen a menudo?
—No, la verdad es que no. Hace años que no vienen por aquí.
—Una señora de Lirey, la señora Didier me ha dicho que hace tres o cuatro años vino un joven muy simpático de la familia.
—¡Ah, el sacerdote!
—¿El sacerdote?
—Sí. ¿Le sorprende que alguien pueda ser sacerdote? —dijo riendo el superior.
—No, no, en absoluto. Sólo que en Lirey me dijeron que hace unos años vino un chico muy guapo, pero no me dijeron que era sacerdote.
—No lo sabrían, no tienen por qué. Cuando vino no llevaba ni alzacuello, vestía como cualquier chico de su edad. No parecía un sacerdote, pero lo es, y creo que lleva una buena carrera. Vamos, que no se quedará como un cura de pueblo. Pero no es un Charny, aunque parece ser que sus antepasados tuvieron alguna relación con estas tierras, tampoco me explicó mucho. Me llamaron de París para que lo recibiera y le ayudara en lo que me pidiera.
El teléfono móvil de Ana interrumpió la conversación. Respondió y escuchó a Jean con voz agitada.
—¡Ana, creo que lo tengo!
—¿El qué?
—Dile al padre Salvaing que te deje ver las actas bautismales de los siglos XII y XIII, puede que tengas razón y algunos Charny antes fueran Charney.
—¿Cómo lo sabes?
—Revisando las copias, pero no sé si es un error o por el contrario hemos dado en la diana. Cierro y voy para allá. Espérame, no tardo más de media hora.
A Ana le costó convencer al padre Salvaing para que accediera a dejarla ver las actas de bautismo archivadas en la colegiata y guardadas en la biblioteca como auténticas joyas.
El anciano sacerdote llamó al hermano archivero, que puso el grito en el cielo al conocer la pretensión de la periodista.
—Si usted fuera una erudita, una historiadora, pero sólo es una periodista que a saber qué busca —dijo el archivero de mal humor.
—Intento escribir una historia de la Síndone lo más completa posible.
—¿Y qué más le dan las grafías del apellido Charny? —insistió el archivero de la colegiata.
—Pues porque quiero saber si fue el visitador del Temple en Normandía, Geoffroy de Charney, que murió quemado junto a Jacques de Molay, el propietario de la Sábana y que por lo que fuera la escondió aquí, en la casa familiar, de manera que Geoffroy de Charny apareciera como su propietario cuarenta años después.
—O sea, que usted quiere probar que la Sábana perteneció a los templarios —afirmó más que preguntó el padre Salvaing.
—Y si no es así se lo inventará —remachó el archivero.
—No, yo no me invento nada, si no es así, pues no es así. Sólo trato de explicar por qué la Sábana apareció aquí, y me parece verosímil que la trajera alguien de Tierra Santa, un cruzado o un caballero templario.
—¿Quién si no? Si Geoffroy de Charny aseguraba que era auténtica, sus razones debía de tener.
—Nunca lo demostró —afirmó el anciano superior.
—Quizá no podía hacerlo.
—¡Bah, tonterías! —intervino el archivero.
—Permítanme que les pregunte, ¿ustedes creen que la Sábana Santa es auténtica?
Los dos sacerdotes permanecieron unos segundos en silencio. Habían dedicado su vida a Dios porque tenían fe. Sólo la fe podía hacer que un hombre renunciara a tener una familia, amor. Y su fe, la de ellos y tantos otros como ellos, a veces flaqueaba, les sumía en la desesperación porque inteligentes como eran no podían dejar de sentir la llamada de la razón.
El primero en hablar fue el archivero.
—La Iglesia permite desde hace siglos que el sudario sea un objeto de culto.
—Pero yo le he preguntado su opinión y la del padre Salvaing, la doctrina de la Iglesia ya la sé.
—Mi querida niña —dijo Salvaing—, la Sábana es una reliquia apreciada por millones de fieles. Su autenticidad ha sido cuestionada por los científicos y sin embargo… debo reconocer que me emocioné cuando la vi en la catedral de Turín. Hay algo sobrenatural en la tela, sea cual sea el veredicto del carbono 14.
Cuando Jean llegó aún continuaba intentando convencer a los dos sacerdotes para que la dejaran ver los archivos de la colegiata.
