Marco les había invitado a comer. Minerva, Pietro y Antonino habían llegado en el primer avión de la mañana.
Pietro se mostró frío, distante, casi antipático con Sofía, tanto que ésta se sintió incómoda. Pero sabía que no tenía opción: mientras estuviera en el Departamento del Arte tendría que trabajar con Pietro, lo que reafirmaba su decisión de marcharse en cuanto acabasen con el caso de la Síndone.
Estaban terminando el almuerzo cuando sonó el móvil de Sofía.
—¿Si…?
Al identificar la voz que hablaba al otro lado del teléfono se ruborizó; también el que se levantara de la mesa y saliera del comedor llamó sin querer la atención de sus compañeros. Cuando regresó nadie le preguntó nada, pero era evidente que Pietro estaba en tensión.
—Marco, era D'Alaqua, me ha invitado a almorzar mañana con el doctor Bolard y el resto del comité científico de la Síndone; es una especie de comida de despedida.
—Habrás aceptado, ¿no? —preguntó Marco.
—No —respondió un tanto confundida.
—Pues has hecho mal, te dije que quería que te pegaras a ellos.
—Si no recuerdo mal mañana hacemos un ensayo general con todo el dispositivo que has montado, y se supone que yo coordino todo el operativo.
—Tienes razón, pero era una buena oportunidad de volver a ver a ese comité, sobre todo a Bolard.
—De todos modos almorzaré con D’Alaqua pasado mañana.
La miraron asombrados. El propio Marco no pudo reprimir una sonrisa.
—¡Ah! ¿Y cómo es eso?
—Sencillamente me reiteró la invitación para un día después, sólo que no estarán los miembros del comité científico.
Minerva observó cómo Pietro apretaba los nudillos contra la mesa. Antonino también se sentía incómodo por la conversación entre Sofía y Marco, por la tensión que afloraba en Pietro. De manera que, sin más disimulos, instaron a Marco a que pidiera la cuenta y desviaron la conversación hacia los pormenores del operativo del día siguiente.
— o O o —
Con chaqueta y pantalón vaquero, sin maquillaje, y con el pelo recogido en una cola de caballo, Sofía empezó a arrepentirse de haberse puesto de esa guisa para el almuerzo con D’Alaqua.
No estaba fea porque no lo era, y la chaqueta y el vaquero los había comprado en Versace, pero pretendía demostrarle a D’Alaqua que estaba trabajando y que la cita era parte del trabajo, nada más.
El coche salió de Turín y a pocos kilómetros se desvió por una pequeña carretera que desembocaba frente a un imponente palazzo de estilo renacentista oculto por un bosque.
La verja se abrió sin que el chófer de D’Alaqua presionara ningún mando a distancia y sin que nadie se hubiera acercado a ver quiénes eran. Supuso que había cámaras de seguridad disimuladas por todos los rincones.
En la puerta la esperaba Umberto D'Alaqua, enfundado en un elegante traje de seda gruesa de color gris oscuro.
Sofía no pudo ocultar un gesto de sorpresa cuando entró en el palazzo. Era un museo, un museo convertido en vivienda.
—Le he pedido que viniera a mi casa porque sabía que le gustaría ver algunos de los cuadros que tengo.
Durante más de una hora pasearon por distintas estancias adornadas con impresionantes obras de arte distribuidas de manera muy inteligente.
Charlaron animadamente de arte, de política, de literatura. A Sofía se le pasó el tiempo con tal rapidez que se sorprendió cuando D'Alaqua se excusó diciendo que debía ir al aeropuerto porque a las siete tenía previsto volar hacia París.
—Perdóneme, lo he entretenido.
—En absoluto. Son las seis, y si no fuera porque esta noche debo estar en París, con mucho gusto la invitaría a que se quedase a cenar. Regreso dentro de diez días. Si continúa en Turín espero volver a verla.
—No lo sé. Es posible que para entonces hayamos terminado o estemos a punto de hacerlo.
