Se despertó gritando como si estuviera en medio de la batalla. Pero estaba allí, en el corazón de Londres, en una habitación del hotel Dorchester. Ana Jiménez sintió el sudor que la recorría por la espalda. Las sienes le palpitaban, era presa de un ataque de arritmia.
Angustiada, se levantó de la cama y fue al baño. Tenía el cabello pegado a la cara y el camisón empapado. Se lo quitó y se metió en la ducha. Era la segunda vez que tenía una pesadilla con una batalla. Si creyera en la transmigración de las almas juraría que había estado allí, en la fortaleza de San Juan de Acre, viendo morir a los últimos templarios. Podía describir el rostro y el porte de Guillaume de Beaujeu, y el color de los ojos de Thibaut Gaudin. Había estado allí, lo sentía. Conocía a aquellos hombres, podría jurarlo.
Salió de la ducha reconfortada y se puso una camiseta antes de volver a la cama. No tenía otro camisón. La cama estaba húmeda de sudor, de manera que decidió encender el ordenador y navegar un rato por internet.
Las explicaciones del profesor McFadden, junto a la documentación que le había suministrado sobre la historia de los templarios, la habían afectado. El tal McFadden la había abrumado con detalles sobre la caída de San Juan de Acre, según él uno de los días más amargos en la historia de la Orden.
Quizá por eso había soñado con la caída de Acre, lo mismo que le había sucedido cuando Sofía Galloni le había contado el sitio de Edesa por parte de las tropas bizantinas.
Mañana volvería a ver al profesor McFadden, intentaría conseguir algo más que esas historias vívidas de los templarios que la conmovían hasta provocarle pesadillas.