El superior y el archivero miraron con cierto disgusto a Jean, pero éste no tardó más de diez minutos en convencerlos de que le permitieran echar un vistazo a los legajos de la biblioteca. Además pidió al archivero que les ayudara.
Tardaron más de un par de horas, pero al final encontraron lo que buscaban: además de Charny en Lirey había Charney, con cierto grado de parentesco.
De regreso a Troyes, Ana invitó a cenar a Jean.
—Lo hemos conseguido.
—Bueno, ha resultado que tenías razón, y esos dos Geoffroy estaban emparentados.
—En realidad no he sido yo la que lo ha descubierto. Fue un comentario de la profesora Elianne Marchais la que me dio la pista de que eso era posible. Y lo es. Ahora estoy casi segura de que Geoffroy de Charney fue el propietario de la Sábana. Seguramente la mandó pintar o la compró por buena en Tierra Santa.
—Si hubiese sido auténtica habría estado en manos del Temple; acuérdate, Ana, de que los caballeros hacían voto de pobreza y no poseían nada. De manera que no deja de ser extraño que el templario tuviera la Sábana. A lo mejor los dos Geoffroy eran parientes, pero le estamos cargando al primero la posesión del sudario sin ninguna base, sin pruebas.
—Sólo que estuvo en Tierra Santa —insistió Ana.
—Sí, como casi todos los templarios.
—Ya, pero éste se llamaba Geoffroy de Charney.
—Ana, tu teoría es interesante pero está cogida por los pelos, y lo sabes. Por eso yo no me termino de creer lo que cuentan los periódicos, porque los periodistas a veces dais por cierto lo que sólo es probable.
—¡Otro que tiene mala opinión de los periodistas!
—Mala opinión no, una cierta desconfianza, sí.
—No mentimos, ¿sabes?
—No digo que mintáis, incluso admito que en lo que escribís hay una base de realidad, pero eso no significa que sea la verdad. Lo que te estoy intentando decir es que procures ser rigurosa cuando escribas sobre esto. De lo contrario la gente se lo tomará como una fantasía, como otra historia esotérica sobre el sudario, y ya sabes que hay muchas.
— o O o —
Decidió confiar en Jean. Hacía una semana que se habían conocido, y sin embargo tenía la impresión de que le conocía de siempre. Jean era sensible, inteligente y sensato. Tras su apariencia descuidada había un hombre de una pieza.
Le contó casi todo lo que sabía, pero sin mencionar al Departamento del Arte ni a su hermano Santiago, y esperó a escuchar su opinión.
—Para un libro esotérico no está mal. Pero la verdad, Ana, sólo me hablas de intuiciones y pálpitos. Lo que dices, bien contado puede resultar una historia interesante para un magazine, pero nada de lo que me has contado se sustenta sobre una prueba, nada. Siento decepcionarte, pero si yo me encontrara en un periódico una historia como la que cuentas no me la creería, pensaría que es una elucubración de uno de esos seudoautores que escriben de ovnis y ven misterios en cada esquina.
Ana no pudo ocultar su decepción, aunque en su fuero interno admitía que Jean tenía razón, que sus teorías no tenían ninguna base sobre las que sustentarlas seriamente.
—No me voy a rendir, ¿sabes, Jean? Si efectivamente no encuentro pruebas sólidas, no publicaré ni una línea, ése es el trato que acabo de hacer conmigo misma. Así no os decepcionaré a quienes me habéis ayudado. Pero voy a continuar investigando. Ahora me queda por averiguar si un Charny que conozco tiene algo que ver con estos Charny.
—¿Quién es ese Charny que conoces?
—Un hombre muy guapo e interesante, un tanto misterioso. Iré a París; allí me será más fácil contactar con su familia, si es que es su familia.
—Me gustaría acompañarte.
—Pues hazlo.
—No puedo, tendría que pedir vacaciones, y de un día para otro no me las darían. ¿Qué más piensas hacer?
—Antes de irme pasaré por el despacho del señor Capell, el administrador de los Charny; también me gustaría que me presentaras a tu amigo el que tiene esa revista, ¿Enigmas, me dijiste? Después de París iré a Turín, pero dependerá de lo que averigüe en París. Te llamaré y te iré contando. Sabes, eres la única persona con la que he podido hablar sinceramente de este tema, y como tienes mucho sentido común, seguro que sabrás poner coto a mis fantasías.