—¿Terminado?
—La investigación sobre el incendio de la catedral.
—¡Ah! ¿Y cómo van?
—Bien. En la fase final.
—¿No puede ser más explícita?
—Pues…
—No se preocupe, lo entiendo. Cuando termine la investigación y se aclare todo, ya me lo contará.
Sofía se sintió aliviada por la reacción de D'Alaqua. Marco le había prohibido contarle nada, y aunque ella no compartía sus suspicacias sobre D'Alaqua, sería incapaz de desobedecerle.
Dos coches los esperaban en la puerta. Uno llevaría a Sofía al Alexandra, y el otro a D'Alaqua al aeropuerto, donde le aguardaba su avión privado. Se despidieron con un apretón de manos.
— o O o —
—¿Por qué quieren matarlo?
—No lo sé. Llevan días planeándolo. Intentan sobornar a un celador para que deje abierta la puerta de la celda del mudo. El plan es entrar mañana por la noche y cortarle el pescuezo, luego regresar a su celda. Nadie se enteraría, los mudos no gritan.
—¿Aceptará el celador?
—Puede ser. Dicen que tienen mucho dinero, creo que le van a ofrecer cincuenta mil euros.
—¿Quién más lo sabe?
—Otros dos compañeros, confían en nosotros, somos turcos como ellos.
—Vete.
—¿Me pagarás la información?
—Te la pagaré.
El capo Frasquello se quedó pensativo. ¿Por qué los hermanos Bajerai querían matar al mudo? Sin duda un asesinato por encargo, pero ¿de quién?
Llamó a sus lugartenientes, dos hombres que cumplían penas de prisión perpetua por asesinato. Conversó con ellos durante media hora. Después pidió a un celador que llamara a Genari.
El jefe de los guardianes entró en la celda de Frasquello pasada la medianoche. Éste veía un programa de televisión y ni se movió al verlo entrar.
—No hagas ruido y siéntate. Dile a tu amigo el poli que tenía razón. Quieren matar al mudo.
—¿Quiénes?
—Los Bajerai.
—¿Y por qué? —preguntó sorprendido Genari.
—¡Y yo qué sé! Tampoco me importa. Cumplo con mi parte, que él cumpla con la suya.
—¿Lo podrás evitar?
—Márchate.
Genari salió de la celda y con paso rápido fue hasta su despacho y llamó al número del móvil de Marco Valoni.
Marco leía. Estaba cansado. Habían ensayado de nuevo el dispositivo que pondrían en marcha en cuanto el mudo saliera de prisión. Además había vuelto a los subterráneos y durante dos horas había ido de un lado a otro, golpeando paredes, esperando oír el sonido característico del muro hueco. El comandante Colombaria, haciendo alarde de paciencia, acompañó a Marco en el nuevo periplo intentando convencerlo de que allí abajo no había más de lo que veía.
—Señor Valoni, soy Genari.
Marco miró el reloj, pasaba la medianoche.
—Tenía usted razón, quieren asesinar al mudo.
—Cuéntemelo todo.
—Frasquello ha descubierto que dos hermanos, dos turcos, los Bajerai, quieren cargarse al mudo. Al parecer presumen de haber recibido dinero para hacerlo. Lo harán mañana. Deberían llevarse al mudo de esta prisión, cuanto antes.
—No, no podemos hacerlo. Sospecharía que pasa algo y daría al traste con toda la operación. ¿Frasquello cumplirá su parte?
—Ya está cumpliendo, él me ha recordado que es usted quien debe cumplir la suya.
—Lo haré. ¿Está usted en la cárcel?
—Sí.
—Bien, voy a despertar al director; dentro de una hora estaré ahí, quiero toda la información que posean de los dos hermanos esos.
—Son turcos, buenos chicos, mataron a un hombre en una pelea pero no son asesinos, bueno, no son profesionales.
—Dentro de una hora me lo contará.
Marco despertó al director de la cárcel y le instó a reunirse con él en su despacho de la prisión. Luego telefoneó a Minerva.
—¿Dormías?
—Leía. ¿Qué pasa?
—Vístete, dentro de quince minutos te espero en el vestíbulo. Quiero que vayas a la central de los carabinieri, te metas en su ordenador y busques información sobre unos pájaros. Yo iré a la cárcel y desde allí te iré llamando con toda la información de que dispongan.
—Pero dime qué pasa.
—Que aún no me falla la intuición y hay dos que quieren asesinar al mudo.
—¡Dios mío!
—En quince minutos, abajo. No te entretengas.
Cuando Marco llegó a la prisión el director ya lo esperaba en su despacho. El buen hombre bostezaba sin poder disimular su cansancio.
—Quiero todo el informe de los Bajerai.
—¿Los hermanos Bajerai? Pero ¿qué han hecho? ¿Usted confía en lo que diga ese Frasquello? Mire, Genari, cuando esto termine usted deberá explicarme su relación con Frasquello.
El director buscó el informe referente a los hermanos y se lo entregó a Marco, al que le faltó tiempo para sentarse en el sofá y enfrascarse en su lectura. Cuando terminó telefoneó a Minerva.
—Me estoy durmiendo.
—Pues despiértate y empieza a buscar todo lo referente a esta familia de turcos que, aunque nacieron aquí, son hijos de inmigrantes. Lo quiero saber todo de ellos y de sus familiares. Pregunta a la Interpol, habla con la policía turca, en fin, que dentro de tres horas quiero un informe completo.
—¿Tres horas? Ni lo sueñes. Dame hasta mañana.
—A las siete.
—De acuerdo, cinco horas, algo es algo.
El comedor del hotel donde servían los desayunos abría a las siete en punto. Minerva, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño y tantas horas ante el ordenador, entró en la sala segura de que allí encontraría a Marco.
Su jefe estaba leyendo el periódico y tomando un café. Igual que ella, tampoco tenía buena cara, se le notaban las huellas de la vigilia.
Minerva colocó dos carpetas encima de la mesa y se dejó caer en la silla.
—¡Uf, estoy agotada!
—Lo imagino. ¿Has encontrado algo interesante?
—Depende de lo que a ti te pueda parecer interesante.
—Prueba a decírmelo.
—Los hermanos Bajerai son hijos de inmigrantes turcos. Sus padres emigraron primero a Alemania y de allí pasaron a Turín. En Frankfurt encontraron trabajo pero la madre no se adaptaba al carácter germano, así que, como aquí tenían unos familiares, decidieron probar suerte. Sus hijos son italianos, turineses. El padre trabajó en la Fiat y la madre como asistenta. Ellos fueron a la escuela, y no fueron ni mejores ni peores que los demás. El mayor era más pendenciero y el más listo. Su expediente académico es bueno. Cuando terminaron secundaria el mayor entró a trabajar en la Fiat, como su padre, al pequeño lo contrataron de chófer de un jefazo del gobierno regional, un tal Regio, que le cogió porque la madre del chico había servido de asistenta en su casa. El mayor aguantó poco en la Fiat, lo de ser obrero no iba con él, de manera que alquiló un puesto en el mercado y se dedicó a vender verduras y hortalizas. Les iba bien, nunca tuvieron ningún lío con la policía, ni con Hacienda. Nada. El padre está jubilado, la madre también, viven de la pensión del Estado y de los ahorros de toda la vida. No poseen bienes salvo la casa que con mucho esfuerzo compraron hace quince años. Hace un par de años, un sábado por la noche, los Bajerai estaban en una discoteca con sus novias. Unos tipos borrachos las piropearon, parece que uno le tocó el culo a la novia del mayor. El informe de la policía afirma que los hermanos sacaron las navajas y se liaron a cuchilladas con los borrachos. Mataron a un tío y al otro lo hirieron de tal manera que le dejaron un brazo inútil. Les han condenado a veinte años, o sea, a toda la vida. Sus novias no les han esperado. Se han casado.