— o O o —
El señor Capell resultó ser un hombre serio y poco hablador que, educadamente, le dejó claro que no pensaba darle ninguna información sobre sus clientes. Eso sí, le confirmó que había decenas de descendientes de los Charny en Francia y que sus clientes eran una familia más.
Ana salió decepcionada del despacho de Capell.
Cuando llegó a París se dirigió directamente a la redacción de Enigmas, situada en la primera planta en un edificio decimonónico. Paul Bisol era el reverso de Jean.
Perfectamente trajeado, parecía un ejecutivo de una multinacional en vez de un periodista. Jean le había telefoneado pidiéndole que la ayudara.
Paul Bisol escuchó pacientemente el relato de Ana. No la interrumpió ni una sola vez, lo que la sorprendió.
—¿Sabe dónde se está metiendo?
—¿A qué se refiere?
—Señorita Jiménez…
—Por favor, llámeme Ana.
—Bien, Ana, sepa que los templarios existen. Pero no son sólo esos elegantes historiadores que dice haber conocido en Londres, u otros amables caballeros de clubes más o menos secretos que se dicen herederos del espíritu del Temple. Jacques de Molay antes de morir organizó la permanencia de la Orden, muchos caballeros desaparecieron sin dejar rastro, pasaron a la clandestinidad. Pero todos ellos estuvieron en contacto con la nueva Casa Madre, con el Temple de Escocia, que es donde De Molay había decidido que residiera la legitimidad de la Orden. Los templarios aprendieron a vivir en la clandestinidad, se infiltraron en las cortes europeas, en la misma curia del Papa, y así han continuado hasta hoy. No desaparecieron.
Ana sintió una sensación de disgusto. Le parecía que Paul hablaba como un iluminado en vez de como un historiador. Hasta el momento había encontrado personas que le rebatían sus locas teorías, que le instaban a que no se dejara llevar por la fantasía, y de repente se encontraba con alguien que coincidía con ella, y eso no le gustaba.
Bisol levantó el auricular del teléfono y habló con su secretaria. Un minuto más tarde la invitó a seguirlo. La condujo hasta otro despacho situado cerca del suyo. Tocó con los nudillos la puerta y esperó a que una voz femenina le invitara a pasar.
Una mujer joven, de unos treinta años, con el pelo castaño y unos inmensos ojos verdes estaba sentada detrás de un escritorio escribiendo en el ordenador. Les sonrió cuando les vio entrar, pero no se movió.
—Sentaos. ¿Así que usted es amiga de Jean?
—Bueno, nos hemos conocido hace poco, pero la verdad es que hemos congeniado y me ha ayudado mucho.
—Así es Jean —afirmó Paul—; tiene alma de mosquetero, aunque él no lo sabe. Bueno, Ana, quiero que le cuente a Elisabeth todo lo que me ha contado.
A Ana empezaba a ponerla nerviosa aquella situación. Paul Bisol era una persona amable pero había algo en él que definitivamente le disgustaba; Elisabeth también le producía un cierto rechazo, sin saber por qué. Sentía un deseo irrefrenable de salir corriendo, pero se contuvo y se dispuso a relatar una vez más sus sospechas en torno a las peripecias de la Sábana Santa.
Elisabeth la escuchó en silencio, tampoco la interrumpió con preguntas. Cuando Ana terminó, Paul y Elisabeth se miraron. Ana era consciente de que se estaban hablando con los ojos, decidiendo qué hacer. Por fin Elisabeth rompió el tenso silencio que se había instalado entre ellos.
—Bien, Ana, creo que estás en lo cierto. Nunca habíamos pensado en tu teoría, en que Geoffroy de Charney tuviera algo que ver con Geoffroy de Charny, pero efectivamente puede ser una cuestión de grafías, y si aseguras que en los archivos de Lirey has encontrado miembros de ambas familias… En fin, que está claro que esos dos Geoffroy tenían alguna relación. De manera que el sudario a quien en realidad pertenecía era a los templarios. ¿Por qué estuvo en manos de Geoffroy de Charney? A bote pronto se me ocurre que tal vez el gran maestre le mandara ponerlo a buen recaudo en vista de que Felipe el Hermoso buscaba hacerse con los tesoros del Temple. Sí, seguramente fue así, Jacques de Molay ordenó a Geoffroy de Charney esconder el sudario en sus tierras, y años después la mortaja apareció en manos de un pariente, del otro Geoffroy. Sí, así fue.