—¿Qué sabes de su familia en Turquía?
—Gente humilde. Provienen de Urfa, cerca de la frontera con Irak. A través de Interpol, la policía turca nos ha mandado un e-mail sobre lo que tienen de la familia Bajerai, que es muy poco y nada interesante. El padre tiene un hermano más joven en Urfa, aunque está a punto de jubilarse; trabaja en los campos petrolíferos. ¡Ah!, también tienen una hermana, casada con un maestro con el que ha tenido ocho hijos. Son gente de bien, no se han metido nunca en problemas, a los turcos les ha extrañado que preguntemos por ellos. Lo mismo les hemos hecho una faena a esa pobre familia, porque ya sabes cómo se las gastan allí.
—¿Algo más?
—Sí, aquí en Turín vive un primo de la madre, un tal Amin, al parecer un ciudadano ejemplar. Es contable, lleva muchos años trabajando para una empresa de publicidad. Está casado con una italiana, dependienta en una tienda de modas. Tienen dos hijas, la mayor va a la universidad, la pequeña está a punto de terminar secundaria, y van a misa los domingos.
—¿A misa?
—Sí, a misa, supongo que no te extrañará que la gente vaya a misa, esto es Italia.
—Sí, pero ese primo ¿no es musulmán?
—Pues no lo sé, supongo que sí, pero está casado con una italiana, por la iglesia, o sea que se habrá convertido, aunque en su ficha no figura ningún expediente de conversión.
—Investígalo. Investiga también si los Bajerai iban a la mezquita.
—¿A qué mezquita?
—Tienes razón, esto es Italia. De todas las maneras alguien tiene que saber si eran buenos musulmanes. ¿Te has podido meter en sus cuentas corrientes?
—Sí, y no tienen nada extraordinario. El primo este gana un sueldo aceptable, lo mismo que su esposa. Les da para vivir bien, aunque están pagando las letras del piso. No han tenido ninguna entrada especial de dinero. Son una familia muy unida y visitan con asiduidad a los hermanos presos, les llevan comida, dulces, tabaco, libros, ropa, en fin, procuran que la vida en prisión no les resulte tan dura.
—Sí, ya lo sé. Tengo aquí una copia del registro de las visitas. El tal Amin los ha visitado este mes en dos ocasiones, cuando lo normal es que los visitara una vez al mes.
—Bueno, tampoco es para sospechar porque haya ido un día más.
—Tenemos que analizarlo todo, hasta lo insignificante.
—De acuerdo, de acuerdo; pero, Marco, no debemos perder la perspectiva.
—¿Sabes lo que me llama la atención? Eso de que vaya a misa y se haya casado por la Iglesia. Los musulmanes no apostatan de su religión así como así.
—¿Vas a investigar a todos los italianos que sin embargo no pisan la iglesia? Oye, tengo una amiga que se convirtió al judaísmo porque se enamoró de un israelita durante un verano que estuvo en un kibbutz. La madre del chico era una judía ortodoxa que no habría consentido que su criatura se casara con una gentil, de manera que mi amiga se convirtió y los sábados va a la sinagoga. No cree en nada, pero ella va.
—Vale, ésa es la historia de tu amiga, pero aquí tenemos a dos turcos que quieren matar a un mudo.
—Sí, pero lo quieren matar ellos, no su primo, y no lo convertirás en sospechoso porque vaya a misa.
Pietro entró en el comedor y enseguida los vio. Un minuto más tarde Antonino y Giuseppe se incorporaron al desayuno. Sofía fue la última en llegar.
Minerva les puso al tanto de lo que habían hecho las últimas horas y, por indicación de Marco, cada uno leyó una copia del expediente elaborado por su compañera.
—¿Y bien? —preguntó Marco cuando todos hubieron terminado la lectura.
—No son asesinos, luego si les han encargado el trabajo es porque tienen alguna relación con el mudo, o alguien que conoce al mudo tiene mucha confianza en ellos —argumentó Pietro.
—En la prisión hay hombres que le habrían rajado sin miramiento, pero quien ha hecho el encargo o no sabe cómo llegar a esos hombres, luego no pertenece al mundo del hampa, o, como dice Pietro, el que ha hecho el encargo confía por razones que no sabemos en esos dos hermanos, que a la vista del expediente no son nada extraordinarios. Nunca han estado relacionados con los bajos fondos, no han robado la moto del vecino y sí, han asesinado a un tío, pero en una pelea de borrachos.
—Vale, Giuseppe, pero dime algo más que no sepamos —insistió Marco.
—Pues yo creo que tanto Giuseppe como Pietro están diciendo mucho —intervino Antonino—. Hay un eslabón en alguna parte que debemos encontrar, alguien quiere muerto al mudo porque sabe que nos puede guiar hasta él. Eso quiere decir que hay una filtración, que alguien conoce la operación caballo de Troya; de lo contrario haría tiempo que habrían acabado con el mudo, pero lo quieren matar justo ahora.
Se quedaron unos segundos en silencio. El razonamiento de Antonino parecía haber dado en el clavo.
—Pero ¿quién conoce la operación? —preguntó Sofía.
—Demasiada gente —respondió Marco—. Y Antonino tiene razón, lo quieren matar ahora para evitar que nos guíe hasta ellos. Por tanto, conocen con antelación nuestros pasos. Minerva, Antonino, quiero que busquéis más información sobre la familia Bajerai, ellos son un eslabón. Tienen que estar conectados con alguien que quiere muerto a nuestro hombre. Revisadlo todo de nuevo, buscad e investigad el detalle más insignificante. Yo vuelvo a la prisión.
—¿Por qué no hablamos con los padres y el primo de los Bajerai? —preguntó Pietro.
—Porque si lo hacemos despertaremos la liebre. No, no podemos hacer aún más visible nuestra presencia. Tampoco podemos sacar al mudo de la prisión porque sería él quien sospecharía y no nos conduciría hasta su organización. Debemos mantenerlo vivo, lejos de los Bajerai —respondió Marco.
—¿Y quién se encarga de eso? —inquirió Sofía.
—Un capo de la droga, un tal Frasquello. Me he comprometido con él a que la Junta de Seguridad revise su expediente. Bien, manos a la obra.
— o O o —
Se encontraron con Ana Jiménez en el vestíbulo. Tiraba de la maleta en dirección a la puerta.
—Deben traerse entre manos algo importante, están todos… —bromeó la periodista.
—¿Se va? —se interesó Sofía.
—Sí, me voy a Londres, luego a Francia.
—¿Por trabajo? —insistió Sofía.
—Por trabajo. Lo mismo la llamo, doctora, a lo mejor necesito su consejo.
El portero la avisó de que el taxi aguardaba en la puerta, así que se despidió de ellos con una sonrisa.
—Esa chica me pone nervioso —confesó Marco.
—Sí, nunca te ha caído bien —afirmó Sofía.
—No, no, te equivocas, me cae bien, pero no me gusta que se entrometa en nuestro trabajo. ¿A qué va a Londres? Y ha dicho que luego irá a Francia. No sé si sabe algo que se nos escapa o si está intentando demostrar alguna de sus locas teorías.
—Es muy inteligente —respondió Sofía— y a lo mejor sus teorías no son tan locas. A Schllemann le consideraban un chiflado y encontró Troya.
—A esa chica sólo le faltabas tú de abogada defensora. En fin, me ha fastidiado saber que se va a Londres, porque no sé qué demonios puede ir a hacer allí, pero está claro que tiene que ver con la Sábana Santa. Llamaré a Santiago.