Ana decidió llevarle la contraria, en realidad llevársela a sí misma.
—Bueno, no hay ninguna prueba que sustente lo que digo, es sólo una especulación.
—Pero es lo que pasó —afirmó Elisabeth sin dudarlo—. Siempre se ha hablado de un tesoro misterioso del Temple; puede que el sudario fuera el tesoro, al fin y al cabo ellos lo creían auténtico.
—Pero no lo es —respondió Ana—, ellos sabían que no era auténtico. La Sábana Santa es del siglo XIII o XIV, de manera que…
—Sí, tienes razón, pero a los templarios se lo pudieron dar por bueno en Tierra Santa. Al fin y al cabo en aquel entonces era difícil dictaminar si una reliquia era verdadera o falsa. Lo que está claro es que ellos la dieron por verdadera cuando la mandaron guardar. Tus teorías son correctas Ana, estoy segura. Pero debes tener cuidado, uno no se acerca a los templarios impunemente. Tenemos un genealogista muy bueno, te ayudará. En cuanto a ese Charny que conoces, dame una hora, y te diré algo de él.
Salieron del despacho de Elisabeth. Ana se despidió de Paul Bisol asegurándole que a primera hora de la tarde volvería a pasarse por la redacción para reunirse con el genealogista y recoger la información que Elisabeth le pudiera proporcionar de Charny, de Yves de Charny, el secretario del cardenal de Turín.
— o O o —
Vagó por París sin rumbo. Necesitaba pensar y le gustaba caminar mientras lo hacía. A mediodía se sentó tras los cristales de un bistrot y almorzó leyendo los periódicos españoles que había podido comprar. Hacía días que no sabía nada de lo que sucedía en España. Ni siquiera había llamado al periódico, tampoco a Santiago. Sentía que la investigación llegaba a su fin. Estaba convencida de que los templarios tenían algo que ver con el sudario, que habían sido ellos quienes lo trajeron de Constantinopla. Recordó la noche del Dorchester en que, repasando la agenda, pensó en que podía ser algo más que una coincidencia que el guapo sacerdote francés, secretario del cardenal de Turín, se llamara Charny. Hasta ahora no había logrado ninguna pista sólida; sólo que parecía que el padre Yves había visitado hacía unos años Lirey, porque, de eso sí estaba segura, era él, no había muchos sacerdotes guapos.
Pudiera ser que el padre Yves estuviera relacionado con los templarios, pero ¿con los del pasado o con los de ahora? Y si fuera así, ¿qué significado tendría?
Nada, se dijo, no significaría nada. Se imaginaba al guapísimo sacerdote con su sonrisa inocente contándole que efectivamente sus antepasados estuvieron en las cruzadas, y que efectivamente su familia venía de la región de Troyes. ¿Y qué? ¿Qué probaba eso? Nada, no probaba nada. Pero su instinto le decía que había un hilo que conducía a alguna parte. Un hilo que llevaba de Geoffroy de Charney a Geoffroy de Charny, que recorría miles de vericuetos y terminaba en el padre Yves.
Pero el padre Yves no tenía nada que ver con los incendios de la catedral, de eso estaba segura. Entonces, ¿dónde estaba la clave?
Apenas comió. Telefoneó a Jean y se sintió reconfortada cuando le escuchó al otro lado del teléfono, reiterándole que aunque un poco raro, Paul Bisol era buena persona y podía confiar en él.
A las tres se dirigió de nuevo a la redacción de Enigmas. Cuando llegó Paul, la estaba esperando en el despacho de Elisabeth.
—Bien, tenemos algunas novedades —dijo Elisabeth—. Tu sacerdote pertenece a una familia bien relacionada, su hermano mayor ha sido diputado, ahora está en el Consejo de Estado, y su hermana es juez de la Corte Suprema. Vienen de la pequeña nobleza, aunque desde la Revolución francesa los Charny viven como perfectos burgueses. Ese sacerdote tiene protectores importantes en el Vaticano, nada menos que el cardenal Visiers es amigo de su hermano mayor. Pero la noticia bomba es que Edouard, nuestro genealogista, que lleva tres horas trabajando en su árbol genealógico, cree que, efectivamente, este Yves de Charny es descendiente de aquellos Charney que estuvieron en las Cruzadas y, lo que es más importante, del Geoffroy de Charney visitador del Temple en Normandía que murió en la hoguera junto a Jacques de Molay.
—¿Estáis seguros? —preguntó Ana sin terminar de creérselo.
—Sí —respondió sin vacilar Elisabeth.
Paul Bisol vio la duda reflejarse en la mirada de la periodista, y decidió intervenir.
—Ana, Edouard es un profesor, un historiador solvente. Sé que a Jean no le gusta del todo nuestra revista, pero te aseguro que nosotros jamás hemos publicado nada que no hayamos podido comprobar. La nuestra es una revista que indaga sobre enigmas de la historia e intentamos darles respuesta. Esa respuesta la dan siempre historiadores, en ocasiones ayudados por un equipo de investigación formado por periodistas, jamás hemos tenido que rectificar una información. Tampoco afirmamos aquello que no sabemos con seguridad. Si alguien tiene una hipótesis lo decimos, esto sólo es una hipótesis, pero no la damos por cierta. Tú sostienes que algunos de los incendios de la catedral de Turín tienen que ver con el pasado. No lo sé, jamás se nos ha ocurrido y por tanto no lo hemos estudiado. Crees que los templarios fueron los propietarios de la Síndone, y ahí puedes tener razón, como pareces tenerla en que el tal padre Yves viene de una familia antiquísima de aristócratas y templarios. Te preguntas si los templarios tienen alguna relación con los accidentes de la catedral. No te puedo responder a esa pregunta, no lo sé, pero pienso que no. Sinceramente, no creo que los templarios tengan ningún interés en dañar la Síndone, y eso sí, te aseguro que si la quisieran para ellos, ya la tendrían. Son una organización poderosa, más de lo que te imaginas, y capaces de todo.
Paul miró a Elisabeth, y ésta asintió. Ana se quedó muda cuando vio que la butaca en que estaba Elisabeth avanzaba hacia ella. No se había dado cuenta, parecía una butaca de despacho y en realidad lo era, pero preparada para servir de vehículo a alguien que no pudiera andar.
Elisabeth plantó la butaca delante de Ana y descubrió la manta que tapaba sus piernas, algo que ignoraba Ana puesto que hasta el momento sólo la había visto detrás de la mesa del despacho.
—Soy escocesa, no sé si te lo habrá dicho Jean. Mi padre es lord McKenny. Mi padre conocía a lord McCall. Nunca habrás oído hablar de él. Es uno de los hombres más ricos del mundo, pero jamás sale en los periódicos, ni en los informativos de televisión. Su mundo no es de este mundo, el suyo es un mundo donde sólo caben poderosos. Tiene un castillo impresionante, una antigua fortaleza templaria situada cerca de las Small Isles. Pero no invita a nadie allí. Los escoceses somos dados a las leyendas, de manera que sobre lord McCall se cuentan unas cuantas. Algunos de los aldeanos que viven cerca de su castillo le llaman El Templario y aseguran que de vez en cuando llegan en helicóptero otros hombres a visitarlo, entre ellos algunos miembros de la familia real inglesa.
»Un día le conté a Paul sobre lord McCall, y se nos ocurrió hacer un reportaje sobre las encomiendas y fortalezas templarias diseminadas por toda Europa. Una especie de inventarlo: saber cuáles se mantienen en pie, si están en manos de alguien, cuáles han quedado destruidas por el paso del tiempo. Pensamos que sería buena idea que lord McCall nos dejara visitar su castillo. Nos pusimos a trabajar y en principio no tuvimos muchos problemas. Hay cientos de fortalezas templarias, la mayoría en un estado ruinoso. Pedí a mi padre que hablara con McCall para que me dejara visitar su castillo y fotografiarlo. Fue inútil, lord McCall amablemente puso todo tipo de excusas. Yo no me conformé, de manera que decidí intentarlo por mi cuenta, presentándome en su castillo. Lo llamé por teléfono pero ni siquiera se puso, un amable secretario me informó de que lord McCall estaba ausente, en Estados Unidos, y por tanto no me podía recibir, y desde luego él no tenía atribuciones para dejarme fotografiar la fortaleza. Le insistí para que me dejara llegar hasta el castillo, pero el secretario se mantuvo en sus trece: de ninguna manera, sin permiso de lord McCall nadie entraba en esa antigua encomienda.