— o O o —
El celador había aceptado el dinero. Una cantidad sustanciosa sólo por dejar abierta la puerta de dos celdas, la del mudo y la de los Bajerai. No había nada malo en ello, o por lo menos él no haría nada, tan sólo olvidarse de echar el cerrojo.
La prisión estaba en silencio. Hacía dos horas que los presos habían sido encerrados en sus celdas. Los pasillos apenas estaban iluminados, y los celadores de servicio dormitaban.
Los Bajerai empujaron la puerta de su celda comprobando que estaba abierta. El individuo había cumplido. Pegándose a la pared, pero arrastrándose casi a ras del suelo, se dirigieron hacia el otro extremo del pasillo, donde sabían que estaba la celda del mudo. Si todo iba bien, en menos de diez minutos habrían vuelto a su celda y nadie se enteraría de nada.
Habían recorrido la mitad del pasillo cuando el pequeño, que cerraba la marcha, sintió una mano apretándole el cuello. No pudo esbozar el grito, sintió un golpe pesado en la cabeza y perdió el sentido. El mayor de los Bajerai se volvió demasiado tarde, un puñetazo se estrelló contra su nariz y empezó a sangrar; tampoco pudo gritar, una mano de hierro le apretaba el cuello y no le dejaba respirar, sintió que se le escapaba la vida.
Los dos hermanos se despertaron en su celda, tirados en el suelo, mientras un celador atónito daba la voz de alarma. Se alegraron de estar vivos mientras los trasladaban a la enfermería, pero alguien los había traicionado. Les estaban esperando.
El médico dictaminó que debían permanecer en observación en la enfermería. Habían recibido unos golpes brutales en la cabeza y sus rostros eran un amasijo de sangre, con los ojos casi cerrados a causa de la hinchazón. Se quejaron del dolor y, por indicación del médico, la enfermera les inyectó un calmante que los sumió en un nuevo sueño.
Cuando Marco llegó al despacho del director éste le contó preocupado los acontecimientos de la noche. Tenía que dar parte a las autoridades judiciales, y a los carabinieri.
Marco le tranquilizó, y pidió ver al capo Frasquello.
—He cumplido mi parte —le espetó éste tan pronto entró en el despacho del director.
—Sí, y yo cumpliré la mía. ¿Qué ha pasado?
—No haga preguntas, las cosas han salido como usted quería. El mudo vive y los turcos también, ¿qué más quiere? Nadie ha sufrido daño alguno. Bueno, hubo que parar a esos dos hermanos, pero no les ha pasado nada grave.
—Quiero que continúe vigilando. Pueden volver a intentarlo.
—¿Quiénes, esos dos? No lo creo.
—Ellos u otros, no lo sé. Esté atento.
—¿Cuándo hablará con la Junta de Seguridad?
—En cuanto esto haya acabado.
—¿Y cuándo será eso?
—Espero que en tres o cuatro días, no más.
—De acuerdo. Cumpla, poli, porque de lo contrario lo pagará.
—No sea estúpido, no me amenace.
—Cumpla.
Frasquello salió del despacho dando un portazo ante la mirada estupefacta del director.
—Pero, Marco, ¿usted cree que la Junta de Seguridad hará caso de su recomendación sobre Frasquello?
—Ha colaborado; deben tenerlo en cuenta, es todo lo que les pediré. Dígame ¿cuándo podremos tener las deportivas del mudo? Mi hombre no se puede quedar eternamente en Turín, tenemos que meter ese micrófono.
—No se me ha ocurrido ninguna excusa, yo…
—Pues mande que se las quiten para lavarlas, dígale que como va a salir es costumbre que los presos que recuperan la libertad salgan lo más aseados posible. Si no lo entiende dará lo mismo; si lo entiende, la explicación es la más plausible que se me ocurre. No hay otra. Así que esta noche, cuando lo encierren en su celda, me traen aquí las zapatillas de deporte; lávenlas, deben devolvérselas limpias, luego trabajaremos con ellas.