»No me di por vencida y decidí presentarme en la puerta del castillo, estaba segura que una vez allí, no tendrían más remedio que dejarme echar un vistazo.
»Antes de dirigirme a la fortaleza hablé con los aldeanos. Todos le tienen un respeto reverencial aunque aseguran que es un hombre bondadoso que se ocupa de que nada les falte. Se puede decir que, además de respeto, le adoran; ninguno movería un dedo contra él. Uno de los campesinos me contó que su hijo vivía gracias a que McCall le había pagado una costosísima operación de corazón en Houston, en Estados Unidos.
»Cuando llegué a la verja que cierra el acceso a las tierras del castillo no encontré la manera de entrar. Empecé a bordear el muro intentando encontrar un lugar por donde saltar. Vi detrás del muro, en medio del bosque, una capilla de piedra cubierta de hiedra. Para que entiendas lo que pasó, debes saber que mi gran afición era la escalada, que desde que tenía diez años comencé a escalar, y que tengo en mi haber la escalada de unos cuantos picos importantes. De manera que escalar aquel muro no me parecía especialmente difícil, a pesar de que no tenía medios.
»No me preguntes cómo lo hice, pero logré subirme al muro y saltar dentro de la finca. Es lo último que recuerdo. Escuché un ruido y luego un dolor intenso en las piernas, me caí. Lloraba retorciéndome de dolor. Un hombre con una escopeta me apuntaba. Llamó por un walkie-talkie, apareció un todoterreno, me subieron y me condujeron al hospital. Me quedé paralítica. No tiraron a matar, pero sí dispararon con la suficiente precisión para dejarme así.
»Naturalmente todo el mundo disculpó a los guardias de lord McCall. Yo era una intrusa que había saltado el muro que rodea la fortaleza.
—Lo siento.
—Sí, me he quedado paralítica para el resto de mi vida y todo por una estupidez. Pero verás, estoy convencida de que el bondadoso lord McCall es más de lo que parece. Le pedí a mi padre que me diera una lista detallada de toda la gente que supiera que tenía relación con McCall. No quería hacerlo, pero al final lo convencí. Mi padre ha sufrido mucho con mi accidente. Nunca le gustó que fuera periodista, y mucho menos que me dedicara a estos asuntos. Lord McCall es un personaje peculiar. Soltero, amante del arte sacro, riquísimo. Cada cien días acuden al castillo unos caballeros que llegan en coche o en helicóptero y se quedan dos o tres días. Nadie sabe quiénes son, sólo intuyen que son tan importantes como el propio McCall. He seguido la pista de sus múltiples negocios hasta donde he podido, que no ha sido mucho. Pero sus empresas tienen intereses en otras empresas, y te diría que no hay acontecimiento económico en el mundo que no tenga que ver con él y sus amigos.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que hay un grupo de hombres que mueven los hilos, que su poder económico es casi más grande que el poder de los gobiernos, de manera que influyen en éstos.
—¿Y eso qué tiene que ver con los templarios?
—Desde hace cinco años vengo estudiando todo lo que se ha escrito de los templarios. Tengo mucho tiempo, no puedo moverme de esta silla. He llegado a algunas conclusiones: además de todas las organizaciones que se dicen herederas del Temple, hay otra secreta, formada por hombres discretos, importantes todos, incrustados en el corazón de lo mejor de la sociedad. No sé ni cuántos ni quiénes son, o al menos no estoy segura de que lo sean todos de los que sospecho. Pero creo que los verdaderos templarios, los herederos de Jacques de Molay están ahí, y que McCall es uno de ellos. He averiguado todo sobre su castillo, y es curioso, a lo largo de los siglos va pasando por distintas manos, siempre de caballeros solitarios, ricos y bien relacionados, y todos con una obsesión: impedir la presencia de extraños. Creo que hay un ejército templario, un ejército silencioso, bien estructurado, cuyos integrantes ocupan posiciones relevantes en todos los países.
—Pareces referirte a una organización masónica.
—Bueno, ya sabes que algunas organizaciones masónicas se dicen herederas del Temple. Pero a la que yo me refiero es la auténtica, de la que nada se sabe. Llevo cinco años en esta silla de ruedas. Con la lista que me dio mi padre y la ayuda de un excelente periodista de investigación he logrado hacer un organigrama de lo que yo creo que es la verdadera organización del Temple. Pero te diré que no ha sido fácil. Michael, el periodista del que te hablo, está muerto, hace tres años sufrió un fatal accidente de coche. Sospecho que lo mataron ellos. Si alguien se acerca demasiado se juega la vida. Lo sé, he seguido de cerca lo que les ha pasado a unos cuantos curiosos como nosotros.
—Tienes una visión conspirativa de la realidad.
—Ana, creo que hay dos mundos, el que vemos y en el que la inmensa mayoría vivimos, y otro subterráneo del que nada sabemos, que es desde donde mueven los hilos distintas organizaciones, económicas, masónicas, o lo que sea. Y en ese submundo está el nuevo Temple.
—Aunque tuvieras razón, eso no me aclara qué relación tienen hoy los templarios con la Síndone.
—Yo tampoco lo sé. Lo siento. Te he contado esto porque pudiera ser que tu padre Yves…
—Dilo.
—A lo mejor es uno de ellos.
—¿Un templario de esa organización secreta que tú crees que existe?
—Crees que te estoy contando una historia tonta, pero soy periodista como tú, Ana, y distingo perfectamente la ficción de la realidad. Te he dicho lo que creo. Ahora tú actúa en consecuencia. Si la Sábana perteneció a los templarios, y el padre Yves viene de la familia de Geoffroy de Charney…
—Pero la Sábana no es la mortaja de Cristo. El carbono 14 no ha dejado lugar a dudas. No sé por qué la tuvieron escondida los Charny, ni por qué apareció; en realidad, no sé nada.
— o O o —
Se sentía desanimada. Escuchando a Elisabeth se daba cuenta de que el efecto que la escocesa causaba en ella debía de ser el mismo que ella provocaba en los demás cada vez que les exponía sus teorías sobre la Sábana Santa.
En aquel momento sintió que no se gustaba a sí misma, que había perdido la cabeza metiéndose en una historia absurda, intentando demostrar que era más lista que los del Departamento del Arte. Se acabó, pensó, se iba a Barcelona inmediatamente. Llamaría a Santiago. Menuda alegría se iba a llevar cuando le dijera que había decidido pasar de la Síndone.
Elisabeth y Paul la dejaron que se sumiera en sus pensamientos. Notaban su confusión, veían la incredulidad reflejada en su rostro. En realidad eran muy pocas las personas a las que habían hablado del nuevo Temple y que sabían de sus investigaciones porque temían por su vida y la de todos aquellos que les ayudaban.
—Elisabeth, ¿se lo vas a dar?
Las palabras de Paul sacaron a Ana de su ensimismamiento.
—Sí, se lo voy a dar.
—¿Qué me vas a dar? —preguntó Ana.
—Toma este dossier; es un resumen de mi trabajo en los últimos cinco años. Del mío y del de Michael. Ahí están los nombres y las biografías de los que creemos que son los nuevos maestres del Temple. En mi opinión lord McCall es el gran maestre. Pero léelo. Te quiero pedir un favor. Estamos confiando en ti porque creemos que estás a punto de hacer un descubrimiento importante, no sabemos muy bien qué, ni en qué dirección, pero sí que tiene que ver con Ellos. Si estos papeles caen en las manos que no deben, moriremos, tenlo por cierto. Por eso te pido que no confíes en nadie, absolutamente en nadie. Ellos tienen oídos en todas partes, en la judicatura, en la policía, en los parlamentos, en las bolsas… en todas partes. Ya saben que has estado con nosotros, lo que no saben es qué te hemos contado. Hemos invertido mucho en seguridad y tenemos aparatos para detectar micrófonos. Aun así, no es imposible que los tengamos, Ellos son poderosos.
—Perdonad, pero ¿no os habéis vuelto un poco paranoicos?
—Cree lo que quieras, Ana. Tú te has puesto a investigar la existencia de los templarios porque has creído detectar su presencia. ¿Harás lo que te estamos pidiendo?
—No te preocupes, no le hablaré a nadie de este dossier. ¿Quieres que te lo devuelva cuando termine de leerlo?
—Destrúyelo. Es sólo un resumen, pero te aseguro que te será útil, mucho, sobre todo si decides continuar adelante.
—¿Qué te hace pensar que me voy a volver atrás?
Elisabeth suspiró antes de responder.
—Eres bastante más transparente de lo que tú te imaginas.